martes, 20 de marzo de 2018

La polémica cuestión de los eolitos




En los principios de la ciencia prehistórica, hace siglo y medio más o menos, casi todo estaba por hacer y se tuvieron que realizar grandes esfuerzos para identificar, datar y clasificar los muy diversos utensilios de piedra que aparecían en las excavaciones arqueológicas. La primera división principal que se hizo fue entre la piedra tallada, más antigua, y la pulimentada, más moderna. Esto dio origen a la clásica distinción entre Paleolítico y Neolítico, con una etapa intermedia llamada Eneolítico o Mesolítico. Posteriores investigaciones dieron lugar a la definición de las múltiples industrias líticas paleolíticas reconocidas en Europa y otras partes del mundo, que dejaré a un lado para no desviarme del argumento principal.

Lo que ahora me interesa destacar es que los primeros prehistoriadores lanzaron un nuevo término, eolito[1], para definir un tipo de herramientas de piedra muy arcaicas (del paleolítico inferior, la etapa más antigua de la Humanidad). Dichas herramientas eran unas simples piedras o guijarros modificados con unos pocos golpes para convertirse en raspadores, pulidores, picos, etc. Se trataba de unos objetos de aspecto muy basto o tosco, pero de indudable factura humana, empleados para las más básicas labores de supervivencia. En realidad, tales piedras ya de por sí tenían unos bordes, filos o formas propicias para determinadas tareas, y por tanto no precisarían de grandes modificaciones, apenas lo que técnicamente se denomina unos “retoques”. En la práctica, esto hacía que para un ojo no entrenado resultara muy difícil diferenciar entre un eolito y una piedra “natural”. 
Eolito hallado por B. Harrison en el siglo XIX

El primer prehistoriador que usó este término fue el británico J. Allen Browne en 1889, a partir de descubrimientos realizados en la costa este de Gran Bretaña y que fueron datados en la época geológica del Plioceno (entre 5,3 y 2,6 millones años aproximadamente), si bien algunos científicos de aquella época afirmaron haber hallado este tipo de artefactos en estratos geológicos aún más antiguos (del Mioceno) y más modernos (del Pleistoceno), en diversas localizaciones del Viejo Mundo.  

El inglés Benjamin Harrison ya había encontrado bastantes de estos objetos de pedernal en la costa de Kent a finales del siglo XIX, pero la “explosión” de los eolitos tuvo lugar a inicios del siglo XX, principalmente con los hallazgos de su compatriota James Reid Moir en la zona de East Anglia. Ya traté de la odisea de Moir en un artículo específico, pero a modo de resumen expondré el núcleo de la polémica a través de sus principales datos y argumentos.

Moir estuvo realizando excavaciones durante unos 20 años en la costa este de Inglaterra (sobre todo en una formación llamada Red Crag) y halló numerosos artefactos de factura tosca que encajarían en la categoría de eolitos y los dató, según las secuencias estratigráficas identificadas, en una antigüedad que oscilaba entre los 400.000 años y los 1,75 millones de años, si bien algunas piezas se podrían remontar hasta más de dos millones de años. Estas dataciones resultaron una herejía para muchos prehistoriadores pues situaban al hombre en una época excepcionalmente arcaica, y además en Europa, donde los especimenes humanos hallados hasta la fecha no eran ni remotamente tan antiguos[2]. Enseguida se produjo una encendida disputa sobre la cuestión geológica (por si la secuencia geológica había sido malinterpretada o estaba alterada), pero los geólogos no vieron error en este asunto, por lo que todas las miradas se volvieron hacia los utensilios de piedra. Así, varios expertos de renombre le dijeron a Moir que se había equivocado y que los supuestos artefactos no eran más que piedras naturales modificadas por agentes naturales. No obstante, otros prestigiosos sabios, como el abate francés Henri Breuil[3], defendieron las tesis de Moir, con más o menos reservas.

James Reid Moir
La controversia llegó a tal punto que fue necesaria la intervención de una comisión internacional de antropólogos, geólogos y arqueólogos para verificar las proclamas de Moir. Dicha comisión se formó en 1923 y, tras estudiar los restos sobre el terreno, estableció como ciertos estos dos puntos principales: 1) que los estratos geológicos –de la Era Terciaria– estaban inalterados y 2) que los objetos eran realmente artefactos hechos por la mano del hombre, con una antigüedad que se podía remontar a 2,5 millones de años. Incluso algunos escépticos contumaces, como el profesor alemán Hugo Obermaier, tuvieron que rendirse a la evidencia al examinar las piezas. 

Sin embargo, plantear la existencia del ser humano en Europa –y en todo el planeta– en una época tan remota seguía siendo un anatema y de este modo se llegó a la publicación en 1939 de un artículo a cargo de Alfred S. Barnes titulado The Differences between Natural and Human flaking on prehistoric flint collections. Este documento “sentó cátedra” en la profesión y envió al terreno del error todos los eolitos de Moir, que fueron calificados de piedras naturales afectadas por fracturas causadas por agentes naturales, lo que técnicamente se denominan geofactos. 

