domingo, 31 de agosto de 2014

El desafortunado hundimiento del Titanic


Una de las tendencias que últimamente va cogiendo más fuerza en el ámbito de la historia alternativa es la de interpretar muchos hechos históricos en clave más o menos conspirativa. Esta visión propone una meta-lectura de muchos eventos que tuvieron lugar en el pasado a partir de una serie de anomalías que presuntamente son apartadas, ocultadas o tergiversadas por la versión oficial histórica. Así pues, frente a una visión ortodoxa que expone una sucesión fortuita de hechos y maniobras que conllevaron un cierto resultado, algunos autores alternativos ven los claros indicios de una maquinación en toda regla que planea los acontecimientos desde su principio hasta su final para obtener el propósito deseado (por supuesto, el deseado por las élites gobernantes).

Como era de esperar, estas visiones alternativas se han centrado en particular en hechos de nuestra era contemporánea, pues los registros históricos de toda clase son superiores en cantidad y en calidad a los existentes de épocas más antiguas. Y desde luego, uno de los campos donde se han buscado más claves ocultas es el de los desastres, fatalidades y negligencias causadas supuestamente por errores humanos. Huelga decir que en este tipo de enfoque existe el riesgo de caer en una actitud de sospecha generalizada que tiende a ver manos negras por todas partes, a veces sin ningún atisbo de pruebas o indicios mínimamente consistentes.

Sin embargo, si aplicamos la simple lógica o el sentido común sobre varias observaciones objetivas que están fuera de duda, veremos que existen muchos episodios históricos que encajan perfectamente en una especie de escenario “kafkiano”, en el cual lo increíble se hace creíble, pues la larga cadena de casualidades y extrañas circunstancias en que se desarrollaron tales episodios  resulta poco menos que un atentado a la razón.

Uno de los ejemplos más claros de estas sospechas más que razonables es el archifamoso hundimiento del trasatlántico Titanic. Este buque, un prodigio de la ingeniería de su época y del cual se decía que era prácticamente insumergible, acabó trágicamente en el fondo del Océano Atlántico el 14 de abril de 1912, en su primera travesía, causando más de 1.500 víctimas mortales. Dado que se trata de una historia harto conocida, al menos en su argumento básico, no es preciso repetir aquí lo que todo el mundo da por sabido: que una fatalidad y una gran imprudencia comportaron el choque de la nave contra un iceberg y su posterior hundimiento.

Sobre estos hechos se ha escrito mucho, desde la investigación histórica a la ficción, sin olvidar las películas comerciales de gran éxito. Inevitablemente, también se han lanzado todo tipo de especulaciones sobre posibles escenarios conspirativos, incluyendo algunas historias tan estrambóticas como la que afirma que el naufragio se debió a la maldición de una momia egipcia embarcada en el buque[1] o la que sostiene que el reciente hallazgo y exploración de los restos del Titanic no fue más que una falsa operación para encubrir la búsqueda de submarinos hundidos durante la Guerra Fría. Y por supuesto, toda esta parafernalia de hipótesis más o menos rebuscadas suele ser objeto de descrédito y ridículo por parte de la historiografía ortodoxa, que las presenta como resultado de mentes calenturientas que ven cosas raras en cualquier desastre o hecho luctuoso. Por el contrario, las investigaciones “serias” sobre el hundimiento han preferido buscar razones técnicas de todo tipo, siendo una de las más apoyadas la mala calidad del acero de principios de siglo XX, lo que habría provocado un desgarro enorme en el casco (cosa que no hubiera ocurrido con el acero actual).

No obstante, no podemos dejar de lado algunos hechos sorprendentes como una desconcertante profecía en forma de novela.  Se trata de una obra escrita en 1898 por Morgan Robertson con el nada ambiguo título de The Wreck of the Titan (“El naufragio del Titán”) y con tales coincidencias en su argumento que muy difícilmente podrían achacarse a la casualidad. Sólo a título de ejemplo, aparte del evidente paralelismo en el nombre del barco, ambos buques –el de ficción y el real– se hundieron un mes de abril en el Atlántico norte, a los dos se les consideraba “insumergibles”, tenían prácticamente la misma eslora y velocidad, llevaban bastantes menos botes de los precisos para embarcar a todo el pasaje y chocaron a alta velocidad contra un iceberg. Ante estos datos, alguien podría hablar de poderes psíquicos de precognición o de un plan meticulosamente preparado con varios años de antelación[2]. O la simple coincidencia, claro está...

Ahora bien, sin necesidad de plantear un escenario conspirativo en toda regla, basta recopilar y analizar todas las informaciones y detalles disponibles sobre la actuación humana entorno al Titanic para llegar a la conclusión de que en este caso se daban demasiadas anomalías para considerar que todo fue una cadena de errores y negligencias que condujeron a un resultado fatal. Sólo a grandes rasgos, sin ánimo de ser exhaustivos, podemos observar que ciertas actitudes y acciones (a las que habría que sumar las “casualidades”) que se remontan al mismo diseño del barco no encajan precisamente en lo que sería un escenario “normal” o razonable.
  • En primer lugar, el barco –según su diseño– no disponía de botes de salvamento para todos los pasajeros, suponiendo que era una nave completamente segura y que la inclusión de los botes era casi una mera formalidad. Esto contravenía las pautas de seguridad más elementales. 
  • Los prismáticos de largo alcance para los vigías desaparecieron nada más iniciarse el viaje y no volvieron a ser vistos.
  • El comportamiento del capitán John Smith, un veterano profesional con una enorme experiencia, despierta no pocas sospechas. Al parecer, durante la travesía mostró una actitud autoritaria impropia de su habitual cordialidad. Lo cierto es que no se sabe por qué ordenó cambiar el rumbo marcado y por qué aceptó la orden de ir a toda máquina en una área repleta de icebergs (a pesar de los repetidos avisos recibidos por parte de otros navíos), con el agravante de adentrarse en la zona más crítica en una noche muy oscura. Tampoco está claro por qué canceló un simulacro de salvamento con botes el mismo día 14 ni por qué se negó a emplazar equipos de guardia adicionales para divisar los peligrosos icebergs. Finalmente, su plan de salvamento tras el choque se retrasó incomprensiblemente como si nada grave hubiera pasado y se mostró más bien pusilánime e indeciso ante lo que estaba sucediendo. 
  • Sorprende la poca profesionalidad de la oficialidad a la hora de implementar el abandono del buque. Los primeros botes tardaron bastante en ser arriados, y cuando así se hizo apenas estaban ocupados por unas pocas personas, desaprovechando con mucho su máxima capacidad (por ejemplo, en el bote 1 embarcaron doce personas, siendo la capacidad total de 40 personas). Así, pese a la insuficiencia de botes, al menos se podía haber alojado en ellos a más de 1.100 personas y en cambio sólo fueron 705 los rescatados. 
  • A pesar de la presencia de dos barcos, el Carpathia y el Californian, en aguas próximas al lugar del naufragio, ninguno de los dos socorrió de forma inmediata al Titanic por diversas y confusas razones. Ni las señales luminosas fueron bien interpretadas (se dice que hubo un error al lanzar las begalas de color equivocado) ni la comunicación radiotelegráfica sirvió de gran cosa; de hecho, el Titanic no empezó a emitir mensajes de socorro hasta 45 minutos después del choque. Además, según varios testigos, otro barco no identificado fue visto en aquellas aguas pero aparentemente se mantuvo ajeno a los acontecimientos.

