En la primera parte
de este artículo vimos algunos casos famosos de desciframiento de escrituras
antiguas de África y Oriente, y todavía podíamos haber citado otros grandes
logros filológicos del siglo XIX, como el desciframiento del cuneiforme a cargo
del británico Henry Rawlison, gracias a otro texto trilingüe (la inscripción de
Behistún). En esta segunda parte nos centraremos en escrituras más cercanas, de
ámbito mediterráneo y europeo, en las que también ha habido un poco de todo,
pero por desgracia con más incertidumbres que certezas, más algunas dosis de
polémica y sospechas de fraude.
Para empezar, me referiré a un oscuro caso
que ya toqué en un artículo anterior: las tablillas de Glozel. Sólo para poner
en contexto, diré que se trata de un yacimiento arqueológico cercano a la
ciudad de Vichy (Francia) que despertó mucho interés en su momento (años 20 del
pasado siglo), pero también mucha controversia por las acusaciones de fraude
sobre los descubridores: un joven campesino, Émile Fradin, y un médico metido a
arqueólogo, el doctor Antonin Morlet (en la imagen). Los expertos académicos dudaron de la
autenticidad del yacimiento por varios motivos, pero sobre todo por la
presencia de un centenar de tablillas de terracota con una serie de
inscripciones en un sistema de escritura desconocido basado en trazos geométricos.
Morlet decía que las tablillas se remontaban al neolítico, y ello era una
auténtica herejía porque ponía los inicios de la escritura en el neolítico
europeo en vez de en el arranque de la civilización en Oriente Medio. Hubo
opiniones para todos los gustos y la polémica llegó incluso a los tribunales,
pero el veredicto científico no llegó hasta mucho más tarde, cuando Morlet ya
había fallecido. Así, tras someter a las tablillas a unos análisis de
termoluminiscencia en los años 70, se confirmó que eran piezas auténticas y
bastante antiguas[1]…
aunque no tanto como creía el médico de Vichy.
El caso es que ya en 1926 Morlet había
publicado un artículo sobre esta escritura, a la que calificó de “alfabeto
prehistórico”, pues no veía ahí pictogramas ni jeroglíficos. En dicho documento
el doctor Morlet identificó hasta 111 símbolos diferentes en las tablillas y
consideró que era un sistema alfabético muy antiguo, pan-mediterráneo y muy
anterior al alfabeto fenicio, que habría tomado algunos de sus símbolos de esa
fuente primigenia. Eso sí, Morlet reconocía que –pese a haber comparado los
textos con varias escrituras antiguas– no tenía ni idea de cómo se pronunciaban
esos signos y qué lengua había detrás de ellos. Algunos especialistas, que dieron
por bueno el material, también trataron de descifrar la escritura de Glozel,
pero sin ningún éxito, al ser una escritura única y no existir otras
inscripciones de referencia. Se barajaron muchas hipótesis sobre la lengua base
(el euskera, el ibérico, el caldeo, el berebere, el ligur, el hebreo, el
griego, el turco…) pero nadie fue capaz de avanzar en el proceso de
desciframiento.
Signos sobre tablilla de Glozel |
No obstante, algunos no se rindieron pese a
las dificultades. Este fue el caso del químico y biólogo suizo Hans-Rudolf Hitz
(1932-2013), que realizó probablemente el esfuerzo más riguroso y metódico para
desvelar el enigma de Glozel, al que dedicó 30 años de trabajo. Hitz, buen
conocedor de la arqueología y de las lenguas antiguas, se centró en estudiar el
corpus de símbolos y en buscar relaciones con varias lenguas muertas que
empleaban alfabetos semejantes, y así llegó a la conclusión de que la escritura
de Glozel era un tipo de alfabeto primario empleado para escribir una lengua
céltica (de la Galia Cisalpina), cuyo origen se remontaría al 300 a. C. Esta
estimación casaría en gran medida con las dataciones obtenidas mediante
termoluminiscencia, pues dos tercios de éstas se encuadraban precisamente entre
el 300 a. C. y el 100 d. C.
En su opinión, los signos alfabéticos
básicos serían sólo 26, con el añadido de entre 40 y 50 signos particulares,
dando un total aproximado de 80 signos, frente a los 111 propuestos por Morlet.
