jueves, 21 de febrero de 2019

Geopolímeros y pavimentos sospechosos



En la pasada entrada sobre la controversia de Yonaguni ya puse de manifiesto que uno de los puntos de mayor conflicto entre la arqueología ortodoxa y la alternativa es la interpretación de los restos observados desde la perspectiva de la geología. Y es que, como vimos, no se trata ya de que los alternativos vean cosas distintas o alteradas, sino de que la geología, en función de otros intereses y análisis científicos (relacionados con la arqueología, principalmente) resulta ser más flexible y opinable de lo que podríamos imaginar. En este sentido, ya cité –aparte del propio tema de Yonaguni– la aún más virulenta y confusa discusión sobre la edad de la Gran Esfinge, con tres propuestas bien alejadas entre sí: la oficialista-egiptológica de Gauri, la herética –pero moderada– de Schoch, y la extrema de los geólogos ucranianos Manichev y Parkhomenko, que remontaba la antigüedad de este monumento a los 800.000 años (¡Ahí es nada!). Y todo ello, cabe insistir, son valoraciones de geólogos profesionales que han observado exactamente la misma realidad material.

Charles Lyell
Bueno, esto no nos debería sorprender demasiado, pues en todas las ciencias hay debate, discusión y conocimiento abierto a nuevos avances y descubrimientos. En el caso de la geología, cabe decir que se asentó hace unos dos siglos –en los tiempos de Hutton y Lyell– y que consagró la teoría del uniformismo frente al catastrofismo como motor de la formación y evolución del paisaje. Por lo demás, y salvo contadas excepciones, la geología apenas se ha movido de sus planteamientos generales, si bien hay que destacar las aportaciones debidas a los modernos avances científicos y técnicos, sobre todo en cuestiones de datación. Así pues, ya en pleno siglo XXI la geología parece bastante firme a la hora de analizar cualquier formación natural y ofrecer las consabidas explicaciones sobre cómo, cuándo y por qué se dio tal formación, teniendo en cuenta que la propia naturaleza nos demuestra su regularidad en muchos rasgos (por ejemplo, los cristales minerales) y que no hay que confundir dicha regularidad con la mano del hombre.

Dicho todo esto, existe otra faceta no menos controvertida de la arqueología alternativa relacionada con la geología, y es el tema de la artificialidad de ciertas superficies líticas y, en un sentido más amplio, la posibilidad de que los antiguos –en un tiempo inmemorial– dispusieran de un conocimiento preciso para fabricar piedra artificial. Esto supondría la existencia de una tecnología que permitiría crear bloques de piedra a medida, ya fuera ablandando la roca y haciéndola plástica y moldeable, ya mediante la unión de varios elementos, en una especie de cemento, que sería fraguado en moldes. Varios investigadores alternativos han planteado esta cuestión a la vista de las pruebas disponibles y han formulado diversas hipótesis procedentes de la física y la química para tratar de explicar este fenómeno.

Sin duda, quien ha ido más lejos en este terreno ha sido el químico francés Joseph Davidovits, que en los años 80 presentó su concepto de geopolímeros, unos compuestos de aluminosilicatos que al compactarse por reacciones químicas adquieren la consistencia del cemento u hormigón. Así, Davidovits defendió la tesis de que los antiguos egipcios edificaron la Gran Pirámide a base de realizar y colocar in situ bloques moldeados con este material. De hecho, en sus experimentos prácticos, demostró que con la tecnología egipcia de aquella época se podrían haber fabricado unos bloques artificiales de piedra caliza prácticamente indistinguibles de la caliza “natural”. Ni que decir tiene que el estamento egiptológico ha desestimado tal propuesta, aunque lleva 200 años sin poder explicar con solvencia cómo se construyó ese grandioso monumento, aparte de las meras especulaciones.

Argamasa en Igueste
Volviendo al tema concreto de los pavimentos, ya tuve una experiencia personal en Igueste (Tenerife), pues allí vi una serie de conglomerados de un característico tono rojizo o blancuzco que parecían estar adosados o intercalados en el terreno natural de forma intencional. Por su disposición y composición, Manuel Fernández creía que en realidad estos conglomerados –que él llamaba “argamasa”– conformaban unas superficies o pavimentos para caminos o bien canalizaciones de agua. Una vez más, la falta de una opinión cualificada de un geólogo nos dejó con la incógnita, que aún sigue esperando respuestas.