Algunos investigadores del naufragio en clave conspirativa han visto en todos estos hechos una mano negra que actuó con premeditación y alevosía (incluso, irónicamente, con nocturnidad, dadas las circunstancias del naufragio) para implementar un meticuloso plan criminal. No vamos a desarrollar aquí esta trama en detalle pero básicamente la podemos resumir diciendo que una élite banquera internacional planeó la muerte de tres poderosos pasajeros (John Astor, Benjamín Guggenheim e Isidor Strauss) que supuestamente se oponían a la creación del gran banco privado llamado “Reserva Federal”, cuyo fin era controlar la economía y las finanzas de los Estados Unidos[3]. De este modo, eliminada la oposición en el "accidente" del Titanic, se pudo fundar dicha institución un año más tarde, en 1913.

Según varias hipótesis, los banqueros habrían actuado como correa de transmisión de los jesuitas, siendo el Vaticano el que orquestaría toda la maniobra, aunque viendo el claro origen judío de unos y el férreo catolicismo de los otros, más bien parece un collage de difícil digestión. En este escenario se afirma como condición sine qua non que el capitán Smith era un miembro seglar de la orden y que obedeció las órdenes dictadas para hundir su propia nave. Así pues, para cometer tal crimen se habría ideado la travesía y el hundimiento del Titanic con cientos de muertes para ocultar como un lamentable accidente lo que sería una especie de asesinato selectivo. Y por si fuera poco, se sugiere también la posibilidad de que se hubiesen hecho explosionar varios artefactos coincidiendo con el impacto con el iceberg, a la vista de la deformación “hacia afuera” del casco, según se pudo comprobar al examinar los restos del naufragio a finales del siglo XX.

Por otro lado, hace pocos años surgió con fuerza otra teoría conspirativa que sostiene que en realidad el barco hundido no fue el Titanic sino su gemelo Olympic, completado unos meses antes. Según el autor Robin Gardiner, la suplantación de un buque por otro se hizo para poder cobrar el seguro por el Titanic, pues el Olympic había resultado dañado en una colisión con un buque de guerra y la compañía aseguradora no se había hecho cargo de los gastos de reparación. De este modo, la compañía White Star habría enmascarado  convenientemente al Olympic y lo habría enviado al desastre, si bien se hace difícil creer que fuera al precio de tantas vidas. En todo caso, una vez cobrada una fuerte suma por el seguro, el Titanic habría sido puesto en servicio con el nombre de Olympic, hasta causar baja en 1935. Gardiner aportó numerosos datos y argumentos que avalaban su hipótesis, aunque es justo aclarar que ha recibido bastantes críticas por la inexactitud o especulación de sus propuestas.  

En fin, quien escribe estas líneas ha leído diversa información sobre esta oscura y rocambolesca trama en la que se juntan banqueros y jesuitas, pero que adolece de falta de pruebas fehacientes. Y todavía hay más teorías que no he creído oportuno comentar porque poco o nada más añaden a la controversia. A estas alturas, hablar de tantas y tan diversas conspiraciones sobre el tema ya cansa y confunde a la gente, porque detrás de estas teorías se sospecha que hay bastante negocio y sensacionalismo que muy poco aportan desde el punto de vista histórico.   

Sea como fuere, lo que sí está claro a la luz de los hechos es que hay demasiadas circunstancias que invitan a pensar que la lógica y el sentido común fueron borrados de la versión oficial del naufragio, lo que en última instancia apuntaría a que el accidente no fue fortuito, sino que pudo haber existido una motivación criminal para conducir el barco al sacrificio. Naturalmente, errar es humano y la coincidencia de varios factores susceptibles de provocar un desastre puede darse sin que haya por fuerza una intención perversa. Con todo, cuando se acumulan tantos errores, fallos y funestas casualidades y, sobre todo, se esfuman de golpe todos los comportamientos profesionales, resulta ya difícil atribuir todas las culpas a un mero capricho del destino. Y si realmente se urdió una trama para causar el hundimiento del trasatlántico, es obvio que jamás aparecerán las pruebas definitivas (o no serán reconocidas como tales).

