domingo, 15 de julio de 2018

Se sigue buscando el origen del hombre (sin mucho acierto)


Suelo estar atento a las últimas novedades de la arqueología y la paleoantropología, a ver si desde el mundo académico me sorprenden con un nuevo enfoque científico o con investigaciones reveladoras, pero visto lo visto me reafirmo en lo que escribí hace no mucho: que el paradigma –que sigue en sus trece evolucionistas– hace aguas, se hunde en el Pacífico (y otros lugares) y continúa dando tumbos en cuanto al controvertido origen del hombre. Ahora mismo, según una información difundida por muchos medios de comunicación, un equipo internacional de 22 científicos liderado por la arqueóloga Eleanor Scerri, de la Universidad de Oxford, después de poner en orden las piezas disponibles sobre el origen del hombre moderno, ha llegado a la conclusión de que la vieja teoría de un único lugar de origen del ser humano ya no se sostiene. Recordemos que durante un siglo el paradigma ha defendido una cierta evolución en los primates en regiones concretas de África que habría dado paso al proceso de hominización en el citado continente, y que de allí el hombre habría saltado al resto de masas continentales; esto es lo que popularmente se ha llamado la teoría “Out-of-Africa”.

Según Eleanor Scerri, hemos de empezar a cambiar el chip. A partir de las pruebas (fósiles, artefactos, genética), el equipo en cuestión considera que más bien estamos ante un mosaico de orígenes del ser humano moderno (esto es, el H. sapiens), si bien todos ellos estarían en África, con lo cual no se violenta del todo el sacrosanto axioma del “Out-of-Africa”. Eso sí, en un arrebato de humildad, Scerri admite que la idea de un único origen del ser humano había calado en la mente de las personas, pero que tal vez la manera en que se había planteado era “demasiado simplista”. En fin, Sra. Scerri, recuerde que casi todos los mortales realizan un acto de fe con los científicos y se creen todo lo que les digan, aunque luego se demuestre que era una total estupidez. Fueron los científicos quienes crearon y desarrollaron la teoría evolucionista y luego la visión Out-of-Africa, y vendieron –y siguen vendiendo– dichos postulados como verdades demostradas, mientras enviaban al creacionismo al indeseable cajón de las creencias.

Esquema espacial y cronológico de la teoría Out-of-Africa
Pero vayamos al grano. Dado que los últimos hallazgos arqueológicos han delatado la presencia de humanos anatómicamente modernos en regiones africanas tan dispares como Etiopía, Sudáfrica y Marruecos, no ha quedado otro remedio que decir: “Bueno, sí, había humanos en todos esos sitios, y además en épocas muy antiguas”[1]. Y para complicar un poco más cosas, muy recientemente se halló una mandíbula de sapiens en Israel, con una antigüedad de unos 200.000 años. Ahora bien, puestos a arreglar este entuerto, se nos dice que esas comunidades africanas “pre-sapiens” –por llamarlas de alguna manera– vivían, en efecto, por todo el continente y que pasaron largos periodos de hibridación e intercambios culturales entre ellas para dar forma finalmente al ser humano actual. Pero además se afirma que las características anatómicas más típicas del sapiens (cráneo globular, mentón, arco supraciliar suave, cara pequeña, etc.) aparecieron en distintas zonas y en distintas épocas. La cosa se complica; o sea, se propone que no hubo un único núcleo de “importantes cambios anatómicos”, sino que varios grupos experimentaron cambios paralelos y luego, con el paso de decenas o centenares de miles de años se fueron mezclando para crear un sapiens bien definido.

Para tratar de dar cobertura a esta tesis, el equipo de Scerri incide en la importancia de los cambios climáticos, que provocaron aislamientos y acercamientos entre las diversas comunidades, que a veces podían estar separadas por ríos, montañas, desiertos, selvas,  etc., pero que según se suavizaban las condiciones más duras, podían darse nuevamente las migraciones y los contactos. Esto, de algún modo, explicaría la innegable diversidad espacial y temporal que recoge el registro paleoantropológico, con ejemplares de sapiens separados por enormes distancias y muchísimos miles de años.

Reconstrucción del Homo naledi
Las conclusiones científicas de este equipo no van mucho más allá y se reconoce que posiblemente hubo una gran diversidad de especies o poblaciones humanas –mayor que la actual– entre unos 400.000 y 200.000 años, y que todas ellas habrían convivido, sólo en África, con otros homínidos parientes nuestros como el Homo heilderbergensis o el Homo naledi. A ello cabría añadir, a modo de apostilla, que cada vez está más probado que el H. sapiens convivió en otros lugares del planeta con otros homínidos como los neandertales, los floresienses, los denisovanos e incluso con poblaciones marginales de erectus. Scerri admite en este contexto que hace medio millón de años, más o menos, los neandertales y los sapiens divergieron de un ancestro común (¿cuál?) y que los cambios se fueron acumulando con el tiempo, con lo que un sapiens arcaico no tendría que parecerse demasiado a un hombre actual. De hecho, cuando se hallaron los cráneos de Jebel Irhoud (Marruecos), con una datación de poco más de 300.000 años, al principio se los tomó por algún tipo de neandertales (que, por cierto, nunca han sido identificados como tales en África).