Este fue el fin de la reputación de Moir y también, en gran medida, el fin de los eolitos. Llegados ya a la segunda mitad del siglo XX, las discusiones sobre los eolitos se fueron apagando y hoy en día en el ámbito académico se da por hecho y probado que los polémicos eolitos no son artefactos sino piedras naturales. Veamos qué dice actualmente la inevitable Wikipedia sobre los eolitos: “Un eolito es un nódulo lascable de sílex. Durante algún tiempo se pensó que los eolitos fueron artefactos, las primeras herramientas de piedra, pero actualmente se cree que fueron producidos de forma natural por procesos geológicos como la glaciación.”

Así pues, los eolitos ya han sido enviados oficialmente al baúl de los recuerdos y de los conceptos erróneos y obsoletos. La mayoría de opiniones contrarias insisten en que la ciencia geológica ya ha probado que se trata de piedras fracturadas naturalmente y que además no hay fósiles de homínidos datados en el Plioceno (época donde se situaban la mayoría de eolitos), ello por no mencionar las típicas disputas nacionalistas de aquella época a la hora de adjudicarse hitos arqueológicos. Pero frente a los que han querido dar un carpetazo al asunto, los eolitos se han mostrado algo reticentes a desaparecer del mapa. En efecto, las cosas no han resultado ser tan sencillas ni tan cómodas para el paradigma porque después de los trabajos de J. R. Moir han ido apareciendo este tipo de objetos en varias excavaciones, resucitando las viejas polémicas y proyectando la sombra de nuevas herejías. Seguidamente haré un repaso de los episodios más destacados en las últimas décadas, haciendo hincapié en que el estamento académico se ha mantenido en su negacionismo y persecución, rechazando la artificialidad de los eolitos, generalmente porque podrían apuntar a una presencia humana en unas épocas y unos lugares “no admisibles”.

Louis Leakey
El caso más destacable es el del insigne paleoantropólogo Louis Leakey, descubridor del llamado Homo habilis, que muchos años después de la muerte de Moir, admitió la autenticidad de sus hallazgos, cuando toda la comunidad arqueológica ya había pasado página. Pues bien, Leakey identificó en la garganta de Olduvai (Tanzania, África) una cultura lítica asociada a  homínidos primitivos que se caracterizaba por ser muy simple y tosca, basada en la mínima modificación de unos guijarros o cantos rodados (lo que en inglés se denomina Pebble Culture) y que en sus propias palabras era muy semejante al conjunto de artefactos hallados por Moir. Esta arcaica cultura se dató entre unos 2 y 3 millones de antigüedad y vendría a encajar con el concepto evolucionista ortodoxo, según el cual nuestros ancestros homínidos más antiguos surgieron en África y fueron los primeros en realizar herramientas.

Así las cosas, en los años 60 Leakey se desplazó a los Estados Unidos para participar en las excavaciones del yacimiento de Calico (desierto de Mojave, California) bajo la dirección de la arqueóloga Ruth Simpson. Allí se llevaron a cabo varias campañas que desenterraron más de 11.000 objetos de tipo eolito en diversos niveles estratigráficos, siendo los más antiguos de una datación –según el método de las series de uranio– de unos 200.000 años. Leakey identificó los toscos objetos como genuinos artefactos hechos por el hombre, pero la gran mayoría de la comunidad académica rechazó su propuesta alegando que “se había equivocado”; esto es, que había sucumbido al mismo error que medio siglo antes había cometido Moir. No es de extrañar que Leakey quedase bastante afectado y abatido por estas críticas, siendo una persona muy profesional y rigurosa en su trabajo, con el agravante de que ya de joven había sufrido fuertes críticas por proponer un poblamiento de América “demasiado antiguo”.

A todo esto, la propia Simpson afirmó que sería muy difícil imaginar que la naturaleza hubiese sido capaz de crear tantos objetos que se asemejaban inequívocamente a herramientas unifaciales[4] realizadas por humanos, con un típico retoque uniforme en el borde, y que además se parecían mucho a los ya conocidos eolitos europeos. Muchos años después, el arqueólogo disidente Chris Hardaker, recientemente fallecido, insistiría en la autenticidad de los eolitos de Calico basándose en criterios técnicos de talla y en factores geológicos, pero a día de hoy la comunidad académica sigue hablando de geofactos y de que no hubo presencia humana en América hace 200.000 años.

Aparte de Calico, podemos citar otros casos similares, como Texas Street (EE UU), Monte Verde (Chile), y Toca da Esperança (Brasil). En todos ellos aparecieron cantos toscamente modificados –al estilo de los eolitos europeos– y enmarcados en unas dataciones muy antiguas, que sobrepasan con mucho la teoría aceptada de que el ser humano empezó a poblar el continente americano hace unos 20.000 años[5]. En Brasil, por ejemplo, los artefactos se encontraron junto a restos de fauna del Pleistoceno que fue ubicada en unas fechas excepcionalmente lejanas, de hasta casi 300.000 años, según las dataciones realizadas en los años 80.

