domingo, 18 de octubre de 2015

La dudosa historicidad del cristianismo: ¿Una religión reciclada?


Reseña del libro Érase una vez... Jesús, el egipcio



PUJOL, Llogari. Érase una vez... Jesús, el egipcio. Ediciones La Tempestad. Barcelona, 2015. Ilustraciones de David Ayén.


Es bien sabido que existe desde hace siglos un viejo debate acerca del origen de las religiones y su trasfondo histórico y cultural, muy especialmente en el caso de las grandes religiones monoteístas. A este respecto, podemos afirmar que el estudio de las escrituras sagradas de estas religiones se suele enmarcar en el ámbito propiamente teológico, es decir, en las creencias. No obstante, existe otra vertiente que podríamos llamar “historicista”, que trata de situar los hechos narrados en un contexto real histórico, aunque éstos presenten obviamente una fuerte dosis de elementos sobrenaturales y de referencias espacio-temporales bastante discutibles. Así, por ejemplo, podemos apreciar que el Antiguo Testamento de la Biblia representa al mismo tiempo un relato histórico (desde el mítico tiempo de la creación del hombre) y un mensaje de tipo religioso, en el que se entremezclan las figuras de Dios, los ángeles y los demonios con el devenir del pueblo hebreo a través de los siglos. Otra cosa, desde luego, es poder casar lo narrado en la Biblia con los datos arqueológicos y en este campo parece haber muchas lagunas y falta de pruebas, lo que dejaría esta supuesta correlación en entredicho[1].

Si nos desplazamos ahora al Nuevo Testamento nos encontramos más o menos con lo mismo: un ser divino, hijo de Dios, que aparece en la época del dominio romano sobre las tierras de Israel/Palestina y difunde un mensaje religioso. La historia de Jesucristo fue trasmitida primero oralmente y luego recopilada en los llamados evangelios[2], dando así forma a lo que sería la religión cristiana, que se acabó por consolidar en la época del emperador Constantino como una creencia estructurada y sustentada firmemente en unos determinados textos sagrados y en un documento histórico, llamado el Testimonio Flaviano[3]. A partir de entonces, este dogma de fe se mantuvo incólume durante siglos y nadie puso en duda la existencia histórica de Jesús.

Sin embargo, ya desde el siglo XVIII empezaron a surgir algunas discrepancias en el ámbito académico acerca de esa supuesta historicidad del cristianismo, o para ser más precisos, en la propia existencia de Jesús. Así pues, algunos expertos en teología, historia y mitología se atrevieron a cuestionar la veracidad de los hechos expuestos en los evangelios, sobre todo cuando se realizaron diversos estudios comparativos entre el cristianismo y algunas religiones precedentes. Como resultado de estos estudios, y aun con la duda de determinar si realmente Jesús vivió en el siglo I de nuestra era[4], bastantes de estos autores coincidieron en subrayar las evidentes similitudes entre ciertas creencias paganas y el nuevo credo cristiano. Y yendo aún más allá, el poeta y egiptólogo británico Gerald Massey propuso a finales del siglo XIX unas inesperadas conexiones del cristianismo con la antiquísima religión o mitología egipcia, y más concretamente entre el dios Horus y el propio Jesucristo. Así, Massey destacó algunos paralelismos que resultan ciertamente llamativos, como por ejemplo que ambos nacieron un 25 de diciembre, que ambos murieron crucificados[5], que ambos tuvieron doce seguidores o que la clásica imagen de la Virgen con el niño Jesús coincide prácticamente con la misma representación de la diosa Isis con su hijo Horus en su regazo.

Finalmente, llegamos a la actualidad y aquí destacaremos la aportación del exreligioso catalán Llogari Pujol, que en compañía de su esposa, la historiadora Claude-Brigitte Carcenac, viene realizando desde hace años un riguroso estudio de los orígenes del cristianismo, lo que finalmente le ha llevado a asombrosas conclusiones siguiendo la mencionada pista egipcia. Según la teoría de Pujol y Carcenac, el cristianismo pudo ser fundado en Alejandría por judíos egipcios hacia el 70 d. C., tras la destrucción del Templo de Jerusalén. Allí se habrían “diseñado” unas nuevas creencias adaptadas a partir del culto al dios Serapis (de origen greco-egipcio), que compartía numerosos puntos en común con el cristianismo: la salvación personal por el arrepentimiento de los pecados, la monogamia, la adoración a una sagrada familia (Osiris, Isis y Horus), etc.

Profundizando en esta misma línea, en su reciente libro Érase una vez... Jesús, el egipcio, Pujol cuestiona seriamente la historicidad de la figura de Jesús y nos lo presenta como un personaje que poco o nada tiene que ver con la tradición judía y sí en cambio con la mitología y la narrativa egipcias, dejando bien patente que la redacción de los evangelios fue un acto de tergiversación, o más bien de creación de una falsa realidad que no encajaría en un contexto cultural y geográfico palestino y sí en un contexto egipcio[6]. En sus propias palabras, no cabe duda sobre esta identidad: “Todo lo que dice y piensa Jesús es egipcio. Todo lo que hace Jesús es egipcio. Todo lo que es, a nivel ontológico, es egipcio.”

Pujol nos introduce en su propuesta analizando cómo se compusieron los evangelios y cuáles fueron sus fuentes, ya no desde una perspectiva teológica sino más bien literaria. Para esta empresa, el autor se fundamenta en la técnica de la literatura comparada, a partir de la cual nos irá descubriendo la perfecta simetría interna entre la narrativa egipcia y los textos de los evangelios, vista la innegable semejanza entre argumentos, temas, expresiones, palabras... lo que sería –sin temor a exagerar– un plagio sabiamente maquillado.

Así pues, los evangelios, en vez de narrar unos hechos reales acaecidos en la provincia romana de Judea, habrían adaptado o “judaizado” unas historias ya muy antiguas de origen egipcio que se remontarían incluso a los Textos de las Pirámides. Sin embargo, Pujol centra aquí su atención particular en dos cuentos llamados Setme I y Setme II, siendo este último al que el autor dedica un análisis pormenorizado con el máximo detalle para exponer hasta qué punto se corresponde con los evangelios cristianos, evidenciando que de ningún modo se puede hablar de meras coincidencias.

Este riguroso estudio constituye el núcleo central del libro y cuenta con el apoyo de la parte gráfica para “escenificar” visualmente la inspiración directa de algunos famosos episodios del Nuevo Testamento en la citada narración egipcia. Pujol, en su análisis comparativo, va desgranado todas las claves de los personajes, situaciones, descripciones, símbolos y diálogos, y pone de manifiesto que la vida del Jesús judío es un calco de la del dios Si-Osiris, hijo de Setme y Mahistusket[7], y que en general toda la historia no es más que un plagio literario bien ejecutado. Incluso cierto periodo oscuro –y no explicado por los evangelistas– en el que no sabemos nada de la vida de Jesús (entre los 12 y los 30 años), se repite fielmente en el texto egipcio, si bien habría que decirlo al revés, para ser justos con el original...

