lunes, 20 de octubre de 2014

Hueyatlaco: desenterrando artefactos y enterrando la ciencia



Introducción



Lamentablemente, la historia de la ciencia está llena de episodios oscuros de intransigencia, dogmatismo y acoso hacia ciertas opiniones minoritarias que no encajaban con lo que dictaba la ortodoxia del momento. El ámbito concreto de la historia y la arqueología no ha sido ajeno a este tipo de actitudes persecutorias, generalmente orientadas a desacreditar los trabajos de los investigadores independientes, también llamados outsiders. Sin embargo, esto sólo es una parte de un escenario mucho más amplio, que nos lleva a considerar que de hecho hay muchos más trapos sucios dentro de la propia institución científica.

Por supuesto, tales trapos muy raramente salen a la luz más allá de unos círculos muy restringidos, o sea, más o menos en el ámbito de los propios afectados. Todo lo más, se tiene noticia de la existencia de algunas personalidades o corrientes minoritarias que en su momento propusieron cosas quizá demasiado “arriesgadas” y no obtuvieron el apoyo de sus colegas y por tanto quedaron fuera del consenso científico, que de hecho no es más que un punto común de acuerdo, en modo alguno una verdad científica absoluta. En todo caso, en la universidad, al igual que en la escuela, se ofrece la versión estándar de la mayoría y todos aquellos que quedaron fuera del paradigma por diversos motivos simplemente no son citados; es como si nunca hubieran existido.

Ahora bien, dicho esto, no estamos ante una simple cuestión de quedarse al margen por ir a contracorriente. Evidentemente, la ciencia va ampliando horizontes y muchos conocimientos pueden resultar erróneos o quedar obsoletos por diversos motivos y por tanto se van quedando atrás. Admitiendo esta premisa, debe quedar claro que no se trata exactamente de esto; más bien estaríamos hablando de la aplicación de un patrón de pensamiento único que anula sistemáticamente determinadas visiones que no concuerdan con el marco teórico establecido. Esta situación fue perfectamente descrita en el libro de Michael Cremo y Richard Thompson Forbidden Archaeology (“Arqueología prohibida”), una obra alternativa que –a pesar de sus muchos prejuicios, errores y carencias de todo tipo– puso de manifiesto que cierta parte de la investigación arqueológica de los últimos 150 años fue condenada al ostracismo por contrariar las tesis imperantes, sobre todo en lo referente al evolucionismo darwiniano. 

Hueyatlaco entra en la Historia


Plano de situación del embalse de Valsequillo (México)
Uno de los casos más paradigmáticos –y más citados– de esta situación es el del yacimiento prehistórico de Hueyatlaco, junto al embalse de Valsequillo, cerca de la ciudad de Puebla (México), en una antigua zona volcánica presidida por el gran volcán de La Malinche. Cabe precisar que en realidad Valsequillo engloba un conjunto de yacimientos (El Horno, Tecacaxco, El Mirador y el propio Hueyatlaco), todos ellos situados en la península de Tetela y sus cercanías, al norte del embalse.

Todo empezó en los años 30 del pasado siglo cuando un joven arqueólogo amateur local, Juan Armenta Camacho, encontró en la zona de Valsequillo muchos huesos de mamíferos extinguidos durante la última Edad de Hielo, así como herramientas de piedra. Juan Armenta estuvo explorando los aledaños del embalse durante muchos años y llegó a encontrar algunas piezas excepcionales, como por ejemplo un hueso fosilizado grabado con figuras de diversos animales o un hueso de mamut con una punta de lanza clavada en él.

Hueso grabado hallado en 1959
Con estos hallazgos Armenta llegó a la conclusión de que la zona de Valsequillo había sido un rico coto de caza y lugar de despiece y consumo de presas en épocas prehistóricas, dada la gran cantidad de huesos que parecían haber sido incisos, golpeados o rotos con herramientas de piedra. Sin embargo, sus descubrimientos fueron ignorados por las autoridades arqueológicas mexicanas, que alegaron que tales trazas sobre los huesos se debían a factores geológicos, y no humanos.

La intervención de la Universidad de Harvard


Pese a esta reacción contraria por parte del estamento científico mexicano, Armenta creía que Valsequillo constituía una zona de excepcional interés arqueológico, y de este modo invitó a varios expertos internacionales para que examinaran por sí mismos los restos hallados. A raíz de este hecho, Valsequillo acabó por entrar en la agenda de los profesionales norteamericanos, que decidieron realizar una serie de excavaciones con gran despliegue de medios. Esta iniciativa, bautizada como Valsequillo Project, se puso en marcha en 1962 y corrió a cargo de la Universidad de Harvard. Para dirigir el proyecto se puso al frente a una joven antropóloga de Harvard, Cynthia Irwin-Williams, siendo co-director de los trabajos el propio Juan Armenta.

Cynthia Irwin-Williams
Irwin-Williams y Armenta llevaron a cabo tres campañas de excavación en Valsequillo (en 1962, 64 y 66) en las que delimitaron los cuatro yacimientos ya mencionados. Ya desde el principio se pudo comprobar que los resultados de las excavaciones sobrepasaban incluso las mejores expectativas. En 1962 se encontraron más de 80 localizaciones de huesos de mastodonte y mamut en todo el perímetro del embalse, aunque lo mejor sin duda fue la excavación de unos estratos de gravas en los que se encontraron juntos huesos y utensilios de piedra, mostrando que tales utensilios se habían utilizado para labores de despiece de los animales muertos. En lo que se refiere a los artefactos, los arqueólogos se quedaron muy sorprendidos por la presencia de un estilo de tipo bifaz (piedra trabajada por ambas caras), que era de una calidad semejante a la que se podía encontrar en las herramientas hechas por el hombre moderno en Europa en el Paleolítico Superior.

Virginia Steen-McIntyre en Valsequillo
Sin embargo, no todo eran parabienes, pues los huesos hallados estaban mineralizados y por este motivo no había forma de datarlos por el método del carbono-14. Por otra parte, la propia complejidad y riqueza de los hallazgos precisaba de estudios más profundos a cargo de otros especialistas. Así fue como a partir de 1964 entraron en liza, a petición de Cynthia Irwin-Williams, diversos técnicos en varias materias y entre ellos un equipo del USGS (United States Geological Survey, Prospección Geológica de los EE UU), liderado por el geólogo Harold (“Hal”) Malde. A este equipo se unió en 1966 una prometedora licenciada llamada Virginia Steen-McIntyre, especialista en tefrocronología, esto es, en datar los estratos de tefras (cenizas volcánicas). 

Las polémicas dataciones



Lo cierto es que los primeros intentos de los geólogos para datar el yacimiento no dieron mucho fruto. No obstante, en un estrato de la Barranca Caulapán –en las cercanías del embalse– al fin se pudo relacionar fiablemente un objeto hecho por el hombre con huesos mineralizados y conchas, que se podían datar con las metodologías de las series de uranio y con el Carbono-14, respectivamente. Este fue el primer resultado asombroso, pues las fechas obtenidas en ambos casos, aun con sus márgenes de error, estaban alrededor de 22.000 AP (Antes del Presente). Esto era una pequeña bomba para las teorías académicas de aquel entonces sobre el poblamiento humano en América, pues según los axiomas ya aceptados, los primeros hombres –de origen asiático– llegaron al continente a través del estrecho de Bering cuando éste se podía cruzar a pie y la primera cultura humana americana identificada arqueológicamente era la llamada cultura Clovis[1], con una datación aproximada de 10.000 a. C.

Localización de un artefacto de piedra de tipo bifaz
Sin embargo, esto no fue más que la punta del iceberg, pues las dataciones posteriores, a partir de 1968, realizadas sobre diversos restos hallados en Hueyatlaco y el Horno dieron resultados aún más inesperados. Barney J. Szabo, geoquímico del USGS, analizó varias muestras mediante series de uranio y, para sorpresa de todos, la antigüedad que obtuvo quedaba fuera de cualquier pronóstico. Por ejemplo, una pelvis de camello se dató en 180.000 ó 245.000 ± 40.000 años, según el método empleado, y un diente de mastodonte, en 154.000 ó 280.000 años.

Reacciones adversas


En fin, aceptar una antigüedad de 20 ó 30 mil años para Valsequillo ya era poco menos que un anatema para el estamento académico, pero entraba en los límites de lo posible y aceptable, aun con las máximas cautelas. No obstante, hablar de 250.000 años ya era una herejía sin precedentes. Con todo, antes incluso de que apareciesen estas fechas tan extraordinarias, las autoridades arqueológicas mexicanas ya habían decidido tomar cartas en el asunto, lo que provocó la primera tormenta sobre el controvertido yacimiento.