George Carter
Cabe reseñar, empero, que el caso de Texas Street (en la ciudad de San Diego) fue particularmente polémico porque el arqueólogo a cargo de las excavaciones, George Carter, sufrió una inusitada persecución cuando dio a conocer los resultados de sus investigaciones. Carter había encontrado en niveles muy antiguos del último periodo interglaciar (datados en 80-90.000 años) los típicos artefactos bastos de tipo eolito, pero al informar sobre estos hallazgos todos los académicos le replicaron que se trataba de piedras naturales. Y eso no fue todo. Carter vio cómo le rechazaban la publicación de sus artículos, e incluso cómo sus colegas rehusaban su invitación para visitar el yacimiento a fin de que vieran por sí mismos los restos. Y por si esto fuera poco, unos pocos profesionales se acercaron discretamente a él para reconocer que tenía razón sobre los artefactos pero confesando que no lo iban a decir en público por miedo a perder sus empleos. Sin comentarios.

Con todo, el tema de los eolitos sigue sin cerrarse del todo, por lo menos para la arqueología alternativa. Así, podemos mencionar otros yacimientos en diversas partes del mundo con piezas que pueden calificarse como eolitos. Por ejemplo, en Siberia se encontraron artefactos de tipo eolito en yacimientos cercanos a ríos. Así, en los años 60 se hallaron numerosos cantos toscamente trabajados cerca de la localidad de Gorno-Altaisk (próxima al río Ulalinka), que según una publicación posterior a cargo de los científicos Okladinov y  Ragozin corresponderían a niveles geológicos datados entre 1,5 y 2,5 millones de años. Otra investigación en Diring Yurlakh, junto al río Lena, reveló la presencia de eolitos muy parecidos a las piezas europeas. Los estratos en cuestión fueron datados por los métodos del potasio-argón y el paleomagnetismo, dando una antigüedad de 1,8 millones de años. 

Asimismo, tenemos los eolitos hallados en la zona de Rawalpindi (Pakistán) por los científicos británicos Rendell (arqueólogo) y Dennell (geóloga), con una datación de unos 2 millones de años obtenida por análisis estratigráficos y paleomagnéticos. No muy lejos de allí, en las colinas Siwalik de la India, se desenterraron eolitos con una datación muy semejante, y cerca del Himalaya un equipo de geólogos halló un tosco pico de mano unifacial en una formación geológica del Mioceno (entre 23 y 5 millones de años). El geólogo que lideraba el equipo, K. N. Prasad, remarcaba que el objeto fue hallado in situ y que no había indicios de que procediera de estratos más modernos. A falta de mejores hipótesis para dilucidar quién fue el fabricante de tal eolito, Prasad especuló con que había sido realizado por un primate llamado Ramapithecus, a pesar de que los expertos descartan que este homínido estuviera en la línea evolutiva del género Homo. 

Una vez presentado este panorama, vemos que los propios arqueólogos no se ponen de acuerdo sobre la cuestión y que –pese a décadas de investigación– la controversia está lejos de una solución definitiva, a juicio de las voces heterodoxas. Dado que el asunto presenta muchas facetas, voy a realizar a continuación una serie de reflexiones, teniendo en consideración mi propia experiencia como arqueólogo y los principios que rigen la investigación científica. 

Herramientas líticas de diverso tipo
Para centrar la controversia, cabe decir que para un arqueólogo especializado en otra época que no sea la prehistoria ya resulta bastante complicado pronunciarse sobre la artificialidad de ciertas “piedras”. Esto lo he vivido yo en persona, pues al haber estudiado básicamente la protohistoria y las antiguas civilizaciones, mi conocimiento de las industrias líticas paleolíticas siempre fue limitado y se centró en reconocer los típicos artefactos que podemos ver en museos o en las láminas de los libros, y aún así sólo los objetos más fácilmente identificables. Por otro lado, si en el trabajo de campo apenas ves piedras trabajadas y sí en cambio muchas cerámicas, metales u otros restos (mi caso), identificar sobre el terreno artefactos líticos dudosos no resulta tarea fácil[6]. Pero ahora llegamos al meollo del asunto: como ya hemos expuesto, los mismos prehistoriadores expertos tenían serias dificultades para dilucidar si ciertas formas o “retoques” eran naturales o artificiales. Estamos hablando de gente que había excavado muchos yacimientos del Paleolítico y que había visto herramientas de piedra de todo tipo y de diversas formas. Además, para complicar más las cosas, salen a la palestra los argumentos geológicos, empleados por los arqueólogos con un conocimiento quizás incompleto y no sin cierto margen de sesgo.