© Xavier Bartlett 2014


[1] Como se puede comprobar (véase el artículo dedicado en este blog a la maldición de Tutankhamon), el tema de las maldiciones de momias egipcias parece ser muy socorrido a la hora de encandilar a las masas con sugerentes cuentos de brujas.
[2] Hay que destacar que en 1898 todavía no se había diseñado ningún buque de las características de la clase Titanic. Lo que sí es cierto es Robertson afirmaba tener capacidades paranormales.
[3] En cambio, otros personajes de gran influencia, como J.P. Morgan, banquero y dueño de la compañía White Star (propietaria del buque) que tenían previsto embarcar en el Titanic finalmente se quedaron en tierra, sabiendo –­supuestamente– lo que iba a pasar o bien siendo avisados que no debían realizar el viaje. En un caso muy revelador, la rica familia Wanderbright, que ya había encargado acondicionar su camarote, anuló sus billetes sin más explicación diez minutos antes de que zarpara el buque.

martes, 12 de agosto de 2014

Sorprendentes interpretaciones de la maldición de Tutankhamon


 

Introducción



Este blog tiene como propósito mostrar las muy diversas visiones del pasado más remoto que se hacen desde posiciones alternativas no coincidentes con el actual paradigma científico. Desde luego, el ámbito alternativo es un campo enorme en el que existen múltiples tendencias y enfoques, y así no es de extrañar que ciertos temas aparentemente ya quemados sean objeto de una enésima vuelta de tuerca en busca de claves insólitas en las que nadie había reparado antes y cuando parecía que ya todo estaba dicho, tanto desde la óptica académica como desde la óptica heterodoxa.



Así pues, no tenía intención de comentar nada en este blog sobre la archifamosa “maldición de Tutankhamon” al ser un asunto ya muy viejo y cansino, más próximo al sensacionalismo que a la ciencia, y con todo tipo de opiniones y especulaciones que se vienen arrastrando desde hace casi un siglo. Sin embargo, superando los consabidos tópicos, reconozco, por un lado, que en este caso se han ido acumulando una serie de rasgos únicos en la historia de la egiptología y, por otro, que recientemente han ido apareciendo diversas teorías radicales –algunas situadas en un cierto terreno conspirativo (otra clásica línea de la literatura alternativa)–  que merecen al menos un somero repaso crítico por lo audaz de sus planteamientos.


Los hechos



Máscara funeraria de oro de Tutankhamon
Pero empecemos por el principio. Existe una gran cantidad de páginas de Internet y de bibliografía académica y divulgativa sobre el hallazgo de la tumba de Tutankhamon por parte del egiptólogo británico Howard Carter[1]. Asimismo, también se ha escrito mucho material sobre la supuesta maldición que afectó a varias de las personas más o menos directamente relacionadas con el descubrimiento[2]. Y por si fuera poco, desde hace varias décadas se han multiplicado los estudios sobre la vida y –particularmente– sobre la muerte de este joven faraón de la dinastía XVIII. Así, todavía a día de hoy, no está claro si Tutankhamon murió de muerte natural, de un accidente, o si fue asesinado por motivos políticos[3]. Todo esto es un terreno ya muy trillado y no voy a insistir más que en los datos principales para tener al menos un marco de referencia.



La historia tuvo su inicio el día 4 de noviembre de 1922, cuando los obreros egipcios que estaban excavando en el Valle de los Reyes hallaron el principio de una escalinata descendente que conducía a un hipogeo, una típica tumba subterránea del Antiguo Egipto (luego clasificada como KV62). Al llegar a la puerta de la tumba, Howard Carter reconoció los sellos reales y el nombre del faraón Tutankhamon, cuya sepultura todavía no había sido descubierta. Sin embargo, antes de entrar en la tumba, Carter tuvo la gentileza de avisar a su mecenas, Lord Carnarvon, que estaba en Inglaterra, para que acudiera a la apertura de la puerta. Así pues, no fue hasta el día 26 de ese mismo mes en que se procedió a entrar en la antecámara funeraria[4], comprobando que los ladrones habían podido llegar hasta allí por lo menos dos veces, vista la presencia de algunos boquetes y el desorden de la sala, pero que apenas se habrían llevado unos pocos objetos pequeños.

Planta de la tumba KV62
En cuanto a la cámara sepulcral (a la cual no se accedió hasta inicios de 1923), se constató que estaba ocupada por un conjunto de capillas, y se pudo comprobar que los ladrones también habían entrado allí pero que no habían ido más allá de la primera capilla. Por lo tanto, los egiptólogos estaban ante la primera y única sepultura de un faraón del todo intacta que había llegado a nuestros tiempos, si bien era una construcción bastante modesta para lo que era habitual en las tumbas de la casta real. Con todo, nunca antes se había encontrado un entierro real en estas condiciones, y por consiguiente los trabajos de Howard Carter fueron extremadamente lentos y minuciosos, tardándose varios años en documentar, manipular, inventariar y extraer todo el contenido de la tumba, compuesto por más de 2.000 objetos. Sólo a modo de anécdota, cabe citar que no se pudo acceder a la momia de Tutankhamon hasta noviembre de 1926, cuatro años después de haberse hallado la tumba.

En consecuencia, el descubrimiento de una tumba de estas características, aun siendo la de un faraón de breve reinado y relativamente secundario, atrajo la atención de muchas personas, dado el aspecto impresionante de un ajuar casi completo y una compleja cámara funeraria con varias capillas y sarcófagos unos dentro de otros, a modo de muñecas rusas. Así, numerosas personalidades, tanto del ámbito científico, como del social, económico o político pasaron por la tumba para admirar tantas maravillas. Por su parte, la prensa occidental rápidamente se hizo eco de tales hallazgos e hizo un seguimiento exhaustivo de las operaciones arqueológicas.