José Luis Lorenzo
Así, José Luis Lorenzo, director del INAH (Instituto Nacional de Antropología e Historia), al conocer en 1966 los primeros datos sobre dataciones demasiado antiguas puso en su punto de mira a los directores de la excavación. Lorenzo lanzó la grave acusación de que los mismos obreros habían introducido los objetos en los estratos excavados, a pesar de que para cualquier experto estaba claro que era casi imposible insertar artefactos en unos sedimentos extraordinariamente duros. Para fundamentar tal acusación, Lorenzo decidió enviar agentes federales armados a las excavaciones para intimidar a los obreros y obtener confesiones de fraude. En realidad sólo tres de los 60 trabajadores aceptaron firmar un papel conforme ellos (y los científicos) habían enterrado los artefactos. Lo cierto es que Cynthia Irwin-Williams rechazó firmemente estos ataques y, en su defensa, consiguió que varias personalidades académicas dieran fe de la integridad y competencia profesional del grupo de trabajo. Al final se tiró tierra sobre el asunto, pero el daño ya estaba hecho.

Sin duda, la principal víctima de esta tormenta fue Juan Armenta Camacho, al que no sólo se le retiró el permiso para practicar ninguna otra intervención arqueológica, sino que además se le confiscaron todas sus piezas. Toda su colección, más todos los hallazgos del Proyecto Valsequillo, que estaban depositados en la Universidad de Puebla, fueron trasladados a Ciudad de México. A su vez, Irwin-Williams no salió mucho mejor parada, pues Lorenzo dio por finalizadas las excavaciones del equipo estadounidense.  

Los estudios geológicos confirman “lo peor”

Vista de los trabajos en Hueyatlaco (1973)

En 1973 las autoridades mexicanas permitieron al USGS realizar una intervención en Hueyatlaco de carácter exclusivamente geológico. De este modo, Malde y Steen-McIntyre, con la colaboración del experto en microestratigrafía Roald Fryxell, pudieron completar y ampliar los trabajos anteriores y confirmar así que los estratos con artefactos, por debajo de las cenizas volcánicas, se habían depositado en una secuencia natural, sin intrusiones de ningún tipo. Ello permitía afirmar con seguridad que dichos estratos eran más antiguos que las capas de ceniza y que por consiguiente datando éstas se podía obtener una fecha mínima para el yacimiento.

En este punto, una vez clausuradas las excavaciones, se siguió trabajando con las muestras disponibles extraídas durante ese periodo. Así pues, varios especialistas, como C.W. Naeser o la propia Steen-McIntyre, realizaron mediciones con otros métodos. En suma, aparte de las muy escasas pruebas realizadas con el método del carbono-14, se aplicaron hasta cuatro metodologías de tipo físico-químico diferentes para datar los estratos, a saber:

  • Series de uranio
  • Huellas de fisión en zircones
  • Hidratación de tefras
  • Meteorización de minerales

En el caso de las huellas de fisión, los resultados obtenidos por Charles Naeser se situaban en una horquilla de entre 370.000 y 200.000 años de antigüedad para los estratos de cenizas volcánicas de Hueyatlaco, mientras que la datación de los estratos de lodo y piedra pómez de la península de Tetela oscilaba entre 600.000 y 340.000 años. A su vez, Steen-McIntyre, mediante el método de hidratación de tefras, obtenía unas fechas de alrededor de 250.000 años, lo cual venía a coincidir aproximadamente con el horizonte cronológico aportado por las primeras dataciones “radicales” de B. Szabo.

¿Y qué tenía que decir la directora de las excavaciones a todo esto? Frente a la avalancha de pruebas, Cynthia Irwin-Williams se refugió en sus convicciones histórico-arqueológicas y miró para otra parte. Ya se había mostrado desde el principio bastante incómoda y reticente ante las dataciones obtenidas y a esas alturas seguía sin creer en estas fechas tan antiguas. Estaba convencida de que los nuevos métodos debían de estar produciendo resultados erróneos, ya que tales fechas eran “virtualmente imposibles”... Fue tal su enfado que llegó a acusar a los geólogos de ser unos “lunáticos”. Y no sólo eso, les amenazó con no publicar su extenso informe sobre el Proyecto Valsequillo hasta que no se retractasen de sus posiciones. Esa fue la gota que colmó el vaso, pues supuso la ruptura definitiva de la comunicación entre la antropóloga y los geólogos.

Se corre un tupido velo

 

Portada del libro de J. Armenta
 Entretanto, ya bien entrada la década de los 70, casi todos los esfuerzos emprendidos por Steen-McIntyre y el resto de geólogos por publicar sus resultados en revistas científicas habían resultado estériles. Tan sólo había aparecido en 1969 un breve artículo firmado por Szabo, Malde e Irwin-Williams sobre los desconcertantes resultados de las dataciones de las series de uranio. De todas formas, tampoco se había publicado ningún material procedente de Irwin-Williams. Al menos, Juan Armenta consiguió por fin publicar en 1978 una monografía sobre los huesos grabados y otros hallazgos que había realizado en Hueyatlaco, pero la edición fue muy limitada (sólo 1.000 ejemplares) y tuvo una casi nula difusión entre los círculos científicos. Vale la pena reproducir aquí las últimas palabras de su libro en las cuales, a modo de testamento, dejó bien clara su posición sobre la enorme antigüedad y valor científico del yacimiento:

«La antigüedad de los materiales ha sido determinada por insobornables pruebas de laboratorio, cuya validez sólo podría ser descartada con otras pruebas científicas. Mientras eso no suceda, los descubrimientos de Valsequillo están calificados para establecer un nuevo precedente en la historia de la cultura y plantean la necesidad de revisar los conceptos, que hasta ahora se tenían, del pasado prehistórico.»[2]

A todo esto, Virgina Steen-McIntyre no sólo no conseguía publicar su material (le habían presentado múltiples excusas o rechazos[3]) sino que era objeto de todo tipo de críticas y maledicencias a sus espaldas, dándose entonces cuenta que todo el asunto de Valsequillo era un negro episodio de inquisición científica. Como resultado de todo ello, su reputación profesional cayó en picado. Así pues, fue perdiendo todas las opciones de desarrollar una carrera académica; no obtuvo empleos acordes a su categoría e incluso tuvo que salir del ámbito de sus estudios para trabajar como jardinera.

Hubo que esperar hasta 1981 para que viera la luz el primer artículo específico sobre los trabajos arqueológicos y geológicos en Hueyatlaco. Fue un artículo publicado por la revista Quaternary Research, titulado Geologic Evidence for Age of Deposits at Hueyatlaco Archaeological Site, Valsequillo, México (“Pruebas geológicas para la antigüedad de los depósitos del yacimiento arqueológico de Hueyatlaco”) y firmado por Steen-McIntyre, Fryxell y Malde. Es oportuno señalar que tal publicación fue posible gracias a la amistad que unía a Steen-McIntyre con el editor, el geólogo Steve Porter, ya que de otro modo hubiera sido casi imposible. De todos modos, el manuscrito original cumplió la reglamentaria revisión por pares.

Y llegados a este punto, aunque finalmente se habían podido publicar de forma detallada las dataciones extremadamente antiguas de Valsequillo, Virgina Steen-McIntyre comprobó con resignación que había llegado demasiado tarde y que sus esfuerzos por defender en el ámbito académico tales dataciones habían caído en saco roto. Así, a efectos oficiales, la datación de Hueyatlaco quedó fijada hacia 22.000 AP, según apareció por primera vez en un artículo de National Geographic de los años 70. Con todo, Steen-McIntyre jamás se desdijo de sus afirmaciones y su claro testimonio fue vuelto a escuchar en el libro de Cremo y Thompson ya citado y en el polémico documental “The mysterious origins of man”, a mediados de los años 90, que de alguna manera propiciaron que se volviera a hablar de Valsequillo y que se emprendieran nuevas iniciativas de investigación.

Dibujo de algunos artefactos hallados en las excavaciones
En todo caso Valsequillo siguió cerrado a cal y canto para cualquier tipo de actuación científica hasta 1997, cuando el INAH promovió al fin una nueva campaña de excavaciones. Entretanto, mucha gente se había quedado en el camino, por fallecimiento o jubilación. En 1990 murió Cynthia Irwin-Williams, al parecer de una sobredosis de su medicación, pues llevaba ya unos cuantos años de mala salud. Nunca llegó a publicar nada sobre sus trabajos en Valsequillo y la mayoría de sus papeles se perdieron inexplicablemente en algún momento indeterminado antes de 1997. Y lo que es más grave, en la misma época se perdió el rastro de todos los artefactos hallados durante las excavaciones y a día de hoy no se tiene noticia de su paradero, aunque –como veremos más adelante– alguien podría haber encontrado lo que queda de la colección. En definitiva, Hueyatlaco permaneció fuera de la agenda científica oficial durante nada menos que 24 años.

