jueves, 30 de marzo de 2017

Ni Von Däniken ni los académicos




Parece que actualmente se van acumulando más y más noticias sobre la posible existencia de vida inteligente fuera de nuestro planeta, avaladas incluso por instituciones tan oficiales como la propia NASA. Y mientras tanto, las viejas teorías sobre hipotéticas visitas extraterrestres en el pasado –lejos de ser olvidadas o marginadas– cobran nueva fuerza a través de los medios de comunicación y de Internet en particular. 

Así, desde fuera del fenómeno, da la impresión de nos quieren hacer creer en los alienígenas sí o sí, demostrando que están ahí fuera y que de hecho han estado con nosotros a lo largo de los milenios. Y a todo esto, el estamento científico oficial sigue instalado en su cómodo paradigma evolucionista y ha ido ignorando o despreciando cualquier asalto por parte de los proponentes de la teoría de los antiguos astronautas.

Podríamos considerar, en efecto, que a la hora de analizar el pasado más distante no puede haber dos posiciones más enfrentadas que la de los defensores de las paleovisitas y la del estamento académico arqueológico, pero... ¿es así realmente? ¿O son dos caras de una misma moneda? ¿O dos tendencias que se retroalimentan eficazmente la una a la otra? Propongo ahora una breve reflexión sobre este dilema en arqueología, que tiende a simplificar los debates y a escurrir el bulto de las verdaderas incógnitas sobre la historia más remota de la Humanidad.

E. Von Däniken
Por un lado, tenemos la citada teoría de los antiguos astronautas que fue popularizada por el investigador suizo Erich Von Däniken, que si bien no la ideó, sí le dio el empaque y la difusión necesaria para calar ente amplias capas sociales. La propuesta de Von Däniken partía, de hecho, de las observaciones realizadas por los autores del llamado realismo fantástico, que pusieron de manifiesto que el pasado estaba lleno de misterios e incongruencias que no tenían una explicación lógica, y que de algún modo la presencia de unos supuestos dioses que “civilizaron” (o incluso crearon) al ser humano era la que podía explicar tales incongruencias. Y como en aquella época la carrera espacial estaba en pleno auge y la ufología se instalaba como ciencia que trataba de relacionar los extraños fenómenos celestes con seres de otros planetas, no es de extrañar que Von Däniken llegase a una conclusión evidente: los dioses fueron en realidad astronautas venidos en sus naves de lejanos planetas. Así pues, todas las maravillas arquitectónicas o técnicas que no parecían encajar en un mundo antiguo y primitivo, debían ser –por fuerza– obra de unos seres avanzados no humanos.

Y detrás de este modelo de pensamiento, vemos que Von Däniken asume que el escenario histórico propuesto por el mundo académico es básicamente correcto, al aceptar que el ser humano de la Prehistoria –e incluso de las primeras civilizaciones–estaba en un estadio muy primitivo de conocimiento y que sus habilidades, medios y recursos para emprender según qué gestas eran simplemente insuficientes. Así pues, no se podía esperar gran cosa de los humanos de la Edad de Piedra, y en consecuencia se debería deducir que para llevar a cabo determinados logros necesitasen la ayuda o colaboración de unos seres humanoides mucho más avanzados, que lógicamente eran los alienígenas. Por lo tanto, las grandes pirámides, los enormes monumentos megalíticos, la ciudad de Tiwanaku o la de Teotihuacán, los artefactos como la pila de Bagdad, las bombillas de Dendera o el mecanismo de Antikythera, etc. serían el resultado de una intervención extraterrestre.

Naturalmente, si ahora nos vamos al ámbito académico de la arqueología, nos encontramos con una férrea oposición a la posibilidad de las visitas extraterrestres. Desde su visión darwinista, los académicos plantean una evolución biológica y cultural de la Humanidad, pasando a través de los siglos de lo más primitivo a lo más avanzado. No obstante, el escenario de Von Däniken podría suponer un dolor de cabeza para estas explicaciones evolutivas pues no pueden negar que hay unos restos, unos objetos y unos conocimientos muy notables en un contexto aparentemente demasiado antiguo. ¿Cómo solucionan pues este dilema?

La gigantesca Piedra del Sur (Baalbek)
La interpretación tradicional frente a las proclamas altisonantes de Von Däniken ha sido precisamente rebajar sus expectativas y diluir los supuestos misterios. Así, al hablar de conocimientos astronómicos, tallado y transporte de grandes bloques y otros asuntos polémicos, la ortodoxia afirma que no hay para tanto y que todo estaba al alcance de las antiguas culturas humanas de hace miles de años. Por tanto, consideran –por ejemplo–que el asunto del trabajo de la piedra no era especialmente complicado aunque sí muy lento y laborioso, pero que podía hacerse con herramientas simples, y mucha habilidad y esfuerzo. Todo ello se plasmaba en edificaciones propias de la época como templos, tumbas, pirámides, etc., que encajan perfectamente en el marco cronológico de hace unos pocos miles de años.

Otra cosa, desde luego, es que podamos ponerle muchos peros a tales interpretaciones, pues muchas veces los argumentos esgrimidos se salen por la tangente, acudiendo a axiomas mantenidos durante décadas o a simples suposiciones y conjeturas. Y ello por no citar los proyectos de arqueología experimental, que a veces ofrecen resultados inciertos o fracasan estrepitosamente. Esto no implica, claro está, que los antiguos no pudieran realizan obras enormes o alcanzar logros sobresalientes con los medios y metodologías que teóricamente estaban a su disposición, pero hay ciertos límites que no pueden ser sobrepasados. El problema es que la ortodoxia mete todo en el mismo saco y se desentiende de lo que no puede explicar de una manera convincente.