Sin embargo, y aquí comienza la leyenda, una serie de extrañas muertes prematuras –supuestamente relacionadas con el faraón– acaecidas en los meses y años posteriores a la apertura de la tumba hicieron que la prensa empezara a hablar de una cierta “maldición de Tutankhamon”, una especie de castigo milenario para los profanadores del reposo del joven faraón que se habría llevado por delante a bastantes de las personas implicadas en los hechos. Por supuesto, no hay que ser muy avispado para reconocer que tales historias podían excitar la imaginación de los lectores y aumentar las ventas de periódicos y libros. Además, hay que tener en cuenta que en aquella época el Antiguo Egipto aún era visto como un tema envuelto en un halo de misterio, fascinación y temor[5]

La lista fatídica


Carter y Carnarvon en la apertura de la cámara sepulcral
La mayoría de listas de supuestas víctimas de la maldición coincide en una cifra aproximada de 15-20 personas, aunque algunas elevan la cifra hasta las 30. En cuanto al marco temporal, tuvieron lugar en un periodo relativamente amplio, que se inicia con la muerte de Lord Carnarvon (cinco meses después de la apertura de la tumba) y concluye varios años después, hacia 1935. Sin embargo se advierte cierta arbitrariedad en algunas listas al incluir a personas que trabajaron en la tumba y que murieron muchos años después, como por ejemplo Sir Alan Gardiner, fallecido en 1960.

Por otra parte, algunos autores consideran que determinadas muertes relativamente súbitas de personalidades egipcias y occidentales desde los años 60 y 70 del pasado siglo también son debidas a una “reactivación” de la maldición, pero no voy a extenderme en este extremo para no desviarnos del hilo argumental.

En resumen, tendríamos los siguientes fallecimientos destacados (entre paréntesis el año de defunción):

  • Lord Carnarvon, promotor de las excavaciones (1923). Falleció en El Cairo a causa de una neumonía, que a su vez provenía de una septicemia, por una infección provocada por la picadura de un mosquito[6].
  • Aubrey Herbert, hermanastro del anterior (1923). Murió poco después de una sencilla operación dental.
  • Gardian La Fleur, arqueólogo (1923). Llegó a Egipto para ayudar a Carter y murió a las pocas semanas.
  • George Jay Gould, financiero y amigo personal de Carnarvon (1923). Falleció por una inflamación pulmonar.
  • Hugh Evelyn-White, arqueólogo, colaborador de Carter (1924). Fue encontrado colgado de una cuerda y se cerró el caso como suicidio.
  • Archibald Douglas Reed, radiólogo (1924). Murió en circunstancias poco claras, víctima de una fuerte fatiga. Había realizado las radiografías de la momia.
  • Georges Bénédite, egiptólogo (1926). Sufrió una caída visitando la tumba y murió poco después.
  • Bernard Pyne Grenfell, papirólogo (1926). Murió de paro cardíaco en su domicilio.
  • Arthur C. Mace, arqueólogo, colaborador de Carter (1928). Debilitado desde 1923, acabó falleciendo exhausto en Inglaterra tras abandonar los trabajos en Egipto en 1924.
  • Richard Bethell, secretario de Carter (1929). Murió de paro cardíaco en su domicilio.
  • Lord Westbury, padre del anterior (1929). Meses después de morir su hijo, cayó desde un séptimo piso; la policía interpretó el caso como suicidio.
  • Lady Almina, viuda de Lord Carnarvon (1929). Falleció a causa de una infección.
  • Príncipe Alí Kemel Fahmy Bey (1929). Fue asesinado a tiros en un hotel de Londres. Su esposa fue acusada del crimen.
  • Mervyn Herbert, otro hermanastro de Carnarvon (1930). Murió en Roma en circunstancias poco claras.
  • Arthur Weigallm, egiptólogo, colaborador de Carter (1933). Afectado de extrañas fiebres, murió al poco tiempo.
  • James Henry Breadsted, egiptólogo (1935). Sucumbió a una infección bacteriana a una edad avanzada.

Las hipótesis comunes acerca de la supuesta maldición


Huelga decir que para la comunidad académica y para cualquier visión racional la teoría de la maldición siempre ha sido una completa insensatez fomentada por el sensacionalismo y por las ganas de explotar el mito y el misterio, que indudablemente encontraban un rico caldo de cultivo en historias truculentas de este tipo. Para la ciencia, todas las defunciones se podían explicar por razones perfectamente razonables y observables y no había detrás de ellas ningún hechizo o efecto mágico procedente del remoto pasado. Por tanto, la conjunción de muertes de personas relacionadas de un modo u otro con el hallazgo de la tumba sólo se debía achacar a una mera casualidad.

Cabe señalar que la versión más pura de la supuesta maldición se fundamenta en el efecto mágico de algún encantamiento o conjuro, y éste es un terreno que no es del todo imaginario o estrambótico, pues sabemos del papel que dicha magia ocupaba en las creencias de los antiguos egipcios. En este sentido, se conoce la existencia de inscripciones o tablillas que contenían algún tipo de maleficio para aquel que osara perturbar la paz del difunto. Como explica la egiptóloga Emily Teeter[7], en algunas tumbas se han identificado textos con amenazas directas (desde daños corporales hasta castigos de los dioses) a los que profanaran la sepultura. Por ejemplo, en la tumba del noble Beu (hacia el 2400 a. C) se puede leer en la pared una maldición que intimida al asaltante de la tumba con la amenaza de ser agarrado y muerto por un ave. Por cierto, durante mucho tiempo corrió el rumor de que Carter había encontrado una tablilla en la tumba con una inscripción mágica de este tipo, pero nunca se ha presentado ninguna prueba mínimamente consistente de tal hallazgo.

Con todo, nada de esto pareció tener ningún efecto real, pues el saqueo de tumbas, tanto de nobles como de personajes reales, o simplemente de gente acomodada, fue el pan de cada día en aquellos tiempos. Además, es bien posible que las pocas tumbas que quedaron incólumes fueran saqueadas en tiempos posteriores al Egipto dinástico, cuando las supersticiones más antiguas ya se habían olvidado completamente.

Hasta aquí la versión digamos oficial o científica. Pero desde otras posiciones se ha querido ir un poco más allá para ver si se podía hallar alguna explicación lógica a estas muertes que no pasaran por la inevitable magia egipcia, pero que de alguna manera guardaran algún vínculo con la tumba. Así, la teoría alternativa más extendida –y de alguna forma contemplada desde el ámbito científico– es la de la infección en la propia tumba.