Otras explicaciones y nuevos datos


Por supuesto, no sería objetivo reducir todo el problema de Hueyatlaco a la única versión de los “defenestrados” (el USGS) por la ortodoxia. El yacimiento ha sido objeto de estudios geológicos y paleontológicos por parte de otros profesionales (sobre todo del INAH mexicano, pero también del Center for the Study of the First Americans, de Texas, EE UU y de la Universidad John Moore de Liverpool, Reino Unido) en la década de 2000. Con respecto a las polémicas dataciones del USGS, las versiones oficiales no omiten mencionarlas, pero suelen resaltar que se trata de fechas “controvertidas”. Los pocos expertos que han dado su opinión sobre los argumentos de los geólogos del USGS han incidido bien en la baja fiabilidad de esas dataciones, bien en una interpretación incorrecta de la estratigrafía.

En el contexto de esta controversia, ya a finales de la década de 1990, el empresario y arqueólogo amateur Marshall Payn quiso reabrir el caso de Hueyatlaco y para ello contó con la ayuda de la propia Virginia Steen-McIntyre, así como de un equipo de especialistas, creándose de este modo un Nuevo Proyecto Valsequillo, en colaboración con los técnicos del INAH. Su primer objetivo se centró en comprobar si los datos geológicos eran fiables. Para ello hizo revisar los antiguos informes por expertos, que le corroboraron que el trabajo parecía bien hecho, pero que sería aconsejable realizar nuevas pruebas con los medios más modernos disponibles.

Sam VanLandingham extrayendo muestras in situ
Así pues, el equipo de Payn extrajo unas muestras que luego fueron datadas en los EE UU por el Dr. Ken Farley (geoquímico) mediante una técnica más moderna, la del uranio-torio-helio. Los resultados se situaron entre 400.000 y 500.000 años de antigüedad. Además, el geólogo Sam VanLandingham realizó una nueva datación del yacimiento mediante el método de las diatomeas[4], que confirmó una enorme antigüedad para los estratos con artefactos en Hueyatlaco, entre un mínimo de 80.000 años y un máximo de 400.000 años. A su vez, el experto geólogo Robert McKinney, tras un minucioso trabajo de campo y el examen de algunos de los antiguos monolitos extraídos en 1973, llegó a la conclusión que no había rastro de ninguna intrusión en la estratigrafía observada que pudiera haber provocado un desplazamiento de materiales a capas más antiguas, lo que justificaría un posible error de datación. En definitiva, todo este cuerpo de pruebas, más otros estudios adicionales, daban cumplida respuesta a los críticos, a los que prácticamente ya no les quedaba nada por alegar.

Otra vez en el callejón sin salida


Payn había podido tomar parte en diversas intervenciones hasta 2005 con el beneplácito del INAH, pero su intención era realizar una campaña completa de excavación en Hueyatlaco para cerrar definitivamente el último elemento de la polémica: la ya mencionada inserción en la estratigrafía. No obstante, sus solicitudes de permiso oficial para excavar en Valsequillo fueron denegadas una tras otra desde 2006 hasta 2011. Para tratar de dilucidar cuál era el problema, Payn envió en su nombre al arqueólogo Neil Steede, que ya había trabajado para las autoridades mexicanas, para que se entrevistara con cuatro prominentes figuras académicas mexicanas. Pero llegado el momento los planes se torcieron, pues una de estas personas, Mario Pérez Campa, falleció dos días antes de producirse la entrevista, mientras que las otras tres rehusaron aduciendo que se les había prohibido conceder ninguna entrevista.

Único artefacto identificado procedente de Hueyatlaco
No obstante, y esto es quizá lo más interesante, Steede aprovechó sus viajes a México para indagar sobre el paradero de las piezas desaparecidas de Hueyatlaco y, según afirma, se enteró de que el edificio de Ciudad de México donde se guardaban los objetos había sido víctima de un terremoto y que más tarde todos los artefactos (de éste y de otros yacimientos) fueron guardados en cientos de cajas y trasladados a un almacén de muy difícil acceso y sin ningún tipo de cuidado ni señalización. Steede pudo llegar hasta allí y entrar pero no se le permitió realizar ninguna pesquisa. Así pues, actualmente, aparte de algunas fotografías, sólo se pueden estudiar los artefactos a través de las reproducciones que hizo Cynthia Irwin-Williams de unas pocas piezas. Según Virginia Steen, sólo se ha podido identificar fiablemente un objeto procedente de Hueyatlaco: se trata de un utensilio de piedra, de tipo bifacial, descubierto en 2003 en el Museo Antropológico de México. Está en un expositor sin ningún tipo de etiqueta, entre un conjunto de “típicos artefactos mexicanos.”

Aspecto del yacimiento de Hueyatlaco en 2011
Y ya en 2011 el nuevo equipo de Valsequillo pudo constatar que el yacimiento había sido alterado por la construcción de una gran casa, con un terreno adyacente delimitado por vallas y muros. Además, el paisaje se había llenado de vegetación y árboles en la antigua zona de excavaciones. En suma, prácticamente ya no quedaba nada útil que excavar en Hueyatlaco. 

En cuanto al proceder del INAH en este embrollo, las palabras del geólogo Robert McKinney, en un correo electrónico a Virgina Steen-McIntyre (25 de julio de 2011)[5], son de una dureza concluyente:

«Mi posición es que a nosotros (todos los implicados) se nos ha apartado del descubrimiento de hechos significativos a causa de una actuación ilícita sistemática por parte del INAH y de otros intereses que, por alguna razón, no quieren que se descubra la verdad. Muchos intentos fallidos para obtener permisos, fósiles perdidos o destruidos, una interferencia directa en los intentos de llevar equipos de perforación y registro al yacimiento y otras cosas sin sentido han impedido a los investigadores rigurosos obtener datos vitales.»

Se pueden decir las cosas más alto pero no más claro. 

Más allá de Hueyatlaco


Podríamos concluir aquí el texto y aceptar que el caso de Hueyatlaco fue un episodio aislado en la historia de la arqueología americana y que en él confluyeron diversos factores poco recomendables como los celos profesionales, las ansias de protagonismo, los posibles errores técnicos o ciertas posturas intransigentes propias de personas o estamentos con un alto ego científico. Sin embargo, y esto desde luego no se enseña en ninguna facultad de Historia, existe un largo y lamentable historial de casos parecidos a Hueyatlaco en los que la intransigencia y la hostilidad ante las nuevas ideas y pruebas provocaron la marginación y exclusión de tales aportaciones, llegando incluso a perjudicar gravemente muchas carreras profesionales.

Este historial contiene episodios tan oscuros como los hallazgos del arqueólogo canadiense Thomas Lee en el yacimiento de Sheguiandah, en la isla de Manitoulin (al norte del lago Hurón) a inicios de los años 50. Allí encontró artefactos líticos avanzados en unos depósitos que fueron datados geológicamente entre 65.000 y 125.000 años. Lee perdió su empleó público (fue despedido), no pudo publicar sus resultados y sus pruebas fueron rebatidas por otros expertos. Todos los artefactos encontrados se perdieron en arcones del Museo Nacional de Canadá. El Director del Museo, que había defendido los hallazgos de Lee y había propuesto publicar una monografía sobre éstos, fue a su vez apartado de su puesto. Sheguiandah se acabó convirtiendo en un centro turístico.

George Carter
Otro caso similar es el del arqueólogo George Carter, que en la misma época afirmó haber hallado unos bastos utensilios de piedra en el yacimiento de Texas Street (San Diego) con una datación de entre 80.000 y 90.000 años. Enseguida fue criticado por algunos expertos, que aseguraron que había confundido objetos naturales con herramientas hechas por el hombre. Al poco tiempo también perdió su empleo público. Sin embargo, Carter siguió defendiendo la validez de sus resultados y comprobó con resignación como algunos pocos colegas le daban la razón sólo en privado, pues tenían miedo de hacerlo en público, lo que podría arruinar sus carreras profesionales.

