miércoles, 20 de noviembre de 2019

En busca del arca perdida (¿o hallada?)


En el mundo de la arqueología alternativa existen sin duda dos “arcas” por excelencia: una de ellas es un cofre y la otra es un barco. La primera, obviamente, es la famosa arca de la Alianza, perseguida por muchos tanto en la realidad como en la ficción cinematográfica, y que en su momento ya abordé en este mismo blog, valorando su difusa situación entre el mito y la realidad. La otra es la no menos popular arca de Noé.

Ambas son de evidentes resonancias bíblicas y han hecho correr ríos de tinta durante décadas, dando lugar a todo tipo de investigaciones y especulaciones que han sido objeto de innumerables artículos, libros, documentales y películas. Dado que esta última contiene una insólita mezcla de mitología, arqueología y conspiracionismo, voy a dedicarle esta breve entrada para que los lectores se hagan una idea general del tema y luego extraigan sus conclusiones.

En primer término, nos centraremos en el contexto mitológico de esta cuestión. Así, es obligado recalcar que –si bien el personaje de Noé es muy conocido en Occidente por la tradición judeo-cristiana– la historia original se sitúa en la mitología sumeria, de cuyas fuentes bebió el Génesis bíblico. Recordemos a grandes trazos la narración: Dios decide castigar a la Humanidad por su mala conducta y planea eliminarla en su totalidad mediante un colosal diluvio. No obstante, se propone salvar al menos a un hombre justo (Noé) y a su familia. Acto seguido, le da instrucciones precisas para que construya una gran nave o arca de madera –de unos 135 metros de eslora, 22 metros de manga y 13 metros de alto[1]– y se aloje allí junto con los suyos y una pareja de cada especie animal, hasta que cese el diluvio. Según el relato, después de 40 días y noches de terrible diluvio, se acabó el castigo divino y el nivel de las aguas fue bajando. Por fin, con la retirada de las aguas, el Arca fue a parar a lo alto de un monte. Desde allí Noé dejó ir una paloma para comprobar si las aguas ya habían descendido lo suficiente, cosa que pudo comprobar cuando el ave volvió con una rama de olivo en su pico. Al abandonar el Arca, Noé realizó un sacrificio a Dios, el cual instó a los supervivientes a que se multiplicaran y repoblaran de nuevo el mundo.

El mito del Diluvio también presente en Mesoamérica
Pues bien, este relato es casi calcado a lo que podemos leer en la Epopeya de Gilgamesh, cambiando a Noé por el héroe Utnapishtim (también conocido como Ziusudra). Hoy en día ya sabemos que, por puro orden cronólogico, fue la Biblia, escrita en el primer milenio antes de Cristo, la que tomó prestada esta historia de los antiguos sumerios. Y lo que es más sorprendente es que tenemos la misma historia reflejada en leyendas y mitos de casi todo el mundo que nos hablan de una gran destrucción global –debida a un diluvio– que acabó con la Humanidad, dejando a unos pocos supervivientes salvados en un barco, bote o arca, y que acabaron sus penalidades en lo alto de una montaña. Esto mismo lo podemos ver en el mito griego de Deucalión y Pirra, en la historia de los hermanos Fu Xi de China, en la leyenda azteca de Coxcoxtli y su esposa Xochiquetzal, o en la narración védica de Manu Vaisvasvata. Como ya he indicado en más de una ocasión, es precisamente esta coincidencia la que ha hecho pensar a diversos autores alternativos que el Diluvio existió en la realidad hace muchos miles de años y que tuvo un carácter global, ya que la difusión de la historia judeo-cristiana influyó ciertamente en unas pocas culturas, pero no en otras, muy separadas en el tiempo y el espacio.

Hasta aquí la parte estrictamente mitológica, que recordemos que es negada por la ciencia oficial. En concreto, no es que los académicos rechacen el tema del Arca en sí (que valoran como un mero episodio mítico propio del mundo de las creencias), sino que consideran como no probado que se diera un diluvio devastador de grandes proporciones en un tiempo limitado y que afectara a todo el planeta. No voy a centrarme ahora en esta compleja polémica, que ya he tratado en entradas anteriores, sino en los esfuerzos de los investigadores alternativos por validar la historia del Arca a partir de supuestos restos arqueológicos, dejando a un lado los múltiples esfuerzos dedicados a probar el desastre a partir de evidencias puramente geológicas, como ha hecho muy en particular el escocés Graham Hancock. 

