miércoles, 22 de mayo de 2019

Iconografía de los antiguos astronautas

Introducción

Uno de los grandes pilares de la arqueología alternativa ha sido sin duda la Teoría del Antiguo Astronauta (en adelante, TAA), que fue difundida hace ya más de 40 años entre el gran público por Erich Von Däniken, si bien esta propuesta ya había sido esbozada ampliamente por varios autores anteriores al fenómeno literario del escritor suizo. Básicamente, lo que la TAA viene a proponer es que el planeta Tierra fue visitado en tiempos inmemoriales por una civilización extraterrestre y que de algún modo tuvo un papel decisivo en la evolución de la Humanidad, e incluso en su propio origen (lo que sería la hipótesis intervencionista, que se opone al evolucionismo académico).

Esta obsesiva búsqueda de extraterrestres en nuestra historia no se debió a un repentino arrebato de algunos autores con mucha imaginación, sino que vino marcada por la coincidencia de una serie de hechos que facilitaron la aparición de estas ideas. Por un lado, está el nacimiento de la ufología a partir del famoso incidente de Roswell (EE UU) en 1947. Por otro lado, más o menos en esas fechas, se inició la carrera espacial y la exploración del Sistema Solar por parte de las grandes superpotencias. En esta misma línea, cabe destacar que el siglo XX vio crecer el interés popular por la ciencia-ficción como género literario abierto a todo tipo de especulaciones sobre razas inteligentes en el Universo. Finalmente, tampoco debemos menospreciar la influencia de determinadas corrientes contraculturales o espiritualistas de las últimas décadas, que a veces han resultado en una crítica directa a la ciencia establecida.

El caso es que, llegados a los inicios de los años 60, el llamado realismo fantástico puso los cimientos definitivos de la TAA, que Von Däniken luego difundió exitosamente a través de su libro “Recuerdos del futuro” y de su correspondiente documental. Para resumir su enfoque muy brevemente, diremos que Von Däniken defendía la supuesta presencia de estos astronautas de otros planetas a partir de las formas y conceptos de carácter divino que produjeron los hombres primitivos como consecuencia del contacto o influencia de estos seres. Esta sería la razón de hallar en antiguas culturas de todo el globo numerosas manifestaciones artísticas o rituales que parecen representar astronautas, naves espaciales, objetos de avanzada tecnología, etc. y que habían sido malinterpretados por la ciencia ortodoxa.

Así pues, si nos centramos en lo que serían ciertas figuras humanas o humanoides de difícil identificación, la TAA nos ofrece una extensa iconografía de los antiguos astronautas, esto es, la representación en tiempos remotos de esos supuestos seres extraterrestres en forma de pinturas, grabados, relieves o estatuas. Estas imágenes han sido objeto de observación y análisis por parte de muchos autores alternativos, los cuales están convencidos de que –como mínimo–­ tales figuras resultan muy extrañas o sospechosas. En este artículo vamos a adentrarnos en dicha iconografía para ver qué podemos sacar de ella, y veremos que una vez más los terrenos de la especulación dan para mucho, mientras que las certezas son realmente mínimas.

Tipologías del antiguo astronauta 

El primer paso para reconocer esta iconografía es, según la visión alternativa, transmutar a hombres, dioses, espíritus u otros seres mágicos o mitológicos en astronautas, siguiendo un patrón de analogía. Así, esas múltiples estatuillas o representaciones gráficas serían en realidad retratos –que van de lo más figurativo a lo casi simbólico– de lo que los antiguos humanos vieron con sus propios ojos: seres venidos de otros planetas. A este respecto, es harto conocida la comparación que hizo Von Däniken al aparejar la fotografía de una antigua estatuilla con la imagen de un moderno astronauta para evidenciar ciertos rasgos comunes.

La lápida de la tumba del rey Pacal
Cabe destacar que esta comparación es la más típica, pero lo cierto es que hay otros individuos muy poco “tecnológicos”. Por ejemplo, el famoso astronauta de Palenque, pese a pilotar una especie de cápsula-cohete (según Von Däniken), no presenta la indumentaria espacial correspondiente –al menos no la ortodoxa– y más bien viste como un antiguo maya. Quedaría pues en el aire la cuestión de qué tipo de indumentaria o aspecto podemos considerar como dudoso, pues lógicamente los defensores de la TAA tienen en mente las imágenes de astronautas actuales, pero un astronauta de otro planeta no tendría por qué llevar una escafandra similar, o incluso tal vez ni siquiera precisara de una escafandra. En este caso estaríamos haciendo una analogía cuando menos peligrosa.

No obstante, si tratamos de clasificar las representaciones de estos supuestos astronautas que nos presenta la literatura alternativa, llegaremos básicamente a dos grandes grupos de imágenes: 1) las figuras que tienen una vaga semejanza con la indumentaria más o menos compleja de un astronauta, y 2) las que simplemente muestran seres humanoides de un aspecto –digamos– extraño, categoría que puede llegar a ser un inmenso cajón de sastre si incluimos cualquier figura que se salga de “lo normal”.