Civilización: ¿con o sin alienígenas?
En cualquier caso, si comparamos ambas visiones, vemos que ambas comparten un mismo sustrato conceptual, un evolucionismo rígido que pone al hombre del pasado remoto en un estadio de barbarie e ignorancia que fue progresivamente superado gracias al fenómeno de la civilización. La clave está en que los académicos ven la civilización como un proceso “natural” derivado de la evolución cultural de la Edad de Piedra[1], mientras que Von Däniken y todos sus seguidores (muy en especial Sitchin) no creen en el salto evolutivo espontáneo sino en la intervención directa de unos seres extraterrestres que crearon y tutelaron al ser humano en sus primeras fases de desarrollo.

Lo cierto es que, a día de hoy, no hay pruebas fehacientes e irrefutables de esas visitas alienígenas pese a los miles de libros y documentales que se han realizado al respecto. Personalmente, desde la discrepancia, creo que la labor de Erich Von Däniken merece un respeto y un reconocimiento porque durante décadas ha estado investigando numerosos temas espinosos y ha realizado cientos de preguntas incómodas al estamento académico desde su posición de investigador dominguero (tal como él mismo se definió). Sin embargo, su falta de erudición y su obstinada fijación en una tesis intocable le hizo cometer muchísimos errores y deslices, por no mencionar algunos intentos de manipulación y fraude y la siempre presente sombra del negocio literario por encima de cualquier consideración científica.

Ahora bien, para ser sinceros y justos, tampoco podemos negar al 100% que existan civilizaciones extraterrestres en lejanos planetas o que las famosas paleovisitas no hubieran tenido lugar. Este es el clásico problema de intentar demostrar que algo no existe, lo cual es absurdo, y de hecho no es el objetivo de la ciencia. Así pues, la teoría de los antiguos astronautas merece una consideración dentro del ámbito científico pero no deja de ser simplemente un escenario posibilista que algunos nos quieren vender como realidades irrefutables a partir de unas supuestas pruebas basadas en el paradigma que ya hemos comentado: “si es demasiado avanzado, debe venir de otro planeta”.

El dios Quetzalcoatl
A su vez, el mundo académico no ve nada de extraño en los logros del pasado y acusa a los paleoastronáuticos de menospreciar la grandeza de las antiguas civilizaciones. Y por supuesto, cualquier mención a dioses, semidioses, héroes, Edades de Oro, etc. es enviada al cómodo cajón de sastre de las mitologías, las creencias y la superstición propia de los antiguos. En cualquier caso, consideran que el ser humano nunca ha estado tan avanzado en conocimientos y tecnología como en el momento actual, siguiendo la ortodoxia evolucionista, y por tanto no se puede admitir que en algún momento nuestros antepasados estuviesen situados en un estadio superior de desarrollo.

De este modo, el mundo académico se siente muy cómodo al tener como oponente principal a esos lunáticos que hablan abiertamente de extraterrestres, tecnologías fantásticas y platillos volantes porque les resulta muy fácil ridiculizarlos o ignorarlos, como ya hizo en su día Carl Sagan, auténtico estandarte de la ciencia moderna frente a los creyentes en las pseudociencias. Basta citar, por ejemplo, esta declaración inequívoca de Sagan para ver por dónde van los tiros:
“El interés mostrado por los ovnis y los astronautas antiguos parece derivar, al menos en parte, de necesidades religiosas insatisfechas. Pon lo general, los extraterrestres son descritos como seres sabios, poderosos, llenos de bondad, con aspecto humano y frecuentemente arropados con largas túnicas blancas. Son, pues, muy parecidos a dioses o ángeles que, más que del cielo, vienen de otros planetas, y en lugar de alas usan vehículos espaciales. El barniz pseudocientífico de la descripción es muy escaso, pero sus antecedentes teológicos son obvios. En la mayoría de los casos los supuestos astronautas antiguos y tripulantes de ovnis son deidades escasamente disfrazadas y modernizadas, deidades fácilmente reconocibles. Un informe británico reciente sobre el tema llega incluso a señalar que es mayor el número de personas que creen en la existencia de visitantes extraterrestres que en la de Dios.”[2]
Pero no hace falta ser muy avispado para apreciar que esta polaridad centrada en la presencia o no de alienígenas es en realidad un debate distorsionado e incompleto, que trata de poner o quitar a los extraterrestres como recurso para explicar determinadas anomalías arqueológicas. Es evidente que ambos bandos no están demasiado interesados en explorar una vía alternativa que rompe completamente con la concepción evolucionista, y que no es otra que la historia cíclica. Así pues, según este escenario ya expuesto por muchas culturas antiguas en todos los continentes, el tiempo no es lineal sino cíclico... y tampoco son precisos los extraterrestres para explicar según que cosas. De alguna manera, esta línea es la que mantienen –con matices– algunos autores como Graham Hancock o John Anthony West, que creen en la existencia de una Edad de Oro o civilización desaparecida que precedió a las primeras civilizaciones conocidas y a las que transmitió muy tenuemente su legado, ya que se produjo una evidente caída o degeneración.

El "mundo perdido"
Desde este enfoque, los alienígenas no son en absoluto necesarios, porque esos dioses de Von Däniken seríamos nosotros mismos en un estadio superior de conciencia que posibilitaría la realización de esos grandes logros que la ciencia oficial atribuye a las antiguas civilizaciones. Dicho de otro modo, los “superhumanos” de esa remota época vivirían en un entorno de alta tecnología (pero no como la nuestra) y serían capaces de llevar a cabo obras que hoy nos parecen una barbaridad por sus dimensiones y complicaciones técnicas[3]. Y en este escenario podemos especular con la idea de que la Atlántida citada por Platón –y otras realidades similares mencionadas en otras tradiciones antiguas– podría simbolizar esa Edad de Oro, aunque lógicamente los antiguos no podían reconstruir la grandeza y complejidad de ese pasado mítico y tenían que referirse a él en términos comprensibles para ellos mismos.