Desde luego, es mucho más conocido el caso de los polémicos pavimentos del conjunto de pirámides de Visoko (Bosnia), pues su presunto descubridor, Semir “Sam” Osmanagic,  afirmó que los antiguos habían realizado pavimentos y recubrimientos de pirámide con una especie de conglomerado artificial, que se había podido identificar en algunos puntos de la llamada pirámide del Sol, así como en la pirámide de la Luna. Estas declaraciones ya despertaron gran polémica en su día, a inicios de este siglo, y mientras Osmanagic daba por hecho que las supuestas losas de recubrimiento de la pirámide estaban compuestas de un cemento artificial, la opinión de la gran mayoría de geólogos rechazaba esta afirmación. Nuestro incansable geólogo “medio-hereje” Robert Schoch también examinó las losas bajo sospecha y aseguró que eran lajas perfectamente naturales de arenisca o de breccia (una mezcla de grava, caliza y esquisto con un elemento aglutinante arenoso a base de partículas de cuarzo, feldespato y mica).

Pavimento de la pirámide de la Luna (Visoko)
Concretamente, Schoch argumentaba que la naturaleza está llena de regularidades y que ciertas formas atribuidas a la acción humana tenían una explicación geológica bien conocida (¡la misma historia que en Yonaguni!), como por ejemplo las capas regulares de arenisca, que son en realidad producto de una sedimentación cíclica. En cuanto al tema de los grandes bloques de “cemento”, Robert Schoch sólo veía losas de arenisca o conglomerados naturales que se habían roto en pedazos más o menos grandes a causa de las presiones tectónicas y de los desplomes. Su dictamen técnico fue el siguiente:

“Las fuerzas tectónicas deformaron plásticamente las arcillas y las lutitas pero las areniscas y los conglomerados, que su equipo había excavado en numerosos lugares, se rompieron en piezas de forma semi-regular, interpretándose como pavimentos, terrazas, bloques de cemento, piedras de cimentación, etc. Es interesante y revelador observar que los tamaños de los bloques de conglomerado y de arenisca hallados se corresponden con el grosor de los estratos de la roca original. Los finos estratos de arenisca, presionados tectónicamente, se rompieron en pequeños trozos mientras que las gruesas y firmes capas de conglomerado se rompieron en trozos enormes. Este es exactamente el patrón que se podría esperar en las formaciones rocosas naturales.” [1]

J. Davidovits y S. Osmanagic reunidos en 2008
Ahora bien, es oportuno mencionar que el geólogo egipcio Aly Barakat, tras examinar el paisaje de la colina de Visočica (la “pirámide del Sol”), no cerró la puerta a que alguna civilización remota hubiera modelado la colina a gran escala y que incluso hubiera aplicado un revestimiento de conglomerado. De todas formas, Barakat se mostró cauteloso y apeló a la necesidad de implementar investigaciones más profundas. Y como Semir Osmanagic no estaba por rendirse, contactó en 2008 precisamente con el padre de los geopolímeros, el propio Davidovits, y le llevó una muestra de su cemento. Al principio, Davidovits le escuchó con atención, analizó la muestra al microscopio electrónico y reconoció que podría ser un material artificial. Sobre su composición, estableció que se trataba de un cemento geopolímero basado en calcio y potasio, siendo el elemento aglutinador un tipo de arena muy fina de granito detrítico.

No obstante, ya en 2013, el científico francés se distanció públicamente de las tesis de Osmanagic –cada vez más desacreditado– y reveló que el material analizado procedía de una cisterna romana (nada extraño, pues los romanos usaban el opus caementicium) y no de la pirámide del Sol. A todo esto, es cierto que Osmanagic se ha sacado de la manga otros informes técnicos, si bien no han aportado mayor credibilidad a sus proclamas. Así, ha presentado un estudio realizado por instituciones bosnias que confirmaba que se trata de un material de gran dureza (pero que no decía nada sobre su hipotético origen artificial), u otro llevado a cabo por el Politécnico de Turín, cuyo texto original no está disponible en ningún sitio. En fin, ignoro los detalles y entresijos de toda esta controversia, pero ya vemos que los cambios de opinión, los desmentidos, y la falta de unanimidad y claridad parecen ser algo no excepcional en el campo de la geología... al igual que en la arqueología.