Seres extraños ¿de otros mundos?
Con respecto a estas últimas, tengamos en cuenta que desde tiempos antiguos existe una extensísima iconografía de seres fantásticos, entre los cuales están las divinidades con una mezcla de rasgos animales y humanos, como el Anubis egipcio, el Oannes mesopotámico o el centauro griego, por poner sólo unos clásicos ejemplos. También podríamos incluir aquí la gran cantidad de seres mágicos representados desde la Prehistoria en las pinturas del arte cavernario o en petroglifos, sobre cuyo sentido o identidad se ha especulado mucho. De hecho, muchas representaciones de seres divinos o mitológicos de diversas civilizaciones o de pueblos primitivos han sido asociadas a entes extraterrestres por la simple razón de que su aspecto contiene características, rasgos o vestimentas que, al no ser naturalistas, presentan flancos abiertos a todo tipo de especulaciones.

Por ejemplo, tenemos figuras con tres o seis dedos, con grandes ojos o lentes, o con algo parecido a cascos, o que portan extraños objetos (sobre todo se habla de los seres que trasportan en la mano una especie de bolsa o cesta), o que irradian luz o algo parecido... sin olvidar la representación de algunos objetos flotantes que tienen una cierta semejanza con los famosos platillos volantes. Esta idea de ingravidez o vuelo también la encontramos en múltiples figuras aladas, que podrían indicar que estaríamos hablando de seres divinos o semidivinos con la capacidad de volar (o que proceden del cielo). Asimismo, existen otras figuras de gran tamaño de diseño más o menos esquemático o simbólico trazadas sobre la tierra –los geoglifos– que por su aspecto también se han relacionado con seres venidos del espacio. 

Astronauta de Kiev
De ambos tipos podríamos aportar aquí docenas de ejemplos que han salido a la palestra desde la época del realismo fantástico y que anteriormente habían estado recluidas en su contexto antropológico o arqueológico. Muchas de estas figuras han sido estudiadas desde hace décadas y algunas de ellas están expuestas en museos. La mayoría han podido ser datadas fiablemente, y aquí comprobamos que se presentan en un amplio espectro temporal, que se remonta a muchos miles de años, prácticamente desde el Paleolítico, hasta hace unos pocos siglos. En cuanto a su ubicación, las podemos encontrar en diversas regiones del mundo, si bien un buen número de ellas son originarias de las antiguas culturas precolombinas americanas. De unas pocas se tiene escasa información y, aunque están presentes en Internet en forma de fotografía, se hace complicado hallar información fiable sobre su localización, origen e interpretación, como por ejemplo el llamado astronauta de Kiev. Además, no nos engañemos, sobre algunas piezas específicas “demasiado bonitas para ser verdad” planea la sombra del fraude como la llamada nave de Toprakkale (hallada en Turquía en los años 70 del pasado siglo), una especie de cápsula espacial que incorporaría un tripulante con escafandra[1].

Hecha esta exposición sobre la tipología general, podemos pasar a profundizar ahora en algunas de las figuras más clásicas de la TAA, a fin de entender el origen de todas las especulaciones y contrastar las lecturas académica y alternativa.

Iconos clásicos de los antiguos astronautas

Para empezar con los típicos seres voladores, podemos citar las pinturas prehistóricas de Valcamonica (Italia) que muestran unas esquemáticas figuras humanas flotantes que destacan por poseer una especie de halo con radios (o rayos) en la cabeza. En lo referente a los grandes geoglifos que representan figuras humanoides cabe destacar el famosísimo astronauta de Nazca (de aspecto más bien robótico), algunas figuras de Palpa –ambas en Perú– o el Gigante de Atacama (Chile). Para los seguidores más entusiastas de la TAA no habría prueba más evidente que la representación de unos seres humanoides realizados para ser vistos desde el cielo, esto es, la morada de los supuestos dioses-astronautas.

Estatuilla dogu
Si hablamos ahora de la tipología “escafandra”, podríamos destacar unas pequeñas estatuillas procedentes del Japón prehistórico llamadas dogu, a las cuales se ha querido relacionar con figuras de astronautas. Según lo que nos dice la arqueología, dichas esculturas antropomorfas de terracota se han encontrado principalmente en la zona oriental del Japón, y datan del llamado periodo Jomon[2]. Su tamaño es variable, pero la de mayor altura que se ha encontrado entera es de 42 cm. En cuanto a las formas, exhiben una figura humana distorsionada y compacta, con cabezas de diversas formas (apuntada, triangular, en forma de corazón...), con pequeñas manos y pies. A veces presentan una decoración de trazos geométricos y en algunos casos estuvieron pintadas. Sobre su significado, se han propuesto varias teorías, pero no se sabe nada con certeza. Se ha dicho que podrían ser representaciones de diosas-madre o símbolos de fertilidad. También se ha barajado la posibilidad de que fueran representaciones de espíritus o guías para el más allá, dado que generalmente se han encontrado en contextos funerarios. Y otra hipótesis es que se tratase de un tipo de figuras personales a las cuales se podría transferir mágicamente alguna dolencia o adversidad.

Ya en el campo alternativo, la lectura personal de Von Däniken y de otros autores se ha centrado en un tipo en particular de figuras: las Shakōkidogū o estatuillas de anteojos. Así, donde los arqueólogos no vieron nada particular, los seguidores de la TAA observaron algo similar a un traje espacial, un posible casco, una especie de correaje y unas grandes gafas que destacan poderosamente. La arqueología ha sugerido que tales gafas o anteojos podrían ser una especie de primitivas gafas solares que usaban los inuit (esquimales), una especie de ojeras opacas con una estrecha abertura en el medio para facilitar la visión. Pero no existen mejores explicaciones.

