martes, 25 de febrero de 2020

Asombrosa teoría sobre las líneas de Nazca


Sobre las famosas líneas y geoglifos de Nazca (Perú), redescubiertas hace casi un siglo, se ha dicho ya prácticamente todo, habiendo sido objeto de múltiples propuestas y teorías (académicas y alternativas), incluyendo algunas bastante radicales o fantasiosas, como la inevitable intervención extraterrestre, según Erich Von Däniken. Para los interesados en repasar el tema, en este mismo blog pueden consultar dos artículos anteriores en los cuales ya desgrané los argumentos más debatidos.

Ahora quisiera referirme a una nueva y asombrosa teoría que ha sido recientemente difundida en el sitio web de Graham Hancock, a cargo de tres investigadores independientes: Frank Maglione Nicholson, Ken Phungrasamee y David Grimason. Estos investigadores, que configuran un equipo de trabajo llamado “The Nazca Group”, afirman haber dado por fin la clave definitiva de las líneas y los geoglifos, aunque –con buen criterio– han bautizado a su propuesta como una mera hipótesis: la hipótesis del gran mapa circular de Nazca... si bien el concepto de mapa debe tomarse aquí de forma bastante abierta. Vamos pues a exponerla y analizarla brevemente a partir del extenso documento original en inglés[1].

Toda la propuesta está basada en dar un nuevo sentido al enorme despliegue de líneas rectas y figuras geométricas que se pueden observar sobre el terreno, y que durante décadas han sugerido todo tipo de interpretaciones, siendo las más comunes las referidas a alineaciones de estrellas o constelaciones o bien a la indicación de una serie de rutas sagradas. Aparte queda, por supuesto, la presencia de numerosos geoglifos (la mayoría en forma de animales), cuyo sentido y relación con las líneas aún se muestra –cuando menos– confuso. Sin embargo, para el Nazca Group no hay duda de que existió una relación directa entre ambos elementos. En su opinión, todo el conjunto de líneas tiene una coherencia interna pues formaría nada menos que una proyección gnomónica con el centro de la Tierra como su punto de vista cartográfico. Dicho de otro modo, se trataría de un inmenso mapa global en 2D que proyectaría en 3D una serie de grandes círculos que recorrerían la superficie del planeta. 

Según los autores, existen hasta cinco centros radiales o focos de proyección de donde salen multitud de líneas, y cada uno de estos centros representa un lugar específico de la Tierra. En cuatro casos han podido reconocer concretamente las ubicaciones: el río Amazonas, la isla de Pascua, Tiwanaku y el cabo Agulhas (en el extremo sur de África). Quedaría un punto en el Pacífico sin un referente específico. Para situar u orientar el mapa completo, se han fijado en un punto concreto marcado por el geoglifo de unas llamas, que vendría a identificar la propia región andina de Nazca. De hecho, creen que todos los geoglifos ejercen una función de marcadores eco-geográficos, esto es, que cada figura tiene una vinculación natural con el entorno geográfico donde su ubica. Es, por decirlo así, como si un antiguo cartógrafo se hubiera dedicado a dibujar los animales propios de cada región descrita en el mapa.

Geoglifo del llamado perro
A partir de esta premisa, el Nazca Group se ha dedicado a situar e identificar cada geoglifo según patrones geográficos. Así, afirman que –de acuerdo con su posición y orientación– los animales en cuestión se ajustan a su contexto sobre el mapa. Por ejemplo, el famoso mono-araña se corresponde con una región muy concreta del Amazonas. O el llamado colibrí también encajaría con la región norte de Sudamérica y Centroamérica. En otros casos, empero, los autores entran en el terreno de la interpretación y sugieren que algunas identificaciones clásicas de ciertas figuras han errado en la diana. Así, consideran que el perro no es tal, sino un mamífero arborícola de nombre tamandúa, exclusivo de Sudamérica. Del mismo modo, no ven ningún cóndor, sino un pájaro costero llamado willet, de la fachada atlántica americana. Pero, puestos a sorprender, opinan que en la representación de África aparece claramente un cocodrilo, pero la figura adjunta (considerada como un árbol) no sería más que la forma aproximada del delta del río Okavango, una gran rareza natural, pues se trata de un río que “muere” en el interior del continente.

