En los últimos tiempos he ido comentando
una serie de novedades del mundo de la arqueología y la paleoantropología para
mostrar que, si bien la arqueología alternativa especula, divaga y patina a
menudo, los defensores del paradigma no se lucen precisamente a la hora de
proponernos alternativas o avances significativos para despejar las muchas
incógnitas sobre el origen del hombre que aún quedan pendientes. Antes bien,
considero que la ciencia de la prehistoria se ha sumergido en una mezcla de
espectáculo, divismo y autocomplacencia, y bañada muy a menudo en un cierto
barniz bio-tecnológico, por no hablar de las manipulaciones de tipo ideológico
que subyacen en muchos planteamientos.
Y, naturalmente, todo ello se mueve en
los límites del marco de la sacrosanta religión evolucionista, que es un dogma
de fe que no puede tocarse ni cuestionarse o criticarse. En efecto, cualquier
propuesta debe encajar en términos “evolutivos”, aunque rascando un poco se vea
que los principios científicos más elementales son vulnerados para poder
mantener el edificio creado por Darwin y sus secuaces. En el presente artículo
–dividido en dos partes dada su extensión– voy a presentar cuatro temas del
ámbito de la Prehistoria que recientemente han sido presentados por científicos
de varios países con la intención de impresionar a sus colegas y al público en
general, pues todos ellos han saltado a las páginas de la prensa generalista,
cada vez más llena de propaganda ideológica pseudocientífica (perdón,
obviamente quise decir “divulgación científica”).
Un cerebro salido de la chistera
La ciencia paleoantropológica lleva muchas décadas insistiendo en el papel decisivo del desarrollo del cerebro humano como factor clave en el proceso de hominización que ha producido las mejoras evolutivas hasta llegar a nosotros, el Homo sapiens. En efecto, no cabe duda de que nuestro cerebro es más grande y más complejo que el de nuestros parientes primates, y ello nos ha permitido adquirir una serie de indiscutibles ventajas en términos de dominio del medio y expansión por todo el planeta. Otra cosa distinta sería dilucidar si realmente somos inteligentes o si dicha inteligencia sirve realmente para algo positivo, pero ello nos llevaría a discusiones que ahora no vienen a cuento.
Cráneo de australopiteco |
El caso es que la ortodoxia nos dice que en algún momento de un lejano pasado, quizá hace unos tres millones de años, algunos primates –seguramente australopitecinos–empezaron a experimentar una serie de cambios profundos en su cerebro, lo que sería el pistoletazo de salida de una cierta evolución imparable en nuestro avance intelectual. Ahora bien, a la hora de justificar el motivo último de estos cambios, que se enmarcarían en el proceso de selección natural, la ciencia debe recurrir al terreno de las conjeturas e hipótesis, pues no hay forma humana de replicar, experimentar y contrastar tales cambios biológicos sucedidos durante extensísimos periodos de tiempo en un laboratorio moderno. Es algo parecido al tema de las enfermedades mentales, que son diagnosticadas (en realidad etiquetadas) mediante una mera descripción de síntomas y atribuidas luego a un desequilibrio electro-químico en el cerebro. ¡Y todo ello sin la más mínima prueba científica fehaciente!
Sea como fuere, la ciencia actual es incapaz de responder a la pregunta de por qué nuestra inteligencia es bastante superior a la de nuestros parientes más próximos, si estuvimos expuestos a unas condiciones ambientales muy semejantes, por no decir idénticas. Y, desde luego, tampoco tiene la menor idea de cómo se produjo ese proceso supuestamente gradual, si es que hemos de creer que los diferentes Homo descubiertos hasta la fecha encajan en una perfecta cadena evolutiva en que se produjeron pequeños cambios genéticos a lo largo de millones o cientos de miles de años. Ello por no hablar de la enfermiza obsesión por el tamaño del cerebro y el aspecto físico en general de los humanos que todavía arrastra el prejuicio racista con el que nació el darwinismo. Así, los científicos tuercen el gesto cuando ven que un individuo muy pequeño y de rasgos simiescos como el llamado hobbit (de la isla de Flores, Indonesia), con una capacidad craneal poco mayor que la de un chimpancé, era capaz de realizar utensilios de piedra tan buenos como los del Homo sapiens europeo.
En fin, ahora alguien parece haber descubierto la piedra filosofal de esos cambios en el cerebro, o al menos una pista por la cual empezar a tirar del hilo[1]. En concreto, el científico belga Pierre Vanderhaeghenat, del Instituto Biotecnológico de Flandes, ha identificado recientemente –como parte del proyecto GENDEVOCORTEX– hasta 35 secuencias genéticas que se activan en el feto del ser humano y de algunos simios, pero no en el chimpancé, lo cual llama la atención por ser éste considerado nuestro pariente más semejante (compartimos hasta un 98% del ADN).