Lo cierto es que muchos autores alternativos no han tardado en hacer notar que en diferentes partes del mundo se reproducían figuras con grandes ojos o anteojos. Por ejemplo, si volvemos al campo de los seres extraños, tendríamos las estatuillas estilizadas de dioses con grandes ojos en la antigua Sumeria o las famosas pinturas de wandjina de Australia. Precisamente, estas pinturas presentan otro frente de interpretación en la TAA, por lo que vale la pena comentar algunas de sus características. Los wandjina (o wondjina) aparecen en la mitología de los aborígenes australianos como una especie de espíritus o seres sabios procedentes de la Vía Láctea, que habrían creado el mar, la tierra y sus criaturas durante el llamado Dreamtime (“Tiempo de los Sueños”). Se suponía que los wandjina, que tenían enormes poderes, llevaron al hombre a un estadio de desarrollo y prosperidad. No obstante, también podían causar desastres naturales si eran ofendidos por los humanos. Su símbolo era una serpiente, similar a la de otros pueblos de la Antigüedad.

Figura wandjina
Estos wandjina fueron representados en pinturas rupestres polícromas –a las que se atribuye una antigüedad de decenas de miles de años– como figuras antropomórficas, con grandes cabezas (generalmente rodeadas por una especie de halo), grandes ojos negros y una nariz casi esquemática, pero en ningún caso con boca. Existen algunas figuras de gran tamaño, que aparecen de cuerpo entero, vestidas con una túnica o similar y calzadas con sandalias. La cabeza aparece rodeada de un doble halo y el rostro blanco sólo contiene dos ojos oscuros; asimismo, sus manos presentan de tres a siete dedos, tanto en manos como en pies. Los propios aborígenes confesaban que ellos no habían sido los autores de tales pinturas, sino que eran obra de unos seres que descendieron del cielo en una época muy lejana. Para los aborígenes estas pinturas tienen un especial significado místico o mágico de unión con sus ancestros y las tratan con gran respeto. Sea como fuere, en este caso nadie ha apreciado escafandras espaciales ni otros objetos sospechosos; simplemente se ha asociado una imagen antropomorfa a cierto estereotipo de alienígena.

Otro escenario clásico de representaciones de antiguos astronautas se encuentra en el macizo de Tassili N’Ajjer (Argelia), una región montañosa en pleno desierto del Sahara, pero que antiguamente fue una región húmeda y frondosa, bañada por ríos. Allí podemos observar un destacado conjunto de pinturas rupestres polícromas realizadas a lo largo de miles de años. Las numerosísimas pinturas y grabados (han sido catalogadas alrededor de unas 15.000 muestras) se han datado entre finales del Paleolítico y el periodo Neolítico. Las pinturas ya eran conocidas por los occidentales desde la década de 1930, pero fue el arqueólogo francés Henri Lothe quien en 1957 difundió a gran escala la existencia de estas pinturas, tras largos meses de estudio in situ. Lothe fue el primero en realizar un estudio exhaustivo de las imágenes, incluyendo una amplia clasificación temática en doce grupos o tipologías. Entre ellos encontramos figuras humanas estilizadas, figuras de cabeza redonda, escenas de caza, carros, animales, seres fantásticos, etc.

El dios marciano
Y en toda esta gran diversidad, los autores alternativos han visto diversas figuras que por lo menos inducen a la reflexión. Se trata de los seres de cabeza redonda, que no presentan rasgos faciales aparentes y que parecen estar embutidos en algo similar a escafandras. Especialmente destaca una gran figura de unos seis metros de altura que presenta una cabeza redonda con unas estrías en la parte superior y dos ojos descentrados. Lothe bautizó a este ser como el gran dios marciano, lo que dio aún más alas a los partidarios de la TAA. Asimismo, hay otras figuras de tipo fantástico que no tienen una fácil explicación. Por otro lado, se ha remarcado la presencia de una escena en que varias mujeres parecen ser invitadas o impelidas a introducirse en una especie de forma oval por una figura humanoide[3]. Este tipo de representaciones de grandes figuras se halló en el macizo de Yabbaren, que significa “gigantes” en la lengua de los tuareg. Para Lothe, estas pinturas serían de las más antiguas (alrededor de 8000 - 7500 a. C.). No obstante, estas extrañas figuras de cabeza redonda también aparecen en otras zonas y en diversos contextos.

El sentido de las representaciones de astronautas

Una vez vista la casuística, podemos hacernos la inevitable pregunta: ¿Por qué –o para qué– los hombres primitivos iban a realizar estas representaciones? Entre otros argumentos, Von Däniken echó mano de un fenómeno antropológico observado en los siglos XIX y XX llamado cargo cult o “culto a la carga”. Se trata de la peculiar reacción que experimentan comunidades muy primitivas ante el primer contacto con culturas desarrolladas. En la práctica funciona como un rito religioso consistente en reproducir una determinada conducta para obtener determinados bienes proporcionados por sus dioses o ancestros (representados por la cultura superior).

Cargo cult en el siglo XX
Los ejemplos más significativos de este fenómeno se dieron durante la Segunda Guerra Mundial en las islas del Pacífico. Allí, algunos nativos, que no habían visto nunca hombres civilizados, observaron cómo llegaban por el aire enormes cantidades de equipamiento militar, comida enlatada, medicinas, etc. Pero cuando acabó la guerra, toda esa carga lanzada en paracaídas o descargada en bases militares mediante aviones dejó de llegar. Ya no había aviones, ni soldados, ni instalaciones... Entonces, para atraer de nuevo los bienes deseados, los nativos reprodujeron las conductas de los hombres modernos. De este modo, llamaron a sus dioses mediante una simulación mágica de lo que habían observado: realizaron fogatas, construyeron réplicas de aviones, hicieron señales de aterrizaje en las antiguas pistas, tallaron auriculares en madera, fabricaron puestos de control... Lógicamente, hicieron esto con la esperanza de volver a ver los aviones, sin conocer el mecanismo causal que había justificado la presencia de esos aviones.