Para concluir, nada mejor que una serie de imágenes para que los lectores vean y juzguen por sí mismos. Se trata en este caso de unas formaciones –sitas en Australia y Reino Unido– que ha estudiado el investigador alternativo Alex Putney y que a su juicio no son suelos naturales sino pavimentos artificiales realizados en una época inmemorial. Putney no cree que sean “pavimentos teselados” naturales, que es la definición científica ortodoxa de estas formaciones, sino obras geométricas de ingeniería humana realizadas a modo de mosaico a partir de bloques de geopolímeros. Para Putney, no hay duda de la artificialidad de los pavimentos, que él atribuye  a civilizaciones desaparecidas como la Atlántida y Lemuria. 











Y una vez observado el paisaje, me vienen a la mente varias posibles cuestiones: ¿Cómo podríamos distinguir con certeza piedras naturales de artificiales (“geopolímeros”)? ¿Cómo se puede probar sin género de duda que esas superficies fueron hechas por la mano del hombre? ¿Y cómo puede demostrar la geología el proceso completo de formación de tales suelos a partir de la acción de factores naturales? ¿Y qué contexto o utilidad –nada claro según lo que se ve en las imágenes– tendrían dichos pavimentos, en caso de ser artificiales?

© Xavier Bartlett 2019

Fuente imágenes: Wikimedia Commons / Alex Putney




[1] Fragmento traducido del artículo: Schoch, R. “The Bosnian Pyramid Phenomenon”, en The New Archaeology Review. September 2006 issue (Volume 1, Issue 8).

viernes, 8 de febrero de 2019

El enigma Yonaguni


En el extremo sur del archipiélago de las Ryukyu (Japón) se sitúa la pequeña isla de Yonaguni, muy cerca de la costa de Taiwán. En 1987, un instructor de buceo local llamado Kihachiro Aratake estaba buscando lugares atractivos para excursiones submarinas turísticas cuando identificó, a un kilómetro de la costa y a unos 30 metros de profundidad, una gran estructura regular, como una especie de plataforma escalonada o ziggurat, con unas dimensiones aproximadas de 250 x 100 metros y unos 25 metros de altura. Posteriormente, el lugar fue objeto de investigación por parte del grupo de exploración científica del Centro Geológico Oceanográfico de la Universidad de Ryukyu (en Okinawa). El geólogo Masaaki Kimura –de la citada universidad– se propuso estudiar detalladamente esta estructura submarina y finalmente, tras años de trabajo y más de 200 inmersiones con su equipo, llegó a la herética conclusión de que se trataba de una construcción artificial de muchos miles de años de antigüedad. Así, el lugar concreto donde se halló la estructura pasó a denominarse internacionalmente Iseki Point (Iseki en japonés quiere decir precisamente “ruina” o “monumento”).

A partir de aquí se desató el debate y la polémica, y el tema acabó por llegar al terreno de la arqueología alternativa, concretamente a oídos del famoso investigador escocés Graham Hancock, que propugna la existencia de una civilización muy avanzada que despareció por efecto de un cataclismo global hace unos 12.000 años. Desde entonces, Yonaguni se ha convertido en centro de nuevas controversias y ya es todo un icono de las teorías alternativas, pues este lugar ha sido mostrado como prueba indiscutible de que una gran crecida del nivel de los mares sepultó muchas ciudades costeras de la civilización desconocida. En este artículo trataré de arrojar un poco de luz sobre este asunto a partir de los datos disponibles hasta la fecha y exponiendo los argumentos de todas las partes.