No obstante, el argumento principal de la teoría se centra en la citada red de líneas radiales. ¿Qué sentido tendrían dichas líneas? ¿De qué modo podemos hablar de “mapa”? En este punto, los autores exponen un estudio basado en un extenso trabajo matemático-estadístico a base de repasar coordenadas, orientaciones y coincidencias. En primer lugar, asumen que determinadas formas geométricas representan áreas geográficas concretas, como ríos, corrientes de agua o mares. En cuanto a las líneas radiales, distinguen entre líneas primarias y secundarias en función de su relación directa con los cinco focos básicos. No quiero extenderme en detalles, pero lo que se quiere demostrar es que las líneas no fueron trazadas al azar sino con la intención de marcar o “capturar” en su proyección una serie de elementos característicos distribuidos sobre la superficie terrestre; a saber: antiguos monumentos (incluyendo algunos sumergidos), volcanes y cráteres de impacto de meteoritos.

Panorámica de una amplia porción de las líneas de Nazca visibles desde el aire
Para probar su teoría, el Nazca Group ha echado mano de ordenadores y de Google Maps para poner de manifiesto que las líneas de Nazca –al ser proyectadas sobre el globo terráqueo– pasan por una multitud de esos puntos. En su artículo, podemos observar toda una serie de imágenes de docenas de circunferencias que pasan inevitablemente por esos lugares señalados. Sólo por citar algunos de los monumentos arqueológicos, están el Osireon de Abydos, el complejo de Baalbek, las pirámides de Guiza, Stonehenge, los alineamientos de Carnac, la ciudad de Derinkuyu, Gobekli Tepe, Harappa, Knossos, Angkor Wat, Machu Picchu, Nabta Playa, Chitchén Itzá, Yonaguni, etc. Como vemos, se nos ofrece un amplio muestrario de arqueología mundial, de épocas y culturas muy diversas.

Sobre los volcanes y cráteres, hay también largos listados con muchos nombres conocidos, y también repartidos por todo el mundo. Cabe añadir que los autores, para demostrar que su enfoque es válido, han sometido a una sesuda prueba estadística su teoría de la proyección de líneas, y concluyen que tal agrupación de elementos en torno a las líneas por la acción del mero azar es prácticamente imposible. Ello implicaría un conocimiento e intencionalidad a la hora de trazar las líneas, con el propósito de crear un mapa sobre Nazca capaz de recoger una visión determinada de la Tierra hace miles de años. Dicho esto, los tres investigadores se quedan en este estudio meramente descriptivo –un punto de partida– y no ofrecen más pistas sobre quiénes realizaron las líneas, ni cómo ni cuándo.

Hasta aquí los datos, que nos presentan un panorama bastante impactante y espectacular, sugiriendo –aunque sin mencionarla– la existencia de una remota civilización situada en los Andes tenía altos conocimientos geográficos y cartográficos, que luego acabó plasmando en forma de líneas y geoglifos que sólo pueden ser observados correctamente desde una cierta altura, no lo olvidemos. Los autores eluden cualquier comentario sobre esta circunstancia, quizá para no meterse en viejos callejones sin salida. Por supuesto, todo esto se enmarca en las diversas conjeturas sobre esa visibilidad aérea de los trazados y las figuras, que ha dado mucho que hablar, pero sin llegar a conclusiones sólidas. Lo cierto es que, más allá de la acumulación de números, coordenadas y orientaciones, esta nueva propuesta no parece aportar nada realmente fiable o contrastable por otros medios, y se queda en un puro ejercicio teórico con bastantes cabos sueltos. Así pues, cabría realizar una serie de objeciones fundamentadas en el sentido común y la experiencia arqueológica.

El perro sería en realidad... ¿un tamandúa?
En primer lugar, los autores han tomado unos puntos básicos de referencia (los “focos radiales”) y les han dado una ubicación geográfica concreta, creando un mapa a partir de tales identificaciones, suponiendo que existe una relación directa “eco-geográfica” entre la posición de ciertos geoglifos y su entorno “lineal”. Las posiciones parecen cuadrar en algunos casos, pero los autores no explican otros muchos y además juegan con fuego al interpretar la “verdadera” identidad de algunos animales para que cuadren con su tesis. 