¿cambios mágicos en el cerebro por error? |
En principio, todo parece cuadrar, pues es precisamente en el feto
cuando se dan los mayores cambios en el crecimiento de los órganos (el cerebro
incluido, por supuesto). Así, el investigador belga ha
constatado que estos genes NOTCH 2NL
permitieron un aumento en el crecimiento y diferenciación de las células
troncales que dan lugar a las neuronas de nuestro cerebro. Además, estos genes
están presentes en nosotros –los humanos modernos– pero también en los
neandertales y en los misteriosos denisovanos, los cuales aparecieron antes que
los sapiens. En cambio, los pobres chimpancés –por alguna razón
desconocida– se quedaron sin su fallo de copia y pega y se quedaron
estancados en su actual estado.
No voy a entrar a valorar los
resultados del terreno biológico, para los cuales me limito a realizar un acto de fe y suponer que la
investigación se ha realizado de forma correcta y ajustada al método
científico. Ahora bien, hay varios elementos en esta historia que me llaman la
atención y que a mi entender ponen en evidencia la clase de “ciencia” que nos
tratan de vender a bombo y platillo. Lo primero que debemos poner de manifiesto
es que, una vez más, se presenta un hecho biológico como un hecho evolutivo,
sin que podamos comprobar –como ya se ha insistido previamente– de qué modo
tuvo lugar un proceso evolutivo concreto a partir de mutaciones genéticas a lo
largo de millones de años. Esto es, se está suponiendo que una determinada
secuencia genética “errónea” provocó necesariamente un determinado resultado
gradual en un tiempo y lugar indefinidos. Tampoco se explica por qué este
cambio repentino afectó a unos determinados australopitecos (los supuestos
ancestros del ser humano) y a otros simios, pero no, por ejemplo, a los
chimpancés. Igualmente, queda en el limbo la cuestión de por qué motivo los
otros simios no desarrollaron el mismo camino evolutivo intelectual que los
humanos.
A continuación, como ya es
habitual en el argumentario evolucionista, nos encontramos ante el factor del
error –se supone que aleatorio– en una copia genética, que por sorpresa y
contra toda lógica conduce a una mejora sustancial en el cerebro. Esto es, el
orden natural es roto y, en vez de provocar empeoramiento, deficiencias o
carencias, resulta ser una “ventaja evolutiva” que permite un espectacular
desarrollo del cerebro en unas determinadas direcciones (lenguaje, imaginación,
etc.). En fin, la ortodoxia nos dice que se trata del aprovechamiento de un
hecho fortuito que permite que la selección natural avance hacia formas más
complejas, más capacitadas y más competitivas.
¿Respuestas en el laboratorio? |
El caso es no se quiere admitir que el azar o el caos no explican realmente nada, pero eso es mejor que reconocer la existencia de un diseño inteligente, detrás del cual debe haber algún tipo de conciencia que crea la materia y rige sobre ella. No señores, esto no es religión; es la ciencia que ustedes quieren ocultar celosamente mientras nos venden un cuento chino.
Por cierto, el cerebro humano –más allá de una mera descripción
funcional y operativa– sigue siendo un gran misterio para los científicos, y ya
no digamos cuando se quiere profundizar en el tema de la mente, la creación de
la realidad y la conciencia.
¡Los homínidos se mezclaron entre ellos!
Hace no mucho apareció una noticia científica en la prensa generalista
que destacaba que por primera vez se había hallado a un descendiente directo de
dos especies humanas distintas. El artículo de referencia[2], firmado por varios científicos entre los cuales
sobresale el finlandés Svante Pääbo, difundía el hallazgo de un hueso humano
–datado en unos 120.000 años de antigüedad– denominado Denisova-11 (de
la cueva siberiana donde se hizo el descubrimiento de los primeros
denisovianos), que pertenecería a un ser humano híbrido de dos especies
distintas, los neandertales y los denisovanos. En realidad, dicho hueso se
halló en 2012, pero los largos estudios realizados han retrasado la publicación
hasta hace escasas fechas.
Cráneo de neandertal |
Mi reflexión ahora es: ¿no se habrá hecho demasiado ruido para tan
pocas nueces? Mucho me temo que sí. El caso es que en plena era bio-tecnológica
se está dando en arqueología un valor enorme a estos estudios paleogenéticos
por encima incluso de la importancia de los restos físicos hallados. A partir
de aquí se han producido más y más análisis de este tipo tratando de
identificar las relaciones filogenéticas entre los diversos especimenes de
homínidos reconocidos. Sin embargo, en vez de avanzar, parece que los
prejuicios y la obsesión por la tecnología impiden ver el bosque. Sin ir más
lejos, la investigadora Viviane Slon, encargada de realizar los análisis
genéticos, tuvo que repetir hasta seis veces las pruebas porque no se acababa
de creer los resultados: ¡un descendiente directo de denisovano y neandertal!