Y ni siquiera una figura tan destacada de la paleoantropología, como el mismísimo Louis Leakey, quedó al margen de la maquinaria del pensamiento único. El que fuera descubridor de excepcionales especimenes de homínidos en África estuvo excavando en los años 60 en el yacimiento de Calico (California), bajo la dirección de la arqueóloga Ruth Simpson. En este lugar se hallaron más de 11.000 artefactos de tipo eolito (tradicionalmente interpretados como piedras de sílex bastamente trabajadas, si bien la ciencia actual no reconoce estos objetos como piedras modificadas por el hombre sino por procesos naturales) en una serie de estratos, siendo los más antiguos datados por series de uranio en ¡200.000 años! Leakey defendió estas dataciones pero nuevamente los escépticos las rechazaron, recurriendo a la doble explicación de que, o los artefactos no eran tan antiguos, o en realidad eran naturales (“geofactos”). Con todo, algunos especialistas examinaron las piezas y afirmaron que algunas al menos sí serían de inequívoca factura humana. En todo caso, los años de Louis Leakey en Calico fueron “tristes y embarazosos”, según relata la biógrafa de Leakey.

El gran problema de fondo


Las investigaciones llevadas a cabo en Valsequillo pusieron de manifiesto que el equilibrio trilateral existente entre los hallazgos arqueológicos, las dataciones y la teoría sobre el poblamiento humano de América se había roto por algún sitio. Si examinamos el núcleo de la controversia, llegaremos a la conclusión que al menos uno de los tres elementos de este triángulo debe fallar.

La primera sospecha podría recaer sobre la práctica arqueológica, pero todo el mundo –empezando por los geólogos del USGS– coincide en afirmar que la metodología científica aplicada por Cynthia Irwin-Williams estaba fuera de toda duda. A pesar de su juventud, era una persona muy preparada, metódica, detallista y con un cierta experiencia en excavaciones, lo que se tradujo en un trabajo bien realizado y bien documentado, tomando buen registro de todos los hallazgos e interpretando correctamente la secuencia estratigráfica del yacimiento, labor en que sin duda la aportación de geólogos muy cualificados tuvo un papel determinante.

Trazas o huellas de fisión, a la vista de microscopio
En segundo lugar tenemos el tema de las dataciones. A este respecto, la presencia de tantos huesos mineralizados que no se podían datar por C-14 debía haber suscitado algunas preguntas que no se hicieron, pues los arqueólogos americanos estaban acostumbrados a utilizar este método (válido hasta unos 50.000 años de antigüedad como máximo) en sus modernos yacimientos del Nuevo Mundo, y en Valsequillo esta técnica prácticamente quedó inédita. En cuanto a las otras técnicas, se podría aducir que algunas de ellas, de reciente aplicación, habían fallado y que falta de correlación entre las capas de tefra de Valsequillo y La Malinche no permitía extraer conclusiones claras. Sin embargo, cuando a los primeros datos extremos obtenidos por Szabo con las series de uranio se unieron los nuevos datos obtenidos por otros métodos en la década de los 70, todo empezó a cuadrar. A estas alturas ya resulta muy forzado mantener que todos los métodos empíricos de datación absoluta aplicados en el yacimiento fallaron estrepitosamente al no ofrecer las fechas “esperadas” por el estamento académico.

Por último, nos queda la teoría. Durante décadas se ha defendido la teoría de que los primeros humanos (desde luego, Homo sapiens) que llegaron al continente americano lo hicieron desde Asia cruzando el estrecho de Bering hacia el final de la última Edad del Hielo y que paulatinamente fueron extendiéndose hasta llegar al cono sur del continente. Con todo, la primera cultura humana identificada (la ya mencionada Clovis) se situaba poco más allá del 10.000 a. C. Y bien es cierto que con el paso de los años, diversos hallazgos reconocidos han permitido acuñar el concepto de una cultura “pre-Clovis”, pero que no se remontaría muchos miles de años atrás. En esta posición continúa enrocado el estamento oficial arqueológico, que dicta lo que es aceptable y lo que no, según sus pruebas. La cuestión, sin embargo, es que existen otras pruebas.

Como conclusión, vemos que el problema de Hueyatlaco es doblemente pertubador porque –dado un esquema teórico construido a lo largo de décadas sobre la evolución y distribución de los homínidos en el planeta– los restos físicos presentan una realidad bien diferente que obligaría a rescribir todos los libros de Historia. Hay que darse cuenta de que Hueyatlaco no sólo muestra el testimonio más antiguo de seres humanos modernos en el Nuevo Mundo sino que lanza un órdago a los esquemas evolucionistas más firmes. Así, frente a la teoría de que el Homo sapiens, en su variante más arcaica, apareció en África hace unos 200.000 años como máximo (según los recientes estudios llevados a cabo sobre el ADN mitocondrial), los utensilios hallados en Valsequillo se remontan a ¡250.000 años! En esa fecha, según todos los axiomas establecidos, no había ni por asomo ningún H. sapiens en América, pero tampoco en ninguna otra parte del mundo... Sea como fuere, el caso de Hueyatlaco plantea un grave choque entre la teoría y las pruebas objetivas de complicada –por no decir imposible– resolución. Y desgraciadamente, en vez de afrontar la controversia, el paradigma actual reaccionó ignorando o negando los hechos o, en el mejor de los casos, intentando darles una explicación rebuscada.

Visto todo este oscuro episodio, y si descartamos cualquier tipo de maquinación o maniobra siniestra, lo que queda tampoco es como para estar orgulloso del proceder del estamento científico. Más bien muestra una cerrazón y un claro prejuicio ante los hechos anómalos que desafían la solidez del paradigma establecido, utilizando los términos empleados por Thomas Khun al hablar de las revoluciones científicas. Por lo tanto, habría que dilucidar qué impide a la ciencia realizar una seria autocrítica cuando se producen situaciones de este tipo.

Finalmente, ya hemos visto que existieron varios casos similares a Hueyatlaco; no se trata pues de una rara excepción que confirma la regla. Entonces, ¿es razonable considerar que todos los profesionales que encontraron datos anómalos se equivocaron? ¿Cuántas pruebas extraordinarias se precisan para que la ortodoxia académica empiece a considerar que el paradigma actual debería revisarse completamente? Si en el método científico la hipótesis se somete a experimentación para ser validada y dicha experimentación –que está fundamentada en hechos observables y medibles– contradice la teoría, entonces se debe empezar otra vez desde el principio y replantear la hipótesis inicial. ¿Es esto tan inadmisible en el campo de la historia y la arqueología? ¿O es que cierta teoría científica más bien se ha convertido en un dogma de fe que no puede ponerse en duda aunque la evidencia objetiva no lo confirme e incluso lo descarte?

© Xavier Bartlett 2014

Referencias


Artículos

MALDE, H. E.; STEEN-MCINTYRE, V.; NAESER, C. W.; VANLANDINGHAM, S. L. “The stratigraphic debate at Hueyatlaco, Valsequillo, Mexico”. Palaeontologia Electronica Vol. 14, Issue 3; 2011.

STEEN-MCINTYRE, V., FRYXELL, R., MALDE, H.E. “Geologic evidence for age of deposits at Hueyatlaco archaeological site, Valsequillo, Mexico.” Quaternary Research, 16:1-17; 1981.

STEEN-MCINTYRE, V. “A review of the Valsequillo, Mexico early-man archaeological sites (1962-2004) with emphasis on the geological investigations of Harold E. Malde.” Presentation at 2008 Geological Society of America Joint Annual Meeting; 2008.
Libros  
ARMENTA CAMACHO, J. Vestigios de labor humana en huesos de animales extintos de Valsequillo, Puebla, México. Consejo editorial del Gobierno del estado de Puebla, 1978. 
CREMO, M.; THOMPSON, R.L. Forbidden Archaeology: The Hidden History of the Human Race. Bhaktivedanta Institute, San Diego, 1993.
HARDAKER, C. The First American: The Suppressed Story of the People Who Discovered the New World. New Page Books, Franklin Lakes, New Jersey, 2007.