Por ejemplo, pueden decir que el estilizado perro es un perro muy discutible, de acuerdo, pero el mamífero tamandúa no es que tenga precisamente un parecido mucho más claro con la figura del geoglifo en cuestión. En otros casos, los autores han ido bastante lejos, como afirmar que el raro delta africano del Okovango es en verdad el geoglifo en forma de “árbol”. Igualmente, aquí podemos decir que han arrimado el ascua a su sardina para que todo encaje (dejando a más de uno con la boca abierta…).

En segundo lugar, sobre el asunto de las líneas, estamos en la misma situación que otros muchos investigadores que han relacionado las líneas y las figuras con múltiples temas: estrellas, constelaciones, caminos rituales, vías de agua subterránea, mensajes en clave, pistas de aterrizaje, etc. El caso es que, al haber tantas líneas que se proyectan en forma de círculos (o circunferencias, para ser más exactos), al final resulta que tenemos una inmensa red o entramado terrestre que acaba pasando por cientos de lugares destacados, como antiguos yacimientos arqueológicos, volcanes y cráteres. Y uno se puede preguntar: ¿Por qué los autores escogieron tales elementos? Cabe suponer porque “lanzaron” sus proyecciones y vieron que pasaban por allí, y los consideraron “relevantes” por algún motivo. ¿Qué trataban pues de representar en tal mapa? Es obvio que las coincidencias son múltiples, pero no son significativas por sí mismas ni indican ninguna intencionalidad. Tal vez se podrían haber buscado –o encontrado– otros elementos que hubieran dado también numerosas coincidencias.

Dicho esto, y en honor a la verdad, se debe admitir que desde hace tiempo algunos autores alternativos han llamado la atención sobre la posición de muchos enclaves arqueológicos de cierta importancia y de las relaciones entre ellos, dando a entender que no estaban distribuidos al azar sobre el planeta, sino que se asentaban en puntos específicos sobre una trama o patrón global de coordenadas y distancias cuya finalidad se nos escapa. Esta especie de red global podría estar organizada a partir de ciertas líneas o corrientes de energía telúrica, tal y como defiende la teoría de las llamadas ley-lines, sobre las cuales se sitúan determinados lugares monumentales y sagrados, y las vías que las comunican entre ellas. Ahora bien, asegurar que las líneas de Nazca pretendían reflejar esa supuesta red de forma precisa sería, como poco, muy aventurado. 

En tercer y último lugar, podemos observar que el estudio cartográfico y estadístico basado en la proyección de las líneas es más bien pobre en términos arqueológicos, pues no nos dice nada de la sociedad que supuestamente construyó ese “mapa”. ¿Qué sentido o mensaje habría detrás de tal enorme esfuerzo? ¿Cómo podían conocer tan perfectamente la geografía global? Y si así fuera, ¿por qué lo hicieron de forma tan complicada y confusa? Evidentemente, si no fue la antigua cultura local nazca la que realizó tal proeza, los autores deberían ofrecer alguna explicación sobre quién, cuándo y cómo emprendió la tarea. Por desgracia, todo aparece fuera de la historia y de un contexto razonable. Más bien da la impresión de que se han tomado coincidencias y datos parciales y a partir de ahí se ha construido un enorme edificio basado en números y coordenadas, pero que realmente carece de solidez argumental.

Concluyendo, como hipótesis es un intento loable de ver las cosas de otro modo y de abrir la mente a todas las posibilidades, pero a la hora de conjuntar todas las piezas y darles un sentido creo que el Nazca Group se ha quedado en el limbo. Se pueden desplegar muchas tecnologías de la información, análisis estadísticos, diagramas y largos listados de datos, pero si se parte del sesgo o prejuicio y se tiende a cuadrar los datos a la tesis prestablecida, entonces no se está llevando a cabo ciencia rigurosa sino más bien juegos de manos o fuegos artificiales. Lo que parece evidente es que, en cierta medida, tanto la arqueología académica como la alternativa han sucumbido a esa fiebre hipertecnológica y se dedican a avasallar por la mera potencia del despliegue de datos, cuando en realidad lo que falla de principio es la carencia de una verdadera mentalidad científica.