Los estudiosos de la Biblia creían que el Arca se había posado en algún lugar del Kurdistán, al norte de Turquía o Irán, siendo el candidato más firme el monte Ararat, el pico más alto de Turquía, con unos 5.100 metros de altitud. Incluso el célebre viajero Marco Polo, al pasar por la región de Armenia en el siglo XIII, oyó la historia de este monte como sede de la famosa Arca. Lo cierto es que durante siglos la leyenda sobre esta montaña persistió, pero nadie se atrevió a subir a lo más alto de la cumbre a explorar el posible paradero del Arca. No fue hasta el siglo XIX en que se realizaron los primeros intentos de búsqueda en forma de expediciones más o menos “científicas”. En 1876 un lord inglés, llamado James Bryce, subió hasta los 4.000 metros y volvió a Inglaterra con un trozo de madera que atribuyó sin duda al Arca. Poco después, en 1880, un explorador armenio afirmó incluso haber estado dentro del Arca. Sin embargo, no sería hasta inicios del siglo XX cuando se desataría la fiebre por el Arca, a partir de un relato un tanto confuso sobre el descubrimiento de ésta.

Panorámica del Monte Ararat con sus dos picos


Según esta historia, en 1916 un oficial de la fuerza aérea imperial rusa –en misión de observar los movimientos de las tropas turcas– divisó desde su aparato un lago helado sobre la cumbre del Ararat y muy cerca de él advirtió lo que parecían ser los restos del casco de un barco que sobresalían entre los hielos. Más adelante, se repitió el vuelo con un oficial superior, que corroboró la observación y remitió un informe al Zar Nicolás II de Rusia, el cual ordenó enviar dos cuerpos de ingenieros a realizar una detallada inspección sobre el terreno, dando por hecho de que se trataba del Arca de Noé. Al parecer, esta expedición logró hallar el Arca, la midió, realizó dibujos y tomó fotografías. Sin embargo, no se conserva ningún registro documental de tal intervención, pues todo el material enviado directamente al Zar o nunca llegó a su destino o se perdió tras la revolución bolchevique. Tampoco se llevó a cabo ningún informe o publicación de los resultados. Como se puede comprobar, todo muy opaco. En todo caso, desde entonces la era de la aviación abriría la puerta a nuevas observaciones.

Tras la Segunda Guerra Mundial, la fuerza aérea turca realizó dos avistamientos –en 1959 y 1960– de la supuesta Arca sobre una ladera baja del Ararat. Se hicieron fotografías en que se intuía la forma de un gran barco con unas dimensiones un poco superiores (150 x 50 metros) a las medidas citadas en la Biblia. Según las fotos de 1959, aparecía en el terreno una especie de contorno firme de lo que podía ser el Arca, dato que desde entonces los creyentes en el Arca han tomado como prueba decisiva de la existencia del Arca. Ahora bien, para el estamento oficial, dicho contorno no es más que una caprichosa formación geológica de lava volcánica que recuerda vagamente a la forma de una nave, y que por su peculiaridad se ha llamado la “anomalía del Ararat”. Este lugar específico –situado a unos 20 kilómetros al sur de la montaña– se conoce también como Durupinar, en honor al aviador turco con este apellido que realizó el avistamiento. Además, en otra fotografía aérea de 1965 realizada sobre el Ararat se detectó una forma ovalada que podría parecer una nave.

Fragmento de madera hallado por Navarra
El caso es que fue en esa época cuando se retomaron los esfuerzos por hallar el Arca in situ, y el alpinista francés Fernand Navarra escaló el Ararat varias veces entre 1952 y 1969 y dijo haber encontrado trozos de madera a gran altura, que luego encargó datar mediante el método del radiocarbono, si bien los resultados ofrecidos fueron contradictorios. En todo caso, se apuntó el tanto de haber descubierto el Arca, pese a disponer de tan pocas pruebas. Y para echar más leña al fuego de los datos perdidos y el secretismo, en 1973 un satélite occidental denominado ERTS tomó una imagen del monte Ararat en la que se podía apreciar la forma de un barco de proporciones similares a las bíblicas. No obstante, cuando los investigadores independientes solicitaron una copia de esta imagen recibieron la respuesta oficial de que no había registros de tal documento.

Posteriormente, en los años 80 el ex astronauta de la NASA James B. Irwin –motivado por sus creencias religiosas– participó en unas expediciones para localizar el Arca, pero sin ningún resultado. Asimismo, el aventurero y explorador norteamericano Ron Wyatt –un auténtico Indiana Jones a la búsqueda de reliquias– se lanzó a una extensa exploración del Ararat y zonas cercanas entre los años 70 y 90 e incluso llegó a realizar una excavación en el ya citado sitio de Durupinar. Tras sus pesquisas, afirmó haber encontrado varios restos materiales, como un remache fosilizado, trozos de metal o incluso anclas de piedra. Cabe decir, empero, que la famosa anomalía ya había sido excavada en los años 60 y que no se había encontrado ningún resto arqueológico reconocible, concluyendo que la formación era completamente natural. Un colaborador de Wyatt, David Fasold, compró también la historia del Arca de Durupinar, pero tras años de investigaciones tuvo que reconocer que la hipótesis geológica era la más firme y creíble, si bien antes de morir todavía insistía en que no se podía descartar del todo la idea de que los restos pudieran corresponder al Arca fosilizada.