Páginas Web

http://earthmeasure.com

http://pleistocenecoalition.com/steen-mcintyre/index.html




Créditos / agradecimiento por las imágenes: Virginia Steen-McIntyre y revista digital Pleistocene Coalition News



[1] Clovis es un yacimiento situado en New Mexico (EE UU), que fue excavado en la primera mitad del siglo XX y que fue un referente para fijar la antigüedad del primer poblamiento de las Américas durante mucho tiempo.
[2] ARMENTA CAMACHO, J. Vestigios de labor humana en huesos de animales extintos de Valsequillo, Puebla, México. Consejo editorial del Gobierno del estado de Puebla, 1978.
[3] Sobre el tema de las negativas se llegó a situaciones surrealistas: Steen-McIntyre relata que fue contactada en 1980 por una revista de divulgación científica llamada Science 80 para publicar su manuscrito, pero que después de meses sin ninguna noticia el editor se excusó diciendo que el manuscrito se había perdido al caer detrás del archivero...
[4] Las diatomeas son unos microorganismos unicelulares microscópicos fosilizados cuya diversa y extensa tipología desde hace millones de años hasta actualidad permite datar los estratos en que se depositaron.  
[5] STEEN-MCINTYRE, V. “Bob McKinney 1933-2011, Classic Valsequillo Project colleague” Pleistocene Coalition News, volume 4 issue 2; 2012.

lunes, 6 de octubre de 2014

La pirámide de Gunung Padang




Yacimiento de Gunung Padang (Indonesia)
A principios de 2014 el investigador escocés Graham Hancock daba a conocer en su sitio web una interesante noticia a partir de las conversaciones que había mantenido con el geólogo indonesio Danny H. Natawidjaja, del Centro de Investigación de Geotecnología (organismo dependiente del Instituto Indonesio de Ciencias). Según Natawidjaja, el extenso yacimiento megalítico de Gunung Padang habría sido mal datado anteriormente pues las prospecciones más recientes de los estratos más antiguos habían permitido extraer muestras orgánicas cuya antigüedad había sido fijada mediante el método del radiocarbono en más de 20.000 años. Y por si fuera poco, Natawidjaja añadía que las prospecciones parecían apuntar a la existencia de una gran pirámide –situada bajo los restos megalíticos– que hasta el momento se había tomado por una simple colina natural.

Las informaciones aportadas por Hancock daban a entender que estas  investigaciones en el yacimiento de Gunung Padang habían causado sorpresa y “disgusto” en el estamento académico indonesio. Al parecer, el  propio geólogo Danny Natawidjaja confesaba que, a la vista de los controvertidos resultados obtenidos, se habían producido algunas presiones por parte de dicho estamento hacia el gobierno indonesio para que no prosperasen los trabajos en curso.

Pero antes de seguir adelante, será preciso ofrecer algunos datos de contexto. En resumen, lo que sabemos sobre Gunung Padang es que el yacimiento, ubicado cerca de la localidad de Karyamukti (isla de Java), a casi 900 metros sobre el nivel del mar, fue citado por vez primera en un informe del Departamento de Antigüedades holandés en 1914 y que más tarde fue mencionado por el historiador de esta nacionalidad N.J. Krom, en 1949. Luego permaneció oculto hasta 1979, en que fue localizado de nuevo por tres granjeros locales. Las intervenciones arqueológicas preliminares, sin embargo, no se iniciaron hasta 2003 y sólo duraron tres años. En lo referente a la datación, los expertos situaban el yacimiento megalítico en un periodo comprendido entre 2.500 – 1500 a. C.

Por su parte, Natawidjaja empezó a estudiar el yacimiento desde el año 2010 y a raíz de sus primeras investigaciones lanzó la teoría de que la colina podía ser en realidad una estructura artificial, tal y como sugerían los resultados obtenidos a través de diversas metodologías, como el geo-radar, la tomografía seísmica, las prospecciones de resistividad y otras técnicas de detección remota[1]. Adicionalmente, el descubrimiento de una serie de pilares de andesita (basalto) dispuestos horizontalmente hacía pensar en una intervención humana a gran escala, pues de forma natural tales pilares sólo surgen verticalmente. A esto se unían las fechas de las muestras datadas con Carbono-14, que ofrecían una antigüedad insospechada para el yacimiento (las más antiguas se remontaban a 26.000 años). Sumando estas piezas, nos encontraríamos con claros signos de civilización humana en una época en que la arqueología académica sólo contempla un horizonte paleolítico, con comunidades humanas primitivas, de tipo cazador-recolector.

Graham Hancock
Dicho todo esto, Graham Hancock acaba de anunciar una vez más en su sitio web que dispone de nueva información muy significativa sobre este caso, si bien todo ello debe ser tomado con cierta cautela a la espera de poseer datos concretos y publicaciones científicas que respalden las afirmaciones provisionales.

Según relata Hancock, las presiones académicas, en efecto, consiguieron ralentizar el progreso de los trabajos pero no suprimirlos del todo. Y de alguna forma, Natawidjaja utilizó sus propios canales para contrarrestar la presión, incluso apelando al presidente del país. Como consecuencia de sus gestiones, Natawidjaja parece haber obtenido hace sólo un par de meses carta blanca para proseguir con sus investigaciones en Gunung Padang con los medios apropiados. A pesar de todo, los académicos más reticentes han seguido oponiéndose al proyecto, alegando que las excavaciones se han llevado a cabo de manera irregular, tanto en la metodología como en la financiación. A esto ha respondido Natawidjaja diciendo que las excavaciones han sido supervisadas por arqueólogos competentes de la Agencia para la Conservación y Gestión de Yacimientos Arqueológicos (BPCB) y de la Universidad de Indonesia. Además, el yacimiento ha sido inspeccionado recientemente por el Director de Conservación de Yacimientos Arqueológicos, por el jefe del BPCB y por el propio Ministro de Educación y Cultura, los cuales confirmaron en rueda de prensa que las excavaciones eran correctas y adecuadas. 

De este modo, ya han salido a la luz unos primeros resultados muy prometedores que podrían confirmar la hipótesis de la pirámide, si bien hay que insistir en el carácter preliminar de estos trabajos. Básicamente, lo que se ha hecho es excavar una serie de catas que han permitido extraer gran cantidad de artefactos de piedra. Asimismo, ya se han podido obtener unas fechas de 5.200 a. C. para los restos megalíticos más superficiales, lo cual sitúa la fase más moderna del yacimiento en un horizonte cronológico bastante más antiguo que las pirámides de Guiza, datadas hacia el 2.500 a. C.[2]

Reconstrucción hipotética del conjunto de Gunung Padang
 
Para Natawidjaja está fuera de toda duda que existe una estructura debajo de los restos megalíticos y que es de tipo piramidal[3]. Lo más interesante es que se ha podido identificar una cámara o estancia enterrada bajo una capa de tierra de 5 a 7 metros de grosor y que está situada en medio del conjunto megalítico. El acceso a esta estancia está aún pendiente de excavación; por el momento se ha procedido a realizar una serie de perforaciones en el supuesto emplazamiento de la cámara a partir de las prospecciones geofísicas.

Naturalmente, hay que ser cautos ante la espectacularidad de estas noticias, pues también en el caso de las famosas pirámides de Bosnia se armó cierto revuelo en su momento y hasta la fecha, pese a las declaraciones altisonantes del Sr. Osmanagic, sigue habiendo muchas más sombras que luces en este asunto. No obstante, para varios investigadores alternativos, el fenómeno de las pirámides y del megalitismo podría estar total o parcialmente mal entendido y mal datado y se remontaría a épocas mucho más antiguas de lo aceptado por la arqueología ortodoxa.

Así, algunos yacimientos nada discutidos como Göbekli Tepe o Karahan Tepe (en Turquía), y posiblemente Gunung Padang, están en esta línea de proponer un horizonte de civilización muy remoto, hasta ahora no reconocido como tal. En fin, si hay una gran pirámide escalonada en el yacimiento indonesio todavía está por clarificar, así como el aspecto crucial de su datación; habrá que esperar a disponer de resultados más concluyentes por parte del equipo de Natawidjaja.

© Xavier Bartlett 2014


(Ilustración incluida procedente del mismo artículo)

 

[1] Los detalles de estas prospecciones se pueden consultar en el artículo de Wikipedia sobre Gunung Padang. 
[2] Por supuesto, dando por hecho que tal datación sea correcta, pues para muchos autores alternativos dichas pirámides son mucho más antiguas, y la intervención de la IV dinastía en ellas sólo sería una mera restauración y adopción.
[3] Podemos suponer que se trataría de una pirámide escalonada, formada por una sucesión de terrazas o plataformas, pero no hay mención específica a esta característica.


jueves, 2 de octubre de 2014

Filología alternativa


Así como existe un cierta historia o arqueología alternativa como género literario o campo de investigación consolidado, también podemos hablar ya de la existencia de unas nuevas propuestas “rompedoras” procedentes del campo de la lingüística que en cierto modo podrían constituir una especie de filología alternativa, por cuanto atentan directamente al consenso académico en este ámbito.