En consecuencia, esta propuesta de un mundo anónimo desaparecido –pero humano–rompe con la idea de Von Däniken de que ciertas maravillas del pasado se debieron a la irrupción puntual de unos astronautas venidos de Dios sabe dónde. Asimismo, pone de manifiesto que la rígida visión de que no hay ninguna anomalía –según defienden los académicos– no es aceptable, pues tratar de encajar “con calzador” unas realidades que incluso hoy en día superan a nuestro saber más avanzado es un ejercicio de hipocresía y de falta de rigor científico.

Y ahí está el eterno mito de la caída del hombre. La pérdida de su poder, de su mayor nivel de conciencia. Quizá esa sea la clave para poder avanzar en el estudio de la historia más remota y extraer conclusiones. No avanzamos, sino que retrocedemos. Como repetidamente ha dicho Graham Hancock: somos víctimas de una enorme amnesia histórica.

© Xavier Bartlett 2017


[1] Representada básicamente por lo que el arqueólogo Gordon Childe llamó “revolución neolítica”, un cambio radical en las formas de vida, pasando de una mera subsistencia a partir de la caza y recolección a una sociedad compleja y diversificada, basada en la producción y acumulación de alimentos y bienes.
[2] SAGAN, C. El cerebro de Broca. Ed. Grijalbo, 1984.
[3] Esto implica, obviamente, que la arqueología oficial ha interpretado y datado incorrectamente muchos monumentos de la Antigüedad o ha querido pasar por alto ciertas anomalías que resultan mucho más significativas para arquitectos o ingenieros.

domingo, 19 de marzo de 2017

¿Existió el mítico oricalco de la Atlántida?


Ya es cosa habitual que con cierta frecuencia vayan apareciendo noticias, artículos, libros y documentales sobre la mítica Atlántida de Platón, un tema que la arqueología alternativa ha explotado hasta la saciedad desde casi todos los enfoques. A su vez, la arqueología académica se ha mantenido discretamente al margen por considerar que el relato de Platón es pura literatura, una ficción que hunde sus raíces en la mitología y que carece de veracidad histórica[1]. A este respecto, los expertos académicos se remiten una y otra vez a la falta de pruebas históricas, arqueológicas o geológicas mínimamente fiables que respalden la existencia del continente atlante y su fabulosa civilización.

Sin embargo, cualquier pista en forma de hallazgo arqueológico que pueda relacionarse con la Atlántida –aunque sea de manera especulativa o forzada– no deja de atraer tanto a los investigadores alternativos como a algunos arqueólogos ávidos de ofrecer grandes descubrimientos. En este sentido, hace apenas un par de años saltó a los titulares de los medios de comunicación el hallazgo de un pecio griego hundido en el Mediterráneo en el siglo VI a. C. que transportaba unos lingotes de un raro metal que supuestamente era propio de la Atlántida. 

Lingotes hallados en el Mar de Gela (fuente: Ansa)
Concretamente, la noticia hablaba de una nave griega hallada a poca profundidad y cerca de la costa, en el Mar de Gela (al sur de Sicilia), por un equipo de arqueólogos subacuáticos de la asociación Mare Nostrum. Entre los restos del pecio –ya localizado y explorado desde hacía algún tiempo– los buzos identificaron 39 lingotes de un metal dorado que despertó la atención de los expertos. El arqueólogo y Superintendente del Mar de la región de Sicilia, Sebastiano Tusa, declaró a los medios que se habían recuperado diversos objetos del cargamento del barco entre los cuales había abundante cerámica griega, una rueda de molino y una estatuilla de la diosa Démeter. No obstante, lo más valioso parecía ser el conjunto de esos 39 lingotes dorados, ya que se trataría de una prueba arqueológica de la existencia del metal llamado oricalco u orichalcum, un material que aparece citado en los diálogos de Platón –el Timeo y el Critias– en que se describe la Atlántida.

El dios Poseidón y los restos de la Atlántida
De hecho, en el Critias se dice literalmente: “...la isla les proporcionaba la mayor parte de las cosas necesarias para vivir; primeramente cuanto es extraído del suelo por la minería era sólido y fusible, y lo que ahora únicamente se nombra, entonces era más que un nombre, el oricalco, extraído de muchos lugares de la isla y el más preciado por los de entonces con la excepción del oro...”[2] Los atlantes tendrían en gran estima al oricalco por su reluciente brillo, que simbolizaría el fuego que poseía, y tendría un alto valor religioso dado que –según algunos cronistas de la Antigüedad– se empleaba en el culto a Poseidón (dios de los mares) y a otras divinidades del panteón griego. En cuanto a su origen, y según la etimología griega, oricalco significa “cobre de la montaña”, lo que de algún modo ha hecho considerar a muchos expertos en mineralogía que dicho metal era semejante al cobre o bien que era una aleación de cobre con otros metales como el zinc y el plomo, lo que se conoce desde tiempos de los romanos con el nombre popular de latón dorado.

Por de pronto, los análisis realizados sobre los lingotes hallados en los restos del pecio mostraron que, en efecto, contenían un alto porcentaje de cobre (hasta el 80%), en tanto que el 20% restante sería casi todo de zinc, con trazas de níquel, hierro y plomo.  Ahora bien, pese a que estos datos han llevado a algunos a afirmar que se ha descubierto el “auténtico” oricalco y que por tanto es una sólida prueba de la existencia de la Atlántida, habría que ser muy cautelosos y rebajar las expectativas planteadas, puesto que ciertos investigadores y medios de información tienden a sobredimensionar según qué noticias arqueológicas[3] y a extender el sensacionalismo simplemente para atraer más atención, patrocinios o lectores. Vamos a repasar pues las principales incógnitas acerca del oricalco y también algunas teorías más o menos atrevidas sobre este metal y su relación con la ubicación de la Atlántida.