Representación pictórica del Arca (posada tras el Diluvio)
Como vemos, sobre todo este asunto flota el sesgo y el prejuicio de las creencias, y de hecho el Arca ha sido objeto de obsesión por parte de fundamentalistas cristianos y creacionistas, dispuestos a hallar –a cualquier precio– pruebas arqueológicas de la verdad revelada en la Biblia. Incluso en tiempos muy recientes todavía se organizan expediciones a la región y se hacen declaraciones altisonantes, que suelen acabar en graves sospechas de error, manipulación o fraude, cuando no de mero sensacionalismo y ganas de llamar la atención, como una misión evangélica turco-china que en 2010 dijo haber identificado el Arca a unos 4.000 metros de altura “con un 99,9% de seguridad”.

Cabe decir, no obstante, que esta postura no es propia de fanáticos o visionarios, pues el mismo estado de Israel lleva tiempo intentando corroborar la historia bíblica judía a través de investigaciones históricas y arqueológicas, y pese a los deseos de cuadrar el mito con la arqueología, los resultados han sido a menudo decepcionantes, como cuando el profesor Finkelstein afirmó –a partir de la evidente falta de pruebas sobre el terreno– que el episodio del Éxodo hebreo nunca había existido… a menos que en el futuro aparezcan restos que contradigan esta aseveración.

En todo caso, me ha sorprendido que el asunto del Arca se haya visto envuelto en un halo conspirativo en que está involucrada hasta la CIA. Según el investigador Brad Steiger, un explorador llamado Charles P. Aaron pidió ayuda a la CIA en 1992, solicitando unas imágenes de alta tecnología que permitían reconocer objetos bajo gruesas capas de hielo. Para conseguir su propósito, Aaron venía avalado por la Tsirah Corporation[2], así como por James Irwin y varios congresistas y senadores estadounidenses. La CIA le respondió a inicios de 1993 sólo para alegar que las imágenes tomadas en la zona del Ararat no habían revelado la presencia de nada en particular. No obstante, los conspiranoicos interpretaron que la CIA sí había detectado algo y tras un cierto revuelo, un responsable del departamento científico de la CIA admitió finalmente en febrero de 1994 que se había identificado algo bajo el hielo y la nieve, pero que no podía tratarse del Arca de Noé, y que de hecho no había ninguna intención de realizar investigaciones adicionales. Para los más suspicaces, sin embargo, dicha declaración daba a entender que anteriormente la CIA sí había llevado a cabo investigaciones en la zona, supuestamente con la mayor discreción. De aquí se pasó a especular con que la CIA había estado en la región y había hallado el Arca, e incluso que había sido capaz de llevársela del monte Ararat, trasladando los restos a una base militar norteamericana. (¡Cómo nos recuerda esto a Indiana Jones!)

Reconstrucción moderna del Arca
Aparte, quien esto escribe también leyó en su día una teoría que afirmaba que un equipo especial estadounidense había aterrizado en la montaña y en un tiempo récord había extraído de allí todos los objetos o restos que podían ser considerados de máximo interés por razones indefinidas. Sea como fuere, planea la sombra de que el gobierno de EE UU mantiene en su poder material y documentación clasificada sobre el Arca que no tiene intención de poner a disposición de público, al menos de momento. Nuevamente, todo resulta muy turbio y sugerente, digno de una película de intriga o de aventuras, pero difícilmente algo parecido a arqueología seria. Eso sí, con todo este circo de sensacionalismo y ocultación, la arqueología académica se ha desentendido del tema o se ha dedicado a negar y ridiculizar a los investigadores alternativos.

En definitiva, deberíamos aplicar aquí el clásico refrán de mucho ruido y pocas nueces, porque realmente las pruebas aportadas son muy pobres y no disponemos de nada realmente sólido. Es bien posible que los restos apreciables en Durupinar sean en efecto sólo una formación natural, pero sobre lo que hay –o deja de haber– en lo alto de la montaña, bajo la nieve y el hielo, todavía estamos in albis, pues faltan imágenes o restos reconocibles que permitan ir más allá de las simples conjeturas. Por desgracia, parece que en los tiempos modernos se ha perpetuado la leyenda del Arca en el Ararat, con muchas historias oscuras o sensacionalistas. Si en verdad la expedición rusa descubrió y exploró a fondo el Arca en 1916, resulta bastante frustrante –o más bien sospechoso– que se perdiera toda la documentación. En realidad, estamos en una situación muy similar a lo que ocurre con el arca de la Alianza, en que hay muchas teorías y rumores, pero muy pocas certezas, por no decir ninguna.