Situación de la isla de Yonaguni
Como ya hemos mencionado, ha sido el profesor Kimura el que más ha estudiado la estructura de Iseki Point y está convencido de que no es una obra de la naturaleza, sino una obra de arquitectura humana, producida por una remota civilización desconocida, posiblemente de origen asiático, lo que ha llevado a muchos a considerar este enclave como “el monumento más antiguo del mundo”. Lo cierto es que en un rápido examen del lugar se puede apreciar una regularidad llena de líneas rectas, formando a veces ángulos rectos, y algunos rasgos que sugieren que la piedra fue trabajada para crear ciertas formas, incluso con cierto grado de tecnología y maquinaria. Pero para sustentar su tesis, el científico japonés se refiere principalmente a que los cinco grandes escalones o terrazas de la estructura –que le dan un aspecto de pirámide o ciudadela– no parecen ser naturales. En su opinión, si la naturaleza hubiera formado esos escalones a través de los milenios deberían haber quedado restos de erosión al pie de la estructura, y no es ese el caso.

Además, Kimura ha identificado otros restos colindantes de carácter megalítico cercanos a la estructura principal y que también podrían ser artificiales, como una forma de anfiteatro o estadio y un reloj solar de piedra que los japoneses llaman Teda-Ishi. Incluso se puede apreciar una especie de camino circular pavimentado que rodea la estructura, lo que podría indicar un uso por parte de seres humanos. Finalmente, Kimura hace hincapié en el hallazgo de algunos artefactos relevantes en aguas de Yonaguni, como tablillas de piedra con grabados, útiles de piedra no pulimentada (datados en unos 10.000 años de antigüedad), rocas grabadas con incisiones y un gran bloque con la figura esculpida de un animal de cuatro patas (¿una tortuga?), por no mencionar otras posibles esculturas o formas artificiales, como drenajes para el agua en la terraza superior, una plataforma o “altar” con un gran bloque de piedra encima[1], o una especie de fosos cilíndricos o “agujeros de poste”, uno de ellos de forma hexagonal. 

"La tortuga": ¿Bloque esculpido?
Y aparte de todo esto, el aspecto general de la estructura recuerda mucho a unas antiguas edificaciones de la cultura Ryukyu, como los castillos de Shuri y Nakagusuku, en Okinawa. Asimismo, se podría buscar una lejana relación entre el mítico continente hundido de Mu (supuestamente en el Pacífico) y el nombre de los primeros emperadores japoneses de épocas prehistóricas, que incluían el término Mu: Jim-Mu, Kam-Mu, etc.

Ahora bien, en el caso de que los restos fueran humanos, se planteaba el problema de datarlos y aquí han habido diversas visiones. En primer lugar, se ha planteado que la ciudadela pudo quedar sumergida al producirse la fuerte subida de los océanos durante el final de la última Edad de Hielo, hace unos 12.000 años aproximadamente. Otra hipótesis apunta a que el hundimiento de la estructura fue más reciente, por efecto de la fuerte actividad sísmica de la zona, que está situada en el llamado “Anillo de Fuego”. La tercera visión combina de alguna manera las dos anteriores, sin que tengamos muy claro si el proceso fue lento o progresivo, o si fue súbito y muy violento.

En todo caso, unas dataciones de carbono-14 realizadas sobre algas coralinas adheridas a la roca dieron una antigüedad de al menos 6.000 años, pero según Kimura la estructura podría ser más antigua, situándose en unos 9.000-10.000 años de antigüedad. En realidad, Kimura argumenta que en su investigación no ha observado efectos de una marcada actividad tectónica o movimiento del terreno (con fallas y discontinuidades), lo que le aleja de la teoría de un gran terremoto. Lo que sí es cierto es que los estudios sobre la crecida de los mares al este del mar de la China parecen confirmar que esa zona quedó sumergida en un periodo comprendido entre el 8.000 a. C y el 6.000 a. C.

En este contexto, Graham Hancock tuvo noticia de este hallazgo en 1996 y decidió investigarlo por su cuenta, como parte de su ambicioso proyecto que se concretó en el exitoso libro Underworld (2002) y una posterior serie documental, y que le llevó a realizar inmersiones en regiones del planeta tan distantes como Malta, el Caribe, la India, Taiwán, etc. Esta investigación tenía por objeto principal recoger pruebas en todos los mares del mundo de la existencia de ciudades sumergidas pertenecientes a su civilización desaparecida por el efecto de un cataclismo global. Así, Hancock apareció por primera vez en Yonaguni en 1997 y de este modo empezó una larga relación con este enclave, que le ha llevado a sumergirse en sus aguas docenas de veces, acompañado de su equipo y de varios expertos.