Parece claro que Von Däniken aprovechó el culto a la carga para explicar por qué los antiguos humanos representaron imágenes de sus dioses, aquellos que supuestamente les aportaron multitud de bienes y adelantos. No obstante, puestos a generalizar, la creación de estas peculiares figuras se podría deber a los mismos motivos que justifican la existencia de imágenes religiosas o mágicas en forma de dioses, ángeles, santos, héroes, espíritus, profetas, etc. y que están relacionadas con las creencias o con ciertos rituales. Así pues, podrían ser objetos de adoración, exvotos, estatuillas funerarias, efigies de antepasados, etc. En la misma línea, podríamos apelar a la posibilidad de que fuesen fetiches o figuras totémicas. Recordemos que un tótem es un ser, animal u objeto que tiene un significado ritual para los pueblos primitivos por cuanto constituye su emblema, vínculo o símbolo de un origen común. Finalmente, y aunque pueda parecer algo fuera de lugar, las figuras también podrían ser muñecos o juguetes para los niños.

Dogu con aspecto de buzo
En todo caso, no debemos menospreciar la conexión de las antiguas tradiciones, leyendas o mitos que han pervivido hasta nuestros días con las representaciones de estas figuras. Hemos visto el caso de los wandjina que tienen un indudable respaldo de tipo mitológico, que ofrece una justificación de su propia existencia. También para las estatuillas dogu se estableció un vínculo con la antigua leyenda japonesa de los kappas, según un estudio del arqueólogo japonés Komatsu Kitamura (citado por Peter Kolosimo en su libro El planeta incógnito). Se trataría de unos seres bípedos deformes que vivían en entornos acuáticos, y que entre otros rasgos tenían “ojos extrañamente grandes y triangulares”. Además, “parecían idénticos a los buzos desnudos de nuestros tiempos. Su piel morena y brillante podría ser una cubierta impermeable; las manos y los pies palmeados podrían formar parte el equipo (los ganchos servían probablemente para realizar cualquier maniobra habitual) y la trompa terminada en una joroba sería en el fondo, igual a los aparatos para respirar alimentados por tanques de oxígeno, que tan bien conocemos.” [4]

Y para cerrar esta vinculación entre mito y objeto, hay que destacar que en algunas ocasiones la iconografía se transforma en un ritual completo de recuerdo de supuestos seres procedentes de otro mundo, como en el caso de cierta danza de los indios kayapós del Brasil, estudiadas por el antropólogo brasileño João Americo Peret, en que un nativo, disfrazado con un traje ceremonial hecho de paja trenzada denominado bo –con un lejano parecido a una escafandra– representaría a un ser visitante divino llamado Bep-Kororoti (literalmente, “vengo del universo”).

¿Seres míticos o reales?
Ahora bien, para la ciencia académica todo esto no es más que un fenómeno cultural propio de las comunidades primitivas que debe interpretarse en un contexto mítico, no histórico. Por tanto, desde una visión ortodoxa, el mito no sería historia real, aunque admitamos que puede contener elementos extraídos de experiencias vividas en tiempos muy distantes. Se trataría más bien de un artificio cultural producto de la mente del hombre antiguo para explicar su origen y su entorno, a falta de una verdadera ciencia, tal y como la entendemos actualmente.

Así pues, los estudios académicos realizados sobre estas figuras suelen descansar en el terreno de la antropología, muy particularmente en las creencias de los pueblos primitivos, cuya mentalidad y cosmología están muy alejadas de la perspectiva racional del hombre moderno. No hay pues astronautas, sino símbolos o recreaciones de la realidad que cumplen una determinada función, que a veces puede resultar confusa o indeterminada. Sin ir más lejos, las célebres pinturas rupestres del Paleolítico europeo (sin “astronautas” de ningún tipo) han sido objeto de numerosos intentos de interpretación en esta clave antropológica-mágica –como los de Breuil, Laming-Emperaire o Leroi-Gourhan– pero pese a lo exhaustivo de estos trabajos no pasan de ser conjeturas más o menos fundamentadas.

Conclusiones

Ya ha quedado claro que la TAA presupone que los hipotéticos visitantes del espacio interaccionaron con las comunidades humanas primitivas y que dejaron tal impronta que fueron tomados por dioses o seres superiores que debían ser honrados o recordados, lo que motivaría la creación de su correspondiente iconografía. Esto es fundamentalmente lo que Von Däniken y sus seguidores trataron de argumentar, apelando a los relatos míticos –en los casos en que se podía vincular una tradición conocida a ciertos restos físicos– que reforzaban la interpretación de la presencia de seres no terrestres. ¿Pero de qué manera podríamos comprobar la veracidad literal de los mitos? Existe una enorme dificultad a la hora de trasladar el mundo mitológico al mundo empírico.