La estructura de Durupinar que ha dado tanto que hablar sobre su posible asignación a los restos del Arca

Personalmente, creo posible que el Diluvio tuviera lugar (en las fechas dadas por Hancock y otros), pero que se hubiera construido una gran arca para que unos pocos se salvasen del desastre ya lo veo como mucho más especulativo y desde luego propio de una civilización avanzada, no de primitivas comunidades paleolíticas. Así pues, con respecto a este tema opino que apenas hemos salido del mito, pero al mismo tiempo reconozco que es asombroso que exista una mitología muy similar en varias partes del mundo. En todo caso, admito que es bien posible que el cataclismo de hace más de 12.000 años fuera tan descomunal como para devastar el planeta y privarlo de muchísimas especies animales, dejando a la población humana reducida a mínimos. Puestos a lanzar conjeturas, tal vez la historia del Arca fuese una respuesta común de muchos pueblos para explicar una tremenda catástrofe natural que –en una era no-científica– escapaba a su comprensión, por lo cual la atribuyeron a la ira de los dioses. Entretanto, veremos si en lo alto del monte Ararat acaba por aparecer algo digno de crédito.

© Xavier Bartlett 2019

Fuente imágenes: Wikimedia Commons



[1] Estas medidas pueden variar según cómo se valore la magnitud del codo en el texto original hebreo, pues no hay unanimidad en la asignación de un valor fijo (al haber varios “codos” en el Mundo Antiguo).
[2] Una compañía norteamericana del sector aeronáutico.

sábado, 9 de noviembre de 2019

¿Guerras atómicas en la Antigüedad?

Cuando hace años me adentré en el ámbito de la arqueología alternativa me sorprendió mucho un tema específico que en principio podría parecer del todo fantástico: la posibilidad de que se hubieran producido guerras atómicas en tiempos muy remotos, por no decir míticos. La verdad es que, en comparación con otras osadas teorías alternativas, este asunto da la impresión de estar completamente fuera de lugar, a menos que diésemos un revolcón radical a la historia de la Humanidad. 

Así, está claro que desde una postura convencional académica no cabe hablar de armamento ni de tecnología nuclear en el Mundo Antiguo o la Prehistoria, pues los estudios históricos y arqueológicos han dejado muy claro que hace miles de años la tecnología más avanzada era la metalurgia y que cualquier mención a tecnologías modernas nos lleva a un callejón sin salida o a un total disparate. No obstante, ya sabemos que en la historia alternativa hay visiones muy audaces que ponen de por medio a civilizaciones desaparecidas o a extraterrestres… En fin, vamos a ver ahora de dónde han surgido estas propuestas y qué credibilidad nos podrían merecer.

En primer lugar, hay que hacer notar que no existe una única fuente para esta teoría, sino tres: 1) los relatos mitológicos de varios pueblos antiguos; 2) las pruebas o muestras de tipo geológico; y 3) ciertos restos arqueológicos, sobre todo arquitectónicos. Posiblemente tomando cada una de estas fuentes por separado no tendríamos más que piezas sueltas e inconexas, con explicaciones más o menos plausibles. Sin embargo, para los autores alternativos, la combinación de estos tres elementos ofrece un fundamento más que sólido para formular seriamente la hipótesis de guerras atómicas muy antiguas, pues consideran que, si bien ellos no pueden aportar pruebas fehacientes y definitivas, tampoco el estamento académico ha podido ofrecer soluciones satisfactorias a ciertas anomalías o hechos que se han pasado por alto.