En primer lugar, tenemos la gran duda de si Platón se inventó el oricalco –inspirándose quizá en algún metal conocido en su época– o si realmente se refirió a un metal auténtico. Para ser sinceros, a día de hoy sólo tenemos especulaciones, basadas en posibles relaciones entre diversos metales y aleaciones y el escurridizo oricalco. Tomando literalmente el Critias, que habla de la extracción del oricalco en muchos lugares de la isla (la Atlántida), deberíamos descartar la hipótesis de la aleación de varios metales, ya que la fuente habla de un solo material. Asimismo, Platón sugiere que ya en su época (siglo V-IV a. C.) el oricalco no era más que un nombre, esto es, que se había perdido en la noche de los tiempos. Aquí podríamos lanzar la conjetura de que se tratase de un metal que muy probablemente se extraía únicamente de las minas de la Atlántida y de ningún otro lugar, y que por tanto al desaparecer el continente-isla se habría perdido para el resto del mundo en una era remota[4].

Moneda del emperador Claudio en latón (oricalco)
En segundo lugar, aun pasando por alto la controversia de la aleación, no hay forma de equiparar el latón dorado al oricalco de manera segura. Podemos admitir que es una aproximación válida pero no disponemos de suficientes elementos de contraste para certificar esa relación. Ni siquiera los citados lingotes hallados en el mar de Gela son una prueba concluyente, puesto que vincular una aleación conocida y utilizada en el siglo VI a. C. –el auténtico latón dorado– con un metal supuestamente desaparecido muchos milenios atrás es un mero ejercicio especulativo. Así, sabemos que ese latón ya fue empleado en el Mundo Antiguo, por ejemplo, para acuñar monedas y para realizar objetos ornamentales de gran valor, y es muy posible que dichos lingotes estuvieran destinados precisamente a la acuñación de moneda. Pero nada parece sugerir, según las escasas referencias antiguas al oricalco, que este metal legendario tuviese la misma composición que el latón dorado; de hecho, nadie sabía exactamente en qué consistía el oricalco.

Otro asunto sería plantear que los tiros no fueran por ahí y que el oricalco fuese en realidad una cosa bien diferente de lo que propone la mayoría de expertos. En este sentido, se han formulado al menos dos vías alternativas, una “no metálica” y otra “metálica”, la cual incluye una cierta complejidad, dado que propone una hipótesis de trabajo bastante heterodoxa sobre el origen y la localización de la Atlántida.

Orfebrería tartesia (tesoro de El Carambolo)
Lo que sería la vía “no metálica” ha sido defendida por algunos investigadores que consideran que el oricalco no era en sí un metal (fuese en aleación o no) sino ámbar[5], una piedra semipreciosa, ya muy buscada y cotizada en la Edad del Bronce, que sería extraída en la región báltica y luego comercializada en el ámbito mediterráneo a través del casi mítico territorio de Tartessos, al sudoeste de la Península Ibérica. Esta hipótesis, desde luego, da por hecho que la Atlántida se debería situar en el Mediterráneo o muy próxima a éste –según la literalidad de la narración platónica– y que Tartessos podría tener una relación directa con la Atlántida, si es que no era ella misma, más o menos desfigurada o reinterpretada por Platón, que la habría tomado como modelo o inspiración para su historia. 

Y si nos olvidamos por un momento del ámbar, cabe resaltar que el sudoeste peninsular siempre ha sido una rica región minera con abundancia de diversos metales y con una avanzada metalurgia y orfebrería en la Edad del Bronce (época en la que se desarrolló la cultura tartesia). Sobre la identificación de Tartessos con la Atlántida ya escribí en su día un extenso artículo, sobre todo a partir de las antiguas investigaciones de Schulten y las más modernas de Díaz-Montexano, por lo cual me remito a ese material para no desviarme ahora del argumento sobre el oricalco.

De todas formas, aun reconociendo la alta valoración del ámbar en el Mundo Antiguo y su relación con las antiguas civilizaciones mediterráneas, tampoco podemos establecer conexiones con el oricalco atlante sólo porque el ámbar sea de color amarillo (o miel) y relativamente brillante. Además, se ha de tener en cuenta que en época de Platón el ámbar era un material bien conocido y apreciado, lo cual no casa con un metal del cual sólo quedaba el nombre. Pero, claro, si admitimos tácitamente que Platón se pudo tomar las oportunas licencias poéticas y literarias, casi todo es posible.

Paisaje del Altiplano boliviano
Si nos vamos ahora a la vía “metálica”, entonces se abren nuevas puertas a toda una visión alternativa sobre la Atlántida. Así, frente a los muchos que sitúan el mítico continente en el Mediterráneo o bien en medio del Atlántico, existe una corriente de investigadores que lo ubican en América del Sur (y más específicamente en los Andes), coincidiendo con las opiniones de algunos autores heterodoxos que propugnan el nacimiento de la civilización en aquellas tierras y no en Mesopotamia o Egipto. Uno de los representantes más destacados de esta línea de investigación es el cartógrafo británico James Allen, que ha estado varias veces en el Altiplano andino buscando las huellas de la Atlántida a partir del relato platónico.

En síntesis, lo que viene a exponer Allen es lo siguiente: Tomando la referencia de que la Atlántida estaba “más allá de las columnas de Hércules” (estrecho de Gibraltar) y que no hay ni hubo –en su opinión– ninguna isla grande o continente en medio del océano Atlántico, por fuerza Platón debía referirse a Sudamérica. A partir de este punto, Allen ha estudiado la descripción platónica y ha identificado la enorme llanura rectangular cercana al mar y rodeada por montañas con el Altiplano de los Andes, incluso con una cierta paridad en las medidas. Por otro lado, esta llanura contendría el famoso canal de unos 180 metros de ancho citado en los diálogos y que divide en dos esta vasta región.