Al aventurarse en esta investigación, Hancock tomó como referencia los estudios y conclusiones del profesor Kimura, y en sus inmersiones confirmó personalmente las observaciones del científico japonés, si bien quiso ir un poco más lejos y contrastar “sobre el terreno” las visiones académicas con las alternativas, más aún teniendo en cuenta que el estamento oficial ha ignorado o pasado por alto la controversia, alegando que todo lo que se podía ver bajo las aguas era perfectamente natural. Sólo por poner un ejemplo de este rechazo, cabe reseñar que el eminente arqueólogo subacuático británico Nic Flemming no dio ninguna credibilidad a las exploraciones de Hancock, y afirmó rotundamente que “no hay pruebas de que Hancock haya medido, registrado o comprobado datos submarinos por sí mismo, aparte de rascar rocas con un cuchillo.” Para Flemming, Graham Hancock recurre a la especulación y al sensacionalismo, e ignora la investigación ortodoxa subacuática de las últimas décadas, así como una gran cantidad de yacimientos sumergidos bien conocidos. En su opinión, todo lo que se ve en Yonaguni, así como en otros lugares donde ha buceado el investigador escocés, es perfectamente natural y explicable según ciertos patrones geológicos, aunque a veces pueda tener –para los legos en la materia– un aspecto artificial.

Sea como fuere, dado que Hancock popularizó en gran medida el tema de Yonaguni y en su estudio recurrió tanto a especialistas escépticos como a otros más heterodoxos, nos detendremos a comentar los pormenores de su investigación y sus conclusiones... que aún siguen abiertas. En sus primeras inmersiones en Yonaguni, Hancock contó con la opinión de dos de sus colegas más cercanos, el egiptólogo amateur John Anthony West y el geólogo Robert Schoch, el primero de ellos claramente “alternativo” y el segundo más “académico” pero abierto a la heterodoxia, como ya demostró con su datación herética de la Gran Esfinge. West, con su conocimiento de antiguas estructuras megalíticas, se inclinó por apoyar las tesis de Kimura sobre la artificialidad del monumento, sobre todo por la gran cantidad de regularidades y la complejidad de las formas.

Robert Schoch
La opinión de Schoch era más esperada por Hancock –por su bagaje profesional como geólogo– y su primer veredicto (de 1997) se movió entre las dudas, si bien en su primera inmersión reconoció literalmente que “superficialmente tiene el aspecto de una plataforma o parte de una pirámide escalonada, algo como el antiguo templo del Sol cerca de Trujillo, al norte de Perú”[2] y dio la razón a Kimura en cuanto al aspecto artificial de la estructura. Ahora bien, luego dejó claro que lo que se veía bajo las aguas se podía explicar sin problemas en función de procesos naturales conocidos. Así, según Schoch, la geología típica del lugar, compuesta de rocas areniscas y lutitas que se acumulan en capas paralelas, combinada con la acción erosiva de las corrientes y las olas durante milenios podía haber creado la estructura de manera natural hace unos 10.000 años. Además, el geólogo americano insistía en que ni las terrazas eran perfectamente horizontales ni los escalones estaban “cortados en vertical a 90º”. No obstante, admitía que nunca antes había visto un paisaje natural tan peculiar, con todas esas características juntas en un solo enclave.

Así las cosas, y pese a haber realizado más inmersiones en la zona en años posteriores, Robert Schoch nunca se ha acabado de mojar (nunca mejor dicho en este contexto) en uno u otro sentido. Por un lado, seguía considerando que las formas regulares se debían a agentes naturales, sobre todo al observar los rasgos geológicos de la costa y la facilidad con que la arenisca se parte en lechos horizontales, creando esas regularidades que parecen ser obra del hombre, potenciadas por una gruesa capa de algas, corales y esponjas. Por otro lado, después de contrastar su visión con la de Kimura, no descartaba que el monumento, de origen natural, pudiera haber sido modificado parcialmente por el ser humano, lo que viene a ser una tesis “intermedia”, que podría ser razonable y aceptable para Hancock y otros autores alternativos. Así pues, Schoch sugería que los habitantes de la isla pudieron haber esculpido o tallado una estructura natural existente, que más tarde quedó sumergida. En cuanto a su propósito, Schoch sólo podía especular con que fuese una cantera, un muelle para barcos, o incluso un observatorio astronómico, idea tomada directamente de Hancock.