Sólo a modo de ejemplo, cito esta comparación (sobre la infancia de Jesús):
Setme II:

«Y Setme anhelaba que el faraón le invitara a la fiesta, [...] el niño Si-Osiris comenzó a leer los escritos mágicos con los escribas de la Casa de la Vida, en el templo de Ptah. Y todos los que le oían se quedaban presos de admiración... Y cuando el niño Si-Osiris tuvo doce años, no hubo ni escriba, ni hombre culto en Menfis que le rivalizara en la lectura de las escrituras.»

Evangelio cristiano (Lucas, 2):

«Cuando Jesús cumplió doce años, sus padres lo llevaron a la fiesta, y el niño quedó en Jerusalén, sin saberlo sus padres. Le encontraron el templo sentado en medio de los maestros, escuchándoles y preguntándoles; todos lo que le oían estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas.»
En suma, el lector encontrará en este libro un amplio cuerpo de pruebas basadas en un exhaustivo estudio literario comparativo que pone bien de manifiesto que los principales textos del dogma cristiano están bajo sospecha de no ser “auténticos”. En efecto, estaríamos hablando aquí de una especie de reciclaje de un culto muy anterior en el tiempo y sin relación directa con el mundo hebreo (o judío). Por consiguiente, según Pujol, no habría en realidad prueba histórica fiable de la existencia de Jesús como personaje histórico[8]; antes bien, todos los indicios apuntan a que los evangelios constituyeron una calculada recreación literaria, en la que no sólo se copió el personaje de Jesús sino también otros muchos personajes secundarios.

Y ahora podríamos preguntarnos, asumiendo que hubo manipulación, si la institucionalización del credo cristiano, ya en tiempos de Constantino, no fue en realidad una gigantesca maniobra de tipo social-político-religioso para conseguir un culto unificado y fuertemente ligado al poder imperial, con la intención de expandirse por la mayor parte del planeta. Y siglos más tarde, algo no muy distinto ocurriría con Mahoma y los pueblos árabes, mezclando una vez más creencia y poder político. Sin duda, este sería tema para otra apasionante obra de investigación: ¿Quién maneja las religiones y con qué fines?

© Xavier Bartlett 2015

Apéndice

 

Un servidor de ustedes con Llogari Pujol, octubre 2015
En el reciente evento Magic'15 celebrado en Barcelona tuve la oportunidad de conocer personalmente al autor y entrevistarlo para el canal Caja de Pandora. En nuestra conversación, Pujol se reafirmó en la falta de historicidad del cristianismo y en la maniobra política de una facción judía que habría fomentado la "creación" del cristianismo, todo ello independientemente de lo que es propiamente el mensaje religioso, que sería de origen inequívocamente egipcio, según los paralelismos que él y otros autores han puesto de manifiesto. El vídeo de esta entrevista estará disponible en su momento en youtube, si bien no dispongo de previsión de fechas.  
 



[1] Cabe resaltar que dos arqueólogos israelíes (Finkelstein y Silberman) han escrito un libro criticando precisamente la obsesión o prejuicio de ciertas investigaciones por demostrar la veracidad de los textos sagrados judíos, cuando en realidad los resultados de las excavaciones arqueológicas, en general, no sustentan la pretendida historicidad bíblica del pasado más remoto del pueblo judío.

[2] Es oportuno recordar que se redactaron varios evangelios durante los primeros siglos de nuestra era, pero que en su momento la Iglesia seleccionó y empaquetó cuatro de ellos (los llamados evangelios canónicos) como doctrina verdadera, frente al resto de textos, que quedaron como evangelios apócrifos.

[3] Se trata de una referencia no religiosa, sino histórica, a cargo del judío romanizado Flavio Josefo, que mencionó explícitamente a Jesús como un líder carismático en la Judea romana en su obra Antigüedades Judías, escrita a finales del siglo I d.C. Algunos autores creen que el obispo Eusebio, en el siglo IV, manipuló el contenido de este documento e incluyó la figura de Jesús.

[4] En referencia a esta duda, algunos especialistas lanzaron la propuesta de que Jesús como tal no habría existido, pero su figura estaría inspirada en un hombre real, un filósofo de aquella época llamado Apolonio de Tyana, cuyas enseñanzas serían próximas a la ortodoxia cristiana.

[5] De hecho, existen nada menos que 16 historias previas al cristianismo que nos hablan de  divinidades salvadoras que acaban siendo crucificadas.

[6] Pujol considera que los nombres dados a los cuatro evangelios son del todo arbitrarios, una pura invención para tapar el hecho de que no sabemos quiénes fueron los escritores, aunque se ha especulado sobre un supuesto origen greco-egipcio.

[7] Literalmente “el Justo”, refiriéndose a José, padre de Jesús. Mahistusket, madre de Si-Osiris, es calificada como “llena de gracia”, y se le anuncia que ha sido la escogida por Dios para tener una criatura de talante divino.


[8] El autor tampoco concede verosimilitud al ya mencionado Testimonio Flaviano, al considerar que muestra varios puntos débiles. Con todo, cree que la aportación de Josefo pudo suponer la primera piedra del cristianismo como una nueva vía para un judaísmo “pro-romano”.

sábado, 10 de octubre de 2015

El Homo naledi: ¿uno más de los “eslabones perdidos”?




Hace muy poco asistimos al espectacular descubrimiento de un nuevo homínido, el Homo naledi, que ha sido presentado a bombo y platillo ante todo el mundo como una pieza esencial para entender el origen y la evolución del ser humano. Pero... ¿hay realmente para tanto, o es uno más de los fuegos artificiales que usa el estamento académico para apuntalar socialmente la teoría de la evolución, ahora que cada vez más científicos se atreven a discutirla? Vayamos por partes y expongamos los hechos principales para luego entrar en el terreno del análisis.

Reconstrucción del rostro del Homo naledi
Esta nueva especie fue hallada en 2013 en una cueva llamada Rising Star, cerca de Johannesburgo (Sudáfrica), la cual venía siendo explorada por espeleólogos y paleontólogos desde hace décadas. De hecho, el profesor Lee Berger, de la Universidad de Witwatersrand ya había encontrado allí algunos destacados restos de homínidos muy antiguos[1]. No obstante, Berger creía que este lugar tenía más potencial paleontológico. Y en efecto, aunque esta vez fue preciso deslizarse con gran dificultad hasta una pequeña cámara de acceso muy estrecho, se pudieron identificar allí los restos de otro homínido, que sería llamado posteriormente Homo naledi[2]. Primero se encontró un cráneo y gran parte de un esqueleto, en un estado de conservación bastante bueno. Más adelante, irían apareciendo muchos más huesos confirmando que había varios individuos en la misma cavidad. Al final, se recuperaron más de 1.500 piezas óseas correspondientes a unos 15 individuos de diferentes edades. Sin embargo, no se hallaron restos de artefactos ni de huesos de animales o cualquier otro signo de actividad humana.