Vista de Pampa Aullagas junto al lago Poopó
En cuanto a la capital de los atlantes, situada en la misma llanura y conectada al mar por el gran canal, Platón habla de un terreno elevado rodeado por unos anillos concéntricos de canales de tierra y agua. Esta localización específica, según Allen, se correspondería con un terreno elevado llamado Pampa Aullagas, junto al lago de Poopó, que tendría cierta semejanza en algunas dimensiones y formas (incluyendo supuestos canales circulares) con lo narrado por Platón, si bien no hay allí ninguna estructura artificial reconocible.

Puerta del Sol (Tiahuanaco)
Por supuesto, Allen contempla el escenario de que el paisaje actual sudamericano ha sufrido fuertes cambios a lo largo de los milenios y que posiblemente hace varios miles de años las aguas llegaron hasta esta zona, ahora muy seca, y que progresivamente se fueron retirando hasta quedar concentradas en unas pocas áreas húmedas y lagos, como el famoso Titicaca, situado junto al imponente enclave de Tiahuanaco. Así pues, para Allen y otros autores, Tiahuanaco podría ser un legado de la Atlántida, uno de los diez reinos que existían en el continente, y que entonces tendría incluso un puerto que lo conectara al océano, pues en la zona próxima de Puma Punku se han apreciado grandes estructuras que parecen embarcaderos o muelles. Además, algunas prospecciones subacuáticas realizadas en el Titicaca han señalado la presencia de bloques de piedra y posibles estructuras artificiales, lo cual demostraría la gran antigüedad de esos restos, que un día estuvieron lógicamente en la superficie. Y todo ello estaría en la línea de las primeras investigaciones a cargo del arqueólogo Arthur Posnansky, que dató el conjunto de Tiahuanaco en nada menos que 15.000 a. C. (una era “antediluviana”) a partir de unas observaciones arqueoastronómicas llevadas a cabo en el Kalasasaya[6].

No obstante, en lo que atañe propiamente al mítico oricalco, la investigación de Allen nos ofrece una pista nada desdeñable, aunque sin salir aún del ámbito de las conjeturas. En efecto, el Altiplano (sobre todo en Bolivia) acoge una riqueza mineralógica más que notable, lo que incluye la presencia de aleaciones naturales muy poco frecuentes o inexistentes en otros lugares. Y en entre esta variedad, cabe destacar que en las minas de Urukilia se halla una rara aleación pura de oro y cobre –que no existe en ningún otro rincón del planeta– con la que las culturas nativas de la región realizaron numerosos objetos de un característico brillo dorado.

Por un lado, este dato podría recordarnos al oricalco por el hecho de combinar cobre y oro, lo que se traduce en un brillo muy destacado y porque de alguna manera cumple lo expresado en el Critias: “era el más preciado con excepción del oro”. Pero, por otro lado, el texto platónico afirma que el oricalco se podía encontrar en muchos lugares de la isla (se debe suponer toda Sudamérica), lo que no concuerda con una localización tan específica. Y desde luego, todo ello dando por buena la identificación del Altiplano con la Atlántida, propuesta que ha sido totalmente desestimada por el mundo académico pero también por muchos investigadores alternativos.

Recreación artística de la Atlántida
Así pues, en conclusión, si descartamos que el oricalco perviviese en el Mundo Antiguo y fuese básicamente lo mismo que el latón dorado, no tenemos prueba alguna de la existencia o la naturaleza de este metal legendario, que tal vez fuera una aleación de cobre (con oro u otros metales) pero tal vez no. En cualquier caso, situar avanzados conocimientos de metalurgia hace más de 11.000 años parece algo bastante alejado de lo que la ortodoxia académica sostiene sobre la Prehistoria y la Edad de los Metales, a menos que queramos ubicar cronológicamente la Atlántida en una época mucho más moderna, como han apuntado diversos autores. Sea como fuere, se mantiene la eterna incógnita de situar la Atlántida en un lugar y un tiempo claramente reconocibles en el registro arqueológico, pese a las múltiples teorías y propuestas emitidas desde hace siglos hasta hoy en día. Entretanto, el valioso oricalco seguirá en el mismo limbo de indefinición que muchos otros elementos que el filósofo Platón atribuyó al mítico continente.

© Xavier Bartlett 2017

Fuente imágenes: Wikimedia Commons


[1] Asimismo, muchos expertos consideran que no era más que una metáfora moralizante o filosófica acerca de un estado ideal que se echa a perder por la falta de virtud.
[2] Critias, 114 e
[3] Véase al respecto el artículo “La arqueología como espectáculo” de este blog.
[4] Cabe recordar que Platón situaba la desaparición de la Atlántida 9.000 años antes de su época, siempre a partir del relato de Solón, a su vez basado en el relato de los sacerdotes egipcios.
[5] Originalmente, un tipo de resina vegetal fosilizada, principalmente de coníferas. Existen dos grandes centros de extracción de ámbar: Centroamérica y la Europa Nórdica.
[6] Por otro lado, es oportuno citar que los restos de esta ciudad apenas han sido explorados; se calcula que sólo se ha excavado un 5% del total. Pero algunos datos han llamado la atención del arqueólogo Neil Steede, que se ha fijado en unas grapas metálicas que unían los grandes bloques de piedra, y que –tras ser analizadas– mostraron ser una aleación de cobre y níquel, operación que precisa de una temperatura de unos 3.500º. Sin embargo, esta tecnología sólo estuvo disponible desde los años 30 del siglo pasado...

miércoles, 8 de marzo de 2017

El megalitismo como legado de una conciencia superior


Ya he tratado en varios artículos de este blog el tema del megalitismo, que aún encierra múltiples incógnitas y que en mi opinión no ha sido correctamente interpretado por la arqueología ortodoxa, por no decir que sigue siendo un enigma en su última razón de ser. Lo que voy a presentar a continuación es una breve reflexión que procede de mis conversaciones con el periodista científico e investigador independiente Guillermo Caba Serra, autor de dos notables obras, Conciencia: el enigma desvelado y La arqueología de la conciencia.