Hitz encontró una correlación bastante clara con el llamado alfabeto lepóntico de Lugano, que a su
vez estaba influenciado por el alfabeto etrusco. Con estas premisas, y
suponiendo que se hallaba ante una lengua céltica, Hitz trató de descifrar el
contenido de las tablillas y de hecho pudo leer algunos fragmentos que incluían
nombres e incluso un posible topónimo de Glozel: Nemu Chlausei.
Finalmente, lanzó la hipótesis de que Glozel pudo haber sido un lugar de
peregrinación en el cual se ofrecían las tablillas como ofrendas votivas. Dicho
esto, es oportuno señalar que la comunidad académica se ha mantenido al margen
de emitir veredictos, pues a día de hoy todavía recela de la autenticidad de
las tablillas y de su correspondiente escritura.
Con todo, quedó flotando en el ambiente otra
incógnita que Morlet ya había sacado a la palestra: los mismos signos –o
bastante similares– habían aparecido por la región en objetos de piedra que se
remontaban, según el propio Morlet, al paleolítico. ¿Eran piezas auténticas? En
tal caso, ¿se trataba de una proto-escritura? ¿O más bien se debería revisar la
datación de los objetos? Lamentablemente, no se ha avanzado más allá de los
estudios de Hitz, y el asunto de Glozel seguirá en la bruma, al ser un
descubrimiento único y muy peculiar, sin olvidar toda la polémica desatada durante décadas.
Colonia griega de Emporion (Empúries) |
Si ahora nos desplazamos hacia el sur, en la
Península Ibérica tenemos otro caso de desciframiento de una escritura antigua
que se quedó a medias. Me refiero, por supuesto, a la escritura ibérica y sus
variantes, a la que podríamos sumar otro sistema semejante en las formas: la
escritura tartésica. Lo cierto es que, en el siglo XIX, coincidiendo con el
inicio de la arqueología en España, los eruditos ya sabían sobradamente que
habían existido en la Península –en particular en el este y el sur– varios
pueblos prerromanos que habían empleado sistemas de escritura de tipo
alfabético, cuyo origen debía situarse sin lugar a dudas en la influencia cultural de los pueblos
colonizadores mediterráneos, básicamente fenicios y griegos. El problema, una
vez más, era enfrentarse a alfabetos desconocidos –aunque no del todo– que
representaban lenguas también desconocidas (al menos en principio). De hecho, ya desde
el Renacimiento algunos sabios habían intentado, sin éxito, leer estas
inscripciones, si bien en algunos casos aportaron ideas y enfoques correctos.
Al iniciarse los estudios arqueológicos, ya
se pudieron diferenciar dos grandes familias: la escritura tartésica, situada
en la región sudoccidental de la Península y la escritura ibérica, en la región
levantina y hasta más allá de los Pirineos. Esta última presentaba al menos
tres variantes: la suroriental (emparentada con la tartésica), la greco-ibérica
y la nororiental o levantina, siendo esta última la más extendida. En cuanto a
los caracteres empleados por todas ellas, quedaba poca duda de que se trataba
de letras y no de ideogramas, y había un cierto parecido entre los signos, como
resultado de recurrir a unas mismas fuentes comunes. Los expertos no tardaron
en observar las concomitancias con los alfabetos mediterráneos y centraron
todos los esfuerzos en poder convertir los signos en consonantes y vocales
reconocibles.
Inscripción tartésica |
En todo caso, la escritura tartésica
mostraba algunas peculiaridades que no existían en las otras zonas,
posiblemente por la propia diferencia cultural de Tartessos frente a las otras
regiones ibéricas. Hubo varios intentos de desciframiento de esta escritura (la
más antigua de la Península, según el registro arqueológico), a cargo de
Schulten y de Gómez-Moreno principalmente, pero sólo se pudo acceder a una precaria
lectura de los signos –con muchas dudas que aún persisten– y a fijar la
dirección de la lectura, normalmente de derecha a izquierda. Se reconocieron
algunas palabras, pero realmente apenas se ha avanzado desde mediados del siglo
XX. Bien es cierto que se plantearon varias hipótesis viables, como algún tipo
de lengua céltica, pero no arrojaron resultados consistentes. De hecho, ni
siquiera se tiene seguridad acerca de si se trata de una lengua indoeuropea o
una no-indoeuropea. Se sigue sin saber pues qué lengua hablaban los tartesios,
y por el momento no ha aparecido ninguna inscripción bilingüe que ayude a
despejar las incógnitas.