A este respecto, y ya desde las primeras muertes en 1923, se empezó a hablar abiertamente de la acción letal de bacterias, hongos, moho, gérmenes o cualquier microorganismo patógeno en el interior de la tumba. Así, la directa exposición a uno o varios agentes infecciosos –presentes en el aire original del hipogeo, en los objetos o incluso en la propia momia– habrían sido los causantes de las muertes, sobre todo por afecciones pulmonares. Lo cierto es que el tema del aire viciado en cámaras selladas durante milenios no es ninguna novedad para los arqueólogos. Sobre este punto, el mismo Zahi Hawass recomendaba ventilar bien estas estancias por lo menos durante un par de días antes de proceder a su exploración.

Howard Carter examinando el sarcófago del faraón
Como sería de suponer, Howard Carter, conocedor de la civilización egipcia pero también familiarizado con la moderna ciencia, nunca creyó en ninguna maldición, aunque sí tuvo en cuenta la posible presencia de agentes infecciosos. A este efecto, al día siguiente de la apertura de la tumba, el químico británico Alfred Lucas dispuso una serie de cinco pruebas para identificar cualquier tipo de microorganismos. Los análisis mostraron que sólo en una de las pruebas se habían hallado microorganismos y que además no eran originarios de la tumba sino que procedían del exterior. No obstante, Lucas identificó en las paredes de la tumba algunas trazas de un hongo llamado Aspergillus pero en su opinión estaban totalmente secas (muertas) y no suponían ningún riesgo para la salud[8].

El propio Carter finiquitó el asunto con estas palabras (procedentes del segundo volumen de La tumba de Tutankhamon):


«Se ha afirmado desde varias posiciones que existen peligros físicos reales ocultos en la tumba de Tutankhamon: fuerzas misteriosas, conjuradas por algún poder maléfico, para vengarse de quienquiera que osara cruzar sus puertas. Quizá no hay lugar en el mundo más libre de riesgos que la tumba. Cuando fue abierta, la investigación científica demostró que era estéril. Cualquier germen foráneo que pueda haber dentro hoy ha sido introducido desde fuera, y sin embargo las malas personas han atribuido muchas muertes, enfermedades y desastres a las supuestas influencias misteriosas y nocivas.»

Para cerrar la controversia sobre el posible impacto de agentes infecciosos, el epidemiólogo Mark Nelson[9] realizó hace pocos años un completo análisis de las circunstancias de las muertes en relación con un supuesto agente patógeno, centrándose en las personas occidentales que habían visitado la tumba al menos una vez. Y aquí es cuando se pusieron de manifiesto cosas ya muy evidentes desde hacía décadas. En primer lugar, que Howard Carter, el “profanador por excelencia”, había sobrevivido nada menos que 17 años al descubrimiento de la tumba, para morir de cáncer en 1939. Por otro lado, la lista de víctimas incluía a alguna persona que no había pisado jamás la tumba. Y en caso de haber existido un potente agente infeccioso en el hipogeo, la gran mayoría de visitantes habrían resultado infectados, en particular el colectivo de personas que estaba trabajando allí habitualmente, por el mayor riesgo de exposición.

No obstante, los estudios de Nelson mostraron que en el grupo potencialmente más expuesto la media de supervivencia tras la estancia en la tumba fue de 21 años, llegando a una edad promedio de 70 años. Lord Carnarvon falleció a las pocas semanas de haber penetrado en la tumba, pero su hija Evelyn, que lo acompañaba en aquel momento, vivió nada menos que 57 años más. A su vez, otras personas del equipo arqueológico, como el médico que realizó la autopsia a la momia o el fotógrafo, vivieron bastantes años más sin ningún problema. Asimismo, existe el caso excepcional del sargento Richard Adamson, que realizaba las funciones de vigilante de la tumba y que fue el europeo que más tiempo pasó junto a los restos del faraón: murió en 1982.

Como consecuencia de estas conclusiones, prácticamente nadie formula ya en serio la posibilidad de que algo nocivo presente en la sepultura del joven faraón fuese el causante de las muertes antes citadas. Por todo ello, podríamos estar hablando ya de un caso cerrado, que sólo se prolonga por la simple intención de crear expectación y ganar algún dinero con libros sensacionalistas. Pero a continuación veremos que existen otras visiones que se salen completamente de los parámetros establecidos y que presentan interesantes cuestiones a resolver y que se habían pasado casi completamente por alto. 

La interpretación de Clesson Harvey


Clesson Harvey fue un investigador norteamericano que dedicó muchos años de su vida a desentrañar los misterios de los Textos de las Pirámides, llegando a conclusiones sorprendentes (véase “Los Textos de la Gran Pirámide” en este mismo blog). Y aunque de modo superficial, también tocó el tema de la tumba de Tutankhamon, poniendo de manifiesto que esta tumba era, entre todas las del Valle de los Reyes, la única que nunca fue saqueada –pese al menos dos intentos de asalto– y que permaneció intacta durante unos 3.300 años. Por supuesto, podemos admitir que esta inviolabilidad durante tantísimos siglos fue un capricho del azar, pero para Harvey el hecho de que los ladrones no profanaran la cámara sepulcral del faraón tiene una explicación muy directa, que de alguna forma se podría relacionar con la famosa maldición.