A este respecto, siendo tan necesaria la geología para la arqueología, cabe pensar que –a fin de evitar las confusiones– se debería haber llegado a un acuerdo en este tema basado en principios técnicos absolutamente objetivos y experimentables, y menos “opinables”. Sin embargo, esto no ha ocurrido e incluso en muchas ocasiones las opiniones técnicas de los geólogos han desautorizado completamente a los arqueólogos, en casos tan flagrantes como el de Hal Malde en Hueyatlaco (México) o el de Robert Schoch en la Esfinge de Guiza (Egipto). Por tanto, partimos de la base de que no existe una total objetividad en el tema, que la geología y la arqueología resultan más “interpretables” de lo que sería deseable, y que ni siquiera una gran experiencia en este campo es garantía de estar exento de error y confusión.

Sea como fuere, tarde o temprano tenemos que abordar el propio dilema técnico; esto es, las interpretaciones que hacen geólogos o arqueólogos de las piezas en disputa. Como ya hemos citado, Barnes enterró con su artículo la artificialidad de los eolitos a través de estudios estadísticos sobre los ángulos de fractura observados en las piedras. Barnes quiso fijar los criterios por los cuales se podría distinguir los trabajos artificiales de los naturales, según estos cuatro factores: 1) las fuerzas naturales que operaban sobre la piedra; 2) las características típicas de las fracturas naturales; 3) la aplicación artificial de fuerzas naturales en el laboratorio; y 4) las características típicas de la talla humana. Además, puso mucho énfasis en el llamado “ángulo de la marca (o mella) de la superficie”, refiriéndose al ángulo y zona específica donde se había aplicado la presión natural que había hecho saltar una lasca del núcleo original, dejando una marca. 

Toscos picos hallados por James R. Moir
No me voy a extender ahora sobre la discusión técnica, pero sí al menos estimo relevante destacar algunos hechos. Para empezar, recordemos que muchos expertos en prehistoria vieron y tocaron las piezas halladas por Moir, y aceptaron su artificialidad, aunque algunos –como Breuil– mantuvieron ciertas reservas o dudas. 

Además, cabe remarcar que el propio Moir era consciente de este problema y él mismo realizó ensayos de laboratorio con piedras para verificar la diferencia entre las fracturas por presiones naturales y las claras muestras de percusión humana, lo que le acabó ratificando en la validez de su trabajo. En el caso de los eolitos hallados en Calico, otros expertos revisaron las piezas y reconocieron que algunas podían ser naturales, pero no otras muchas, lo que daría la razón a Leakey.

Lo cierto es que a día de hoy no existe una última palabra ni una verdad absoluta sobre esta controversia técnica. Ya en tiempos más modernos, los investigadores alternativos M. Cremo y R. Thompson se interesaron por el tema y recabaron la opinión del antropólogo canadiense Alan Lyle Bryan, que les dijo lo siguiente (literalmente): “La cuestión de cómo distinguir objetos naturales de artefactos está lejos de resolverse y requiere más investigación. La manera en que se resolvió el problema en Inglaterra por la aplicación del método estadístico de Barnes de medir los ángulos de la marca de la superficie no es aplicable en general a todos los problemas de diferenciación entre objetos naturales y artefactos.” La opinión cualificada de Bryan incidía también en que Barnes fue demasiado lejos al tratar de eliminar todas las industrias líticas anómalas europeas.

De aquí saltamos a la paradoja que gira en torno a Louis Leakey y sus hallazgos. Todo el mundo aceptó y aplaudió sus descubrimientos en Olduvai porque eran una piedra fundamental en el esquema evolutivo: unos homínidos muy primitivos, pero ya capaces de realizar bastas herramientas de piedra. Todo ello con una antigüedad que se contaba en millones de años. Ahora bien, unos artefactos muy similares de tipo eolito hallados en otras regiones del mundo ya despertaban muy serias sospechas de error o fraude. El propio Leakey, que desde luego algo sabía de identificar toscos artefactos líticos, se llevó una desagradable sorpresa cuando vio que sus colegas académicos rechazaban la autenticidad de los objetos hallados en Calico. Como siempre, o bien las dataciones debían ser erróneas, o bien los artefactos no eran tales, sino geofactos.

Esquema de la teoría "Out-of-Africa"
En otras palabras, la ortodoxia admite la presencia de estos primitivos artefactos en lugares y tiempos determinados pero no en otros, pues ello supondría alterar gravemente la teoría darwinista sobre la evolución humana, así como la largamente defendida teoría “Out-of-Africa”. Por lo tanto, para la ciencia ortodoxa todo debe encajar en un esquema predeterminado que ha costado muchas décadas en consolidarse: el “nacimiento” de los primeros homínidos en África y su progresiva expansión hacia otros lugares del planeta. Y lo mismo se aplica al continente americano: es impensable plantearse un poblamiento humano en unas fechas tan remotas, porque todo ello viola y contradice los principios generales ya aceptados. En resumidas cuentas, el prejuicio o filtro cognitivo que condenó a Moir y a Leakey sigue más o menos activo, pese a que hoy en día los arqueólogos y paleontólogos se hallan cada vez más perdidos antes las nuevas pruebas que van surgiendo en diversas partes del planeta. 