Esta filología heterodoxa ha arrancado, entre otros temas, con una revisión radical de las lenguas romances o románicas (derivadas del latín), poniendo en cuestión su propio origen latino. En este sentido, algunos autores consideran que la filología convencional ha trabajado con suposiciones e invenciones y que en realidad el latín no puede ser considerado como la lengua madre de las lenguas romances por una serie de motivos bien fundados, o al menos eso es lo que argumentan los defensores de esta tesis. Pero entremos a evaluar ya la polémica. 

El italiano (arcaico) sustituye al latín


El ingeniero y sociolingüista francés Yves Cortez publicó hace pocos años un libro (“Le français ne vient pas du latin!”) en el que defendía categóricamente que el idioma francés no deriva del latín, porque –a su juicio– ésta ya era una lengua muerta cuando los romanos ocuparon la Galia. En su lugar, Cortez cree que los romanos hablaban italiano, o más bien un italiano antiguo. Del mismo modo, opina que el resto de lenguas romances (castellano, catalán, portugués, italiano, rumano, etc.) tampoco proceden del latín. Según su visión, habría existido un idioma itálico precursor del latín y del italiano antiguo, y entre estos dos sólo el último se habría extendido por el imperio romano[1].
Cortez ve en las claras similitudes gramaticales de las lenguas romances una lengua madre común pero diferente del latín. Con todo, reconoce que el léxico latino está presente en el lenguaje culto, porque el latín era la lengua erudita, propia de la administración y de las expresiones artísticas. Sin embargo, la lengua coloquial sería el italiano antiguo, mientras que el latín quedaría reservado exclusivamente para el uso escrito, lo que daría lugar a una especie de bilingüismo. Para Cortez esta dualidad no resulta extraña y de hecho tiene otros referentes que han llegado hasta la actualidad, como es el caso del árabe dialectal y el árabe clásico, que sólo aparece por escrito.
Entonces, ¿cuál sería el origen de la confusión sobre el uso del latín? Para el autor francés, la Iglesia habría fomentado esta visión de un latín vivo porque lo utilizaba como lingua franca europea. No obstante, Cortez considera que el léxico de las lenguas romances no es latino, a excepción de las palabras cultas. Además, si bien reconoce que tenemos –al menos parcialmente– un vocabulario de origen latino, afirma que la gramática de las lenguas romances es completamente distinta de la supuesta lengua materna. En sus propias palabras:
“Nos encontramos con dos sistemas gramaticales totalmente diferentes, extraños el uno al otro. La lengua popular innova, modifica, pero no transforma los fundamentos. La idea de la degradación de la bella lengua por parte del pueblo bajo encuentra límites en el hecho de que las lenguas románicas tiene formas gramaticales que el latín ignora.”[2]

En cuanto a la evolución histórica, Cortez no da crédito a que las lenguas romances surgiesen en el periodo entre los siglos III-IV al IX-X, hecho que considera “excepcional” en la historia de las lenguas.
Y por si esto fuera poco, Cortez –en un estilo “Sitchin-contra-todos-los-lingüistas”– opina que la filología universitaria, en especial la centrada en cuestiones etimológicas, es del todo acientífica y fantástica, debido a su falta de rigor, especialmente cuando atribuye un origen latino a la gran mayoría del léxico de las lenguas romances.
Finalmente, Yves Cortez cree que si el latín hubiese sido la lengua madre de las lenguas romances, el proceso de evolución lingüística habría dado una mayor diversidad final. Por ejemplo, no se explica cómo se pudieron producir exactamente las mismas eliminaciones o las mismas apariciones de nuevas formas en todas las lenguas. Desde de su perspectiva, este salto desde el latín no tendría sentido porque sería demasiado grande, pero sí en cambio sería posible desde una misma lengua vulgar, o sea, el italiano antiguo. En resumidas cuentas, los romanos no exportaron el latín sino una lengua romana (itálica) más evolucionada. En este sentido, argumenta que si el latín hubiese sido el precursor del francés moderno, el francés medieval del siglo IX debería haber sido una lengua puente (intermedia), y no lo es, porque es bastante próximo al francés actual. Así pues, el llamado “latín vulgar” o “bajo latín” sería una mera invención de los filólogos para demostrar que el pueblo podía deformar o modificar la “bella lengua” de la aristocracia.

La visión peninsular


Podría parecer que estas ideas son muy minoritarias por su atrevimiento, pero por de pronto ya han cruzado los Pirineos y ya hay varios filólogos disidentes que defienden conceptos parecidos con relación a las lenguas romances de la Península Ibérica. Así pues, comentaremos ahora los trabajos de la filóloga catalana Carme Jiménez Huertas y del filólogo y prehistoriador castellano Jorge María Ribero-Meneses en esta materia. A partir de sus aportaciones y las de otros expertos se ha ido generando un cierto debate en Internet en el que ha habido un poco de todo. Lastimosamente, tal debate ha derivado en demasiadas ocasiones hacia posiciones faltas de seriedad y rigor –y con frecuencia contaminadas por cuestiones ideológicas y políticas– como la de un supuesto entendido en el tema que afirmaba, con sólo un par de ejemplos de léxico, que el castellano y el latín derivaban del catalán, lo cual tal vez se acerca más al puro panfleto que a un análisis científico.

Poblado ibérico de Mont Barbat (Cataluña)
Con respecto a Carme J. Huertas, con la que tuve ocasión de intercambiar impresiones y razonamientos sobre sus tesis, cabe decir que ha escrito un libro muy en la línea de Cortez titulado “No venimos del latín”. Esta obra plantea algunos problemas parecidos a los que mencionaba Cortez, pero sobre todo busca argumentos en el posible origen ibérico de las lenguas peninsulares en vez de la hipótesis del italiano arcaico. Para Huertas está claro que las lenguas romances se diferencian bastante del latín clásico en términos de fonética, gramática y sintaxis. Es más, en sus palabras textuales, las gentes nativas de la Península “nunca hablaron latín”.
Básicamente, su punto de partida es la consideración de que se ha venido ocultando o menospreciando la importancia de las lenguas ibéricas en la formación de las lenguas como el castellano o el catalán, e incluso que por alguna razón “conspirativa” nunca se ha llegado a descifrar la lengua ibérica[3], asunto que, a su parecer, sitúa el problema en el ámbito político en vez del científico.
Dejando a un lado esta visión pérfida de la filología oficial, y ya en el terreno estrictamente lingüístico, Huertas ubica el origen de las lenguas romances en un único idioma muy antiguo, con variedades dialectales, en un contexto de koiné cultural en el que las gentes que estaban a un lado y otro de los Pirineos podían entenderse. En otras palabras, eran lenguas emparentadas asentadas sobre un sustrato común. Asimismo, Huertas coincide con Cortez en la imposible rapidez de la evolución del latín, pues las propias lenguas románicas, como el castellano y el catalán, no han evolucionado tanto a lo largo de los siglos, como se puede ver en el castellano que se habla en América. De hecho, Huertas no cree en la validez de la gramática histórica ni en las mutaciones espontáneas. En su opinión, todos los cambios se interpretan de forma artificiosa o arbitraria. Así, hay cosas que no tienen sentido, como decir que se perdieron los casos (declinaciones) de las palabras propias del latín. Para la autora catalana, no hubo tal pérdida o cambio porque la lengua hablada (no latina) nunca precisó de estos casos gramaticales que sí tenía el latín clásico.
En cuanto a la presencia romana en los territorios conquistados –incluyendo la Península ibérica– Huertas afirma que los romanos vinieron en poco número (fundamentalmente algunos magistrados incultos) y que su ejército estaba compuesto de esclavos y mercenarios oscos y umbros que, por supuesto, no hablaban latín. Y evidentemente, los habitantes de la Península ya hablaban su propio idioma (ibérico) y también lo escribían, cosa que resulta obvia y fuera de toda discusión.
En suma, el uso de un latín digamos formal o clásico se habría limitado al restringido ámbito de la administración para luego convertirse en lengua transmisora de cultura. En todo caso, el latín nunca se extendió a las clases populares, porque –de acuerdo al símil de Huertas– si el castellano no pudo suprimir el catalán pese a la presión política, la inmigración, los medios de comunicación, la educación obligatoria, etc. mucho menos el latín de cuatro magistrados incultos y groseros pudo haberse impuesto sobre la población autóctona. Así pues, la lengua vulgar utilizada en la vida cotidiana no sería un latín deformado y decadente sino simplemente la lengua autóctona de los habitantes de la Península, previa a la intervención romana. Finalmente Huertas ve raíces de diversas lenguas en nuestro léxico (latín, griego, hebreo, etc.) y sugiere que detrás de este fenómeno habría una lengua ancestral de una civilización desaparecida.