Harvey está convencido que la existencia de una cierta magia que intimidó a los ladrones y que estaba vinculada directamente a las cuatro capillas que envolvían el conjunto de sarcófagos. Naturalmente, tal magia no sería más que un poder o energía muy real que para nosotros puede resultarnos extraño, pero como bien dijo Arthur C. Clark, la magia no es más que una ciencia que no comprendemos. Como Carter pudo comprobar, la primera capilla fue abierta por los ladrones y luego los vigilantes la volvieron a cerrar pero sin sellarla; en cambio, la segunda capilla sí estaba sellada y cerrada con unos pasadores de marfil y una cuerda. Eso confirmaba que el interior estaba intacto. Entonces surge la pregunta: ¿fueron sorprendidos los asaltantes o más bien rehusaron seguir adelante? En palabras de Harvey[10]:

«Esos dos sellos de arcilla eran todo lo que había entre los ladrones de tumbas y cientos de libras de oro macizo en el sarcófago adjunto. ¿Qué les detuvo? Como dice Carter, la tumba estuvo abierta de par en par durante muchas semanas para los ojos fisgones de cualquier saqueador de tumbas del Valle, mientras los obreros montaban esas cuatro capillas, a partir de 80 partes prefabricadas, en el angosto espacio de la Cámara del Rey. Carter y su equipo necesitaron 84 días de “duro trabajo” sólo para desmontarlas a fin de extraerlas. Parece que algo “terrible” detuvo efectivamente a todos esos ladrones de tumbas.»

A continuación, Clesson Harvey argumenta que las capillas eran en realidad réplicas del Arca de la Alianza de los hebreos, dadas las coincidencias en casi todas sus características: proporción, materiales, molduras, decoraciones... Se trataría en suma, de un artefacto de un enorme poder que se activaría por algún tipo de fuerza metafísica o paranormal. Nuevamente citamos a Harvey:

«La forma requerida de caja rectangular de “terrible poder” para tal “monstruoso instrumento” tenía que ser construida en sus correctas dimensiones, para que el modelo de Arca pudiera activarse por y “entre los dos arquetípicos querubines” de Isis y Neftis, como se describe repetidamente en los Textos de la Gran Pirámide para activar el Ojo de Heru.»

Cierre sellado de la segunda capilla de Tutankhamon

Así pues, la interpretación de Harvey es que las capillas actuaban como una especie de protección mágica para el cuerpo del faraón, amenazando con emitir su tremendo poder a cualquiera que fuera “espiritualmente impuro”. En el caso del Carter, él cree que tal poder no le afectó, y ello hablaría mucho a favor de la pureza espiritual del científico inglés. Lo que ya no nos dice Harvey es de qué manera pudo afectar esta maquinaria a otras personas del equipo o a los visitantes, y ya vimos que murieron tanto científicos como personas de la política o de los negocios. Además, nos queda el interrogante de saber por qué a otros faraones no les funcionó este mismo tipo de “protección mágica” para sus tumbas, más aún teniendo en cuenta que Tutankhamon no fue un faraón muy destacado en comparación con otros grandes reyes del Imperio Nuevo[11]. En suma, siento gran respeto por el trabajo de Clesson Harvey, pero creo que tal vez aquí fue demasiado lejos con sus especulaciones.

La interpretación de Mark Beynon


En los primeros años del siglo XXI se ha originado una nueva literatura que trata de superar la vieja dicotomía entre los creyentes en la maldición y los que la rechazan a partir desde una perspectiva científica. Así pues, algunos autores han buscado otras explicaciones para las muertes fuera del marco del Antiguo Egipto, o para ser más concreto, de la propia tumba del faraón.

En esta línea se sitúa el historiador británico Mark Beynon, que en el año 2012  escribió el libro London’s curse: murder, black magic and Tutankhamun in the 1920 West End. Beynon en realidad desvincula la maldición, o al menos parte de ella, del escenario físico del descubrimiento y traslada la trama al Londres de los años 20. Según sus investigaciones, varias de las muertes relacionadas con el hallazgo de la tumba no serían obra de ningún conjuro ni de ninguna bacteria sino de un ocultista o satanista inglés de nombre Aleister Crowley, personaje de buena familia harto conocido en la Inglaterra de aquellos tiempos y que incluso llegó a asesorar a Winston Churchill. Sus víctimas habrían sido, por este orden: Raoul Loveday, el príncipe Ali Kamel Fahmy Bey, Aubrey Herbert, Richard Bethell, Lord Westbury, Edgar Steele y Sir Ernest Wallis Budge.

Beynon, tras analizar detenidamente los diarios, ensayos y libros escritos por Crowley, llega a la conclusión que éste estaba obsesionado por los crímenes ritualísticos de otro famoso criminal londinense, Jack el destripador. Según el autor británico, para Crowley, que se hacía llamar la Gran Bestia, estos crímenes fueron su inspiración cuando saltó a la primera plana el tema del descubrimiento de la tumba de Tutankhamon. Ahora bien, desde luego debía haber un móvil para los asesinatos, y Beynon considera que fue la pasión que sentía el ocultista por el Antiguo Egipto, fundamento de su saber esotérico y de su sistema de creencias, la que le hizo emprender una especie de venganza personal hacia los que habían cometido el sacrilegio de excavar la tumba del faraón. 

Alesteir Crowley
Beynon, a partir de su extensa investigación sobre el Londres de aquella época, llega a la conclusión de que existen suficientes pruebas e indicios que muestran la conexión de Crowley con los asesinatos, y al menos en cuatro de ellos se sabe fehacientemente que él estaba en Londres cuando ocurrieron. Por otro lado, parece que podría haber usado de alguna forma a Marie-Margueritte, esposa del príncipe egipcio Fahmy Bey, como asesina “teledirigida”. Por lo demás, especula con que ninguna de las muertes citadas pudo ser natural (aparte del evidente caso del noble egipcio), sino que se trató de envenenamientos o de actos violentos, como sucedió con el capitán Richard Bethell –que habría sido asfixiado mientras dormía– o con su padre, Lord Westbury, arrojado desde una ventana por el propio Crowley.

En resumen, tomando los movimientos de Crowley por la alta sociedad y sus diversos contactos, Beynon teje una teleraña de posibles escenarios criminales pero todos ellos construidos con un gran componente especulativo. De todas formas, si la maldición en su conjunto nace, por decirlo así, en la tumba del faraón, toda la historia sobre estos asesinatos londinenses parece ser más bien un episodio local en el que pudieron existir otras motivaciones, sin descartar del todo algunas obvias conexiones con Egipto. En todo caso, la obra de Beynon se mueve en un terreno más próximo a la criminología, y está completamente centrado en un oscuro personaje sobre el cual gira una trama con demasiadas sospechas pero muy pocas certezas. Sin embargo, vale la pena valorar este trabajo en su justa medida porque de algún modo supone un esfuerzo más a la hora de desvincular el asunto de las extrañas muertes con una cierta visión maléfica de la antigua civilización egipcia.  