La teoría de Guillermo Caba nace de su interés sobre el pasado más remoto y su conexión con un alto conocimiento que hoy hemos perdido, y que no sería otro que un estado de conciencia superior –perdido tras el Diluvio[1]– que permitía ver el cosmos y la propia existencia humana desde una perspectiva espiritual o trascendente, bien alejada del actual paradigma materialista. Lo que Caba quiere destacar es que en estos grandes monumentos megalíticos dispersos por el planeta no hallamos inscripciones o atribuciones a un rey, jefe, emperador o a una comunidad determinada. Esta obvia característica convierte a estas enormes estructuras en testigos completamente mudos y anónimos de su época. ¿Quién había detrás de un esfuerzo tan colosal? ¿Qué monarca encargó edificar tal monumento? ¿Quiénes fueron los arquitectos o maestros de obra? ¿Qué pueblos se movilizaron para realizar tales empresas? Lo cierto es que no hay rastro físico directo en los propios monumentos que nos permita salir de dudas, aunque sí es cierto que se conservan numerosas leyendas, mitos e incluso referencias históricas que de algún modo tratan de identificar a los autores de estas magnas obras, que no podían pasar desapercibidas para las personas que las contemplaron a lo largo de los siglos.

Túmulo de Newgrange (Irlanda)
Si repasamos un poco la casuística, tenemos por ejemplo el megalitismo atlántico y mediterráneo, con estructuras simples y otras más complejas, y con acabados diversos, de lo relativamente basto a lo más preciso. De cualquier modo, no hay ninguna escritura o marca que nos permita identificar a los autores[2]. En el mejor de los casos existen algunos grabados o decoraciones, como las típicas espirales, que se repiten en lugares tan distantes geográficamente como Irlanda o Malta. La arqueología académica atribuye estos monumentos a las comunidades neolíticas de las diferentes regiones, con unas cronologías que van por encima del 5.000 a. C. hasta prácticamente adentrarse en la Edad del Bronce, en segundo milenio antes de Cristo. No obstante, algunos autores alternativos consideran que tal vez estas cronologías estén equivocadas y que podrían ser bastante más antiguas, tema que luego analizaremos con un poco más de detalle.

En segundo lugar cabe citar el megalitismo de Sudamérica, representado básicamente en la región andina y en la amplia zona de influencia alrededor de la ciudad de Tiahuanaco, que destaca por los imponentes muros del patio de Kalasasaya y los restos no menos impresionantes de Puma Punku, con bloques de 100-150 toneladas o incluso más. Luego tenemos todo el sobresaliente megalitismo de enclaves como Ollantaytambo, Cuzco y Sacsayhuamán, con piedras enormes e irregulares que encajan unas con otras como en un perfecto puzzle y sin necesidad de mortero. Y una vez más, ni una sola inscripción, ni un solo nombre; tan solo disponemos de antiguas tradiciones que hablan de constructores de un remoto tiempo de dioses y gigantes. Entretanto, la arqueología convencional ha atribuido todos estos monumentos a la civilización inca, pese a que algunos autores alternativos han señalado que las típicas estructuras y formas de construcción de los incas (con piedra pequeña) se superpusieron a las grandes estructuras, que podrían ser muy anteriores[3].

Trilito de Ha'amonga (Tonga)
Después podemos mencionar varias estructuras megalíticas de todo tipo diseminadas por otros rincones del planeta, como por ejemplo en Asia y el Pacífico, donde se encuentran restos diversos que las tribus nativas atribuyen a sus ancestros más lejanos, en forma de gigantes y semidioses. Este megalitismo es muy poco conocido, con excepciones, pero contiene ejemplos tan notables como los moais de la isla de Pascua, las ruinas de Nan Madol (Ponape), la Casa de Taga[4] (Tianan, islas Marianas), el trilito de Ha’amonga (Tonga) o la estructura Masuda no iwafune (Nara, Japón), realizada con gigantescos monolitos de granito de entre 300 y 500 toneladas y de función indefinida. Y tampoco en este megalitismo encontramos nombre alguno...

Trilithon de Baalbek
Finalmente, nos podemos referir al megalitismo atribuido a las civilizaciones de África y Oriente Medio, desde Turquía hasta Egipto pasando por el levante mediterráneo. Precisamente, en Turquía se alza el complejo de Gobleki Tepe, un posible lugar ceremonial, aunque nadie sabe exactamente qué era. Este singular yacimiento ha roto muchos moldes en arqueología pues por primera vez –disponiendo de dataciones fiables por radiocarbono– se ha reconocido que constituye un horizonte muy anterior a las primeras civilizaciones e incluso al periodo neolítico. Y en sus famosos pilares monolíticos hallamos decoración diversa, pero ningún rastro de escritura, ninguna pista de los constructores. Igualmente no tenemos ninguna marca en los bloques gigantescos del santuario de Baalbek (Líbano), de unos 20 metros de largo y estimados en un peso que va desde las 800 toneladas del Trilithon hasta las 1.650 de un bloque recientemente descubierto en la cantera, junto a la llamada Piedra del Sur, de poco más de 1.200 toneladas[5]. Y la arqueología convencional aún sigue atribuyendo absurdamente el basamento de esta obra a los romanos, los cuales ni de lejos trabajaban con piedras de ese peso y tamaño.