Recreación artística del Mahabharata
Si empezamos por el tema mitológico, sabemos que algunas culturas antiguas conservaron leyendas o historias de grandes devastaciones causadas por los “dioses”. No obstante, hay dos ejemplos bastante significativos que han sido sacados a colación en repetidas ocasiones. Primero podemos citar el conocido Mahabharata hindú, un compendio de 18 libros o parvasescritos en el primer milenio antes de Cristo, pero que se refieren a tiempos muy anteriores. Estos textos contienen narraciones de terribles confrontaciones entre dos clanes, los Pandavas y los Kauravas, en las cuales no faltan las referencias a máquinas voladoras (llamadas vimanas) y a varios tipos de armamento destructivo de increíble potencia. Así pues, algunos autores se han fijado en ciertos pasajes que parecen extrañamente modernos:
“(Fue) un solo proyectil, cargado con todo el poder del Universo. Se alzó en todo su esplendor una columna incandescente de humo y llamas, tan brillante como los mil soles [...] era un arma desconocida, un rayo de hierro, un enorme mensajero de la muerte que redujo a cenizas toda la raza de los Vrishnis y los Andhakas [...] Los cuerpos estaban tan quemados que eran irreconocibles. El pelo y las uñas se desprendieron, la cerámica se rompió sin causa aparente y los pájaros se volvieron blancos... después de unas horas todos los alimentos estaban infectados...”
Por otra parte, tenemos el relato bíblico de las destrucciones de las ciudades de Sodoma y Gomorra. Recordemos que Yahveh estaba dispuesto a castigar a los impíos habitantes de estas ciudades mediante un exterminio total. Eso sí, decidió al menos salvar a un hombre justo, Lot, junto con su familia. Tras advertirlo previamente, envió a sus emisarios para sacar a sus protegidos lejos de la ciudad, en dirección a las montañas, con instrucciones claras de no volver la vista atrás cuando se desatase su ira sobre los malvados. La familia de Lot actuó en consecuencia excepto su esposa, que –al girar su rostro hacia la ciudad– quedó convertida en estatua de sal.

Paisaje aéreo de la región del Mar Muerto (Israel)
Tomando como base esta historia, el famoso investigador judío Zecharia Sitchin sacó sus propias conclusiones a partir de la mezcla del relato bíblico y la mitología sumeria, en el marco de sus inevitables dioses Anunnaki. Así, Sitchin presentó una elaborada teoría de guerras entre facciones divinas en la Antigüedad, que habrían comportado ataques atómicos. En su opinión, el episodio de la destrucción de Sodoma y Gomorra fue real y tuvo lugar en unos asentamientos situados al sur del Mar Muerto, e incluso se atrevió a fijar una cronología para tal hecho: el 2024 a. C. Por supuesto, la destrucción de las ciudades habría sido el resultado de la explosión de un ingenio nuclear –lanzado por los dioses– que habría arrasado por completo cualquier rastro de vida. En cuanto a la muerte de la mujer de Lot, Sitchin creía que la historia bíblica fue tergiversada o, mejor dicho, mal traducida. De este modo, consideraba que se vertió mal al hebreo un término de origen sumerio. Para él, la palabra sumeria nimur se refería tanto a “sal” como a “vapor”; así, la traducción correcta indicaría que la mujer de Lot se convirtió en realidad en un pilar de vapor, y no de sal, lo que vendría a decir que se habría vaporizado por efecto de la explosión[1]. Dejémoslo ahí…

El caso es que, más allá del mito, algunos autores alternativos han tratado de buscar pruebas físicas que sustenten la tesis de las guerras atómicas antiguas. Como ya citamos, existiría un cierto rastro geológico que podría apuntar a explosiones nucleares hace miles de años. Siguiendo a Sitchin, éste reforzaba su teoría citando el hecho de que aún en la actualidad los manantiales próximos al Mar Muerto estaban afectados por la radiactividad. Aparte, Sitchin añadió más argumentos físicos a una tremenda guerra nuclear en Oriente Medio que culminó –a su juicio– con la desaparición súbita de la civilización sumeria. Así, puso como prueba geológica una especie de enorme cicatriz en la Península del Sinaí observable desde gran altura, y que de hecho ha sido fotografiada por satélites. En su opinión, esa gran mancha negra que se puede apreciar rodeada de terrenos blanquecinos sería la “prueba del delito” de una potente devastación nuclear. Y, en efecto, el suelo de la llanura del Sinaí aparece lleno de rocas ennegrecidas, sin que exista a día de hoy una explicación científica sólida sobre la formación natural de tales rocas en su contexto geológico[2]

Tectita esferoide
Otros autores, como Brad Steiger o David H. Childress, han centrado su atención en determinadas huellas sobre el terreno que podrían tener similitudes con las dejadas por las diversas explosiones nucleares del siglo XX. Así pues, Steiger, autor del audaz libro Worlds before our own (1978), tomó como referencia la capa de vidrio verde fundido que dejó sobre el terreno la primera prueba atómica y relacionó dichos restos con similares materiales hallados en diversas regiones del planeta. Las explosiones atómicas, en efecto, habían provocado un efecto de fusión del silicio de la arena, creando así una capa de pequeñas esférulas vitrificadas denominadas tectitas. Para los geólogos, empero, la presencia de estas tectitas en zonas “no nucleares” se debería al choque de meteoritos sobre la superficie terrestre, dada la enorme cantidad de energía y calor acumulada en el impacto. Steiger consideraba que esto pudo ser cierto en algunos casos, pero no en otros donde no hay ningún rastro de impactos de meteoritos. Según sus investigaciones, hay extensas zonas desérticas en varias partes del mundo que presentan esta anómala capa de tectitas, como por ejemplo el desierto del Sahara, el desierto de Gobi, el desierto de Mojave, etc.