Tras examinar diversas partes sueltas y reconstruir algunos esqueletos, lo que enseguida llamó la atención al equipo de investigación es que este espécimen tenía diversas características más próximas al género Homo que a los australopitecinos. Su aspecto físico corresponde a un homínido de alrededor de 1,50 de altura media y un peso de unos 45-50 kilos. Algunos de sus rasgos son más bien primitivos, como sus hombros, tórax, caderas y manos, las cuales se parecen mucho a las típicas manos con dedos curvados de los simios que trepan a los árboles. En cambio, el cráneo, pese a ser bastante pequeño (500 cm3), no es muy simiesco en su forma, y muestra unos dientes semejantes a los del erectus o el neandertal. Su estructura ósea general sería más bien grácil y la esbeltez de los huesos de las piernas y la forma relativamente moderna del pie serían indicio de que esta especie caminaba erguida la mayor parte del tiempo.

Sin embargo, pese a la gran cantidad de huesos hallados y la notable apariencia “mixta” de éstos, persisten aún importantes incógnitas, empezando por la imperiosa necesidad de disponer de una datación fiable[3], lo que sería un elemento fundamental para colocar esta especie en el árbol genealógico humano. Berger, basándose sólo en aspectos morfológicos, ha asignado al naledi una antigüedad de unos 2,5-2,8 millones de años, en el inicio de lo que sería el género Homo, si bien no hay obstáculo alguno que impida postular una datación muy posterior, por debajo de un millón de años e incluso de cientos de miles de años. Sea como fuere, mientras no se tengan datos concretos en este campo[4], se mantendrá la especulación y su incierta posición en el esquema evolutivo humano, pues la teoría necesita especies intermedias que “ilustren” todo el proceso gradual de evolución, pero sobre todo que casen en términos cronológicos, porque si no se desmonta todo el edificio.

Pero sin duda la principal discusión es la propia denominación de estos restos, pues aunque Berger los ha asignado al género Homo, también es cierto que varios expertos internacionales se han mostrado escépticos y han señalado que se asemejan bastante a otros fósiles previos de australopitecos de tipo grácil. Con todo, Berger cree que lo que sería definitivo para asociar estos esqueletos al género Homo sería su propia localización. Así, dado que la cavidad era muy pequeña y de difícil acceso y que no había restos que denotaran ninguna actividad, él considera que los cuerpos (ya cadáveres) fueron depositados allí de forma ritual –o sea, a modo de cripta funeraria– en una época en que quizás era un poco más fácil llegar a la diminuta cámara. Por tanto, Berger alega que tal comportamiento relacionado con la creencia en el más allá sólo puede ser propio de los humanos. Otros expertos, sin embargo, rechazan esta interpretación y creen que es una hipótesis muy forzada, a la vista de las escasas pruebas disponibles.

La tópica imagen de la evolución humana
Una vez expuesto el caso, vale la pena realizar algunas reflexiones para centrar la controversia. Lo que podemos decir es que a estas alturas del siglo XXI, la ciencia paleoantropológica sigue a la búsqueda de los ejemplares de homínidos que de alguna manera vayan cerrando el enigma evolutivo propuesto por Darwin sobre el origen del hombre. Así, una vez abandonado el creacionismo religioso hace siglo y medio, la ciencia ha ido encontrando restos fósiles de homínidos, calificando a unos como propiamente humanos (el género Homo) y a otros como posibles ancestros, procedentes de una rama común que en su día compartimos con los primates que hoy conocemos bien, como el chimpancé, el gorila, el orangután, etc.

Lo cierto es que esa pieza intermedia entre primate y humano –o eslabón perdido, según la terminología más popular– nunca ha aparecido después de muchas décadas de investigación, porque en sí era un concepto teórico derivado de la necesidad de encontrar un perfecto ser “intermedio” para justificar la validez de la teoría darwinista. De hecho, hoy en día el concepto de eslabón perdido se considera una antigualla científica del todo obsoleta y se prefiere hablar de un arbusto evolutivo con muchas ramas interconectadas en vez de una cadena lineal con eslabones bien identificados. Este enfoque permite no tener que señalar a una especie o ejemplar en concreto como candidato a primate humanoide, y propone un estudio más flexible de todos los homínidos hallados, tratando de situarlos en una secuencia evolutiva temporal, con múltiples ramificaciones que deben conectarse –o no– hasta llegar a la cima, que sería nuestra propia especie, el Homo sapiens.

En todo caso, desde que Raymond Dart descubriera el primer australopiteco hace casi un siglo, la ciencia ha tratado por todos los medios de dibujar el camino evolutivo desde un antepasado primate hasta nosotros, a través de ciertos hallazgos que han sido convenientemente etiquetados para asignarlos a la extensa familia de australopitecinos (no propiamente humanos aún) o bien para atribuirlos a especies humanas, desde el llamado Homo habilis hasta el sapiens. En este largo camino de millones de años, y siguiendo la ortodoxia uniformista, no se habrían producido saltos enormes sino ligeros y constantes progresos evolutivos[5] a través del tiempo que habrían ido “humanizando” a los primates (o a una línea de ellos, para ser más precisos) hasta alcanzar nuestro actual estadio de desarrollo físico e intelectual.

Pero las cosas no son tan simples como pudieran parecer, e incluso muchos brillantes paleontólogos han tenido que reconocer que el registro fósil es todavía relativamente escaso y que cada nuevo hallazgo comporta más dudas e interrogantes. Además, dada la diversidad morfológica de los restos hallados, no es nada fácil establecer los criterios de “qué es humano (o semihumano) y qué no”, y de qué modo se produjeron los cambios[6]. Por ello, ahora existe una obsesión por determinar las relaciones filogenéticas entre las especies identificadas para aclarar de un modo más “objetivo” quién es pariente de quién y quién desciende de quién, más allá de la pura comparación anatómica. Pero no cabe duda de que en el fondo subyace la convicción de que el árbol genealógico humano, por muchas ramas que tenga –algunas divergentes y otras convergentes– debe contener una clara línea de especimenes que muestren esa evolución gradual en el tiempo, de lo más primitivo o animal a lo más avanzado o humano.

Cráneo ER 1470
Sin embargo, en la práctica, los restos arqueológicos superan con mucho a la teoría y se muestran a veces muy desconcertantes, como es el caso de ciertos especímenes que tienen rasgos teóricamente más humanos pero que son extremadamente antiguos, como por ejemplo el Homo rudolfensis. Este homínido, representado por un cráneo llamado “ER 1470”, al cual se le concedió una capacidad craneal de unos 700 cm3, fue hallado por el equipo del Dr. Louis Leakey en Kenya en 1972 y se dató en unos 3 millones de años. Su aparición supuso un dolor de cabeza para los expertos porque parecía de la familia del habilis pero tenía características distintas, con un aspecto más humano, lo que podría hacerle candidato a ancestro directo del hombre moderno, aunque algunos expertos lo clasificaron como un australopiteco más grácil. Pero el problema real –y más grave– es que era más antiguo que el Homo habilis y con un cráneo más grande, si bien las aguas parecieron volver a su cauce cuando años más tarde fue redatado en 1,9 millones de años y se le rebajó su capacidad craneal a unos 500 cm3.