En lo que se refiere al trabajo de Ribero-Meneses, lo que he leído al respecto me ha parecido que sobrepasa con mucho lo radical o especulativo y entra directamente en el terreno de la pseudociencia, con una fuerte contaminación de tipo ideológico, y todo ello a pesar de contar con unas notables credenciales académicas. Naturalmente, comparte con los anteriores autores la opinión de que la supuesta maternidad del latín sobre las lenguas romances es un puro fraude. Sólo a modo de ejemplo, rescato algunas de sus afirmaciones sobre el origen del castellano que pueden encontrarse en su sitio web[4] y también en un breve artículo –titulado “El castellano: la lengua de Keltiberia”– aparecido en la revista Arqueología sin fronteras n.º 5:
  • La cuna de la Humanidad está en Iberia, relacionada íntimamente con la Atlántida[5], y el castellano era la lengua autóctona de la Península Ibérica antes de la llegada de los romanos.
  • La escritura no nació en Mesopotamia, sino en la Cordillera Cantábrica, hace unos 40.000 años.
  •  El castellano está emparentado con el vasco y el griego, siendo estas tres lenguas más antiguas que el latín.
  • No hubo colonización del Occidente europeo por parte del Imperio Romano[6].
  • No tiene sentido que en sólo tres siglos los romanos impusieran su idioma cuando los godos no fueron capaces de hacerlo en un plazo semejante y los árabes apenas introdujeron unos pocos términos en ocho siglos de presencia en la Península.
  • Después de la conquista romana, los habitantes de la Galia, Hispania y la propia Italia siguieron usando su lengua ancestral, de raíz céltica; de todos modos, la lengua de los nativos peninsulares no era sustancialmente diferente de la que empleaban los romanos.
Y como colofón de la heterodoxia de sus postulados, Ribero-Meneses invierte los términos y sitúa al iberismo en la mismísima cuna del mundo latino. Así, afirma que el término Lacio deriva de Lanzia, una voz de inequívoco origen ibérico. Incluso el nombre original de Roma sería Balenzia[7] (y todas las Valencias derivarían de este término y no de las Valentias latinas).

En fin, tal vez para acabar de definir el tono científico (o ideológico) en que se mueven las propuestas del profesor castellano baste citar el siguiente alegato contra el latín –y el Imperio Romano por extensión– en unos términos nada ambiguos:
“Y esto, mucho antes de que los romanos, en nefasta hora, lleguen a nuestro territorio con el firme propósito de arrasar toda nuestra cultura y de robar absolutamente todo lo que se les pusiera por delante. Incluida nuestra memoria histórica y nuestras creencias e instituciones religiosas. El perpetrado por Roma en el norte de España, es el mayor atropello que ha conocido la historia de la Humanidad, siendo los desafueros de los españoles en América una simple broma al lado suyo.”

Análisis y reflexiones

 

Lápida de un ciudadano romano de Tarraco
No cabe duda de que quedan todavía muchas incógnitas por despejar acerca de la expansión del latín y de su evolución en los diferentes territorios conquistados por las legiones, así como de su relación con las lenguas nativas que hablaban los conquistados. Varias de las propuestas de estos autores alternativos ponen de manifiesto que los estudios convencionales dan muchas cosas por supuestas o simplemente las despachan sin profundizar en temas tan críticos como los mecanismos de evolución o sustitución de una lengua por otra. Con todo, es oportuno recordar que todo lo que sabemos sobre las lenguas habladas en el pasado son meras extrapolaciones de lo que ha perdurado a través de los restos escritos; la única forma de obtener certezas absolutas sobre la lengua hablada sería el improbable escenario en que un investigador pudiera viajar al pasado con una grabadora y regresara con pruebas de primera mano.

Ahora bien, aun aceptando que muchas de las observaciones realizadas por estos autores pueden abrir nuevos caminos para la investigación, considero que en muchas de sus afirmaciones han divagado, manipulado o ignorado otras pruebas y datos a fin de hacer cuadrar sus tesis. Porque una cosa es hablar estrictamente de filología y otra cosa es mezclarla con la arqueología y la historia de forma muy poco cuidadosa, pasando por alto incluso ramas del saber tan significativas en este caso como la epigrafía antigua. Vayamos por partes.

Lo que plantea Cortez sobre la muerte del latín en el siglo II a. C. debe referirse –siempre en un plano especulativo– a la lengua hablada, pues la escrita siguió gozando de buena salud durante unos cuantos siglos más, en la literatura, en la historiografía, en los documentos oficiales, en las inscripciones de todo tipo sobre monumentos, e incluso en los graffiti populares sobre objetos o sobre paredes, lo cual nos demuestra que al menos una pequeña parte del pueblo llano sabía leer y escribir (¡y escribía en latín!)[8]. Ergo, si según Cortez ya hablaban un italiano arcaico, ¿por qué no probaron a  escribir su lengua con el alfabeto latino que ya conocían? Algunas tribus celtibéricas escribieron su lengua céltica con el alfabeto ibérico; esto es bien conocido.

Otra cosa, naturalmente, es afirmar que el latín escrito y el hablado fueran prácticamente iguales, lo que ningún experto defiende. Los estudios lingüísticos ortodoxos han defendido la existencia, por un lado, de un latín culto, propio de las clases más altas y del lenguaje escrito con fines literarios o administrativos, y por otro, de un latín vulgar (el sermo vulgaris) hablado por toda la población y con ciertas diferencias según las regiones del Imperio donde se hablara[9]. Por supuesto, los soldados, magistrados o colonos romanos hablarían esta última modalidad, si bien emplearían el latín formal a la hora de escribir. De todas formas es bueno recordar que existen al menos unos escasos textos tardorromanos en que sí aparece por escrito este latín vulgar, previo a las lenguas romances.

En todo caso, la epigrafía latina nos muestra que el latín fue empleado por todas las capas sociales[10] hasta el Bajo Imperio y más allá, cuando –según conceden los propios alternativos– el latín se había convertido ya en la lengua cultural de Occidente. Además, se ha conservado un documento del Bajo Imperio, el Appendix Probi (s. III d. C.), que trataba de corregir el habla popular con la intención de restaurar las formas clásicas que posiblemente casi nadie debía usar ya. De este indicio debemos suponer que ya en aquella época el lenguaje hablado estaba evolucionando hacia las formas que podríamos considerar “pre-románicas”. Lógicamente, la lengua no evoluciona tan fuertemente en tres, cuatro o cinco siglos. Así pues, el latín vulgar (o como queramos llamarlo) debía estar pasando por un proceso evolutivo desde los tiempos de la gran expansión de la República romana, lo cual nos marca un extenso periodo de más de mil años hasta el reconocimiento de la aparición de las lenguas romances en la Alta Edad Media, hecho que depende de la constatación de los primeros textos escritos, aunque lógicamente los expertos admiten que esas lenguas populares ya debían estar bastante antes en circulación. 

Sea como fuere, hablar de un italiano antiguo o de un latín deformado por el tiempo y las diversas hablas itálicas (o sea, el latín que hablaban los legionarios y los colonos) no vendría a ser algo muy distinto. El latín vulgar tendría pues su origen en Italia y se habría extendido por otras regiones del Imperio, modificándose a su vez al sobreponerse a las lenguas autóctonas. Por lo demás, Cortez tampoco acierta a dar las claves de la transformación de un idioma itálico que nunca apareció por escrito en época antigua, con lo cual parece complicado sacar adelante los interrogantes que él mismo ha puesto sobre la mesa.

En cuanto a las teorías de Carme J. Huertas, se me hace difícil aceptar que no hubiera una gran conquista y colonización romana en la Península y que los que llegaron a la Península fueran unos pocos magistrados incultos y soldados mercenarios que no hablaban latín. Esto no es lo que recogen la historia, la arqueología y la epigrafía, a no ser que alguien venga con un buen paquete de sólidas pruebas contrarias. Su escenario histórico, compartido en gran parte con Ribero-Meneses, es que los romanos que llegaron a la Península fueron muy pocos y que apenas colonizaron a los nativos, y desde luego no hablaban latín. Lamentablemente su argumentación peca de errores importantes de tipo histórico, como tuve oportunidad de contrastar, pues ella defendía, por ejemplo, que los iberos habían formado parte de las legiones romanas, cuando la realidad es que fueron mayoritariamente mercenarios en las filas de sus enemigos, los cartagineses. Además, su visión de una koiné prelatina que justifica un cierto entendimiento entre los pueblos del Occidente europeo, no se aplica luego a la koiné romana (que duró unos cinco siglos como mínimo en Occidente), lo que también explicaría los similares cambios ocurridos en las lenguas romances[11].