David H. Childress ha seguido la teoría de Steiger sobre las tectitas y ha destacado la gran pureza en sílice (de hasta un 98%) de un vidrio verde amarillento procedente del desierto libio –llamado técnicamente LDG o Libyan Desert Glass– y que ya fue utilizado por los antiguos egipcios para elaborar joyas. Según los datos del científico John O’Keefe, citado por Childress, el origen de este vidrio tan puro difícilmente se encontraría en meteoritos procedentes de la Luna, sino más bien en la propia Tierra[3]. Por otro lado, Childress ha recuperado las alusiones mitológicas del Mahabharata y ha sacado a la palestra el tema del gran cráter de Lonar, en la India. Se trata de un cráter casi circular de más 2 km. de diámetro, cuya antigüedad se remonta a por lo menos 50.000 años. En este cráter relativamente reciente no se han encontrado restos de partículas de meteoritos, pero sí indicios de un gran impacto y de un enorme calor en forma de esférulas de vidrio de basalto, lo cual dejaría una puerta abierta a todo tipo de especulaciones sobre su origen. En opinión del autor, retomando la hipótesis del consultor de la NASA Pat Frank, los cráteres sin aparente rastro cósmico podrían ser cicatrices de antiguas explosiones nucleares.

Panorámica del cráter Lonar en la India

Y sin movernos de la India, el fallecido investigador belga Philip Coppens mencionó en un artículo de su página web que –según diversas fuentes– en el Rajasthan se habría encontrado un estrato de ceniza radiactiva que cubría un área de cerca de 5 km.2, al oeste de la población de Jodhpur. Dicha radiactividad parecía repercutir en una alta tasa de defectos de nacimientos y de cáncer entre la población, lo que provocó que el gobierno acordonara la zona. Posteriormente, se descubrieron allí los restos de una ciudad enterrada, con hipotéticas pruebas de una explosión nuclear que habría tenido lugar en época prehistórica. Sin embargo, Coppens fue cauteloso a la hora de dar credibilidad a esta historia, y de hecho comprobó que muchos datos carecían de fuente fidedigna. Además, en las mismas regiones donde se localizaba la supuesta evidencia nuclear del pasado se podían observar las trazas de la negligencia moderna, esto es, contaminación producida por una seguridad defectuosa en una central nuclear. Coppens acababa por sugerir que tal vez el tema de una presunta radiactividad antigua podría ser una especie de cortina de humo para tapar problemas recientes.

Finalmente, nos queda por revisar el tercer pilar de la teoría atómica antigua, que no es otro que la propia arqueología. Según el ya citado Brad Steiger, aparte de las tectitas, resulta muy intrigante la presencia de antiguos fuertes en diversas partes del mundo (Islas Británicas, Oriente Medio, la India, Norteamérica, Sudamérica…) cuyos muros de piedra están vitrificados total o parcialmente, cosa que podría indicar que estuvieron sometidos a altísimas temperaturas. Incluso en el conocido yacimiento neolítico de Çatal Huyuk (Turquía) se habían hallado ladrillos de arcilla fundidos ante la supuesta exposición a una enorme fuente de calor. David H. Childress recogía aquí también el guante, pero no creía que tal efecto de vitrificación se debiera a explosiones nucleares de origen alienígena, sino al resultado de ataques con armas muy avanzadas de naturaleza química –de tipo “cañones de plasma”– empleadas por civilizaciones humanas desaparecidas como la Atlántida. Bueno, por especular que no quede…

Aparte de esto, Childress –al igual que Sitchin– creía que las aniquilaciones de Sodoma y Gomorra fueron de naturaleza atómica y no geológica, pues las exploraciones geológicas modernas no apoyan una destrucción por vulcanismo o actividad sísmica hace unos miles de años, ni tampoco en la zona donde supuestamente se ubicaban ambas ciudades, lo cual deja anulado el contexto geográfico y temporal bíblico. Frente a esto, Childress ponía como prueba algunas exploraciones subacuáticas del Mar Muerto, que indicarían la posibilidad de que los restos de las dos ciudades estuviesen en el fondo de dicho mar, cubiertos bajo una gruesa capa de sal. De hecho, tomando como guía las explosiones de Hiroshima y Nagasaki, se pudo detectar allí la presencia de ciertas sustancias salinas derivadas de cambios químicos tras el impacto atómico. Childress citaba al experto L. M. Lewis para afirmar que la gran cantidad de sal del lugar, de haber sido sal común, debería haber sido eliminada por las lluvias a lo largo de los siglos, pero que no era el caso. Ello empujaba a pensar que más bien la sal, acumulada en formaciones a modo de pilares, habría sido un subproducto de una explosión atómica en tiempos remotos. Y aquí volveríamos a la historia de la mujer de Lot, convertida en un “pilar de sal”...