Muchísimo más flagrante es el caso del Homo floresiensis (de la isla de Flores, en Indonesia), que bien podría ser la situación inversa: un homínido más cercano al australopiteco –al menos en apariencia– pero tremendamente reciente, pues su cronología se ha fijado entre 90000 a. C y 13000 a. C. Se trata de una especie con muchos rasgos de humano anatómicamente moderno pero de talla muy reducida (alrededor de 1 metro), lo cual justificó su apodo de hobbit. A pesar de que algunos expertos creen que podría descender del Homo erectus, tanto su tamaño como su peso y capacidad craneal (apenas unos 380 cm3) recuerdan a los de los australopitecos más antiguos o incluso a los chimpancés. No obstante, como se pudo demostrar mediante estudios antropológicos y arqueológicos, esta especie era ciertamente inteligente y capaz de realizar artefactos líticos de buena factura, muy parecidos a los fabricados por el hombre de Cro-Magnon europeo hace 30.000 años.

Reconstrucción de mujer "hobbit"
Bastantes paleontólogos opinan que el hobbit es realmente una nueva especie de homínido, mientras que unos pocos consideran que la adaptación a unas condiciones de vida extremas pudo empujar a esta especie al enanismo[7], o sea que se trataría de una degeneración o malformación a partir de una especie conocida (¿sapiens?). Con todo, el itinerario evolutivo del hobbit no está nada claro y no faltan los que apuestan por un antecesor aún desconocido para este Homo, ya que consideran que el Homo erectus (o incluso el sapiens) era demasiado grande para haber involucionado hacia un ser tan pequeño. ¡Y a la hora de proponer ancestros se llegó a hablar de Homo habilis e incluso de australopitecos, que nunca han sido identificados fuera de África! En definitiva, más de un paleontólogo ha confesado que este hallazgo obliga a reconsiderar muchos aspectos de la evolución y a replantear el concepto de “humano”.

Así las cosas, volviendo ya a Sudáfrica, el Homo naledi sigue en un estadio de gran indefinición, a falta de estudios más profundos. Lo que sí es cierto es que pese a tener un esqueleto similar al humano (aunque sea arcaico), los elementos primitivos son muy claros y la capacidad craneal es muy baja, prácticamente la mitad del Homo erectus, lo cual  lo acerca bastante más a los australopitecinos. Tampoco ayuda el hecho de que no tengamos huellas inequívocas de que manejara o trabajara artefactos, hiciera fuego o tuviera ciertas capacidades intelectuales desarrolladas. En todo caso, vemos que los expertos no se ponen de acuerdo y mientras Berger, el brillante descubridor, resalta los rasgos únicos de este espécimen, otros antropólogos le bajan los humos afirmando que, o bien era una variante de Homo erectus o bien una reliquia aislada que sobrevivió hasta tiempos recientes, pero que en modo alguno va cambiar el panorama actual de la paleoantropología. En fin, todo esto me da más la sensación de lucha entre egos científicos mientras la verdad se va quedando por el camino. Me encanta esta “objetividad” de la ciencia[8].

El diminuto cráneo del Homo floresiensis
Finalmente, ¿cómo definimos al hombre (género Homo)? ¿Y al primate? ¿Por qué los científicos, a cada diferencia morfológica hallada, se apresuran a “crear” nuevas especies? ¿Y por que esa obsesión con el tamaño del cerebro? Vemos que el tamaño del cráneo –y consecuentemente del cerebro– no es en absoluto garantía de distinción entre humanos y no humanos. Hoy sabemos que los humanos modernos, dependiendo de la raza y hasta de cada individuo, pueden manifestar una inteligencia normal o superior con cerebros bastante pequeños, de hasta 700 cm3. Y recordemos que la propia ciencia engloba en el género Homo a individuos con capacidades desde los 380 cm3 (los floresiensis) hasta los 1.500 cm3 (los neandertales). Pero es más, incluso conocemos casos de personas aquejadas de enfermedades como la hidrocefalia que tienen más líquido que cerebro en el interior de sus cráneos y aún así muestran una inteligencia normal[9]. Luego, es bien posible que la inteligencia y la conciencia no residan necesariamente en un cerebro grande, aunque esto ya sería tema para otro artículo.

Por otro lado, es bien sabido que ciertos primates pueden caminar erguidos temporalmente y que pueden usar objetos a modo de utensilios. Y no olvidemos que, según los estudios científicos, un chimpancé comparte con nosotros el 98% del ADN. Entonces, tan próximos... y tan lejanos, con sólo un 2% de diferencia genética. Inevitablemente surgen varias cuestiones al respecto: ¿Cómo definimos pues a todos estos seres del pasado que no son “simios” pero tampoco “humanos”? ¿Por qué todos los primates poseen 24 pares de cromosomas y los humanos 23? ¿Y qué papel juega en todo esto ese alto porcentaje de ADN basura que tienen los humanos y que ningún científico ha explicado aún para qué sirve?

¿No será que hay simios y humanos, con sus múltiples variantes morfológicas, pero que nunca existió una especie intermedia (o varias), porque los humanos tal vez no descendemos de los primates, por mucha proximidad que haya entre nosotros? ¿Estamos dispuestos a plantear ya otros escenarios científicos que no sean la misma obsesión evolutiva de siempre? Estaría bien disponer de algunas respuestas para estas preguntas.

© Xavier Bartlett 2015



Imagen H. naledi: © Mark Thiessen/National Geographic/PA





[1] Así, en 2008 se encontraron dos esqueletos bastante enteros de homínidos de aspecto primitivo, que fueron datados en alrededor de dos millones de años y asignados a una nueva variante de australopitecinos: el Australopithecus sediba.

[2] De Dinaledi, “cámara de las estrellas” en el lenguaje local sesotho, por llamarse así la cámara en cuestión.

[3] A fecha de hoy aún no se han realizado análisis de este tipo, ni con C-14 ni con otra técnica. Lo que se sabe es que otras técnicas habituales, como la datación de estratos de cenizas volcánicas, no son aplicables en este caso.

[4] Cabe destacar que esta falta de datación estuvo a punto de comprometer la publicación de los hallazgos, pues muchas revistas científicas se niegan a publicar investigaciones paleontológicas que carezcan de datación.

[5] De todos modos, es oportuno citar que el prestigioso científico Stephen Jay Gould planteó la famosa teoría del “equilibrio puntuado” para explicar los fuertes cambios o apariciones y desapariciones bruscas de especies a causa de factores puntuales en el tiempo.

[6] En este sentido, la ortodoxia científica siempre recurre a la genética y a las mutaciones aleatorias como explicaciones objetivas, aunque no haya prueba directa que demuestre que una determinada mutación sea la causante de un cierto cambio “evolutivo”.

[7] Por cierto, me permito recordar que el mismo profesor Lee Berger, a raíz del hallazgo de grandes huesos humanos en África, propuso un periodo de gigantismo en la historia de la Humanidad, tal vez protagonizado por Homo heilbergensis o sapiens muy arcaicos hace medio millón de años. Y nadie le ha hecho caso hasta la fecha.

[8] Estas guerras de egos son muy antiguas y perviven con buena salud, como en nuestro caso del muy único y esencial homínido Homo antecesor, que para muchos expertos internacionales se trataba de una simple variante de H. heilderbergensis.