© Xavier Bartlett 2020

Fuente imágenes: Wikimedia Commons / archivo del autor




[1] Puede consultarse en: https://grahamhancock.com/maglionegrimason1/

miércoles, 12 de febrero de 2020

El turbio asunto de la ocultación de pruebas


Los lectores recordarán que hace poco expuse una esperpéntica situación vivida por el investigador norteamericano Michael Cremo, al cual se negó el acceso a unos antiguos artefactos almacenados en un museo alegando razones espurias. A raíz de casos como este podríamos hacernos la siguiente pregunta: ¿Es posible que el estudio del pasado esté restringido o controlado por la manipulación, ocultación o incluso destrucción de pruebas materiales? Debo confesar que durante mis estudios académicos de arqueología en ningún momento se me pasó por la cabeza tal posibilidad. Era consciente de que las personas se equivocan o cometen negligencias, que los métodos a veces fallan, que se pueden destruir o dañar pruebas por una mala praxis o simplemente que muchos restos del pasado se han perdido para siempre y no podemos contar con ellos. Con todo, la mala fe (o cualquier tipo de intervención dolosa) no entraba en mi concepto de arqueología profesional.

Sin embargo, al adentrarme en el estudio de la arqueología alternativa, empecé a vislumbrar un horizonte diferente. Así, no pocos autores –algunos de cierto prestigio y popularidad– insistían en que en muchos casos existía una ocultación intencionada de pruebas a fin de cerrar filas en torno a los dogmas del paradigma y evitar debates embarazosos ante la presencia de determinadas pruebas anómalas o controvertidas. En ese contexto, con el tiempo fui pasando del escepticismo y la duda a la grave sospecha –no me atrevo a decir convicción– de que, en efecto, la ocultación de pruebas por parte del estamento oficial (organismos e instituciones culturales, universidades, museos, etc.) es algo real y no precisamente esporádico. Esta “tradición” habría empezado ya en el siglo XIX, se habría consolidado en el siglo pasado y todavía tendría lugar en estos tiempos recientes.

Por supuesto, admito que este es un asunto muy turbio y complejo en que fácilmente se pueden ver fantasmas y conspiraciones donde no las hay, aparte de la dificultad de probar fehacientemente que alguien está procediendo a una ocultación deliberada de pruebas. No obstante, por todo lo que he leído en estos últimos años, cuando se dan unas determinadas circunstancias y un modus operandi muy similar, podemos empezar a dudar de la integridad profesional de las entidades que dicen estudiar y conservar los objetos para el avance de la ciencia y el conocimiento del pasado. Lo cierto es que repasando diversas investigaciones y relatos de autores alternativos he ido a parar a una amplia casuística de supuesta ocultación que podríamos resumir en estos puntos:
  • Objetos de los cuales se tiene noticia documental, pero no se sabe qué se hizo de ellos.
  • Objetos que fueron recogidos, registrados y almacenados, pero que –al ser solicitados– no aparecen por ninguna parte.
  • Objetos supuestamente dañados o destruidos por efecto de alguna catástrofe.
  • Objetos confiscados y guardados en almacenes de acceso muy restringido.
  • Objetos sí reconocidos como existentes y almacenados, pero que nunca han sido expuestos ni se permite su estudio por criterios museísticos o de otra índole.
  • Objetos expoliados en antiguas excavaciones que han ido a parar a un fondo no accesible (sin tener certeza del número de piezas ni de sus características). 
  • Lugares o yacimientos arqueológicos de acceso restringido o prohibido por diversas razones.
  • Informes o documentos manipulados, no accesibles o desaparecidos.
  • Cierre de excavaciones en curso por mandato de las autoridades.
Artefactos líticos (hoy desaparecidos) de Hueyatlaco
Lo habitual es que tengamos “rarezas” o “excepcionalidades” sobre algunos de los puntos citados, pero cabe destacar que el yacimiento arqueológico de Hueyatlaco (Valsequillo, México) concentra casi todos los supuestos mencionados, como ya fue denunciado por varios especialistas desde finales de los años 60, por no mencionar toda una serie de cortapisas legales y censuras académicas. Sin embargo, no todo es tan flagrante como este caso. De hecho, hay que hilar muy fino para separar lo que son prácticas normales, o incluso simples fatalidades, de lo que sería una ocultación deliberada de pruebas. Es un campo en que realmente se debe ir con pies de plomo para no caer en el descrédito, ante la falta de seguridades absolutas. A este respecto, se debe tener en cuenta que la mayoría de museos sólo expone al público una pequeña parte de sus extensas colecciones, que se guardan en almacenes o laboratorios. Yo mismo, en mi época de estudiante, trabajé ocasionalmente en la “trastienda” del Museo Arqueológico de Barcelona, y pude comprobar por mí mismo la gran cantidad de materiales almacenados, algunos esperando estudio o restauración, y otros simplemente acumulando polvo.