Una fácil analogía
Por otra parte, si repasamos someramente todas las pruebas que aportan los seguidores de la TAA, veremos que hay una más que diversa tipología de astronautas, que va desde los modelos más o menos realistas a las figuras más esquemáticas o simbólicas. ¿Cómo separar pues lo que es humano de lo que no lo es? Si todo aquello que se sale de una representación naturalista es susceptible de etiquetarse como “extraterrestre”, entonces entramos en la dialéctica del “todo vale”. Por ejemplo, imaginemos que un arqueólogo del futuro encontrara un retrato de estilo cubista; con estos razonamientos, tal vez podría pensar que aquel ser extraño no sería de ningún modo humano, sino “otra cosa”.

Todo esto nos lleva a pensar que la definición de extraterrestre es tremendamente problemática en el sentido de “ser-venido-de-otro-planeta-en-su-nave-espacial”. Siendo justos, e incluso dejando a un lado el mito, esas extrañas figuras también podrían corresponder a seres humanos de civilizaciones superiores muy apartadas, o tal vez a ignotas civilizaciones submarinas o intraterrenas. ¿Hasta qué punto nuestros posibles prejuicios, fruto de vivir en una era espacial y bajo la influencia de ciertos referentes ufológicos, nos pueden condicionar a ver todas estas figuras de una cierta manera, e incluso de manipular su contexto?

En efecto, los defensores de la TAA quieren ver extraterrestres o escenas sospechosas en las figuras que no podemos identificar claramente pero también incluso en algunas representaciones que tienen un contexto cultural bien identificado. Este sería el caso de la tumba del rey Pacal, de Palenque, en que los elementos conocidos de la mitología maya han sido aparcados para ser sustituidos por una visión tecnológica que cuadra con la hipótesis de la TAA. Obviamente, en este caso, para dar alguna oportunidad a la iconografía del antiguo astronauta, deberíamos revisar completamente la validez de los estudios sobre la mitología maya. Dicho coloquialmente, “romper la baraja” y jugar a otra cosa. En resumen, no hay que desestimar los indicios que inclinan a la duda razonable, pero para sostener todo el edificio se necesitan otros cimientos, pues los existentes hoy por hoy no parecen muy sólidos.

¿Experiencias chamanísticas?
Llegados a este punto final, nos podríamos preguntar si hay otras posibles explicaciones a esta extraña iconografía. En este sentido, la única vía que veo digna de explorar es la que han propuesto algunos autores acerca de las experiencias chamanísticas. Se trataría de contactos con seres humanoides de otras dimensiones que los chamanes tienen durante sus periodos de trance, a menudo provocados por la ingestión de sustancias alucinógenas, pero también mediante otras técnicas. Luego, al volver al “mundo físico”, los chamanes representarían a esos seres de forma más o menos realista o simbólica.

Por supuesto, la ciencia establecida ve aquí alguna argumentación para justificar las rarezas de esa iconografía, si bien descarta que tales seres sean reales, y se remite al conocido campo de las alucinaciones producidas en el estado de trance. A este respecto, podemos rescatar estas palabras de Christopher Chippindale, conservador del Museo de la Universidad de Cambridge sobre determinadas pinturas de los pueblos primitivos:
“La interpretación visionaria (que incluye el trance, además del conocimiento y de las habilidades especiales de los chamanes) es común en las sociedades de cazadores-recolectores modernas, o sea que es razonable esperar que también fuera así en las sociedades cazadoras-recolectoras del pasado. Un énfasis reiterado de una especie animal puede ser el signo de estas creencias, al igual que otras formas de expresar, mediante metáforas visuales, los sentimientos de trance (la ingravidez, la idea de flotar, volar y de otredad como la muerte).”[5]

Las figuras flotantes de Valcamonica (Italia)
En este escenario no sería pues descabellado aventurar que las representaciones de seres fantásticos, tomados por dioses o astronautas, no serían en realidad ni una ni otra cosa. La clave estaría en dilucidar si esas figuras constituyen una mera deformación de la realidad como resultado de procesos bioquímicos de la mente, como opina el estamento académico, o bien si son un intento de dar una apariencia a estos seres en nuestro universo físico después de haberlos percibido en otra realidad. De momento, hemos de aceptar que esta hipótesis interdimensional es una línea de investigación que se sigue moviendo en el ámbito de las conjeturas.

Concluyendo, en un elevado porcentaje de esta iconografía continuamos en las sombras y sólo podemos recurrir al consabido mundo ritual, espiritual o mágico para aportar alguna explicación. Ahora bien, dando esto por hecho, quedarían todavía muchos cabos por atar, a la vista de cierta casuística que resulta cuando menos desconcertante, frente a la cual las argumentaciones convencionales –que no suelen ir más allá del clásico campo de la mitología o la religión– están lejos de ser satisfactorias. Es posible, pues, que para avanzar en la comprensión de este fenómeno debamos cambiar de chip, ensanchar nuestras fronteras mentales y plantear nuevos intentos de interpretación en clave genuinamente científica, aunque se sitúen fuera del paradigma actual.