Desde luego, nos quedaría la cuestión más relevante y que se deriva de la aceptación de los eolitos como piedras modificadas –aunque sea muy levemente– de modo artificial. Si damos por buenos los hallazgos citados en este mismo artículo, desde los tiempos de Harrison hasta las investigaciones de finales del siglo XX, nos encontramos con una importante dispersión geográfica y temporal de difícil explicación. Además, el asunto se complica cuando constatamos que este tipo de talla simple y tosca pervivió desde los tiempos más remotos hasta llegar incluso a algunas tribus primitivas actuales que han recurrido a estas piedras apenas modificadas. Estamos pues ante un estadio básico de utilización de los recursos naturales en el cual los eolitos vendrían a ser el segundo paso, tras un primero en que se emplearon piedras sin ninguna modificación. Luego, como es bien conocido, los seres humanos serían capaces de realizar tallas más complejas que desembocarían en las bellas y elaboradas formas del paleolítico superior.

De todos modos, el problema principal que subsiste es la “adjudicación” de los eolitos. Si admitimos que las piezas halladas por Moir en Inglaterra y por Leakey en Tanzania eran muy semejantes, vemos que la distancia geográfica es enorme pero también la temporal, a menos que se acepten las fechas heréticas que propuso Moir y que vendrían a coincidir con las de África. El problema es que la cronología evolucionista puede admitir a un Homo habilis hace 2 millones de años en África, pero no a un ser humano o humanoide (póngase el calificativo que se desee) en Gran Bretaña por las mismas fechas. Y lo mismo podríamos decir de otros hallazgos en Europa u otras partes del mundo. Todo “demasiado antiguo” y “fuera de lugar” para el actual paradigma, como ya se indicó anteriormente, lo cual muestra a las claras que cualquier condena académica de los eolitos está marcada por un sesgo o prejuicio, al dar preeminencia a la teoría por encima de las pruebas.

Paisaje de la garganta de Olduvai (Tanzania)

Finalmente, quisiera completar este análisis con la opinión cualificada de Richard Dullum y Kevin Lynch, dos investigadores independientes miembros de la Pleistocene Coalition, que han seguido durante años los pasos de J. Reid Moir mediante exhaustivos estudios bibliográficos y de campo en la misma zona del este de Inglaterra que Moir exploró hace un siglo.

Richard Dullum me comentaba en un correo electrónico que no tiene duda de que los eolitos son artefactos realizados por el hombre y que los hallados por Moir exceden en calidad “artesanal” a los de Olduvai. En cuanto a los criterios técnicos que permiten distinguir la artificialidad de estos objetos, Dullum se refería a las cinco grandes reglas definidas por Leland Patterson: 1) superficies de golpeo claramente marcadas, 2) múltiples ejemplos de tipos de herramientas 3) medidas del ángulo de la superficie, 4) bulbos de percusión y líneas de ondulación asociadas, y 5) contexto geológico. Asimismo, se han de considerar otros factores como el retoque regular, los bordes afilados, o la extracción paralela de lascas. En cuanto a la cronología de los eolitos, Dullum cree que está bien definida por la estratigrafía y que los recientes hallazgos de restos humanos muy antiguos en Gran Bretaña[7] vienen a corroborar la validez de las tesis de Moir. Por último, opina que los eolitos pudieron ser realizados por humanos anatómicamente modernos, a partir de unos muy recientes hallazgos arqueológicos que indicarían la presencia de estos humanos hace más de un millón de años.

Herramientas toscas de mínima modificación
Kevin Lynch también cree firmemente en la autenticidad de los eolitos como piedras que fueron modificadas por nuestros ancestros a fin de mejorar su utilidad. Además, Lynch establece como premisa un factor no poco importante: la presencia de una pátina de uso en las zonas donde la herramienta fue asida y empleada, lo que se traduce generalmente en un aspecto pulido. En su opinión, tras examinar miles de estos objetos, el investigador experto en prehistoria desarrolla un sentido especial para apreciar cómo y por dónde se sujetaba la herramienta y cómo se utilizaba. Aparte, también se pueden apreciar otros significativos detalles como el lustre o el desgaste, o la forma general de la piedra y su adaptación a la mano (y así se comprueba, por ejemplo, que había muchas herramientas creadas por y para zurdos). De todas formas, Kevin Lynch reconoce abiertamente que la identificación de eolitos no es una ciencia exacta.