Ruinas de Mohenjo-Daro (Pakistán)
Ahora bien, uno de los casos más citados y discutidos –y a la vez el más confuso– en la cuestión de las guerras atómicas del pasado es, sin duda, el yacimiento pakistaní de Mohenjo-Daro, que literalmente significa “montículo de la muerte”. Se trata de una avanzada ciudad de la civilización del Valle del Indo –que floreció aproximadamente entre el 2500 y el 1500 a. C.– y que fue descubierta en el siglo XIX, aunque no se empezó a excavar hasta 1922, a cargo del arqueólogo británico John Marshall. En su época de esplendor se calcula que tuvo más de 30.000 habitantes, con notables construcciones de diverso tipo. Estaba rodeada de una muralla de ladrillo y se dividía en dos zonas: una ciudadela superior y una ciudad baja. Sobre los motivos de su destrucción y abandono, que ocurrió hacia el 1700 a. C., no hay una teoría predominante. Se habla de sequías, terremotos, inundaciones, e incluso de ataques por parte de otras culturas, pero no existe una completa certeza al respecto. Una de las hipótesis más aceptadas es que el cambio del curso del río Indo propició el abandono de la ciudad.

El caso es que un investigador independiente inglés llamado David W. Davenport se interesó por este yacimiento y realizó allí una serie de estudios sobre el terreno durante doce años. Pues bien, según Davenport, la destrucción de la ciudad tuvo lugar hacia el 2000 a. C. y se debió a una súbita explosión atómica. Sus conclusiones se basaron en la identificación de un cierto epicentro de la explosión; en esa zona, de unos 45 metros de diámetro, todos los materiales estaban cristalizados, fundidos o derretidos, y las piedras ennegrecidas. Al alejarse progresivamente de dicho epicentro se apreciaba que los ladrillos estaban fundidos por un lado a causa de la supuesta onda expansiva. Además, a petición de David Davenport, unos investigadores italianos del CNR (Consiglio Nazionale delle Ricerche) confirmaron que una destrucción tan descomunal sólo se explicaría por una exposición a temperaturas del orden de los 1.500º C. A ese dato se debía añadir un estudio de unos científicos rusos según el cual el nivel de radiactividad de los escasos esqueletos hallados en la zona sería de hasta 50 veces superior al normal.

El libro de Davenport y Vincenti
Para explicar este episodio, Davenport echó mano de la mitología védica que ya hemos citado e incluso de los extraterrestres, mezclando arios, mongoles y alienígenas en una guerra sin cuartel que dio como resultado la ruina completa de la ciudad tras un desastre nuclear. Así, Davenport publicó en 1979 un libro junto con el periodista italiano Ettore Vincenti (2000 a.C.: Distruzione atomica, en italiano) en que exponía esta teoría, pero esta obra no tuvo ninguna repercusión en la esfera científica, lo que no es de extrañar, al estar enfocada desde la teoría de los antiguos astronautas. De hecho, los habituales escépticos más activos de Internet, como Jason Colavito, consideran que esta investigación es pura pseudociencia.

Dicho todo esto, y dejando a un lado la interpretación altamente herética del investigador inglés, lo cierto es que –al documentar mi libro La historia imperfecta– estuve cierto tiempo buscando información adicional para poder contrastar los datos aportados y prácticamente no encontré nada sobre Davenport que no fueran unas mismas y escasas fuentes en Internet, sin otras referencias externas o confirmaciones de otro tipo. Así pues, hasta qué punto estas observaciones tienen validez o pueden leerse de otra manera, soy incapaz de valorarlo. Todo resulta demasiado opaco y confuso como para poder abordarlo con rigor. Por lo demás, parece que algunas personas que han tratado de validar la historia de Davenport no han llegado a ninguna parte o la han desmentido. Entre éstas, cabe citar al periodista italiano Enrico Baccarini que en 2013 se desplazó a Mohenjo-Daro y se encontró con graves lagunas e incoherencias en el relato del investigador inglés. Además, tampoco pudo corroborar los datos de radioactividad alegados tras haber encargado analizar unas muestras extraídas del yacimiento.[4]