Si nos desplazamos a Egipto, cabe decir que existe un megalitismo poco reconocido como tal, pero muy evidente en forma de estructuras como el Osireion (en Abydos), los enormes sarcófagos del Serapeum (en Saqqara), o los templos de la Esfinge y de Khafre (en Guiza), por no hablar de la propia Gran Esfinge, la escultura más grande del mundo, que fue excavada sobre la roca caliza del terreno. En estas grandes obras es visible el uso de enormes bloques de gran peso, así como un trabajo de máxima precisión, como en los citados sarcófagos[6]. Asimismo, Guillermo Caba hace referencia a las antiguas pirámides, las primeras y más colosales, como ejemplo de ese megalitismo anónimo. Y en efecto, tales obras más arcaicas no poseen inscripciones, pese a que los egipcios llenaban literalmente sus monumentos de jeroglíficos, incluyendo claras referencias al faraón o al noble responsable de la construcción.

cartucho de Khufu
Por supuesto, para sustentar esta visión hay que asumir que las famosas inscripciones de las cámaras de descarga de la pirámide de Khufu no eran originales, ya fueran pintadas allí en la época de la IV dinastía (lo que implica que la pirámide sería mucho más antigua), ya fueran falsificadas en 1837 por el egiptólogo Howard-Vyse, un personaje de dudosa reputación[7]. Así pues, es fundamental reconocer que en algunos casos, aunque hallemos textos en ciertos monumentos, se trataría de añadidos posteriores a la época de la construcción, como se puede comprobar fácilmente, por ejemplo, en la Gran Esfinge y la famosa Estela del Sueño. Otra cosa sería hablar de las pirámides de finales del Imperio Antiguo y más adelante, con conocidas inscripciones en su interior (como los famosos Textos de las Pirámides), pero que fueron erigidas de manera más basta y pobre –sin recurrir a grandes y perfectos bloques de piedra– y que actualmente son prácticamente una pila de escombros y ruina.

Así llegaríamos a admitir la hipótesis de que posiblemente estas estructuras megalíticas no fueron construidas en la época dinástica sino que eran muy anteriores y que fueron remodeladas, restauradas o reivindicadas por los gobernantes de las épocas históricas conocidas. A este respecto, es oportuno recordar que los propios antiguos egipcios reconocieron en diversos documentos –empezando por las famosas listas de Manetón– que antes de las primeras dinastías “históricas” habían existido otras muchas dinastías de reyes que se remontaban a varios miles de años atrás, y que incluían a dioses, semidioses y héroes. Ahora bien, para la egiptología todo esto es pura mitología.

Ruinas del Osireion
Sin embargo, no se pueden dejar a un lado las dataciones extremadamente antiguas de Gobleki Tepe, ni los datos “heréticos” procedentes de la geología sobre la Gran Esfinge y sus templos adjuntos, que muestran una marcada erosión por agua y una antigüedad enorme que no encaja con la cronología tradicional. También resulta del todo evidente que el Osirerion, atribuido al faraón Seti I, del Imperio Nuevo, no puede ser de esa época porque es de un estilo arquitectónico totalmente distinto al del templo adjunto de Seti, no contiene ninguna inscripción y está situado varios metros por debajo del mencionado templo, en un nivel estratigráfico mucho más antiguo.

Recapitulando todo este escenario, podemos afirmar que existen muchas similitudes formales y técnicas en las estructuras de este megalitismo disperso por varias regiones del planeta, pese a que los expertos académicos no quieren ni oír hablar de un origen común o difusionismo de este fenómeno. El caso es que nos enfrentamos a grandes obras realizadas principalmente con enormes bloques regulares o irregulares, unidos a la perfección[8] y sin mortero, en una época indefinida muy anterior a las primeras civilizaciones. Frente a esto, la arqueología académica nos sitúa estas proezas en el Neolítico o en la Edad del Bronce, un tiempo en que los métodos y los recursos técnicos eran –según las propias pruebas arqueológicas– relativamente precarios para tallar, mover, levantar y colocar con tanta precisión esas piedras gigantescas, aunque fuera disponiendo de miles de trabajadores. Desde luego, no se trata de considerar a esas culturas antiguas como primitivas e incapaces, pues su ingenio y sus habilidades están fuera de toda duda, dados sus logros bien contrastados en arquitectura e ingeniería, pero hay cosas que superan la lógica y el sentido común, se miren como se miren.

Hoy en día estas obras megalíticas anónimas están todavía en pie en su mayor parte, si bien algunas muestran más desgaste por el paso del tiempo y la acción de los elementos. En cualquier caso, es bien evidente que nos transmiten una sensación de durabilidad y sobre todo de eternidad, habiendo resistido durante milenios a toda clase de catástrofes naturales (especialmente terremotos), aparte de la erosión de los agentes naturales y de la intervención destructiva del hombre. Y siendo como son unas obras que a menudo  empequeñecen a nuestras más modernas construcciones, nos podríamos preguntar ahora por qué no tenemos la “firma” de sus autores, que deberían estar bien orgullosos de haber erigido tales gestas arquitectónicas[9]. Ahí es donde vuelvo a la visión de Guillermo Caba para cerrar el argumento.