Antiguos alfabetos de la Península Ibérica |
En lo referente al alfabeto ibérico
levantino, se disponía de un extenso corpus de inscripciones en diversos
soportes (estelas, monumentos, monedas, piezas de cerámica, grabados rupestres,
láminas de metal, etc.) e incluso se conocía algún breve texto bilingüe
latino-ibérico, lo que permitió un estudio a fondo tanto desde el punto de
vista arqueológico como del filológico. Así, sabemos que esta escritura se data
entre el siglo V a. C. y el cambio de era, y estuvo muy extendida en casi todo
el este peninsular hasta el sur de Francia, e incluso fue adoptada por los
celtíberos del interior de la Península. Con toda esta documentación, el
desciframiento sólo era cuestión de tiempo y paciencia. Así, en 1922 el ya
citado profesor Manuel Gómez-Moreno (1870-1970), trabajando básicamente con los
textos numismáticos y las referencias latinas y griegas a nombres ibéricos
(sobre todo antropónimos, gentilicios y topónimos), consiguió dar con la clave
de la escritura ibérica, que no era otra que su carácter de sistema
semisilábico. Esto significa que, en un alfabeto de 28 signos, había trece signos
que representaban fonemas individuales (ocho consonantes y cinco vocales), más
otros quince que representaban sílabas de consonantes oclusivas (B-P, D-T, K-G)
y sus vocales adjuntas.
Inscripción ibérica de Guissona (Cataluña) |
Desde entonces, la escritura ibérica pudo
ser leída sin dificultad, aunque algunas de sus variantes presentan todavía hoy
ciertas lagunas. Ahora bien, ¿a qué lengua correspondía esa escritura? Al igual
que en el caso del tartésico, seguimos en la niebla filológica... o quizá no
tanto. Lo cierto, y eso lo pude comprobar siendo estudiante de arqueología, es
que los textos ibéricos “sonaban” muy vasco (o euskera). Sólo por poner unos
ejemplos, podemos citar esta breve inscripción hallada en Guissona: NEI TINKE
SUBAKE EN DAGO; o esta otra procedente de Sagunto: ARETAKE SIKEDUDINEBAN NEREILDUN. También podríamos mencionar algunas palabras grabadas sobre monedas,
referentes a la comunidad que las acuñó: ILTIRTASALIRBAN (dinero de Iltirta) y
UNTIKESKEN (de los indiketas). La verdad es que la analogía va más allá de lo
fonético y entra en lo morfológico, semántico y sintáctico, y de hecho desde
que Gómez-Moreno descifró la escritura se desató la corriente vasco-iberista sobre el origen del
ibérico, que ha tenido muchos seguidores, pero también no pocos escépticos y
detractores. Sin ir más lejos, el propio Gómez-Moreno se posicionó contra esta
corriente, a la que llamó literalmente “vascofilia integrista”.
Así pues, llevamos todo el siglo XX y este
XXI con la polémica a cuestas, pero entre los expertos se comparte la idea de
que el ibérico sería muy probablemente una lengua pre-indoeuropea, y que las
semejanzas con el euskera son muchas y no se pueden obviar. En efecto, el
ibérico no sólo suena a euskera, sino que muchas de sus palabras se pueden
traducir sin excesiva dificultad (por ejemplo, los numerales son prácticamente
idénticos), ya que el léxico ibérico tiene bastantes paralelos con el vasco,
con notables correlaciones fonéticas y morfológicas. Además, tenemos algún
ejemplo arqueológico muy significativo, como una vasija pintada hallada en
Liria que contenía una escena de barcas llenas de arqueros que se enfrentaban
entre ellos. Pues bien, el texto que acompañaba la escena se leía como GUDUA
DEISDEA, que literalmente en euskera significa “la guerra, la llamada”
(“llamada a la guerra”). La correlación entre imagen y texto parecía pues
bastante obvia. No obstante, no es oro todo lo que reluce ni se puede empezar a
traducir el ibérico echando mano del manual de Gómez-Moreno y de un diccionario
de euskera.