© Xavier Bartlett 2019

Fuente imágenes: Wikimedia Commons

[1] Esta estatuilla fue estudiada a conciencia por el famoso autor Zecharia Sitchin, que estaba convencido de que era auténtica. Sus argumentos son como poco discutibles, pero al menos consiguió que las autoridades culturales expusieran la pieza en un museo para que el público “juzgase por sí mismo”.
[2] La cronología varía según las fuentes consultadas. Como inicios se citan fechas entre el 14000 y el 10000 a.C. y como final las fechas se concentran alrededor del 400-300 a.C.
[3] En efecto, aquí se ha querido realizar una interpretación del tipo: “ser alienígena abduce a un grupo de mujeres y se las lleva a la nave con intención de realizar algún tipo de experimentación o manipulación”.
[4] KOLOSIMO, Peter. El planeta incógnito. Plaza & Janés. Barcelona, 1971.
[5] FAGAN, Brian M. (ed.). Los setenta misterios del mundo antiguo. Blume. Barcelona, 2002.

sábado, 11 de mayo de 2019

Nabta Playa: astronomía avanzada en el Egipto predinástico


Por allá en los años 70 del pasado siglo unos arqueólogos descubrieron casualmente varios fragmentos de cerámica y utensilios líticos en un árido e inhóspito lugar del suroeste de Egipto llamado Nabta Playa[1] (en Nubia, a unos 100 km. al oeste de Abu Simbel). Al poco tiempo, al explorar el paisaje circundante, observaron una serie de rocas o piedras dispuestas de forma particular. Al principio sólo se apreciaban las puntas de tales rocas, pero al limpiar y excavar la zona se pudo comprobar que se trataba en muchos casos de antiguos megalitos, llevados allí desde alguna cantera y colocados verticalmente sobre el terreno con un evidente propósito de marcar o delimitar algo.

Dado el interés de los restos identificados, este yacimiento arqueológico fue excavado por un equipo científico internacional denominado CPE (Combined Prehistoric Expedition), liderado por los antropólogos Fred Wendorf y Romuald Schild. Tras varios años de trabajo se pudieron identificar dos tipos principales de estructuras en superficie. Por un lado, monolitos o grandes piedras, la mayoría talladas, situadas sobre el sedimento de un antiguo lago desecado. Por otro, formaciones de rocas que afloraban a la superficie y que estaban relacionadas con los monolitos ya mencionados. Aparte, destacaba una pequeña estructura circular desconectada de las alineaciones de megalitos. En cuanto al sedimento excavado, se hallaron restos de poblamiento y enterramientos rituales de ganado, y se identificaron algunos grabados sobre el lecho de la roca madre. Todos estos hallazgos quedaron bien registrados mediante un detallado plano de la zona y más tarde se dieron coordenadas a los principales megalitos mediante GPS.

Lo cierto es que los científicos no acababan de ver la finalidad de las estructuras alineadas y las respuestas no llegaron hasta 1997, cuando un arqueoastrónomo norteamericano llamado John Malville inspeccionó el enclave y detectó un orden cósmico en las alineaciones de las piedras. Dicho de otro modo, parecía existir una correlación astronómica entre las piedras y el firmamento observable en aquella región del planeta, sobre todo visible en el pequeño círculo de piedras (de apenas unos 4 metros de diámetro), que vendría a ser un calendario solar. Según las investigaciones in situ, este círculo marcaría el solsticio de verano y la posición de las estrellas en los cielos nocturnos, a fin de orientarse en el terreno. Además, dicho círculo contenía seis piedras en su interior, agrupadas en dos hileras de tres, pero no se pudo ofrecer una interpretación satisfactoria sobre su función. Finalmente, se pudieron distinguir hasta seis alineamientos de megalitos principales que –a modo de radios– partían de un mismo centro (marcado por una gran piedra rodeada de otras piedras). Tres de ellos estaban orientados al norte-noreste y los otros tres al este-sureste, pero tampoco aquí se pudo asignar un significado concreto a tal disposición.

Situación de Nabta Playa al sur de Egipto
En cualquier caso, al constatar estos hechos, los investigadores catalogaron Nabta Playa como un complejo ritual o ceremonial de carácter astronómico. En cuanto a la cronología aproximada de este complejo, las dataciones de Carbono-14 fijaron un amplio espectro de ocupación del lugar en el periodo neolítico, entre el 9000 a. C. y el 3500 a. C., justo antes de que despegara la civilización egipcia, con una especial incidencia de dataciones hacia el 6000 a. C. Cabe tener en cuenta que durante la mayor parte de este lapso de tiempo el lugar que ahora ocupa el yacimiento no fue desértico, sino bastante húmedo, con abundantes recursos naturales.

Fue en este punto cuando entró en escena a finales del pasado siglo el astrofísico norteamericano Thomas G. Brophy, que había trabajado para la NASA. Brophy había quedado muy intrigado por un artículo publicado por la revista Nature en 1998 sobre el sentido arqueoastronómico de Nabta Playa y quiso ir más allá. A partir de aquí, emprendió su propia investigación –que incluyó el desarrollo de un software específico de astronomía– y en 2002 publicó sus primeros resultados en el libro The Origin Map (“El mapa del origen”), que dejaron bastante atrás los postulados académicos aceptados hasta la fecha y abrieron las puertas a audaces interpretaciones más propias de la arqueología alternativa. Lo que voy a exponer a continuación es un breve comentario de sus tesis, que Brophy ha ido ampliando hasta la actualidad con la colaboración del famoso autor alternativo anglo-egipcio Robert Bauval, reconocido experto en cuestiones del antiguo Egipto y de arqueoastronomía.