[9] Estos casos fueron estudiados por el Dr. John Lorber, neurólogo británico, que constató que varios niños, pese a estar afectados por una fuerte hidrocefalia, tenían unas capacidades intelectuales normales. En uno de los casos, Lorber apreció que un buen estudiante de matemáticas, con un CI de 126, apenas poseía un cerebro “físico” pues su cráneo sólo contenía una fina capa de células cerebrales de 1 mm. de espesor; el resto era líquido cefalorraquídeo.

jueves, 1 de octubre de 2015

El hundimiento del Lusitania: ¿otra “extraña” catástrofe?


Introducción


En este blog, en su momento, hice una breve inmersión en la historia contemporánea para comentar ciertos puntos oscuros en el trágico suceso de la pérdida del Titanic, que a día de hoy continúa encerrando numerosas incógnitas e incluso escenarios conspirativos. Siguiendo una línea similar, en este artículo voy a abordar otro famoso hundimiento del cual se cumple precisamente el centenario en este 2015: me estoy  me refiriendo al caso del trasatlántico británico Lusitania, que se fue al fondo del mar cerca de la costa irlandesa el 7 de mayo de 1915, tras haber sido torpedeado por el submarino alemán U-20.

Digamos que la historia del Lusitania ha sido estudiada por numerosos expertos navales y por historiadores, profesionales o aficionados, y ha desembocado en dos versiones o enfoques. Por un lado, existe el enfoque mayoritario de considerar esta desgracia como una serie de casualidades y negligencias que condujeron a un fatal desenlace, con las graves consecuencias políticas que se derivaron luego. Por otro lado, están los defensores de las teorías conspirativas, que en sus conclusiones apuntan a que fue un golpe bien preparado y ejecutado, con el fin bien evidente de implicar al gobierno americano en la guerra europea, pues hasta entonces los EEUU venían mostrando una postura claramente neutralista. Según estos autores, los propios hechos demostrarían que demasiadas piezas se orientaron en una dirección concreta de forma inexplicable y que el azar no pudo juntar todos esos componentes para dar un resultado tan fatídico. Repasemos pues los acontecimientos desde los inicios de la Primera Guerra Mundial para ver qué puede haber de cierto en tales aseveraciones.

De la paz a la guerra


El RMS Lusitania era un imponente trasatlántico de la compañía británica Cunard, botado en 1906 en el prestigioso astillero John Brown & Company, de Escocia. Desplazaba –sin carga– más de 31.000 toneladas y tenía una eslora de casi 240 metros y una manga de 26 metros. Estaba propulsado por cuatro turbinas de vapor Parsons que movían cuatro grandes hélices tripalas, y podía alcanzar una velocidad máxima de 25 nudos. Era un barco del máximo lujo y prestaciones, al estilo del Titanic[1], diseñado para competir con otros grandes buques de la época en el transporte de viajeros a través del Atlántico. De hecho, gracias a su gran velocidad, consiguió ostentar temporalmente la llamada banda (o cinta) azul, galardón que reconocía la travesía más rápida de este océano.

Zona de guerra submarina sin restricciones alrededor de las Islas Británicas
Cuando estalló la guerra en 1914, el almirantazgo británico tuvo intención de convertir al Lusitania en crucero auxiliar armado, así como a su gemelo Mauretania[2], pero finalmente fue mantenido en su función de trasatlántico para el transporte de pasaje y mercancías. En este cometido, el Lusitania había realizado ya varias travesías cuando en febrero de 1915 el Kaiser Guillermo decretó la guerra submarina sin restricciones en las aguas que rodeaban las Islas Británicas. Esta situación de tensión ante la posibilidad de un ataque en aguas británicas provocó que –tras las complicaciones de un viaje realizado en marzo– el capitán del Lusitania, Daniel Dow, afectado de estrés, pidiese su traslado a otro buque, siendo sustituido por el capitán William T. Turner, un experto marino que ya había estado al mando de los mayores buques de la compañía Cunard.

El encuentro con el destino


Así llegó el día 1 de mayo de 1915, en que el Lusitania zarpó de Nueva York con destino a Liverpool, con 2.000 pasajeros y tripulantes a bordo, entre ellos un buen número de ciudadanos norteamericanos, y con una carga mixta de mercancías, entre las cuales había municiones de rifle y de cañón. Poco antes de partir, la embajada alemana en Washington avisó claramente mediante anuncios en la prensa que los buques de bandera británica que navegasen en zona de guerra corrían el riesgo de ser destruidos y que los pasajeros que embarcasen lo hacían bajo su responsabilidad[3]. En la práctica, muy pocas personas hicieron caso de esta nota porque casi todo el mundo pensaba que era prácticamente imposible que el rápido y gigantesco Lusitania pudiera ser hundido por un submarino.

A partir de este momento se encadenaron una serie de hechos no poco sospechosos. Mientras el Lusitania navegaba sin incidencias a través del Atlántico hacia su destinación, los servicios de información británicos tuvieron constancia de importantes movimientos de submarinos alemanes en aguas inglesas. Esta labor de seguimiento corría cargo de una oficina secreta de Inteligencia llamada Habitación 40, la cual proporcionaba valiosos datos de primera mano al Almirantazgo gracias a la intercepción y descodificación de los mensajes de radio de la Marina alemana. Tanto es así que, mediante un flujo regular de información, la Habitación 40 era capaz de situar aproximadamente la posición de las naves alemanas en un sistema de cuadrículas alrededor del territorio británico.

Submarino alemán de la Primera Guerra Mundial
Así pues, no es de extrañar que en aquellas fechas se tuvieran informes concretos de la presencia y actividad del submarino U-20, así como de otros submarinos (en total seis), en las aguas entre Gran Bretaña e Irlanda. Incluso se sabe que el U-20 y su eficaz capitán, Walter Schwieger, ya venían siendo objeto de seguimiento específico; de hecho, se tenía un registro de sus patrullas desde hacía tiempo. Y por si fuera poco, los británicos disponían de un mensaje crucial alemán –interceptado en marzo– informando sobre la navegación del Lusitania y la fecha posible de su llegada a puerto, lo cual confirmaba que para los alemanes se trataba de un objetivo militar legítimo.

Pese a todo ello, en esos días no se tomaron medidas especiales preventivas para proteger el tráfico mercante, incluido el Lusitania, y sí en cambio para proteger al acorazado HMS Orion al que se le asignó escolta en su travesía hasta la base naval de Scapa Flow. Al parecer, la postura de Winston Churchill, a la sazón Primer Lord del Almirantazgo, tuvo un importante peso en tal decisión, pues se había mostrado reticente a dar escolta a los buques mercantes, y no ocultaba su deseo de que, al atraer a dichos buques a puertos británicos y exponerlos al hundimiento, los EE UU se vieran obligados a entrar en guerra del bando aliado. Es más, incluso después del desastre del Lusitania todavía sostuvo en el parlamento que “el tráfico mercante debía cuidarse solo”.