La interpretación de Collins y Ogilvie-Herald


La última visión sobre el tema de la maldición entra ya casi completamente en el terreno conspirativo y tiene los tintes de una compleja novela de intriga, con implicaciones de tipo político al más alto nivel. Así, el renombrado autor alternativo Andrew Collins con la colaboración de Chris Ogilvie, publicó en 2002 un libro titulado Tutankhamun: The Exodus Conspiracy (“Tutankhamon: la conspiración del Éxodo”). En esta ocasión, los autores dan un salto cualitativo e interpretativo de grandes proporciones pues valoran la cuestión de la maldición como una mera fachada para ocultar una oscura trama de trasfondo político internacional. De todas formas, la tumba de Tutankhamon sí sería de alguna manera el centro o la clave de la trama, pero no por el hallazgo de la momia, o de algún tesoro oculto, sino por el supuesto descubrimiento (nunca confirmado por fuentes académicas) de unos documentos históricos muy reveladores. Pero vayamos por partes.

Vista en perspectiva del contenido de las cámaras de la tumba
La hipótesis de Collins y Ogilvie-Herald arranca de una serie de observaciones sobre el supuesto hallazgo de unos papiros en el interior de la tumba y que en su momento fueron registrados pero que luego desaparecieron sin más explicación del inventario (excluyendo unos fragmentos que se encontraron prácticamente carbonizados entre los vendajes de la momia en 1926). Al parecer, según está documentado en un artículo del 30 de noviembre de 1922 publicado en The Times, el equipo arqueológico reconocía haber encontrado unos papiros en una caja de la antecámara (la Caja 101), los cuales podrían contener valiosas informaciones históricas. Además, unas cartas escritas a finales de ese mismo año por Carnarvon a los egiptólogos Wallis Budge y Alan Gardiner confirmaban la existencia de dichos papiros. Asimismo, el 18 de diciembre, en Marsella, Lord Carnarvon reiteraba a un corresponsal del Times el hallazgo de los papiros.

Sin embargo, tras la muerte del aristócrata inglés, el asunto de los papiros pareció desaparecer de repente y no reapareció hasta marzo de 1924. En esas fechas, según un testigo llamado Lee Keedick, presente en la embajada británica en El Cairo, Howard Carter había mantenido una acalorada discusión con un alto funcionario de la embajada. En dicha discusión, Carter habría amenazado con hacer público el contenido de los papiros, que expondría el relato verdadero del éxodo de los judíos de Egipto. Supuestamente, las autoridades británicas sellaron el enfrentamiento ofreciendo a Carter un trato muy favorable a cambio de su silencio.

Aquí deberíamos hacer un alto y extendernos en este complejo asunto, que se remonta incluso a los tiempos de Champollion, y que ha sido objeto de estudio por parte de algunos investigadores independientes, algunos de ellos judíos, durante el siglo XX. De hecho, el tema merecería de por sí un largo artículo, pero aquí sólo citaremos los puntos más destacados de la teoría alternativa sobre tal episodio bíblico.

Básicamente, lo que se ha venido a proponer es que el faraón Akhenatón, suegro y posible padre de Tutankhamon, habría sido derrocado y expulsado de Egipto por hereje, al haber intentado imponer un culto monoteísta al dios Sol (Atón). Así pues, se habría visto obligado a exiliarse del país con todos sus seguidores, un conjunto multiétnico de gentes unidas por razones religiosas, para dirigirse a las tierras de Canaán[12]. A partir de este punto, se establecieron lógicos paralelismos entre esta huida con el éxodo bíblico de los judíos en dirección a su Tierra Prometida, y particularmente entre la figura del patriarca Moisés (educado como un príncipe egipcio) y el citado faraón Akhenatón[13]. A este respecto, se observaron puntos comunes en el propio monoteísmo, en los ritos religiosos, en construcciones sagradas o en determinados gentilicios (Yahud – Yehuda).

Saltando de nuevo al siglo XX, los autores no ven pues huellas de maldiciones milenarias sino extrañas muertes en las que la sombra del envenenamiento estaba muy presente. Así, afirman que Lord Carnarvon, ya antes de la apertura de la tumba, mostraba signos de intoxicación por arsénico, muy visibles por ejemplo en el deterioro y pérdida de piezas dentales. Algo similar ocurrió con Arthur Mace, que incluso en una carta de 1927 a un colega reconocía que su precaria salud podía deberse a una intoxicación por arsénico.  

Declaración Balfour
En definitiva, reconstruyendo el escenario de la época, se pueden juntar todas las piezas y encontrar una conexión. Si realmente había documentos explícitos en la tumba de Tutankhamon sobre el éxodo de Akhenatón y sus seguidores de diverso origen, las tesis sobre la propia estirpe del pueblo judío como raza específica y sus derechos sobre la tierra palestina quedarían gravemente en entredicho. Como es sabido, en esa época se estaban realizando grandes pasos políticos hacia la creación de un estado judío en Palestina (el estado de Israel) tras la llamada Declaración Balfour de 1917. Así, es posible que de alguna manera el todopoderoso lobby sionista internacional viera amenazados sus planes y tomara drásticas medidas para evitar que saliera a la luz el contenido de los papiros.

Por supuesto, lo que a Collins y a otros autores que trabajaron en esta misma línea les falta es la prueba del delito, es decir, los papiros comprometedores cuya existencia es negada en todas las publicaciones académicas o divulgativas sobre la tumba de Tutankhamon. Es, desde luego, una trama compleja, regada de detalles oscuros y truculentos, pero comprobar que existió una conspiración de tipo político que fue eliminando a los personajes incómodos –mediante diversos métodos criminales– es poco menos que misión imposible. En todo caso, siguiendo esta teoría, sólo se puede especular con que los fallecidos estaban al tanto del contenido de los famosos papiros en mayor o menor medida y que no estaban por labor de colaborar o bien simplemente no eran personas capaces de mantener la boca cerrada. 