Aspecto de una de las terrazas del monumento (foto: V. Lou)
Más adelante, en 2001, Hancock solicitó la colaboración del reputado geólogo alemán Wolf Wichmann, que ya había estado en Yonaguni en 1999 para un reportaje de la revista Der Spiegel. Wichmann recogió el guante y así pues realizó varias inmersiones en Yonaguni junto al investigador escocés para contrastar sus puntos de vista. En este caso, Wichmann fue más contundente que su colega Schoch y no observó el más mínimo rastro de intervención humana. En su opinión, todo el paisaje submarino de Yonaguni era perfectamente natural y no había ningún “templo gigantesco”, sino un típico lecho marino de arenisca conformado en escalones o terrazas, creadas por el efecto combinado de fisuras horizontales y rupturas verticales. En cuanto a la amplia plataforma superior, simplemente se trataría de una llanura erosionada, formada por la acción directa del flujo de las olas. Asimismo, Wichmann no apreciaba ningún trabajo mecánico de la piedra, pues tal operación habría dejado unas marcas características (ranuras, cortes, grietas...) que él no había detectado. De todos modos, Wichmann, al igual que Schoch, también reconocía que no había visto juntas previamente todas esas peculiaridades observadas en Yonaguni.

¿Y qué dicen a todo esto los arqueólogos? Según comenta Hancock, pocos son los que se han pronunciado –todos ellos en contra de la artificialidad del monumento– y eso teniendo en cuenta que su veredicto se ha fundado exclusivamente en el examen de las fotos o vídeos disponibles. El único arqueólogo profesional que se ha sumergido en Yonaguni es un conocido de Hancock, que compartió con él algunas inmersiones en la costa oeste de la India, a la búsqueda de restos de ciudades sumergidas. Este profesional, llamado Sri Sundaresh, pertenece al NIO (National Institute of Oceanography), con sede en la ciudad de Goa (India), y estuvo buceando en Yonaguni el año 2000. La investigación contó, además, con el apoyo técnico de un vehículo submarino a control remoto dotado de sónar lateral y de ecosonda.

Maqueta del monumento principal
El dictamen de la exploración, recogido en un breve informe oficial, avalaba la tesis de Kimura, dando por hecho que la estructura, que incluye también un canal (el “camino”), es indudablemente de factura humana, realizada a partir de la talla de una enorme formación rocosa, y posiblemente se tratase de un muelle o embarcadero.

Asimismo, Sundaresh destacaba otros rasgos que ya habían sido advertidos por Kimura y Hancock: una gran escultura de una cabeza humana (con ojos y boca claramente distinguibles), una especie de túnel formado por bloques megalíticos, dos monolitos paralelepípedos de gran tamaño y peso (unas 100 toneladas), y unas cuevas cercanas con algunas incisiones o grabados en su interior.

¿Regularidad natural o artificial?
Lo cierto es que Hancock ha observado que tanto Iseki Point como sus alrededores contienen una serie de rasgos atípicos que a su juicio difícilmente pueden ser naturales y que merecerían estudios arqueológicos sin prejuicios. A su favor, cabe decir que todas sus observaciones están bien fundadas y razonadas y que el geólogo Wichmann en más de una ocasión hubo de admitir que no tenía una respuesta clara para explicar ciertos fenómenos supuestamente naturales[3]. Así, en varios momentos el científico alemán tuvo que recurrir a teorías geológicas generales –sobre todo incidiendo en el poder de las fuerzas erosivas a lo largo de los siglos– o simples hipótesis sobre cómo se había formado tal o cual estructura o cómo habían ido a parar algunos megalitos a su posición actual. Hancock escuchó con mucha atención a Wichmann en todos los puntos de disputa y aceptó algunos de sus planteamientos, concediendo que algo que parecía artificial podría haber sido realizado igualmente por la naturaleza en determinadas condiciones. Aún así, Wichmann reconoció que no podía descartar al 100% que no hubiera habido algún tipo de participación humana, por aquella lógica científica de que “es absurdo intentar demostrar que algo no existe”. Es algo tan obvio que cae por su propio peso y no merece más comentario.