Inscripción ibérica del noreste de la Península. El texto se
transcribe: NEI:TINKE / SUBAKE:EN:DAGO
Sobre el tema conspirativo de tipo político y los estudios acerca de la lengua ibérica (relacionada íntimamente con el euskera), Huertas quizá crea polémicas donde no las hay, sin que ello minusvalore sus notables esfuerzos en el estudio de la lengua ibérica como sustrato de las actuales lenguas habladas en la Península, si bien debemos tener en cuenta también que en el centro y norte de la Península se hablaban dialectos célticos, que son de una rama indoeuropea, de la misma raíz que el latín. Lo que sí se puede constatar es que la lengua ibérica –tal como se muestra a través de sus escritos– tiene más bien poco parecido con la latina, al pertenecer a familias lingüísticas distintas. Sin embargo, los filólogos alternativos siguen insistiendo en que las lenguas de los conquistadores y de los conquistados eran relativamente semejantes. Ello no obsta, evidentemente, a que muchos rasgos de la lengua nativa ibérica se perpetuaran en las lenguas romances, ya sea en términos de vocabulario, de fonética o de sintaxis.

Finalmente, el trabajo de Ribero-Meneses se muestra más bien como un órdago completo a la arqueología y a la historia, más que a la propia filología. Su propuesta, que contiene grandes especulaciones y errores de bulto, se fundamenta en la afirmación de que el castellano es más antiguo que el latín, sin que sepamos a qué tipo de castellano se refiere. Ello, sin embargo, no desmerece sus observaciones acerca de documentos anteriores a las famosas Glosas Emilianenses, que podrían probar que el castellano –en su forma más arcaica– tiene más antigüedad de lo que se admite en foros académicos. Por lo demás, la filología universitaria no reconoce un castellano anterior a la Alta Edad Media (es decir, un castellano ya existente en época romana, cuyo límite podemos fijar en el siglo V d. C.). Dicho de otro modo, si de alguna manera la lengua escrita reflejaba la lengua que se hablaba, aunque fuera en un registro más culto, entonces en la Antigüedad sólo tenemos textos correspondientes a las lenguas célticas e ibéricas peninsulares, al griego y fenicio de los colonizadores mediterráneos y al latín, claro está.

En suma, ¿cómo se puede situar la existencia de las lenguas romances en un contexto tan antiguo y sin una relación directa con el latín? ¿Y cómo se se puede decir que las lenguas romances de hace mil años son prácticamente iguales a nuestros modernos idiomas? Si simplemente tomamos una muestra del castellano que aparece, por ejemplo, en el Cantar de Mío Cid[12], podemos comprobar que la lengua romance ha evolucionado bastante, y del mismo modo es de suponer que la lengua vulgar (el latín popular modificado por el sustrato nativo) fue transformándose con el paso de los siglos.

No obstante, si lo que los filólogos alternativos tratan de decirnos es que nuestros modernos idiomas no descienden directamente del latín que hablaban (o sobre todo escribían) Tito Livio o Cicerón, entonces podríamos concederles un razonable sentido a sus propuestas, siempre aceptando que la historia y la arqueología nos demuestran que hubo un Imperio Romano, que sus soldados y colonos hablaban algún tipo de latín vulgar y que su lengua y civilización se extendieron paulatinamente en Occidente[13], arrinconando a las lenguas nativas existentes y luego provocando un proceso de sustitución que tendría lugar durante varios siglos. Y como es lógico, si sumanos varios sustratos no latinos a un latín popular que tampoco era uniforme y a unos superestratos posteriores (por ejemplo, las lenguas germánicas o el árabe), acabamos obteniendo, con el paso de los siglos, unas lenguas romances que se alejaban bastante de lo que se ha denominado convencionalmente el latín clásico. Pero claro, siempre resulta más impactante decir que “¡no venimos del latín!”
Por tanto, utilizando expresiones bien populares, en toda esta polémica sobre el origen “no latino” de las lenguas romances posiblemente se haya querido buscar los tres pies al gato, o tal vez sea mucho ruido para tan pocas nueces.

Epílogo


Entre tanta controversia sobre nimiedades, no he encontrado serios estudios filológicos o antropológicos que expliquen de forma certera por qué la especie humana, supuestamente la más evolucionada e inteligente del planeta, tiene un sistema de comunicación (el lenguaje hablado) no común para todos sus individuos. O sea, un perro de cualquier raza y origen puede entenderse en el mismo “idioma” con otro perro procedente del otro extremo del globo, cosa que no sucede con los humanos, que hablan miles de idiomas distintos.

De hecho, el tema de la diversidad de lenguas –­en el que no hay ningún consenso– parece haber sido aparcado o desechado por la moderna ciencia debido a la falta de observaciones objetivas que permitan sustentar firmemente una teoría al respecto. Lo que sí se aprecia, en contra de los patrones evolucionistas habituales, es que las lenguas más antiguas (o las de ciertos pueblos primitivos actuales) son enormemente más ricas y complejas que las actuales, o sea, que la comunicación humana, en vez de progresar, estaría sufriendo una fuerte degradación desde hace milenios.

¿Qué hay detrás del mito de la Torre de Babel y la confusión de las lenguas? ¿Existió alguna vez un lenguaje único de toda la Humanidad? Hasta ahora todo son meras hipótesis. En fin, esto ya sería tema para otro artículo.

(c) Xavier Bartlett 2014




[1] En su argumentación, Cortez alude a que el latín ya se habría dejado de hablar hacia el siglo II a. C. y que los soldados y colonos romanos que se extendieron por el Mediterráneo y parte de Europa realmente hablaban italiano.

[2] El Temps, 13 noviembre de 2007, p. 78 (texto original traducido).

[3] Cabe señalar que han llegado hasta nosotros muchos textos (más de 2.000) en lengua ibérica en toda la fachada mediterránea de la península (desde Andalucía hasta el sur de Francia, y con cierta presencia en el valle del Ebro). Esta escritura semisilábica se puede leer, pues está basada en caracteres fenicios y griegos, pero la lengua que hay detrás de los signos nunca ha sido descifrada, si bien la mayoría de intentos de interpretación apuntan a una gran similitud u origen común con el euskera.

[4] https://iberiacunadelahumanidad.wordpress.com

[5] En este campo, Ribero-Meneses da crédito a la mitología y afirma que la Atlántida yace hundida a 5.000 metros frente a la costa de Llanes, en el litoral cantábrico.

[6]A este respecto, Ribero dice literalmente: “¿Cómo hubiera podido conseguir un puñado de legiones –integradas fundamentalmente por soldados analfabetos de todas las naciones sojuzgadas por Roma y que no debían tener ni la más remota idea de latín– que en el decurso de tres siglos no quedara ni rastro de las hablas ancestrales y milenarias de varios países europeos extraordinariamente más antiguos que Roma?”

[7] Tal nombre, según el autor, era sagrado y los primitivos habitantes de la ciudad tenían prohibido pronunciarlo.

[8] Por ejemplo, cabe reseñar los graffiti populares hallados en las excavaciones de la ciudad de Pompeya, sepultada por la lava y las cenizas del Vesubio en el siglo I a. C.

[9] Las diferencias regionales en el uso del latín probablemente eran más marcadas que las diferencias de origen social o cultural, como se sabe por el caso del emperador hispano Trajano, cuyo fuerte acento de la Bética causó risas en el senado de Roma.

[10] Véanse por ejemplo la gran cantidad de lápidas funerarias de personas de clase media y baja que muestran las clásicas fórmulas latinas usadas durante siglos. Lógicamente, podemos suponer que las personas no hablaban así, pero también se puede colegir que podían entender el texto sin demasiada dificultad, a no ser que fueran del todo analfabetas.

[11] También cabe destacar que todas las generalizaciones son malas, pues Huertas afirma que la supresión de los casos gramaticales no fue tal, ya que la lengua prelatina de la gente no los necesitaba; sin embargo, el rumano (también derivado del latín), sí conserva todavía algún vestigio de declinación en su habla moderna.

[12] De hecho, el castellano antiguo de este famoso texto literario no resulta fácil de entender y en muchas ediciones actuales se incluye una versión en castellano moderno para poder seguir adecuadamente el contenido.


[13] En Oriente, que era un territorio ya civilizado desde antiguo, existían múltiples lenguas locales a las que se había superpuesto el griego como lengua franca en el ámbito económico, cultural y político durante el periodo helenístico. Por este motivo el latín de los conquistadores quedó reducido allí a un mínimo uso administrativo.