Conclusiones


Hemos visto varias interpretaciones más o menos osadas sobre la maldición de Tutankhamon que superan con mucho los tópicos maleficios mágicos y los hongos asesinos, temas vanos que a estas alturas no se sostienen se miren como se miren. Ahora bien, no cabe duda de que se produjeron una serie de fallecimientos más o menos relacionados con el descubrimiento arqueológico, pero que muy difícilmente pueden ser atribuidos a un plan criminal o a una venganza milenaria, pues las causas de las muertes fueron variadas y la razón por la cual sucumbieron unas personas –pero otras no– en un periodo concreto se puede deber al simple azar. No obstante, los supuestos suicidios, los asesinatos a tiros y algunas súbitas y letales infecciones, por no hablar de presuntos envenenamientos, dan mucho de sí cuando se juntan en un mismo escenario. De ahí que algunos autores hayan buscado tramas ocultas para conectar los sucesos luctuosos, pero con más especulaciones que otra cosa, y en un estilo quizá más novelesco que historicista.

Lo que está claro es que el trabajo en la tumba no fue en modo alguno un elemento clave en la secuencia de muertes, y de hecho junto a la lista de fallecidos hay una enorme lista de gente que sobrevivió muchos años al contacto directo con el yacimiento arqueológico. Entonces, ¿qué nos queda? Existe la posibilidad planteada por Collins y otros de que la maldición fuera una especie de tapadera de algo que nunca afloró a la superficie: ¿Se trata de la rocambolesca historia de unos papiros desaparecidos, o pudo ser otra cosa que se nos escapa? ¿Y porqué la tumba de Tutankhamon no fue finalmente saqueada como todas las demás, cuando ya sabemos que los ladrones conocían su paradero y la habían profanado en dos ocasiones? La historia que Carter imaginó es que los ladrones fueron sorprendidos y que luego se volvió a cerrar la tumba, con la inmensa suerte de que nadie volvió a dar con ella en 3.300 años. Otro misterio del fascinante Antiguo Egipto.

© Xavier Bartlett 2014


[1] Para tener una completa visión de conjunto, recomiendo la lectura de La tumba de Tutankhamón, del mismo Howard Carter (Ed. Destino. Barcelona, 1989)
[2] Lamentablemente, mucha información –en bastantes casos procedente de aficionados– que corre por Internet es inexacta, fantasiosa, (mal) copiada o nulamente comprobada, y recurre a veces a los tópicos más rancios.
[3] Los análisis por rayos X descubrieron una clara herida en el cráneo de la momia, pero los expertos no han podido determinar si fue a causa de las operaciones de momificación o de un golpe en la cabeza (en este caso, bien por accidente o bien por un impacto con un objeto contundente), si bien la tesis del asesinato parece haber sido casi descartada.
[4] Este fue el momento reseñado por tantas crónicas en el que Carter introdujo una vela a través de un pequeño agujero practicado en la puerta y observó perplejo el interior de la estancia. Y ante la pregunta de su mecenas “¿Puede usted ver algo?”, respondió: “Sí, cosas maravillosas”.
[5] Marie Corelli, una famosa escritora de best-sellers, ayudó mucho a la popularización de la maldición, así como el célebre creador de Sherlock Holmes, Sir Arthur Conan Doyle. Por otro lado, triunfaba en el cine de esa época la figura de la momia resucitada, en una cinta protagonizada por el famoso actor Boris Karloff.
[6] Por otra parte, este episodio se magnificó con historias o rumores muy dudosos, como el apagón de todas las luces de El Cairo o la muerte súbita de su perra en Inglaterra en el mismo momento de su óbito. Asimismo, se aseguraba que el lugar (en la mejilla) donde le había picado el mosquito coincidía con una pequeña cicatriz en la mejilla de la momia del faraón.
[7] VV.AA. Los grandes misterios de la historia. Plaza & Janés. Barcelona, 2008
[8] Aún así, Hezzeddin Taha, un biólogo egipcio, reabrió esta veta en 1962 proclamando que el Aspergillus había sido el causante de la muerte de Lord Carnarvon (y tal vez de otras personas), dado que él había comprobado que muchos especialistas que trabajaban con momias y objetos en tumbas habían sufrido afecciones pulmonares a causa de este hongo.
[9] Op. Cit.
[10] Texto original en “The Great Pyramid Texts”, en el sitio web www.pyramidtexts.com
[11] En 1923 se sabía de la utilización de dichas capillas funerarias en tumbas reales, por unos papiros de Rameses IV, pero nunca se había hallado ninguna estructura de este tipo previamente.
[12] Este episodio está refrendado por una carta de la época escrita por el gobernador de Jerusalén denominada EA287, que se conserva en el Vorderasiatisches Museum de Berlín.
[13] A este respecto, es oportuno señalar que para la egiptología no hay duda de que Akhenatón murió y fue enterrado en Egipto. Sobre el destino y el paradero final de Akhenatón, los estudios realizados en la tumba KV55 (descubierta en 1907) apoyaban la tesis de que la momia hallada allí probablemente pertenecía al faraón hereje, aunque algunos expertos se inclinaban por asignarla a Smenkhare, efímero corregente de Akhenatón. De hecho, según los estudios anatómicos realizados, se daba por hecho que tal personaje era el padre o bien el hermano de Tutankhamon. Precisamente, la momia de Tutankhamon fue objeto de un análisis de ADN en 2010, dando como resultado indirecto la atribución de la momia de la KV55 a Akhenatón. Sea como fuere, se sabe que fue un entierro apresurado pues se empleó un sarcófago modificado destinado en principio a una mujer de estirpe real. Además, los cartuchos con el nombre real fueron arrancados.