La tragedia


En este contexto, el 6 de mayo, al aproximarse a Irlanda, el capitán Turner tuvo noticia por radio acerca de la actividad submarina en la zona por donde debía pasar (el canal de San Jorge[4]) para llegar a Liverpool, aunque sin apenas detalle. Así, el mensaje no mencionaba para nada que los alemanes –el propio U-20– ya habían hundido tres barcos en aquellas mismas aguas. Sea como fuere, y aun con tal amenaza latente, no se ofreció ninguna escolta al trasatlántico. De hecho, el viejo crucero HMS Juno, la única embarcación de protección que iba a acompañar al Lusitania, fue retirada en el último momento por orden del Almirantazgo, justamente para protegerse de los ataques de los submarinos; asimismo, había algunos destructores o torpederos disponibles en puertos cercanos pero tampoco fueron movilizados.

Llegados al fatídico día 7, el buque ya navegaba por el Mar Céltico (al sur de Irlanda) y aunque se recibió un nuevo mensaje sobre la presencia de submarinos en el área, Turner seguía sin tener ninguna advertencia concreta sobre cómo proceder ni tampoco conocía las recientes instrucciones de navegar en zig-zag. Así, con tierra ya a la vista, siguió un curso recto cercano a la costa irlandesa y a media velocidad —el Lusitania hizo casi todo el viaje a toda máquina (21 nudos)[5] pero pasó por el sur de Irlanda a 18 nudos— lo que facilitó la labor del submarino U-20, que resultó estar en el lugar y el momento justo, alrededor de la 1:20 de la tarde de ese día 7.

En efecto, fue entonces cuando el U-20 avistó un gran transporte de pasajeros de cuatro chimeneas. El capitán Walter Schwieger ordenó inmersión y se preparó para la interceptación, sin haber identificado aún de qué barco se trataba. Schwieger hizo una observación cuando su objetivo estaba a unos 3 kilómetros y estimó que –dada la distancia y la velocidad de éste– no podría atacarlo a menos que cambiase de rumbo. Y justo en aquel instante, Turner ordenó que el Lusitania virara a estribor para seguir un rumbo paralelo a la costa, adentrándose así un poco hacia mar abierto, lo cual lo puso directamente en el camino del U-20, que maniobró en consecuencia para obtener una óptima posición de tiro. Así pues, hacia las 2 de la tarde, el submarino lanzó un torpedo del tipo G6 al Lusitania, al que alcanzó de pleno a la altura del puente, provocando una gran explosión. El torpedo, de hecho, fue visto por algún vigía y por algunos pasajeros, pero no hubo tiempo de reacción. Lo que es significativo, como luego veremos, es que según testimonios de los supervivientes, y a pesar de que sólo se había observado un torpedo, se notó una segunda explosión –más potente– unos 30 segundos después.

Localización aproximada del naufragio del Lusitania (punto rojo)
En definitiva, el daño causado fue grande, y aunque el buque todavía iba a buena velocidad, se escoró notablemente a estribor y se fue hundiendo por la proa a pasos agigantados, lo cual dificultó mucho las tareas de abandono del barco. Se arriaron pocos botes[6] y muchas personas cayeron al mar y se ahogaron, bastantes de ellas porque ni siquiera se habían puesto correctamente el chaleco salvavidas. El hundimiento se produjo tan solo 18 minutos después del impacto, a unas 11 millas al sur del cabo de Kinshale. El desastre fue tan rápido e inesperado que perecieron casi 1.200 pasajeros y tripulantes, entre ellos 123 ciudadanos estadounidenses; sólo se salvaron 764 personas. Las víctimas fueron hombres, mujeres y niños de todas las clases sociales, incluyendo famosos personajes americanos como el millonario Alfred Vanderbilt o el empresario del espectáculo Charles Frohman.

Seguramente se podrían haber salvado más vidas, pero el crucero Juno, que había zarpado del cercano puerto de Queenstown (actualmente, Cobh) para acudir al rescate, fue obligado a regresar por orden del Almirantazgo para no correr riesgos. Así, el rescate quedó en manos de barcos más pequeños y más lentos que tardaron unas tres horas en llegar al lugar del naufragio, mientras que el Juno hubiera podido llegar en poco más de una hora. El resultado fue una masacre más grande, con muchas muertes por agotamiento e hipotermia.

Entretanto, Schwieger, tras haber alcanzado su objetivo, identificó al fin que se trataba del Lusitania, pero –viendo el gran desastre humanitario y que el barco se iba a hundir irremisiblemente– decidió no disparar un segundo torpedo. Con todo, poco después de hundir al gigante de la Cunard avistó un vapor al que no dudó en disparar un torpedo, que falló el blanco o no explotó, pese a las óptimas condiciones de tiro. Tras este fracaso, dejó pronto aquellas aguas y puso rumbo a su base. Los mandos alemanes felicitaron al capitán y a la tripulación del U-20 a su llegada y no ocultaron su júbilo por haber hundido un barco tan representativo para Gran Bretaña. En cuanto a las duras criticas internacionales recibidas, los alemanes justificaron su acción alegando que el buque seguía siendo un crucero auxiliar y que transportaba un cargamento de armas y municiones[7].

Consecuencias


En el todo el Imperio británico –y se puede decir que en todo el mundo– se produjo una gran conmoción e indignación por la pérdida del trasatlántico y de tantas vidas. Como era de esperar, toda la prensa magnificó el suceso, destacándolo en grandes titulares y aportando todos los detalles, pero recalcando que el Lusitania había sido víctima “de dos torpedos”, según la versión oficial. Las autoridades, vista la magnitud y el impacto social de la catástrofe, iniciaron las pesquisas para aclarar lo sucedido; de este modo, se abrió una investigación oficial a cargo de Lord Mersey. Lamentablemente, por encima de otras consideraciones, se desató la búsqueda de culpables, que fue a centrarse enseguida en la figura del capitán William Turner, que había sobrevivido al naufragio. Así, en vez de situar el desastre en el marco de una acción de guerra, se pretendió que Turner fuera el perfecto chivo expiatorio, acusándole de ser el único responsable del desastre. No obstante, tras las comparecencias del propio Turner, de tripulantes, pasajeros y algunos expertos, se exoneró al capitán de toda responsabilidad, atribuyendo todas las culpas al capitán del submarino, aunque obviando discretamente la pasividad del Almirantazgo británico, que precisamente había mostrado la máxima animosidad contra Turner.