Al final, ambos siguieron manteniendo sus posturas de partida, como era de esperar. Hancock jugó a ser un investigador atrevido y especulativo, en tanto que Wichmann tomó el papel académico de cauteloso abogado del diablo y super-escéptico. Eso sí, Hancock quiso curarse en salud y después de haber recibido tantos ataques en su carrera a causa de sus controvertidas afirmaciones, dejó por escrito en Underworld que ninguna prueba disponible hasta la fecha era lo suficientemente potente o representativa para inclinarse por una u otra versión y que él personalmente no iba a postular firmemente que los restos subacuáticos de Yonaguni habían sido tallados por la mano humana. De todas maneras, no dejaba de remarcar que entre los expertos que habían explorado la zona, sólo uno –Wichmann– se había se había mostrado substancialmente en contra de la artificialidad de la estructura.

Llegados a este punto, quisiera cerrar el tema con una serie de opiniones y reflexiones personales, reconociendo que –como otros muchos– debo basarme en lo visto en vídeos y fotos y en las opiniones vertidas por los implicados. En primer lugar, constato un hecho que ya he visto repetido en otras ocasiones, sobre todo en polémicas suscitadas por la arqueología alternativa: la geología no es una ciencia tan exacta e indiscutible como nos quieren hacer creer, pese a tratarse de una ciencia natural (que, por cierto, es relativamente reciente)[4]. Esto ya se vio en la archiconocida polémica sobre la edad de la Gran Esfinge, en la que los geólogos académicos mantenían posiciones abiertamente contradictorias (¿opinables?) sobre una misma realidad objetiva, como quedó patente en el claro desacuerdo entre Schoch y Gauri acerca de la intervención e  impacto de ciertos factores erosivos. Esto mismo lo apreciamos aquí con la disparidad de interpretaciones entre Kimura y Wichmann, pasando por la visión dubitativa y no muy comprometida a cargo de Schoch. 

Aspecto de la terraza superior del monumento (foto: V. Lou)
La geología está basada, en efecto, en la observación empírica de la naturaleza, pero tener certezas sobre procesos que han durado miles o millones de años resulta muy forzado, al no poder experimentar ni observar nada a través de tanto tiempo. La ciencia de laboratorio puede tener su validez, pero las extrapolaciones al mundo real natural ya son otra cosa. Por  ese motivo, la geología y la teoría de la evolución según el patrón marcado por Darwin están bajo la grave sospecha de ser una mera especulación al no poder ser experimentables (reproducibles) ni falseables. Por tanto, los no especialistas debemos hacer un inevitable acto de fe respecto de las consideraciones de los geólogos y confiar en que sus años de trabajo teórico y de campo realmente aporten visiones fundadas, empíricamente hablando. En este contexto, posicionarse a favor de Kimura o de Wichmann puede constituir una mera intuición subjetiva cuando no se conocen los entresijos de la geología submarina, aunque ya vemos que el peso de las teorías, las ideas preconcebidas (digamos prejuicios abiertamente) o las generalizaciones puede ser bastante grande.

Claro que no sería la primera ni la última vez que los científicos sucumben a cierto chauvinismo patrio cuando se encuentra algo aparentemente excepcional en su país, para sacar pecho y ganar prestigio a nivel internacional. Esto ya ha ocurrido repetidamente y suele provocar efectos contrarios en la comunidad académica, en forma de menosprecio –o simple bajada de expectativas– ante unos hallazgos foráneos que son maximizados por los descubridores y minimizados por los que no han participado en la gesta. En este caso, es evidente que, aparte de un escaso colectivo de científicos japoneses (cabe citar que, en general, Kimura no tiene el apoyo de sus colegas), la propuesta de la artificialidad de Yonaguni no es respaldada por los científicos de otros países, y de hecho es un asunto que ha pasado bastante desapercibido en el ámbito académico, ya sea de forma intencionada o no.