Para cerrar este tema, quisiera aportar unas breves reflexiones. En primer lugar, es evidente que la mitología puede ser muy sugerente, incluso desconcertante, pero difícilmente puede aportarse como prueba a no ser que aparezcan datos históricos o arqueológicos fiables que apoyen de algún modo la literalidad de los relatos legendarios. Como casi siempre, detrás del mito suele haber un atisbo de realidad, pero en este caso se nos hace muy difícil convertirlo en “historia real”. Ciertamente es posible que hubieran existido grandes destrucciones en el Mundo Antiguo, pero muy posiblemente se debieron a factores naturales (terremotos, vulcanismo, inundaciones, impactos de meteoritos, catástrofes cósmicas, etc.) o a factores humanos (incendios o efectos de las guerras). Ello no obsta que los antiguos pudieran disponer de avanzadas tecnologías que hoy nos son desconocidas, como ya he apuntado a menudo en este blog, pero la tesis atómica me parece bastante floja en comparación con otros saberes o tecnologías perdidas.

En segundo lugar, el hecho de situar los supuestos conflictos atómicos en la Historia Antigua resulta muy forzado, pues tenemos un contexto histórico y arqueológico que no permite sospechar que en esa época existiera un mundo paralelo altamente tecnificado (a menos que estuviera muy oculto o que no perteneciera a este planeta). Así, si tuviera que hacer un esfuerzo especulativo por creer en guerras atómicas pasadas, no las situaría tan cerca en el tiempo, sino más bien hace cientos de miles o millones de años, en un contexto de humanidades anteriores a la nuestra. Por tanto, aplicando la navaja de Occam, hemos de tender a la explicación más simple para justificar las destrucciones de ciudades en la Antigüedad y no caer en la tentación de buscar lo más fantástico o sensacionalista. Si sabemos que en esas épocas los armamentos se reducían a espadas, lanzas, flechas, carros, caballos, elefantes, etc. sacar al primer plano destrucciones causadas por ingenios nucleares supone lanzar un órdago digno de la teoría de los antiguos astronautas más radical. Pero ya sabemos que especular es muy fácil; probar sólidamente es bastante más difícil.

Muestra de LDG (Libyan Desert Glass)
Finalmente, no soy un experto en cuestiones geológicas, pero creo que es aquí donde los defensores de las guerras nucleares antiguas podrían tener algún espacio por explorar. El tema de las tectitas –así como el de ciertos paisajes desolados– llama mucho la atención, pero se deberían hacer más esfuerzos para determinar su origen exacto y su cronología aproximada, a fin de establecer qué factores naturales están detrás de este fenómeno, sobre todo si se llegase a descartar el tema de los meteoritos. Y si, por el momento, las explicaciones “naturales” no resultan satisfactorias, se deben seguir buscando pistas y planteando hipótesis, como aún se hace a día de hoy para desentrañar lo que ocurrió exactamente en el evento de Tunguska hace poco más de un siglo.

Concluyendo, la historia alternativa está bajo el constante escrutinio de escépticos y académicos y cualquier salida de tono es aprovechada para desacreditar todas las investigaciones heterodoxas que retan al paradigma. En este sentido, considero que el asunto de guerras atómicas en un pasado remoto tiene todavía mucho camino por recorrer para ser creíble. Lanzarse a la piscina, falsear datos, apostar por el sensacionalismo o elucubrar con extraterrestres no ayuda precisamente a despejar incógnitas sino a desprestigiar cualquier intento de abordar seriamente este insólito tema. Ya saben los lectores que tengo la mente abierta a todas las posibilidades y teorías, pero hay que ser muy cautos en aquellas cuestiones que más frontalmente chocan con el paradigma, porque los académicos suelen aplicar aquella máxima tramposa de que “las afirmaciones extraordinarias requieren de pruebas extraordinarias”.

© Xavier Bartlett 2019

Fuente imágenes: Wikimedia Commons



[1] Para ser justo cabe decir que la hipótesis de una intervención (atómica) de los alienígenas en Sodoma y Gomorra ya había sido planteada por el científico ruso Matest Agrest en los años 50 y que luego fue retomada por otras figuras del realismo fantástico, como Pauwels y Bergier, Charroux, o el mismísimo Erich Von Däniken.
[2] A todo esto, Sitchin se remitía unos antiguos textos sumerios llamados Lamentaciones, que citaban “vientos malignos, calor sofocante, dificultades para respirar, bocas llenas de sangre...”, como efectos evidentes de las explosiones atómicas entre la población.
[3] Según los datos que he consultado, la opinión académica es que el LDG procede seguramente del impacto de un meteorito, pero no se ha podido localizar ningún cráter de tamaño apreciable en la zona entre Libia y Egipto.
[4] Fuente de la información: https://codigooculto.com/2019/10/mohenjo-daro-y-harappa-evidencias-de-una-guerra-atomica-en-la-antiguedad/