No obstante, ya entonces algunas voces empezaron a cuestionar en privado la actuación del Almirantazgo y en particular de Winston Churchill[8], que tal vez había tratado de desviar la atención en todo el asunto. Según los críticos, esta institución no había hecho todo lo posible para evitar tal catástrofe sino que, antes bien, la habría facilitado, sobre todo por el nulo apoyo de barcos de guerra cuando el Lusitania atravesó la zona de máximo peligro[9]. Años más tarde, incluso un oficial de Inteligencia británico, Patrick Beesly, afirmó que los datos disponibles no parecían apuntar a un cúmulo de errores y fatalidades, sino a una conspiración en toda regla:

«Como inglés y como amante de la Marina Real, preferiría atribuir ese fallo a la negligencia, incluso una burda negligencia, y no a una conspiración deliberada para poner en peligro el barco [...] pero sobre la base del volumen considerable de información que ahora tenemos disponible, me veo obligado, de mala gana, a establecer que, sopesándolo todo, la explicación más probable es que en realidad hubo un complot, aunque imperfecto, para poner en peligro al Lusitania con el fin de implicar a los Estados Unidos en la guerra.»[10]

El Lusitania entrando en el puerto de Nueva York (EE UU)
Mientras tanto, al otro lado del Atlántico, la tragedia comportó una fuerte oleada de protestas populares, y si bien el presidente Woodrow Wilson encajó el golpe y trató de mantener la calma con mensajes de repulsa y condena, la visión neutral americana empezó a desvanecerse. No hubo, es cierto, una llamada general a la guerra, pues amplios sectores sociales apoyaron al presidente y se sumaron a la contención, pero la política aislacionista americana quedó ya sentenciada. Lo que sorprende hasta cierto punto es que, pese al fuerte eco de la catástrofe, todavía durante muchos meses los alemanes siguieron hundiendo buques con pasajeros americanos o incluso barcos con bandera de EE UU sin que el presidente Wilson moviera un dedo. Hubo que esperar a un acontecimiento inesperado, la divulgación de un telegrama alemán dirigido al Gobierno de México a inicios de 1917[11], para empujar a los Estados Unidos a implicarse definitivamente en el conflicto europeo mediante una declaración de guerra en abril de ese mismo año.

Análisis y conclusiones


Si tratamos de plantear algunas reflexiones sobre lo acontecido, vemos sin mucho esfuerzo que existieron algunos elementos extraños que tienen difícil explicación en un escenario “normal” de guerra. En resumen, podemos observar dos grandes controversias: en primer lugar, ¿cómo se pudo producir una cadena de negligencias y fatalidades tan grande? Y en segundo lugar, ¿qué fue lo que realmente hundió al barco, considerando que un solo torpedo era “demasiado poco” para echar a pique un buque tan grande?

En cuanto a la primera cuestión, algunos autores hablan de la acción del puro azar en ciertos puntos que condujeron al fortuito encuentro entre ambas naves, con casi todo a favor del submarino. Por ejemplo, el breve retraso en la partida del Lusitania, las óptimas condiciones meteorológicas en la zona del ataque[12], o el cambio de rumbo tomado en el último momento, que posibilitó que el U-20 alcanzara una inmejorable posición de tiro. Se puede argüir que la falta de zig-zag por parte del trasatlántico facilitó las cosas, pero de hecho Turner ya había realizado pequeños cambios de rumbo al llegar a Irlanda, los cuales podían interpretarse como un “sucedáneo” de zig-zag. De todos modos, tal maniobra dificulta el disparo de torpedos pero no lo impide del todo, como el propio Turner comprobó en sus carnes dos años más tarde[13]. Por otro lado, la decisión del capitán de navegar a 18 nudos tenía su lógica, pues si hubiera ido a la máxima velocidad posible hubiera llegado demasiado pronto a Liverpool y no hubiera podido entrar en el puerto hasta que no subiera la marea, lo cual le habría obligado a reducir la marcha o incluso detenerse, dándose así una situación peligrosa.

Pero más allá de las coincidencias y fatalidades, está claro que el Almirantazgo británico conocía la notable actividad submarina alemana en sus aguas en aquellas fechas y muy en particular los movimientos del U-20. Además, por si quedaba alguna duda de la presencia del submarino enemigo, tuvieron lugar tres hundimientos poco antes de que el Lusitania llegara a la costa sur de Irlanda, una zona que el trasatlántico debía cruzar forzosamente. Y dados estos precedentes, incluida la advertencia alemana publicada en EE UU, es totalmente inexplicable cómo no se tomaron medidas más firmes y concretas para proteger un barco tan importante, a excepción de dos mensajes escuetos y sin ningún detalle ni instrucción precisa. Esta falta de atención contrasta significativamente con el viaje realizado en marzo por el propio Lusitania, en el cual sí se tomaron mayores medidas y precauciones.

En fin, frente a las claras amenazas que eran ya bien conocidas por la Habitación 40, el Almirantazgo pudo haber indicado un determinado rumbo al Lusitania, o que tomara la mucho más segura ruta alternativa del norte, rodeando Irlanda y luego enfilando el Mar de Irlanda. Incluso le podía haber aconsejado que recalara en un puerto seguro hasta que el peligro se hubiese desvanecido. Pero sin duda lo más efectivo hubiera sido enviar al menos un par de destructores en cuanto el Lusitania llegara al Mar Céltico para acompañarlo hasta el final de ruta, y no había ninguna razón objetiva que impidiese tal escolta. Lo que sí es cierto es que determinadas informaciones o instrucciones entre la compañía Cunard y el Almirantazgo nunca fueron reveladas al público y tal vez ahí pudiéramos encontrar algunas pistas, bien sobre las negligencias cometidas, bien sobre una supuesta conspiración.

Recreación artística del hundimiento del Lusitania
En lo referente a la segunda cuestión, ni la opinión pública ni los responsables de la investigación de aquella época supieron nunca que en realidad el U-20 había lanzado un solo torpedo, como ya hemos apuntado. La información verídica[14] fue retenida por el Almirantazgo, que siguió ocultando la verdad y apoyando la versión oficial de los dos torpedos. Y aquí subyacen nuevas incógnitas porque un solo torpedo parecía muy poco para hundir un buque de tales proporciones, y además tan rápidamente. Si el Titanic sufrió una enorme grieta en su casco bajo la línea de flotación y tardó horas en hundirse, ¿cómo es posible que el Lusitania se fuera a pique en sólo 18 minutos por el boquete de un torpedo? La experiencia dice que los torpedeamientos a barcos grandes solían requerir de dos a tres torpedos. Como muestra, en 1916 el propio Schwieger precisó de tres torpedos para despachar al transporte de tropas Cymric (de “sólo” 12.500 toneladas), y aún así estuvo a flote más de un día[15].

Todo ello se ha relacionado con la carga de municiones que portaba el Lusitania, punto que ya fue desvelado por los alemanes. Así, tras la explosión del torpedo, se habría producido una reacción en cadena con el estallido de la munición almacenada en la santabárbara. De alguna manera, esto habría multiplicado el daño en la proa y habría acelerado mucho el hundimiento del barco. Sin embargo, la investigación submarina realizada en los años 90 por el famoso explorador submarino Robert Ballard no descubrió ningún rastro de daños importantes en la zona de la santabárbara, y además los expertos se reafirman en que la munición transportada (balas y metralla) no hubiera podido explotar por acción del torpedo. En consecuencia, como alternativa, se llegó a hablar de una carga secreta de explosivos, pero a día de hoy no se tiene prueba alguna de la existencia de tal cargamento, y dado que el barco reposa sobre el fondo en su costado de estribor (donde impactó el torpedo) se hace complicado implementar una investigación detallada[16].