En conclusión, parece claro que existe la posibilidad de confusión dado el tosco aspecto de las piedras en cuestión, pero también es cierto que en muchos casos, aplicando los criterios ya mencionados, se puede llegar a dilucidar con cierta seguridad la artificialidad de los eolitos. Otra cosa bien distinta es llegar a encajar los eolitos en épocas y lugares que fuerzan los límites del paradigma, y en estos casos el estamento académico ha preferido acudir a argumentos geológicos para invalidar la inequívoca presencia de humanos –cualquier variante del género Homo– en épocas muy remotas y fuera de África. Sin embargo, en los últimos años se están dando numerosos hallazgos que han complicado más el sostenimiento de las teorías tradicionales y han empujado a buscar nuevas explicaciones y escenarios para la génesis del hombre y su posterior desarrollo cultural. En este contexto, puede que el asunto de los eolitos sea rescatado en toda su dimensión y nos aporte más luz sobre nuestros orígenes más distantes.

© Xavier Bartlett 2018

Fuente principal: CREMO, M; THOMPSON, R. Forbidden Archaeology: The Hidden History of Human race. Torchlight Publications, 1994. 

Fuente imágenes: Wikimedia Commons 

Mi agradecimiento personal a Kevin Lynch y Rick Dullum por su aportación a este artículo.


[1] Palabra de etimología griega que significa piedra del alba, o piedra primigenia.

[2] Concretamente, en Gran Bretaña se creía entonces que la primera población humana de las islas se remontaba como mucho hacia el 10.000 a. C.

[3] Cabe destacar que Breuil, años antes de inspeccionar los eolitos de Moir, había desestimado que tales objetos fueran artificiales y en general mantuvo una actitud escéptica y política. Recordemos que Breuil también cambió radicalmente de opinión, esta vez hacia la negación, con respecto a los polémicos objetos hallados en Glozel.

[4] Trabajadas por una sola cara.

[5] La teoría oficial venía marcada por la presencia de la llamada cultura Clovis con una datación de 10.000 a. C. aproximadamente, pero ante la aparición de múltiples pruebas en los últimos años, el paradigma ya se ha visto “obligado” a aceptar un horizonte pre-Clovis, que se podría ir a 20.000 años o poco más de antigüedad.

[6] Esta situación la viví recientemente en mi exploración en la isla de Tenerife junto al investigador Manuel Fernández, el cual tuvo la gentileza de “descubrirme” que numerosas piedras que veíamos en el suelo o en paredes rocosas eran en realidad toscos artefactos trabajados específicamente para un determinado fin y con ciertas marcas de desgaste y uso, aparte de poseer la forma adecuada para adaptarse a la mano.


[7] Se refiere básicamente a las huellas descubiertas en Happisburgh (Norfolk), con una antigüedad de unos 950.000 años.

jueves, 1 de marzo de 2018

¿Quién diseñó el ADN?


Como complemento al reciente artículo sobre las particularidades del ser humano, su confusa evolución (si es que hubo tal) y las teorías sobre la biodiversidad (o el origen de la vida en general), me permito adjuntar un artículo específico que publiqué el pasado año en mi otro blog, Somnium Dei. En dicho documento abordaba especialmente el problema no resuelto de cómo surgió la vida en nuestro planeta y planteaba la inevitable referencia a un "programador" primigenio de los códigos del ADN, según la propuesta del editor de temas científicos Tom Bunzel, que veía claros paralelismos entre el diseño informático y el propio esqueleto básico de los seres vivos, expresado en su ADN. Mi opinión es que difícilmente el orden puede surgir del caos, pero la ciencia moderna prefiere mirar para otra parte.
 

Buscando al programador primigenio




La ciencia lleva muchas décadas –o siglos– dándole vueltas al complejo asunto del origen de la vida sobre nuestro planeta, o de la vida en general en todo el Cosmos. Como todos sabemos, desde el principio de los tiempos este tipo de preguntas tuvieron una respuesta mitológica o religiosa, mediante la oportuna aparición en escena de un dios o unos dioses creadores, a veces encarnados en las propias fuerzas de la naturaleza. De este modo, estos seres superiores habrían conformado el universo y todo lo que en él está contenido, incluyendo todas las formas de vida imaginables.

Sin embargo, estas explicaciones religiosas se empezaron a venir abajo hace un par de siglos con el triunfo del paradigma científico positivista y materialista heredero del pensamiento de la Ilustración francesa y de la ciencia moderna. Y el sorpasso definitivo tuvo lugar cuando Charles Darwin dio forma a la teoría evolucionista, que resultó ser una auténtica revolución copernicana en el estudio global de la naturaleza, eliminando la necesidad de recurrir a un Dios que ofreciese todas las explicaciones. Así, hoy en día, el mundo académico considera que cualquier referencia a un dios creador es puro creacionismo, esto es, un dogma o doctrina no-científica que debe limitarse al campo de las creencias.