Dracma ibérico con la leyenda en el anverso ba-r-ke-n-o (Barkeno, el precedente de la Barcino romana) |
En este punto, los críticos al
vasco-iberismo han señalado que muchas veces ha faltado rigor y se han forzado
las similitudes con el vasco, hasta el punto de introducir sesgos en las
interpretaciones, más otros casos en que la traducción al euskera resultaba del
todo confusa, parcial o arbitraria. Así, actualmente, los mayores especialistas
en escritura y lengua ibérica –entre los cuales no faltan algunos vascos como
Mitxelena, Gorrochategui o Lakarra– han reconocido que la conexión es evidente
a la luz de las coincidencias en varios ámbitos, pero no defienden una rígida
tesis vasco-iberista. Antes bien, se
inclinan por considerar que el ibero
no es euskera ni es su lengua madre[2],
ni tampoco existe un parentesco directo, pues los problemas para una
interpretación efectiva son muchos. En este sentido, las propuestas más
modernas apuestan por dos escenarios filológicos básicos: o bien las semejanzas
fueron fruto de una koiné o comunidad
cultural en aquella zona en la que se compartieron múltiples rasgos
lingüísticos por la mera proximidad geográfica[3],
o bien que tanto el euskera como el ibero son descendientes de un ancestro
común que podría ser el llamado protovasco
(o aquitano), una forma muy arcaica
de euskera que se hablaba a ambos lados de los Pirineos en tiempos prehistóricos.
Así pues, algo tenemos, algo entendemos, pero todavía resulta escaso para tener
una clara visión de conjunto. Ahí lo dejamos.
[Para los amantes de los enigmas, he añadido
en un anexo final un sencillo juego de desciframiento del ibérico, que se puede
resolver sin consultar la tabla de equivalencias del alfabeto ibérico.]
Para cerrar el tema de las escrituras
descifradas, saltaremos ahora al otro extremo del Mediterráneo, a fin de
revisar uno de los casos de éxito más sonados del siglo XX: el desciframiento
de la escritura llamada Lineal B, a cargo de los británicos Michael Ventris y John
Chadwick en los años 50... sin olvidar el chasco en el intento de descodificar
otras dos escrituras cretenses antiguas.
Palacio de Cnossos (Creta) |
Esta historia arranca cuando el arqueólogo
inglés sir Arthur Evans emprendió entre 1900 y 1906 extensas excavaciones en Cnossos,
en la isla de Creta, que le llevaron a descubrir una ignota civilización, a la
que llamó minoica, en homenaje al
mítico rey Minos. Y entre palacios, almacenes, vasijas y otros muchos objetos
halló una gran cantidad de tablillas de arcilla con inscripciones grabadas con
unos signos desconocidos. Evans no tardó en apreciar que en realidad allí había
más de un sistema de escritura y, a partir de las diferencias tipológicas y
cronológicas, estableció que existía una escritura que él llamó jeroglífica, la más antigua, y luego dos
sistemas derivados, a los que llamó Lineal A y Lineal B, siendo éste último el
más reciente. En su concepción, Evans vio allí una evolución de la escritura
similar al caso egipcio, con una misma lengua expresada primero mediante el
jeroglífico –como sistema primigenio– y luego con unos sistemas simplificados y
modernizados, paralelos de algún modo
al hierático y demótico de Egipto. Eso sí, Evans se mostró incapaz de leer las
tablillas, en ninguna de sus modalidades, pues no tenían claros referentes en
las escrituras mediterráneas más conocidas.
Ahora bien, con el tiempo se fueron
acumulando algunas certezas interesantes, como que el jeroglífico se remontaba
a inicios del 2º milenio antes de Cristo y que el Lineal A era un poco posterior,
en tanto que el Lineal B surgió unos cinco o seis siglos más tarde[4].
Lo que era evidente es que el jeroglífico era con diferencia el sistema menos
abundante, pues sólo se recuperaron unos 350 documentos, mientras que del
Lineal A se hallaron 1.500 inscripciones y del Lineal B unas 6.000. Con esta
cantidad de restos, al menos se pudo hacer un amplio estudio descriptivo de los
signos, que revelaron que no podía tratarse de sistemas ideográficos, pues los
glifos distintos no superaban los 100 (96 en el jeroglífico, 97 en el Lineal A
y 87 en el Lineal B). Además, todos los sistemas mostraban semejanzas y signos
derivados, con una particular relación entre los Lineales A y B, que compartían
hasta 64 signos prácticamente idénticos. Más adelante se conocieron otros
hechos no menos relevantes, como que el Lineal B aparecía también en cierta
cantidad en la Grecia continental, mientras que el Lineal A fue registrado en
algunas islas del Egeo, así como en algún punto de Grecia y de Anatolia. En
todo caso, el corpus más extenso era el que presentaba el Lineal B (con unos
70.000 signos en total) y ahí se hicieron los mayores esfuerzos de
desciframiento, aunque prácticamente no hubo logros significativos durante
cuatro décadas.