En la práctica, resulta casi imposible demostrar que ha existido mala intención, pues las instituciones oficiales tienen un amplio argumentario de excusas y recursos perfectamente profesionales y legales para justificar ciertos hechos. Así pues, por lo general, cuando alguna institución es señalada como “manipuladora”, echa mano de ese argumentario y suele revertir las culpas contra el investigador alternativo de turno, como le ocurrió hace no muchos años al investigador independiente Jim Vieira, que fue censurado por haber sugerido abiertamente que cierta institución cultural se dedicaba a la ocultación sistemática de restos arqueológicos atribuidos a gigantes.

Para adentrarnos en esta polémica podría citar aquí varios casos muy curiosos, llenos de extrañas “casualidades”, pero para hacernos una idea general del tema considero que el ejemplo por excelencia de las presuntas prácticas de supresión u ocultación es el Smithsonian Institution, un organismo federal de los EE UU administrado y sufragado por el gobierno (aunque con participación privada), y que goza de amplias competencias y poderes en materias científicas y culturales. Como se pueden imaginar, ésta fue la organización criticada por Vieira… y algunos más. Vayamos por partes para poner las cosas en contexto.

Sede del Smithsonian Institution en Washington D.C.
El Smithsonian fue fundado en 1829 a partir de la generosa herencia del ciudadano británico James Smithson, un científico y millonario interesado en la difusión y conservación de la cultura de América… pese a no haber pisado nunca el continente americano. En muy pocos años esta organización cobró gran importancia, hasta el punto de ser todo un referente en las investigaciones antropológicas y arqueológicas en Estados Unidos y otros lugares de América, estableciendo su sede en Washington D. C. y creando una amplia red de centros de investigación y museos. Así pues, desde mediados del siglo XIX, el Smithsonian estuvo involucrado en multitud de expediciones y excavaciones científicas y fue acumulando una ingente cantidad de materiales en sus museos y almacenes.

El problema, según algunos autores alternativos, es que el Smithsonian ejerció de facto un rol controlador sobre gran parte de la actividad arqueológica y se dedicó a acopiar todos los materiales antiguos para reservarse el derecho de su estudio y conservación. En concreto, el autor estadounidense David H. Childress cree que en realidad lo que ha hecho el Smithsonian es preocuparse de que nada se le fuera de las manos y que todo resto que de algún modo pudiera ser anómalo o dudoso –sobre todo en lo referente a los llamados mound builders y a posibles culturas foráneas– fuese finalmente “almacenado” (o sea, ocultado). Childress tuvo la ocasión de conocer indirectamente el caso de un ex empleado del Smithsonian que fue despedido –presuntamente– por mantener ciertas opiniones heréticas. Pues bien, según esta persona, el Smithsonian habría llenado toda una barcaza con artefactos anómalos y la habría hundido en medio del Atlántico. Lamentablemente, como prueba no podía aportar más que su propia palabra, lo que no lleva a ninguna parte.

Sin embargo, Childress investigó otros casos en que el Smithsonian estaba de por medio y en uno de ellos se encontró con hechos más bien extraños. Así, partiendo de una carta fechada en 1950, supo que en 1892 se habían desenterrado unos grandes ataúdes de madera de unos 2,20 m. de largo en una cueva llamada Crumf Cave en Murphy's Valley, Blount (Alabama) y que al menos ocho de ellos habían sido trasladados al Smithsonian. Acto seguido, Childress escribió al Smithsonian preguntando por el paradero de esos objetos y recibió esta respuesta del conservador jefe del departamento de Antropología, el señor F. M. Seltzer: “No nos ha sido posible encontrar los especímenes en nuestra colección, si bien los registros muestran que fueron recibidos.” Pero lo más extraño es que en 1992 una entidad cultural del este del país[1] ya había preguntado por los mismos objetos y había recibido una respuesta bien distinta: los ataúdes no eran tales sino abrevaderos, y no podían exponerse porque estaban en un almacén contaminado de asbesto. Este almacén estaría cerrado durante los siguientes diez años y nadie podía acceder a él, excepto el personal del Smithsonian. A partir de aquí que cada uno piense lo que quiera…