Brophy se centró primeramente en el análisis del “círculo-calendario” y confirmó que se trataba de un eficaz observatorio astronómico bastante fácil de usar. Pero además resultó que –según sus cálculos– tres de las seis piedras del interior del círculo marcaban con precisión las estrellas del cinturón de la constelación de Orión, que estarían justo de encima del observador en el periodo comprendido entre 6400 a. C y 4900 a. C., reflejando así el firmamento, lo cual conectaba directamente con la teoría de la correlación de Orión, formulada unos años antes por Bauval a propósito de las tres grandes pirámides de Guiza. Este hecho no podía ser una coincidencia, y en su opinión mostraría una arcaica tradición común astronómica centrada en la representación de Orión. En cuanto a las otras tres piedras, Brophy determinó que se correspondían con la posición de la cabeza y hombros de esa misma constelación, pero hacia el 16500 a. C., una cronología extraordinariamente remota. 

Siendo todo esto relativamente revolucionario, los alineamientos de megalitos de Nabta Playa todavía depararían más sorpresas a Brophy. El científico estadounidense constató que los alineamientos radiales a partir de un centro marcaban la posición de determinadas estrellas, pero de un modo muy peculiar. Antes de seguir, empero, es preciso realizar una puntualización. Es sabido que desde hace décadas se han estudiado las estructuras megalíticas desde el punto de vista arqueoastronómico y se ha llegado a la conclusión de que en muchos casos la observación del firmamento a través de ciertas piedras y alineaciones remitía a la posición del Sol o de determinadas estrellas en momentos específicos del año. Siendo esto cierto y contrastable, existía el problema de identificar fiablemente la época y las estrellas en cuestión, pues el conocido fenómeno de la precesión[2] hace que las estrellas “se desplacen” por los cielos en un ciclo completo que dura cerca de 26.000 años. De este modo, es obvio que muchas estrellas salen por un mismo punto del horizonte a través de los tiempos y no se pueden identificar a ciencia cierta –con una traslación a una época concreta–  si no existe otra referencia clara.

Megalitos procedentes de Nabta Playa, actualmente expuestos en el Museo de Aswan (Egipto)

Justamente en el caso de Nabta Playa, Thomas Brophy apreció que las estrellas no estaban señaladas con una sola piedra, sino con dos. ¿Qué quería decir esto? En realidad, era un sistema de coordenadas. Una de las piedras marcaba la posición de propia estrella en su orto helíaco en el equinoccio primaveral, esto es, su salida por el horizonte en la fecha del equinoccio de primavera, que sólo tiene lugar una vez cada ciclo precesional. La otra piedra marcaba la posición de la estrella Vega (de la constelación de Lira), que es una de las cinco más brillantes del firmamento y que representaba una referencia estable en el hemisferio norte para los astrónomos de Nabta Playa durante aquel ciclo precesional. De este modo, quedaba despejada cualquier duda sobre la identidad de las estrellas, y Brophy pudo identificar en los megalitos alineados las seis estrellas más brillantes de la constelación de Orión (¡una vez más!) en su posición hacia el 6300 a. C.

Con todo, había otro hecho intrigante. Las piedras estaban colocadas a diferentes distancias con respecto del centro radial. ¿A qué se debía esta circunstancia? A simple vista no se veía una lógica en tal disposición, a menos que hubiera una intencionalidad oculta que justificase esa dispersión sobre el terreno. Brophy estuvo especulando con ese posible patrón de las distancias y entonces fue a dar con una explicación que cuando menos resulta impactante. Según su hipótesis, las distancias de los monolitos con respecto al centro reflejarían las distancias de las respectivas estrellas con respecto a la Tierra. Una vez consultados los estudios astronómicos más modernos sobre este tema[3], Brophy se quedó sorprendido, pues pudo apreciar una correlación o proporción entre las distancias sobre el terreno y las distancias en el espacio. Así, estableció que un metro de terreno vendría a ser aproximadamente 0,799 años-luz, aunque hay que ser muy cauteloso en este campo, pues ni siquiera en la actualidad –con todos los medios tecnológicos– se pueden dar por ajustadas y definitivas las distancias a las estrellas. A todo esto, Brophy afirmó que la posición de los megalitos podía contener otras informaciones como su velocidad relativa o su masa, sin descartar otros aspectos menores, como la posible presencia de estrellas compañeras o sistemas planetarios (en forma de pequeñas piedras al lado de los megalitos).

Pero este panorama, aun siendo bastante desconcertante, no era todo. La última sorpresa de Nabta Playa estaba en su subsuelo. Brophy se fijó en que, tras excavar dos túmulos de piedra, los arqueólogos habían llegado al firme suelo rocoso, que estaba decorado con formas esculpidas sin aparente sentido. Sin embargo, Brophy vio ahí la forma inconfundible de la Vía Láctea vista desde fuera, o sea, desde el polo norte galáctico. En otras palabras, se trataría de una especie de mapa a escala de nuestra galaxia, con sus brazos en espiral, que incluía de forma correcta la posición y orientación del Sol. Y lo que resultaba más chocante: también incluía la presencia de una pequeña galaxia enana (la de Sagitario), que no fue identificada ¡hasta 1994! Además, la posición de las piedras superiores –ya retiradas– marcaría aproximadamente el centro de la galaxia. Y para cerrar este delirante escenario, Thomas Brophy observó que una de las líneas de megalitos apuntaba directamente a ese centro galáctico; concretamente señalaba su orto helíaco primaveral hacia el 17770 a. C. En cuanto al otro túmulo excavado, las formas rocosas halladas se corresponderían con la galaxia de Andrómeda, lo que sería otro “mapa estelar”.