Michael Ventris |
Fue un joven arquitecto británico llamado
Michael Ventris (1922-1956), gran aficionado a la arqueología y conocedor de
las lenguas clásicas, quien iba a acabar con el misterio a mediados del siglo
XX empleando un riguroso método de análisis de los textos. Con sólo 14 años
asistió a una conferencia del ya anciano Arthur Evans sobre los hallazgos de Creta,
y quedó tan impresionado que decidió que él interpretaría el Lineal B, e
incluso se lanzó un poco “a la piscina” al proponer cuatro años después que esa
escritura era una forma de etrusco. Sin embargo, una vez pasada la Segunda
Guerra Mundial, dejó a un lado sus prejuicios y especulaciones, y se dedicó a
un estudio objetivo de los signos con el propósito de “hacerlos sonar”, aun sin
tener una hipótesis definida de lengua base (si bien aún le rondaba el etrusco
por la mente). Lo que sí le parecía claro es que –a la vista del tipo y número
de signos– la escritura Lineal B debía ser una forma de silabario; esto es, un
conjunto de signos que representaban sílabas (consonante más vocal) y
posiblemente las vocales sueltas. Y este ya fue un primer gran paso en la
dirección correcta.
Pero había más. Frente a las típicas
posturas personalistas y luchas de egos científicos, Ventris optó por la
colaboración multidisciplinar y por intercambiar información con todo aquel experto
que pudiera aportar pistas acertadas, lo que en la práctica le ayudó mucho. En
cuanto a su método de trabajo habitual, se dedicó a construir tablas o
parrillas en las que comparaba los signos en función de cinco vocales y quince
consonantes, aparte de observar la posición y repetición de los signos en las
palabras de una lengua que aún desconocía. De hecho, su enfoque incorporaba
conceptos de estadística y criptografía, que eran básicos para descifrar
códigos secretos. Ventris estuvo cinco años dando vueltas a los signos, pero un
dato de la profesora Alice Kober –también empeñada en el desciframiento– le
ayudó de forma decisiva en desbloquear la situación. Kober le hizo notar que al
comparar las tablillas de Creta con las de Pylos (Grecia), escritas en el mismo
sistema Lineal B, se veía que algunas palabras “cretenses” no aparecían en el
continente. Esto hizo pensar a Ventris que dichas palabras podrían ser
topónimos propios de Creta, y que por tanto serían extraños en el mundo
micénico continental.
Silabario Lineal B descifrado |
El caso, es que –llegados a marzo de 1952–
empezó a vislumbrar posibles sonidos en relación con localidades propias de
Creta, como ko-no-so (Cnossos), tu-li-so (Tulissos), pa-i-to (Faistos) o lu-ki-to (Lukto). Todo cuadraba: se trataba de un silabario, con el
añadido ocasional de las vocales, que reflejaba topónimos cretenses. Así pues,
sustituyendo las sílabas que tenía más o menos seguras en los textos
disponibles, Ventris consiguió “hacer sonar” la lengua desconocida hasta ese
momento. Entonces fue cuando saltó la luz, al igual que le había ocurrido a
Champollion 130 años antes. Las palabras de Lineal B se podían reconocer como
griego, un griego muy arcaico, pero griego al fin y al cabo, en palabras tan
comunes como como pa-te (padre),
pa-si-re-u (rey) o da-mo (pueblo).
Con esta firme base, acudió a un programa de
la BBC en julio de 1952 para anunciar al mundo que había descifrado el Lineal
B. Uno de los asombrados oyentes de la noticia fue el experto en griego clásico
John Chadwick, que durante la guerra había trabajado en desciframiento de
códigos. De este modo, Chadwick se ofreció a Ventris como colaborador y juntos
avanzaron de forma definitiva en el desciframiento completo del Lineal B.
Además, el escenario histórico quedaba en gran parte aclarado: la decadencia de
la gran civilización minoica hacia el 1600-1500 a. C. –debida seguramente a un
desastre natural– coincidió con la aparición del Lineal B, un tipo de escritura
adoptada por los aqueos o antiguos griegos, que en la segunda mitad del 2º
milenio a. C. se convirtieron en los nuevos señores de Creta.