Túmulo funerario en Norteamérica
Lo que varios autores han destacado es que el tema de los supuestos gigantes en América parece ser bastante sensible para el Smithsonian, que mantiene una postura de firme autoctonismo y de defensa del dogma sobre el poblamiento americano. Así, los constructores de túmulos funerarios (los citados mound builders) no serían más que los antepasados indígenas de las bien conocidas tribus indias locales. Sin embargo, como ya expuse en un largo artículo de 2014, existe un extenso corpus documental de cierta fiabilidad[2] que indica que durante los siglos XIX y XX se hallaron en Norteamérica multitud de esqueletos de individuos de alturas enormes, generalmente entre los 2,10 y los 3 metros, y con algunos casos excepcionales de mayor altura, hasta más de cinco metros. Pero eso no es todo: según los informes y noticias de la época algunos de esos individuos tenían cráneos alargados, seis dedos en pies y manos, doble hilera de dientes e incluso restos de cabellera rubia o rojiza. Y para acabar de rematar la herejía, en algunas tumbas había esqueletos con armadura de cobre, o tablillas con una escritura no identificada. ¿A dónde fue a parar todo esto?

Podríamos pensar que ante estos hallazgos tan excepcionales se habría procurado llevar a cabo una investigación a fondo y que las pruebas habrían estado disponibles para todos los expertos. Pero nada de eso. De la gran mayoría de restos hallados se ha perdido el rastro o ha ido a parar a almacenes de museos y universidades, con alguna rarísima excepción, como el Humbolt Museum de Winnemucca, que expone una ínfima parte de los restos extraídos de la Cueva de Lovelock (Nevada). El Smithsonian, según la antigua documentación conservada, parece haber acaparado gran parte de los objetos en cuestión, aunque ahora afirme no tenerlos en su poder o simplemente los atribuya a las comunidades nativas. Este sería precisamente el motivo por el cual los mantiene bajo llave, apelando a la necesidad de una estricta protección –según criterios museísticos y culturales– del patrimonio y la memoria de dichas comunidades (lo que viene de perlas en esta época de corrección política y defensa del indigenismo).

Gigante de San Diego (1895)
Para profundizar más en esta controversia, mencionaré al menos dos casos en que estuvo involucrada esta organización, uno del siglo XIX y otro del XX. En primer lugar, está el llamado gigante de San Diego, una momia hallada en 1895, con una estatura de alrededor de 2,50 metros. Este insólito hallazgo apareció en la prensa –con foto incluida– y llegó a instancias científicas. Precisamente, un experto del Smithsonian, el antropólogo Thomas Wilson, examinó la momia y no apreció que se tratara de un fraude. El caso es que el Smithsonian pagó 500 dólares de la época para quedarse con el espécimen. Sin embargo, 13 años después, el propio Smithsonian concluyó que se trataba de una burda falsificación y no le dio más importancia. Entonces, ¿por qué pagaron tanto dinero, habiendo podido examinar con calma los restos óseos? Según Jim Vieira, quien se ha hecho eco de este suceso, la intervención del influyente antropólogo Ales Hrdlicka, que ingresó en el Smithsonian en 1903, fue clave para acabar con cualquier especulación sobre la presencia de gigantes en América. De la momia nunca más se supo.

El segundo hallazgo se produjo en 1943, en la isla de Shemya (archipiélago de las Aleutianas), mientras se realizaban trabajos para construir una pista de aterrizaje. Allí, a cierta profundidad, empezaron a aparecer huesos de mamuts y mastodontes y también huesos humanos enormes. En particular, destacaban unos grandes cráneos trepanados, que medían de 56 a 61 cm. de la base a la coronilla, lo que en proporción suponía una altura de más de 3,50 metros. Un ingeniero a cargo de las obras escribió entonces al zoólogo y estudioso de hechos anómalos Ivan Sanderson para informarle de los descubrimientos. Sanderson respondió a la carta para requerir más datos y mostrar interés por visitar la isla, pero en la siguiente comunicación el ingeniero le contestó que no hacía falta que se desplazase: habían llegado unos expertos del Smithsonian y se habían llevado todos los restos. Resulta asombroso con qué rapidez reaccionaron a la noticia del hallazgo y cómo actuaron de forma presta y discreta para llevarse todo el material sin dar más explicaciones. Igualmente, ahora se desconoce el paradero de todos esos objetos.