Teoría de la Correlación de Orión, según Bauval
En lo referente a la conexión de Nabta Playa con el antiguo Egipto, tanto Brophy como Bauval ven ahí la herencia o persistencia de unas observaciones y creencias de unas gentes “pre-civilizadas” que procedían del oeste y que se establecieron en tiempos prehistóricos en el actual Egipto, tal y como se defiende en libros como Black Genesis o Imhotep the African. Brophy fue más lejos y afirmó que –según su análisis arqueoastronómico de los “canales” de la Gran Pirámide– el conjunto de las tres grandes pirámides Guiza no fue diseñado y construido para marcar la culminación meridional de la constelación de Orión –lo que Bauval propuso en los 90– sino para reflejar sobre el terreno la culminación septentrional del centro galáctico hacia el 11000 a. C., a modo de un enorme reloj del ciclo precesional en piedra.

En fin, una vez expuestos los datos, confieso que me veo incapaz de valorarlos en justa medida, dado mi escaso conocimiento en temas de astronomía, en los que debo realizar un acto de fe y suponer que la investigación se ha hecho de forma rigurosa y ajustada al método científico. A su vez, las fuentes académicas que he consultado se centran en los trabajos de Wendorf y Malville y prácticamente omiten cualquier referencia a Brophy, y cuando se cita su interpretación sólo es para cuestionarla. No alcanzo pues a sacar alguna conclusión sobre las propuestas de Brophy, aunque entiendo que puede haber un cierto margen de error debido a las propias mediciones y también a los posibles sesgos de querer encontrar “a la fuerza” coincidencias significativas entre un montón de datos disponibles e interpretables, si bien el propio Brophy en algún momento dice que las posibilidades de que las alineaciones de megalitos de Nabta Playa fueran aleatorias estarían alrededor de menos de dos entre un millón, lo que obligaría a pensar en un hecho científico y no en meros caprichos de azar.

El misterio de Sirio
Sea como fuere, todo este asunto me recuerda bastante a la famosa polémica destapada por Robert Temple sobre la astronomía de los Dogon (tribu de Mali), que supuestamente tenían unos increíbles conocimientos astronómicos del sistema de Sirio, y ello sin disponer –obviamente– de ningún telescopio para realizar observaciones. Recordemos que la ciencia oficial, con Carl Sagan a la cabeza, se tiró a degüello de los “herejes” y vio esta historia como un fraude o tergiversación de lo que de verdad sabían los Dogon. Cualquier otra cosa “no podía ser”. En el caso de Nabta Playa también vemos unos altos conocimientos de astronomía materializados sobre el terreno en el periodo neolítico, que deberían atribuirse a unas tribus de pastores supuestamente muy poco civilizadas y que tenían una existencia más bien simple y primitiva. Pero si Brophy tiene razón, ¿cómo explicamos que esas gentes de hace 8.000 años –como poco– tuvieran un conocimiento aproximado de la distancia a las estrellas desde la Tierra? ¿Cómo casa ese paisaje de unas cuantas piedras erosionadas con una intención científica tan desarrollada?

Algo similar podría decirse de muchos monumentos megalíticos en otras partes del mundo –de la misma datación en época neolítica– que muestran no sólo una tremenda labor constructiva (por el tamaño y peso de las piedras) sino también un afinado diseño sobre el terreno enfocado a dos posibles fines: realizar observaciones astronómicas precisas y facilitar un seguimiento de determinados fenómenos cósmicos a lo largo de los tiempos, y todo ello sin descartar la plasmación física del firmamento –en forma de estrellas y constelaciones– sobre la Tierra, de acuerdo a la máxima hermética de “Como es arriba, así es abajo”. De hecho, Robert Bauval está convencido de que el Egipto faraónico (y su posible antecesor prehistórico) siguió dicha pauta de construir un enorme mapa estelar sobre el territorio a partir de determinados monumentos.

En todo caso, esta avanzada astronomía nos empuja a pensar que los antiguos no eran tan primitivos como creíamos y que tenían una obsesión muy marcada por los fenómenos cósmicos y la posición de los astros. ¿De dónde surgió tal interés y tal ciencia? Según algunos arqueólogos alternativos, estas trazas de alto conocimiento astronómico corresponderían en verdad a la herencia de una civilización desaparecida que legó su saber en piedra para que conservase durante los milenios. Algo, por cierto, mucho más inteligente que nuestro modo actual de procesar y conservar el conocimiento. Me imagino un futuro, de aquí a 5.000 años o más, en que nuestra civilización haya desaparecido. No quedará nada –tal vez unas pocas ruinas de hormigón y acero– de lo que fueron los gigantescos radiotelescopios de nuestra moderna ciencia y tecnología. Se habrán perdido los libros y los registros en soporte electrónico. No habrá ningún conocimiento, ninguna pista, ningún rastro de astronomía avanzada. En cambio, podemos suponer, seguirán en pie la Gran Pirámide, el crómlech de Stonehenge y los megalitos de Nabta Playa para quien pueda descifrar sus secretos.

© Xavier Bartlett 2019

Fuente imágenes: Wikimedia Commons


[1] Playa, en el idioma local, significa “lago seco”.
[2] También llamado Gran Año o Año platónico, se refiere al movimiento de bamboleo de la Tierra sobre su eje de rotación, que tiene una duración completa de 25.776 años.
[3] Sobre todo a partir de las mediciones realizadas por el satélite Hipparcos Space Astronomy Satellite.