¡Vaya notición!
El prestigioso profesor finés Pääbo, que en 2010 fue el primer
científico en secuenciar el genoma completo de un Homo neanderthalensis, incidía
en este factor sorpresa sexual con las siguientes declaraciones:
“Resulta sorprendente que, entre
los pocos individuos antiguos cuyos genomas han sido secuenciados, nos
encontremos precisamente con esta niña Neandertal/Denisovana. Neandertales y
Denisovanos pueden no haber tenido muchas oportunidades de encontrarse. Pero
cuando lo hicieron, debieron aparearse
con frecuencia, mucho más de lo que pensábamos hasta ahora.”
A partir de aquí se me ocurre una
serie de consideraciones para dejar en evidencia a los ilustres académicos que
han promovido toda esta investigación y que están del todo enfrascados en el
estudio de genes y cromosomas como la vía que ha desentrañar definitivamente
los orígenes y (supuesta) evolución del ser humano.
¿Dónde ponemos aquí a los denisovanos? |
En segundo lugar, resulta
desconcertante el hecho de remarcar que los homínidos de distintas “especies”
tuvieran sexo entre ellos, como si fuera algo inaudito. (Claro que con la
reciente ingeniería social contra la heterosexualidad, tales afirmaciones no me
sorprenden demasiado...) En fin, parece más que evidente que el contacto entre
comunidades distintas a lo largo de la historia –y prehistoria– se tradujo
habitualmente en apareamiento y mestizaje, como ocurrió en América a partir de
finales del siglo XV. Si los grupos de homínidos distintos entraron en contacto
en un tiempo y un espacio comunes no parece nada descabellado identificar la
progenie directa de estas uniones. Además, este rebombo no está justificado en
absoluto porque ya se sabía desde hace tiempo que el sapiens y el
neandertal “se fusionaron” hace decenas de miles de años en diversas regiones.
Ahora se sabe que también los misteriosos denisovanos participaron del
mestizaje à trois y que por lo tanto estaríamos hablando de grupos
humanos interrelacionados.
Pues bueno, parece obvio que los
homínidos no fueron ajenos a la hibridación y que hubo mezcla genética y que a
lo mejor tal mezcla no fue decisiva para el avance o retroceso de las
comunidades en términos de “mejora”. Desde esta perspectiva, tal vez la
diversidad anatómica que observamos no se debió a ningún proceso de
“evolución”, sino a un proceso de hibridación a lo largo de extensísimos
periodos[3].
De todos modos, en según qué circunstancias, la progresiva mezcla de
comunidades muy grandes numéricamente frente a otras más pequeñas haría
factible que la genética de un grupo se fuera apagando y diluyendo a través de
las generaciones (estamos hablando de muchos miles de años). Esta podría ser
una explicación perfectamente razonable para entender por qué los neandertales
“puros” se extinguieron hace unos 30.000 años, si bien quedaron algunos
reductos locales que pervivieron hasta finales de la última Edad de Hielo.
Esqueleto y figuración de neandertal |
Para finalizar, debo admitir que
al menos una afirmación de Svante Pääbo en este asunto me ha parecido muy
honesta y bien encaminada, al aceptar la difícil lógica exacta que permite
identificar o separar especies, tanto en los humanos como en otros seres vivos:
“Es una discusión académica
estéril hablar de si los neandertales y los humanos modernos o los denisovanos
son especies separadas o no. Para el experto esta cuestión no tendría sentido
puesto que no existe una definición universal de especie.”
Dicho todo esto, y enlazando con
la primera cuestión tratada en este artículo, reconozco no tener explicaciones
para esa diversidad anatómica en los humanos desde los distantes tiempos del H.
habilis (si es que realmente fue “Homo”, lo que no veo muy claro) y sobre
todo para la disparidad en el volumen craneal –y en consecuencia de tamaño del
cerebro– que va desde los 600 cm.3 del habilis hasta los 1.500
del neandertal, quedando nosotros alrededor de los 1.400 cm.3 Puesto que no creo en el caos y el
azar, pienso que debió existir algún diseño inteligente de por medio, pero su
origen último y su forma de actuación se me escapan completamente.
© Xavier Bartlett 2018
Fuente imágenes: Wikimedia Commons
[1] Fuente:
https://phys.org/news/2018-08-genetic-error-humans-evolve-bigger.html
[2] Fuente:
https://www.nature.com/articles/s41586-018-0455-x
[3] En este blog
ya comenté la teoría de la antropóloga Susan Martínez sobre la hibridación de
los homínidos como contrapunto a la diversidad explicada por evolución. También
hay autores alternativos como Michael Cremo que defienden que el hombre
anatómicamente moderno y otros homínidos más “primitivos” convivieron desde
tiempo extraordinariamente remotos.