Enormes monolitos caídos al pie del monumento (foto: V. Lou)
Mi propia observación del lugar, a través de fotografías y vídeo, me inclina a pensar que hay motivo más que suficiente para creer en una intervención humana (al menos parcial), pues no sólo hay uno o dos elementos sospechosos por su talla y disposición, sino bastantes más y todos en un mismo espacio. Quizá sean demasiadas peculiaridades naturales juntas para ser verdad y se esté forzando el recurso a fuerzas tectónicas y erosivas que producen –después de milenios de acción– unos resultados más que llamativos. Algo similar aprecié en Igueste (Tenerife), cuando tuve largas discusiones con Manuel Fernández acerca de lo que podía ser artificial y lo que no, pero en tal caso nunca pudimos obtener la opinión cualificada de un geólogo que nos pudiera aportar algo de luz al respecto... aunque –visto lo visto– uno ya no sabe qué pensar.

Por otra parte, tampoco podemos obviar que no muy lejos de Yonaguni, en las islas Pescadores (Taiwán), Graham Hancock halló a no mucha profundidad otros restos submarinos sospechosos, en forma de dos grandes muros megalíticos orientados en dirección norte-sur y este-oeste, y que parecían estar compuestos de hiladas superpuestas de bloques individuales. De hecho, si extendemos el panorama que Hancock presenta en Underworld, existen otros muchos yacimientos próximos a la costa que todavía no han sido explorados adecuadamente pero que podrían ser indicios de ciudades sumergidas por la subida de las aguas al final de la última era glacial. Con todo ello, quiero señalar que no estamos hablando de excepcionalidades sino de rasgos que se repiten en regiones del mundo muy alejadas entre sí y con patrones relativamente similares, sobre todo en el uso de grandes bloques megalíticos.

"Surcos de carro" en la isla de Malta
Acepto, por supuesto, que en bastantes ocasiones los geólogos –o arqueólogos como Flemming– tengan razón y que las estructuras sean perfectamente naturales (según las argumentaciones técnicas que aportan) pero me cuesta creer que todas las estructuras bajo sospecha respondan a esas explicaciones, cuando ya hemos visto que los propios profesionales tienen serias dudas o no saben explicar bien cómo se pudieron dar determinadas formas. De todos modos, es oportuno citar que en el caso de los famosos cart-ruts (surcos de carro) de Malta –cuya artificialidad no se ha discutido– se ha comprobado que dichas estructuras se localizan el fondo marino como continuidad de las estructuras en superficie, como se puede apreciar perfectamente en los cart-ruts situados entre las islas de Malta y Gozo. Por tanto, estaríamos hablando de que en un tiempo muy anterior al inicio de las civilizaciones conocidas –según la cronología convencional– ya había estructuras muy elaboradas sobre la superficie y que luego quedaron tragadas por las aguas al subir el nivel de los mares... teóricamente cuando la Humanidad estaba aún en los últimos suspiros del Paleolítico.

Así pues, como reflexión final, creo que en este asunto se debe mantener la cautela y proseguir los estudios con los medios disponibles, reconociendo que la arqueología submarina es compleja, lenta y costosa. Ahora bien, aparte de las muchas dificultades económicas u organizativas, considero que el prejuicio cognitivo académico puede ser el mayor obstáculo para avanzar en estas investigaciones, pues está claro que si se van descubriendo y aceptando restos de grandes estructuras artificiales bajo las aguas, de ninguna manera podrían ser datados en las épocas históricas de civilización sino en una era antediluviana lo que consolidaría de algún modo la herejía de la civilización desaparecida (Atlántida, Mu o como queramos llamarla) que la arqueología alternativa lleva defendiendo desde los lejanos tiempos de Ignatius Donnelly.

© Xavier Bartlett 2019

Fuente imágenes: Wikimedia Commons / Vincent Lou bajo licencia C.C. 2.0



[1] Esta estructura es particularmente significativa porque se asemeja a un típico santuario japonés antiguo llamado iwakura.
[2] SCHOCH, R. Voices of the rocks. Harmony Books. New York, 1999. p.109 (traducido del inglés)
[3] Para los interesados en los detalles del tema, recomiendo que consulten los diálogos y controversias planteadas entre Hancock y Wichmann recogidos en su libro Underworld, a raíz de las exploraciones que realizaron conjuntamente en 2001.
[4] Sobre las certezas o fiabilidad de la geología me remito a los comentarios que vierten varios expertos en el documental “La teoría fantástica”, en que se criticaba fuertemente las bases científicas del darwinismo.