Guillermo Caba Serra
Según él, no tenemos ninguna referencia directa de los autores porque dichas obras no fueron construidas bajo nuestro actual estado de conciencia, sino en una remota era con un estado de conciencia mucho más elevado, en el cual todavía reinaba la concepción de formar parte de un todo por encima de la separación o la dualidad. En otras palabras, prevalecería la identidad colectiva o el nosotros frente al yo, o más exactamente el ego. De este modo, sería impensable que una persona (o incluso un grupo de ellas) tuviera el más mínimo afán por dejar huella y atribuirse con orgullo y vanidad un determinado logro. De esta idea se podría deducir que existía una espiritualidad latente en toda la comunidad que permitía crear obras fabulosas pero no para la vanidad sino para la iniciación y la iluminación[10] o bien para una finalidad práctica comunitaria. Es de suponer también que en ese estado de conciencia los seres humanos dispusieran de unas capacidades más grandes para manipular la materia (¿una ciencia metafísica?) y de ahí la relativa facilidad para construir de esa manera, que todavía en la actualidad nos parece una barbaridad por los pesos y tamaños manejados.

No obstante, a esta teoría se le podrían objetar al menos dos hechos evidentes. Por un lado, es patente que existen muchos monumentos de la Prehistoria y del Mundo Antiguo que también son anónimos y que no son estrictamente megalíticos. Por otro lado, está el tema del uso de la escritura, que arrancó en el cuarto milenio antes de Cristo en Mesopotamia y luego en Egipto como consecuencia directa del proceso de civilización de las sociedades neolíticas más avanzadas[11].  Esta invención vendría a dar respuesta a la creciente necesidad de registrar los intercambios o relaciones comerciales, a ordenar la actividad económica y a fijar y difundir los mandatos establecidos por los primeros estados; en suma, a regular y administrar el mundo material. Así pues, lógicamente, si las sociedades artífices de los monumentos megalíticos no habían llegado a este estadio de civilización, no es de suponer que escribiesen nada sobre sus obras.

Escritura jeroglíca egipcia
Frente a esta obviedad, podríamos admitir que muchos monumentos megalíticos estaban lejos –tanto en el espacio como en el tiempo– de la civilización, pero en cambio otros, como la Gran Pirámide de Guiza, eran claras muestras de la más alta “civilización” y tendríamos que preguntarnos por qué no se escribió nada en ellos. Y todavía nos quedaría una última vuelta de tuerca, pues podemos especular con la hipótesis de que en un estado superior de conciencia, los seres humanos fueran capaces de comunicarse telepáticamente y de almacenar y compartir información en un campo energético de información común, algo similar al concepto de los campos morfogenéticos planteados por Rupert Sheldrake. De este modo no precisarían para nada de un sistema de escritura, que en realidad sería un síntoma evidente de la involución de nuestras capacidades congénitas hacia un estado de conciencia inferior (en el que vivimos actualmente).

En conclusión, el enfoque de Guillermo Caba –aun con todos sus elementos discutibles o especulativos– aporta un interesante argumento sobre la oscura identidad de los autores de esas grandes obras, que no sólo dispondrían de unas notables capacidades técnicas sino que posiblemente también veían su realidad de una forma bastante distinta a la nuestra, poniendo por delante valores espirituales por encima de los materiales o personales. Pero sin duda quedan todavía muchas preguntas por contestar sobre el propósito del megalitismo, y en este empeño será preciso abrir la mente a nuevos escenarios e ideas que forzosamente habrán de ir más allá del modelo de pensamiento del actual paradigma científico.

© Xavier Bartlett 2017
 
Fuente imágenes: Wikimedia Commons / archivo del autor





[1] Para Caba, el Diluvio no habría sido en realidad una gran catástrofe natural, sino el impacto de una especie de ola electromagnética cósmica, que cambió nuestra visión y percepción de la realidad.
[2] Sin embargo, según la arqueóloga Marija Gimbutas, existiría una especie de meta-lenguaje encarnado en esas decoraciones y motivos propios de las comunidades neolíticas-megalíticas, que ella atribuyó a una sociedad matriarcal.
[3] Alfredo y Jesús Gamarra, investigadores peruanos, señalaron que habían identificado tres estilos de construcción, dos megalíticos –muy antiguos– y otro “normal”, que debía asignarse a los incas.
[4] No es realmente una “casa”, sino dos enormes columnas con capiteles semiesféricos, aunque originalmente se dice que había hasta diez, en dos hileras. Se han identificado restos similares en otras islas del Pacífico.
[5] Estas cifras nos pueden parecer exorbitantes, pero no serían los megalitos más grandes jamás tallados por el hombre si se confirma la artificialidad de las formaciones pétreas del Monte Shoria (Rusia), con bloques que podrían alcanzar las 3.000 toneladas o incluso más.
[6] Al menos la egiptología los califica como tal, para servir de enterramiento a los bueyes Apis, aunque algunos autores no lo creen viable ni creíble, con cajas de granito pulidas con una perfección propia de la maquinaria actual y de muchas toneladas de peso (entre 60 y 80, más unas 15 toneladas de la tapa).
[7] Cabe señalar que también en la Gran Pirámide existe una breve inscripción, el tetragrámaton, cuatro signos desconocidos que fueron grabados sobre la entrada original de la pirámide y que nadie sabe qué significan y en qué época fueron inscritos.
[8] En prácticamente todos estos monumentos es imposible introducir el filo de una navaja o un papel entre las juntas de las piedras.
[9] A este respecto, es oportuno citar que algunas obras muy posteriores fueron del máximo orgullo de sus artífices, como el caso del ingeniero romano Gaius Iulius Lacer (s. II d. C.) que construyó el puente de Alcántara (Cáceres, España) y que en un templete anexo dejó escrito, aparte de su nombre, que el puente “duraría tanto como duraran los siglos del mundo”. Y en efecto, el puente sigue allí, con pocas reformas.
[10] Guillermo Caba opina que tanto el santuario de Gobekli Tepe como la Gran Pirámide de Guiza eran precisamente lugares de iniciación mística.

[11] Cabe señalar, empero, que para muchos autores ya habían existido previamente sistemas primitivos de escritura (“protoescritura”) en forma de signos y símbolos y que podían remontarse incluso al Paleolítico.