Hubo un tiempo en que
yo también fui estudiante de arqueología. Asistí a clases, colaboré en un museo
de arqueología, consulté la biblioteca, participé en excavaciones, sufrí
los exámenes, etc. etc. Y finalmente obtuve el título. Y parece que la
arqueología se convierta a partir de entonces en una especie de carrera de
obstáculos, pues las salidas profesionales de esta carrera son escasas, no nos
engañemos. Pero, finalmente... ¿qué es lo que buscamos? ¿Qué nos empuja a ser
arqueólogos? ¿Buscar la verdad? Jamás oí a ningún profesor pronunciar tal
expresión.
Un servidor de ustedes en la excavación de un poblado ibérico (Edad de Hierro) allá por 1986 |
Quien más quien menos
pretende ganarse la vida —razonablemente bien o al menos dignamente— con el
ejercicio de su profesión. En el mundo de la arqueología el trabajo es el que
es, y casi todo depende de la administración y de las universidades, pues la
iniciativa privada es poco menos que pura subcontratación para prestar unos
servicios. Realmente no hay caminos nuevos en arqueología, todo está trazado,
burocratizado y ordenado y el camino profesional se presenta como una carrera
de méritos que va desde el desconocido licenciado al brillante catedrático e
investigador.
Ahí es cuando sale
nuestro pequeño ego de empezar a investigar y escribir artículos, colocarlos en
tal o cual publicación, conseguir una ponencia en un congreso, presentar una
tesina —o mejor aún una tesis doctoral—, poder dirigir una excavación (o al
menos tener un rol técnico destacado), colaborar con el distinguido profesor X,
etc. etc. Siguiendo este camino, guiado por los que están arriba —con la
potestad de dictar lo que está bien y lo que no, lo que está en la línea
correcta, lo que enriquece el consenso, lo que merece atención y
reconocimiento—, quizás llegaremos a ocupar un día una cómoda silla
universitaria y a cultivar nuestro bien querido ego científico.
Sin embargo, cuando uno sale de esa autopista y se desvía del mundo académico y profesional, empieza a ver las cosas con cierta distancia, y con otra perspectiva “no interesada”, por decirlo de alguna manera. En mi caso, tras haberme alejado de esa gran ruta de méritos al poco de acabar la carrera, fui a topar años más tarde con eso que los académicos llaman despectivamente “pseudoarqueología”. Si uno no cree en las casualidades ni coincidencias, llegaremos a concluir que tal vez todos tenemos marcado nuestro destino y por mucho que nos empeñemos en rebelarnos contra él, lo acabaremos cumpliendo.
Sin embargo, cuando uno sale de esa autopista y se desvía del mundo académico y profesional, empieza a ver las cosas con cierta distancia, y con otra perspectiva “no interesada”, por decirlo de alguna manera. En mi caso, tras haberme alejado de esa gran ruta de méritos al poco de acabar la carrera, fui a topar años más tarde con eso que los académicos llaman despectivamente “pseudoarqueología”. Si uno no cree en las casualidades ni coincidencias, llegaremos a concluir que tal vez todos tenemos marcado nuestro destino y por mucho que nos empeñemos en rebelarnos contra él, lo acabaremos cumpliendo.
Sea como fuere, lo que
antes me sonaba a fantásticas especulaciones de tipo “Von Däniken”, empezó a
tomar algún sentido tras algunas lecturas ciertamente estimulantes. Entonces te
das cuenta que no todo son entelequias ni fáciles historias para captar
lectores (y ganar un buen dinero). Hay algo más. Realmente hay cosas que tienen
sentido si somos capaces de superar prejuicios e ideas preconcebidas.
Resulta, en efecto, que
fuera de ese sacrosanto consenso y de la investigación científica reglada, hay
personas que han aportado nuevas ideas y visiones que desafían todo lo
establecido. Algunos de ellos son poco más que charlatanes, con pocas luces y
mucho ánimo de hacer negocio, pero incluso así, gente como el innombrable Von
Däniken, ha puesto sobre la mesa preguntas de sentido común y ha planteado
ciertas líneas de investigación que la ciencia no está dispuesta a explorar.
Hay muchos autores alternativos y la mayoría tienen estudios superiores, no son
unos analfabetos ni unos iluminados; son personas con ideas distintas y
revolucionarias, aunque, por supuesto, como todos los mortales, se pueden
equivocar. Y entre ellos, ¡oh sorpresa!, hay unos pocos con formación en
historia o arqueología. Los estudiantes de arqueología saben quién es Arsuaga,
pero quizá no sepan nada de un tal Hardaker. Si yo hubiera seguido una carrera
académica convencional posiblemente tampoco habría sabido nunca nada
sobre Chris Hardaker, o sobre Tom Lethbridge.
Hay un momento, pues,
en que hay que tener la valentía de salir de la autopista y buscar la verdad en
otros caminos secundarios, pues puede que en ellos encontremos argumentos que
nos lleven en la dirección correcta, aunque ello nos obligue a renunciar a todo
aquello que considerábamos como establecido. No es una aventura fácil; nuestra
mente, perfectamente cuadriculada y educada en la ortodoxia, reacciona con
violencia ante los virus que nos quieren inocular unos indeseables.
Llegada esa situación, uno debe olvidar los complejos y decidir pensar y actuar
por sí mismo, razonar y establecer conclusiones, aunque ello nos lleve a la
incomprensión, al ridículo, al ostracismo, a las amenazas o al final de una
carrera profesional. Hay que superar el miedo, aprender a pensar y mantener
firmemente las convicciones frente a viento y marea.
Ello no implica que
debamos caer de forma acrítica en brazos de las visiones alternativas. Antes
bien, hay que mantener bien alto un genuino espíritu científico, serio y
riguroso, pero abierto a todas las posibilidades. En el campo alternativo hay
pruebas, hay indicios, hay teorías, hay caminos por explorar que nos pueden
llevar a resultados sorprendentes. Como científico, tengo el deber y el derecho
de buscar la verdad allá donde esté, aunque esté en contradicción con lo que
dicen miles de “expertos”. La historia de la ciencia es una historia de dogmatismos
y revoluciones, de paradigmas que parecían designios divinos o verdades
irrefutables. Pero Thomas Khun ya dejó claro que los paradigmas que no pueden
superar las anomalías acaban por ser rechazados y sustituidos por nuevos
paradigmas; de no ser así, sería casi imposible hablar de revoluciones
científicas.
Con todo, no voy a
renegar de mis estudios ni de todo lo valioso que pude aprender, pero si mi
intelecto me empuja hacia otras perspectivas, no renunciaré a ellas si creo que
son básicamente correctas. Por eso pongo en serias dudas el evolucionismo
ortodoxo que se enseña en escuelas y universidades y también dudo mucho que las
grandes pirámides de Guiza fueran construidas por los faraones de la IV
dinastía, en plena Edad del Bronce.
En fin, animo a todos
los estudiantes a que limpien su mente de esas verdades empíricas indiscutibles
y que vean que hay otras visiones que también merecen una adecuada atención
científica. Por lo menos, que tengan el valor de comparar y buscar razones;
luego, podrán decidir en consecuencia. Quizá en ese camino descubrirán que gran
parte de la ortodoxia está construida con demasiados axiomas y complejos
edificios teóricos que no se sostienen por la evidencia, sino por un
pensamiento totalmente sesgado y dogmático. ¿O es que sólo somos escépticos
ante las propuestas atrevidas? Tal vez la arqueología alternativa sea a la
arqueología académica lo que la física cuántica ha sido para la física
tradicional: una corriente de aire fresco, que puede revivir a unos y llevar a
la pulmonía a otros.
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