Y ciertamente podríamos decir que en el último siglo la ciencia –en particular desde la química y la biología– avanzó mucho en la definición de la vida, o en la búsqueda de sus elementos primordiales. Así, todos los esfuerzos se fundamentaron en descubrir las claves comunes y elementales de los seres vivos, lo que suponía descender a los niveles más simples de la química orgánica. En cualquier caso, los científicos creyeron hallar una explicación viable de la vida en nuestro planeta a partir de una hipótesis que luego pudo reproducirse de alguna manera en el contexto de un laboratorio químico. Otra cosa sería afirmar que esta investigación fuese capaz de dar todas las respuestas o que éstas resultaran satisfactorias.

Principalmente, lo que los expertos buscaron fue el conjunto idóneo de condiciones para que se desarrollara la vida, una vez formado el planeta, hace miles de millones de años. De este modo, experimentaron o simularon las condiciones en las cuales se pudiesen desarrollar las moléculas elementales basadas en el carbono que luego darían paso a las formas de vida más simples. Estas experiencias ya se remontan a finales del siglo XIX, con pruebas de descargas eléctricas sobre mezclas de CO2 y H2O, para tratar de simular la atmósfera primitiva terrestre, pero no fue hasta mediados del siglo XX en que dichos experimentos dieron su fruto, sobre todo con el trabajo de Stanley Miller, que demostró que la combinación de varios elementos básicos (agua, metano, amoníaco e hidrógeno) sometidos a fuertes descargas eléctricas daba como resultado la formación de aminoácidos como aglicina, alanina, ácido aspártico y ácido aminobutírico, todos ellos necesarios para que las células puedan sintetizar sus proteínas. En definitiva, este experimento ofrecía una explicación plausible para la abiogénesis, esto es, el origen de la vida producida de manera espontánea a partir de una serie de reacciones químicas, y de hecho actualmente la casi totalidad de la comunidad científica avala esta teoría[1].

Sin embargo, el gran avance en la comprensión de la vida y de sus componentes más básicos tuvo lugar aproximadamente en la misma época, y vino de la mano de Francis Crick y James Watson, que descubrieron el ácido desoxirribonucleico, más conocido como ADN. Este ácido, que tiene la apariencia de dos espirales o hélices enroscadas con una serie de conectores entre ambas[2], se ubica en el núcleo de los cromosomas de los seres vivos y es el responsable de la transmisión de la información genética, o sea, el que realmente define todas nuestras características como organismo diferenciado. Hoy en día los estudios sobre el genoma humano han podido mapear alrededor de un 5% de nuestro ADN, mientras que el resto –considerado como ADN chatarra o basura– sigue sin ser entendido por la ciencia académica.

El libro de Tom Bunzel
Y ya que hablamos de ADN e información, es oportuno comentar ahora el interesante trabajo del escritor y editor de temas científicos Tom Bunzel, que el pasado año publicó un audaz libro titulado If DNA is code, who wrote it? (“Si el ADN es un código, ¿quién lo escribió?”) El punto de partida de Bunzel es la descripción que han hecho algunos científicos del modo en que funciona el ADN. Así, un organismo podría ser interpretado como una aplicación informática que lee y ejecuta unas instrucciones determinadas contenidas en el código ADN. Por ejemplo, una manzana cae del árbol en un momento concreto como resultado de haber recibido una cierta cantidad de energía del sol; esto es, se ha ejecutado un código predeterminado.  

Y esta programación o código del ADN viene definida por la combinación de cuatro proteínas (adenina, citosina, guanina y timina), que suelen representarse simbólicamente por sus iniciales: A, C, G y T. Lo que ocurre es que cuando vemos el código combinado de estos elementos, nos recuerda mucho al código informático HTML, el que se emplea para desarrollar páginas web. Para Bunzel, la analogía es más que evidente: los seres vivos están constituidos por enormes cadenas de códigos de software, pero con el pequeño detalle de que el ADN contiene más de cien trillones de veces de información que nuestros más modernos mecanismos tecnológicos de almacenamiento. Y desde esta posición, Tom Bunzel se pregunta: si detrás de los complejos programas informáticos hay obviamente una inteligencia, entonces ¿quién hay detrás del ADN, si también es información codificada? Además, si aceptamos que la vida está “codificada” por el ADN, en cierto modo esto supone que la propia vida es inteligente, mucho antes de que los humanos existieran.

Bunzel plantea a continuación una duda: ¿Es creíble la generación espontánea (por azar) de la vida? ¿Cómo es que ciertas moléculas químicas se convierten en seres vivos? En su opinión, la ciencia genética, pese a todos sus avances no ha podido sintetizar la energía de la vida; lo que se hace realmente es manipular y modificar el ADN con una especie de “edición” o “corta y pega”.