Tabilla de Lineal A |
¿Y qué ocurrió con el jeroglífico y el Lineal
A? Para los especialistas, no había duda de que –al igual que el Lineal B– eran
silabarios, y que estuvieron interrelacionados, pese a las evidentes
diferencias formales. Ahora bien, el jeroglífico mostraba más particularidades
y era escaso en inscripciones, lo cual no ofrecía muchas esperanzas de
solución. En cambio, con el lineal A se redoblaron los intentos y se pudieron
realizar algunos avances, principalmente por los signos compartidos con el
Lineal B y por la identificación de los numerales, que eran prácticamente los
mismos. Dicho esto, se vio que la sustitución efectiva por los signos del
Lineal B no era posible y en todo caso el idioma subyacente no era griego. Con
todo ello se pudo demostrar que Evans estaba equivocado: no era una misma
lengua plasmada en distintas escrituras, sino al menos dos. Así pues, aparte de
leer muy precariamente los textos, se sigue sin comprender el Lineal A porque
la lengua base es desconocida. Según los expertos, podría ser una lengua
arcaica cretense pero también alguna lengua de origen asiático, quizá de
Anatolia. En fin, una vez más, nos hallamos en la mitad del camino: el Lineal A,
como código escrito, pudo ser más o menos descifrado, pero no así el código
oral, con lo cual nos remitimos a una situación parecida a la del etrusco
(legible desde 1888) o del ibérico (legible desde 1922).
Para concluir, una última reflexión, que ya
apunté en un artículo previo. Vemos que hay escrituras de culturas desaparecidas
aún por descifrar, pero resulta todavía más misteriosa la ausencia de escritura
en algunos grandes monumentos del pasado, como las antiguas pirámides[5]
y las enormes estructuras megalíticas. Ni un símbolo, ni una letra, ni un
trazo. Nada. Quizá el mutismo de esos gigantes nos indique que en esas épocas
remotas la escritura no era necesaria. Eso nos impulsa a pensar que la
cronología de esos monumentos podría ser muy anterior a lo que se ha reconocido
convencionalmente. Pertenecerían tal vez a una era en que el ser humano vivía
en un estado de conciencia superior y no precisaba plasmar el pensamiento de
forma física. Por supuesto, esto no es más que una alocada especulación…
© Xavier Bartlett
2019
Fuente imágenes:
Wikimedia Commons
Anexo
Aquí tenemos una serie de nombres en ibérico
ya descifrados, con signos que representan consonantes sueltas, vocales y
sílabas:
ILdrO (Ilturo), UJK,
(Utica),
ILJrT (Iltirta), INJPL (Indíbil), ArZE (Arse),
WrCNO (Barkeno)
Con estos datos de partida, vamos a jugar a
los filólogos descifradores. Téngase en cuenta que en ibérico las sílabas con
B-P sonaban casi igual –con el matiz de sonido sonoro o sordo– y se escribían
con un solo signo. Al interpretar, hemos de optar por una u otra consonante,
según se escribió luego ese término en griego o latín (o en castellano,
actualmente). Lo mismo sucede con D-T y K-G. Por ejemplo, ANtRA se puede
leer a-n-do-rr-a o a-n-to-rr-a. Propongo al lector que
trate de descifrar estos tres topónimos ibéricos antiguos (los tres puntos
separaban las palabras):
PLPLIZ | drIAZO]]
| ZAETP
Ahora pruebe con estos topónimos modernos (hay
3 signos no citados, pero son fáciles de deducir):
PLWO
| XrtW | TRAXNA
| ZANJAX | DrUEL |
QrXZ
Las soluciones, en la última nota a pie de página[6].
[1] Este mismo método se podría aplicar al controvertido disco de Faistos,
que también es de arcilla, y probaría con seguridad si fue cocido en época
antigua o hace poco más de un siglo. Sin embargo, las autoridades culturales se
niegan a practicar tal prueba porque podría suponer un daño a la integridad de
la pieza.
[2] La hipótesis de que el ibero era la lengua originaria del euskera ya
la lanzó von Humboldt en el siglo XIX, y dio alas a las posteriores tendencias
vasquistas del siglo XX.
[3] Esta característica se llama técnicamente en filología sprachbund.
[4] Hoy en día se ha comprobado que los tres sistemas llegaron a solaparse
en el tiempo, y que el Lineal A, según algunos autores, prácticamente fue
contemporáneo del jeroglífico.
[5] Los primeros signos jeroglíficos registrados en pirámides egipcias
corresponden a los Textos de las
Pirámides en la pirámide del faraón Unis, último monarca de la V dinastía.
(Todo ello exceptuando los jeroglíficos de las cámaras de descarga en la
pirámide de Khufu, que están bajo sospecha de falsificación.)