Noticia sobre gigantes
Llegados a este punto, alguien podría decir que aquí hay muchos rumores y especulaciones y muy pocas pruebas. Y no le faltaría razón, pues por desgracia en muchos casos se ha tirado de fantasía, sensacionalismo e incluso fraude, por no mencionar los simples errores, exageraciones o confusiones. No obstante, este sería un enfoque muy simplista, dada la magnitud de la realidad arqueológica. A este respecto, Jim Vieira y Hugh Newman escribieron en 2015 un libro (Giants on Record: America’s Hidden History, Secrets in the Mounds and the Smithsonian Files) en que recogieron toda su investigación sobre el tema de los gigantes en Norteamérica. Así, los autores pudieron corroborar por los documentos conservados que desde finales del siglo XIX el Smithsonian había estado implicado en la exploración y excavación de más de 2.000 túmulos funerarios nativos y que había más de 1.000 registros escritos –incluyendo informes del Smithsonian– que mencionaban la presencia de esqueletos humanos de más de 2,10 metros. Vieira y Newman insisten en que en muchos casos la documentación confirma que dichos huesos de gigantes fueron enviados al Smithsonian Institution “para posteriores estudios”, y a partir de ese punto se pierde su rastro. En su opinión, tal desaparición masiva de restos sólo puede responder a una política sistemática de ocultación de pruebas.

Para concluir esta panorámica sobre el papel del Smithsonian, incluyo seguidamente una declaración de Vine Deloria, erudito nativo y experto en las antiguas tradiciones americanas:

“El gran intruso de los antiguos enclaves funerarios, la Institución Smithsoniana del siglo XIX, creó un portal de un solo sentido, a través del cual se han esfumado incontables huesos. Esta puerta y el contenido de su cripta están virtualmente sellados a cualquiera, excepto a los funcionarios del gobierno. Entre estos huesos pueden encontrarse respuestas, ni siquiera buscadas por estos funcionarios, acerca del pasado profundo.”[3]

No voy a extenderme más en esta controversia, pero a estas alturas sí creo justificadas y razonables las críticas vertidas por algunos autores alternativos ante la cerrazón del estamento académico. Sería en verdad muy grave que la obstinación y el dogmatismo hubieran conducido a prácticas tan indeseables y reprobables como la supresión de pruebas, ya sea ocultándolas o destruyéndolas. Ante tantos indicios y pistas que merecen al menos un estudio serio y riguroso no se puede aducir “que no se sabe nada”, “que esto o aquello se ha perdido” o “que no es posible mostrar determinados objetos”. Si todos los informes arqueológicos, a los que hay que sumar trazas históricas, antropológicas y mitológicas, nos empujan a pensar que esa realidad existió, resulta muy poco creíble que prácticamente todo se haya esfumado como por arte de magia. La cantidad tiene un peso que no se puede negar.

La ciencia debería ser honrada, neutral e imparcial, pero por desgracia eso sólo ocurre en un mundo perfecto. De verdad me gustaría creer que los autores alternativos han errado completamente el tiro, pero mucho me temo que el estamento académico no es trigo limpio y que las ocultaciones han existido y que, lamentablemente, todavía ocurren en mayor o menor grado.

© Xavier Bartlett 2020

Fuente imágenes: Wikimedia Commons



[1] Se trataba de la Gungywamp Society, una institución cultural que investiga el fenómeno megalítico en Nueva Inglaterra (EE UU).
[2] La mayoría de los documentos son noticias de diarios o revistas locales (algunos de gran renombre, como The New York Times o The Washington Post), pero también existe abundante documentación procedente de publicaciones culturales o científicas locales o de ámbito nacional… ¡incluyendo también informes del propio Smithsonian!
[3] Deloria Jr., Vine. Red Earth, White Lies: Native Americans and the Myth of Scientific Fact. Fulcrum Publications, 1997.