De aquí se deriva la siguiente reflexión: nadie seriamente puede pensar que un programa de software nace “por accidente”. Detrás de los programas debe existir un programador humano; sin él no hay programas, ni los programas pueden mejorar o evolucionar. Si trasladamos este concepto al ADN, se llega a la conclusión de que la secuenciación del ADN de una cierta manera supone la transmisión de un significado, y para Bunzel la única fuente para interpretar el significado, o su creación, es la mente. Por ello afirma que, pese a desconocer los orígenes del ADN, podemos estar seguros de que es fruto de una suprema inteligencia, intencional y activa, lo cual conecta de algún modo con la famosa analogía del astrónomo Fred Hoyle sobre la imposibilidad de que la vida surgiese accidentalmente[3]. A su vez, esta idea se puede relacionar con el llamado diseño inteligente[4], propugnado por científicos como Michael Behe, que considera que las casualidades o las mutaciones fortuitas no pueden explicar la enorme complejidad y diversidad de la vida sobre nuestro planeta. Behe se basa en el principio de la complejidad irreductible, que postula que la complicada e intrincada organización de determinados sistemas bioquímicos no puede haberse formado por una combinatoria de elementos al azar, pues una sola pieza mal puesta haría caer todo el sistema[5].

Espiral de ADN
En suma, todos nuestros sistemas y funciones, nuestra realidad biológica completa, sería el resultado de la ejecución de un sofisticadísimo y complejo software, detrás del cual existe una inteligencia que tiene miles de millones de años. Pero las consecuencias de esta visión todavía van más lejos. Para Bunzel, si al fin reconocemos que el ADN es un software universal, estaremos poniendo en entredicho un postulado fundamental de nuestra actual ciencia: la objetividad. En efecto, la ciencia considera que estamos separados de la naturaleza, a la cual observamos “desde fuera”, pero el hecho evidente es que formamos parte de ella y que nuestra comprensión del mundo está limitada por nuestra biología y nuestros instrumentos técnicos. Sin embargo, nuestra íntima concepción de la vida está ligada a nuestra experiencia consciente (de la cual no tenemos duda), que supone reconocer la presencia de un componente inteligente o mental en nuestra existencia.

Con todo, el problema persiste: no sabemos qué o quién hay detrás del ADN. Como hemos comentado al principio, los antiguos recurrieron a un dios o dioses creadores porque no tenían un conocimiento científico de la naturaleza. En este punto, según Bunzel, si evitamos mencionar la figura de Dios, no quedan más que dos caminos para tratar de descubrir al hacedor del ADN. Por un lado, los proponentes de los antiguos astronautas han sugerido la existencia de una inteligencia extraterrestre que creó el código de la vida y que modificó nuestro ADN con un incierto propósito. Por otro lado, está la visión inspirada en la física cuántica que sugiere que la inteligencia no es la excepción sino la base o la regla (lo que en términos informáticos se denomina default). Esta última propuesta defiende pues que la vida es inteligente a priori, o que es la expresión de una inteligencia enorme e infinita, lo cual suele causar cierto malestar entre los círculos científicos ortodoxos que tienden a alejar la conciencia del debate científico. Esto es así porque el planteamiento de la conciencia como explicación última de nuestro origen y razón de ser resulta bastante incómodo para el actual paradigma materialista, pero es el que podría abrir una vía de conocimiento para responder a la pregunta inicial formulada por Tom Bunzel: “Si el ADN es un código, ¿quién lo escribió?”

Finalmente, yendo un paso más allá, entraríamos en el terreno de cuestionar la propia naturaleza de nuestra realidad. ¿Estamos, como se sugería en la película de culto Matrix, viviendo en una enorme y compleja simulación? ¿Es nuestro universo un mundo virtual informático en que todo, seres orgánicos e inorgánicos, estamos constituidos por simples códigos de información que leemos e interpretamos para crear una realidad tangible? Esto ya no es ciencia-ficción; varios científicos han defendido seriamente la naturaleza holográfica de nuestra realidad física cotidiana, lo cual ha abierto las puertas a una concepción del Universo que sustituye en su fundamento la materia por la conciencia.

© Xavier Bartlett 2017

Fuente imágenes: Wikimedia Commons


[1] También existe una corriente minoritaria que sugiere que la vida pudo llegar del espacio (la exogénesis), a partir de moléculas orgánicas portadas por cometas, meteoritos o asteroides.
[2] Es de destacar que esta forma o simbología es muy antigua, ya que la vemos desde la antigua Mesopotamia hasta la Grecia clásica, donde tomó el aspecto de dos serpientes enroscadas alrededor de un bastón, esto es, el caduceo, clásico emblema de la Medicina.
[3] Hoyle afirmó que la posibilidad de que el ADN hubiese surgido del azar era equiparable a la posibilidad de que un tornado fuese capaz de montar un Jumbo 747 al atravesar un depósito de chatarra. (Por cierto, la visión de Hoyle es desestimada mayoritariamente por la comunidad académica.)
[4] Esta teoría, basada en la existencia de una fuerza inteligente creadora, también ha sufrido el rechazo frontal del estamento académico por considerarla como otra forma de creacionismo, aunque esté maquillada con un barniz teórico o metodológico científico
[5] Incluso Francis Crick reconocía que las posibilidades de selección por azar de una determinada secuencia de aminoácido eran bajísimas: una entre 1 seguido de 260 ceros.