Una de las hélices del Lusitania, rescatada del fondo del mar
Ahora bien, como los testimonios incidían mucho en la segunda explosión, se han barajado otras hipótesis. Por ejemplo, Ballard se inclinaba por la hipótesis basada en el polvo de carbón. Según este escenario, los depósitos laterales de carbón ya estarían casi vacíos a esas alturas de viaje y la nube de polvo acumulado habría estallado por la influencia del impacto del torpedo. Luego, esos depósitos se habrían inundado rápidamente, causando la fuerte escora a estribor y el posterior hundimiento. No obstante, el autor Erik Larson, desestima esta propuesta, así como la de la munición, y cree que segunda explosión se debió a la rotura de una tubería de vapor, al producirse un fuerte choque térmico, dado el contraste de temperatura entre las frías aguas oceánicas y la sala de calderas n.º 1.

Por otro lado, el proceder del capitán alemán en el ataque también resulta un poco extraño, por decir poco. Téngase en cuenta que en aquella época los torpedos alemanes tenían una alta tasa de fallo (hasta del 60%), lo que salvó al último vapor atacado en esa patrulla. Lo lógico por parte de Schwieger hubiera sido disparar dos o tres torpedos para asegurar el hundimiento del Lusitania –o al menos para causarle un gran daño– visto el tamaño del objetivo y la baja fiabilidad de los torpedos. Schwieger, al menos, podía haber disparado otro al mismo tiempo y no lo hizo[17]. ¿Tan seguro estaba del resultado? En efecto, no hubo mala suerte con el torpedo dirigido al Lusitania y sí muy buena suerte al dar en un punto crítico, con la paradoja añadida de que Schwieger había calculado mal la velocidad de su objetivo, y aun así acertó, si bien el torpedo no impactó a donde él había apuntado, hacia el centro del buque. Por tanto, aparentemente, fue un golpe de tremenda fortuna “ayudado” por una explosión interior, del tipo que fuere.

Como conclusión final, podemos decir que la visión conspiracionista tiene sólidos argumentos a su favor, con una innegable sombra de manipulación por parte del gobierno británico para forzar la entrada de los EE UU en la guerra mediante el hundimiento del Lusitania como “casus belli”. De hecho, si tal era el plan, funcionó bien, pero no del todo, pues pese a la reacción popular de repulsa, el gobierno americano se mantuvo firme en su alejamiento de la guerra. Así pues, la razón exacta por la cual la intervención de los EE UU se demoró hasta dos años después del desastre del Lusitania quizá nunca la sepamos, e incluso podríamos decir que constituye todo un enigma histórico el hecho de haber fomentado un estado de opinión pública tan hostil hacia Alemania y no haberlo aprovechado hasta pasados dos años, cuando un incidente relativamente menor (el telegrama sin ton ni son dirigido al gobierno de México) sirvió de justificación para la declaración de guerra.

Y como colofón y “coup de théâtre”, como dicen los franceses, nos quedaría el más increíble de los escenarios que justificaría el hundimiento del Lusitania, con la más perfecta conjunción de todos los elementos y países en liza. ¿Se lo imaginan?

© Xavier Bartlett 2015

Fuente de imágenes: Wikimedia Commons


[1] Realmente, el Titanic y su gemelo Olympic fueron un poco posteriores y se inspiraron en los grandes buques de la Cunard, aunque con algunas diferencias.
[2] De hecho, el Almirantazgo los dio de alta como tales al comienzo de la guerra, pero por varias razones se desestimó al Lusitania para su uso militar. Empero, el Mauretania, al igual que otros grandes navíos semejantes, sí fue empleado como transporte de tropas o barco-hospital.
[3] El texto completo era el siguiente: “AVISO. Se recuerda a los PASAJEROS que vayan a embarcar en una travesía atlántica que existe un estado de guerra entre Alemania y sus aliados y Gran Bretaña y sus aliados; que la zona de guerra incluye las aguas adyacentes a las Islas Británicas; que, de acuerdo a la declaración emitida por el Gobierno Imperial alemán, los barcos que ondeen el pabellón de Gran Bretaña o de cualquiera de sus aliados, son susceptibles de ser destruidos en esas aguas y que los viajeros que naveguen por la zona de guerra en barcos de la Gran Bretaña lo hacen bajo su propia responsabilidad.” Embajada Imperial alemana. Washington, 22 de abril de 1915.
[4] Se trata del canal marino comprendido entre la costa de Irlanda y la de Gales.
[5] Durante esa travesía, y por una política de ahorro de costes, la compañía Cunard obligó a dejar inactiva una de las turbinas, con lo que la velocidad máxima era en realidad de 21 nudos en vez de 25.
[6] En este aspecto no sirvió de mucho que, a diferencia del Titanic, el Lusitania sí tuviera botes para todos los pasajeros en caso de emergencia.
[7] El gobierno británico lo negó durante mucho tiempo, pero finalmente tuvo que reconocerlo. Además, las exploraciones submarinas de los años 90 detectaron restos de dicha munición.
[8] Cabe reseñar que en los días en que sucedieron los acontecimientos Churchill se encontraba en visita oficial a Francia y no consta que se implicara personalmente en los hechos, ni siquiera a distancia.
[9] Quizá no por casualidad, semanas más tarde los máximos responsables del Almirantazgo, Churchill y Lord Fisher, ya habían sido relevados en sus puestos.
[10] LARSON, E. Lusitania. Ariel. Barcelona, 2015. p. 384
[11] Curiosamente, fueron los servicios secretos británicos –y no los americanos– los que interceptaron el telegrama codificado y lo descifraron. Luego lo pasaron al gobierno americano, que a su vez lo filtró a la prensa en el momento adecuado. El telegrama parecía demasiado bueno para ser cierto, pero para estupor de muchos el propio remitente –el ministro alemán de Exteriores Arthur Zimmerman– lo confirmó como verdadero semanas más tarde.
[12] En buena parte de su ruta final, el U-20 se había encontrado con espesos bancos de niebla, e incluso ese mismo día acababa de superar otra zona de niebla en que la baja visibilidad impedía cualquier ataque.
[13] En 1917, cuando Turner estaba al mando de otro barco en el Mediterráneo, fue víctima de los torpedos de un submarino a pesar de estar navegando en zig-zag. Turner fue el último en abandonar la nave y nuevamente salió vivo del desastre, pero ya no volvió al servicio activo hasta su retiro.
[14] De nuevo fue la Habitación 40 la que obtuvo esta valiosa información, al haber interceptado un mensaje del U-20 a su regreso a Alemania en el que se hablaba explícitamente de un solo torpedo para el Lusitania.
[15] Casualmente, el hundimiento tuvo lugar casi justo un año más tarde (el 8 de mayo de 1916), también en aguas del sur de Irlanda. En esta ocasión, sin embargo, sólo se perdieron cinco vidas.
[16] A este respecto, hay que decir que a lo largo de los años las autoridades británicas siempre pusieron los máximos obstáculos para que se explorara el pecio del buque, situado a 90 metros de profundidad, que incluso fue utilizado como blanco para torpedos y cargas de profundidad. Cuando el pecio pudo ser explorado en buenas condiciones, en la década de 1990, ya estaba en bastante mal estado.
[17] Los submarinos alemanes de esa época sólo tenían dos tubos lanzatorpedos a proa y otros dos a popa. De todas formas, al U-20 aún le quedaban torpedos de reserva para una recarga.