Por lo demás, Scerri apunta con acierto a que durante décadas ha existido un afán por protagonizar grandes descubrimientos y por llevarse el gato al agua a la hora de ajustar la teoría darwinista a los hallazgos de campo. Así, no esconde que ha existido cierto divismo e incluso guerra de trincheras entre equipos de Sudáfrica y de África oriental en una especie de competición por “encontrar lo mejor” y “tener la razón”. De esta manera, no ha sido nada extraño leer en las noticias que el paleontólogo X y su equipo declaraban –a bombo y platillo– haber descubierto un cierto cráneo muy singular, tras lo cual ya se ponían la medalla de haber dado con el origen de la humanidad, o el mítico eslabón perdido. El caso reciente del Homo naledi, que despertó expectativa, cautela y desdén a partes iguales, es buena muestra de ello.

Con todas estas explicaciones, se me ocurren algunas reflexiones finales que paso a enumerar:

1.   La propia teoría “Out-of-Africa” ya hace años que se está tambaleando, porque han ido apareciendo ejemplares de homínidos extraordinariamente antiguos en distintos puntos del planeta. Las dataciones caen por su propio peso y ya no se pueden negar. A este respecto, las supuestas migraciones desde África tendrían que haber ocurrido muchísimo antes de lo que se acepta. Además, incluso desde ámbitos científicos ortodoxos se ha empezado a insinuar la existencia de largos procesos evolutivos humanos fuera de África, y que ello implicaría también al H. sapiens. El último mazazo en este campo ha sido el hallazgo de un conjunto de toscas herramientas líticas en China con una datación de nada menos que 2,1 millones de años, que se han atribuido al Homo erectus o incluso al Homo habilis (por un mero prejuicio cronológico, como ya es costumbre[2]). En fin, puestos a hablar de chauvinismo científico, desde China –o Asia en general– hace tiempo que se están mostrando pruebas muy significativas y la comunidad científica occidental sigue mirando para otro lado.

Reproducción del cráneo del "Hombre de Pekín" (H. erectus asiático)
2.  Las nuevas propuestas sobre diversas poblaciones de pre-sapiens que conformaron al sapiens tal como lo conocemos constituyen un brillante ejercicio de fantasía e incluso un sutil varapalo al darwinismo más ortodoxo. Después de décadas hablando de sustitución (“mejora”) de unas especies por otras por selección natural, de la lucha por los recursos y de la supervivencia del más apto, del papel de las mutaciones genéticas aleatorias, etc. ahora resulta que los cambios anatómicos y conductuales que condujeron al humano moderno fueron fruto del cruce y del intercambio cultural[3], aunque bien es cierto que no se presentan sólidas pruebas que respalden este postulado. ¡Bravo!

3.    De todos modos, esta posición de “diversidad” no aclara en absoluto el origen del humano moderno en términos evolutivos, según los propios axiomas darwinistas. Si los sapiens proceden supuestamente de especies “inferiores”, como el H. erectus (en África, el llamado Homo ergaster), ¿hay que suponer que había también varios grupos de homínidos primitivos que evolucionaron a la vez en distintos lugares y épocas hacia formas “modernas”? Porque la visión que plantea Scerri es que hubo un intercambio genético entre poblaciones que reconocemos como sapiens (aunque fuesen muy arcaicos). Pero, ¿quién había antes allí? ¿Con qué clase de magia aparecen procesos evolutivos propios en tres zonas tan alejadas entre sí?

4.   El concepto de que el humano moderno ya habría salido bien definido de África, tras estas supuestas hibridaciones, es un relato especulativo. Cabe recordar que miles de años más tarde nos encontramos en Europa con el hombre de Cro-Magnon, que era un individuo robusto y con una altura media que rondaba los dos metros. Sin embargo, el humano moderno parece ser una versión un poco más ligera y reducida de dicho individuo. En cualquier caso, la diversidad racial del hombre moderno en tantos lugares del mundo sigue siendo un pequeño misterio que nadie ha desvelado aún y que se mantiene en el limbo de los cambios adaptativos al entorno natural, con la consabida aportación de las mutaciones aleatorias que se aprovechan en uno u otro sentido. 

5.   La interpretación del propio registro arqueológico podría estar contaminada por el sesgo de querer ver “evolución de especies” en vez de una simple diversidad racial o morfológica, que es lo que apreciamos hoy en día en las poblaciones humanas. Por ejemplo, una chica de raza blanca nórdica se podría juntar hoy en día con un aborigen australiano y tener descendencia, y nadie los considera individuos de “especies” diferentes. En este sentido, existen evidentes diferencias anatómicas entre un neandertal y un sapiens, pero bien que se unieron y se reprodujeron entre ellos. Y parece probado que otras “especies” se cruzaron con el sapiens o bien entre ellas. Lo que está claro es que no podemos tener hibridación con ningún simio. Eso sí que es una diferencia.

Una propuesta de árbol genealógico de la Humanidad
Concluyendo, la definición de “humano moderno” y de “cadena evolutiva” (aunque hoy en día ya se prefiere hablar de un “arbusto evolutivo”) sigue en un estadio de indefinición y especulación, a la espera de nuevas ideas brillantes o de hallazgos más o menos determinantes. Entretanto, parece que el darwinismo más rancio, con sus seres inferiores y superiores y la prevalencia y supervivencia del más apto, va a la baja. (Tales conceptos ya fueron ampliamente criticados por el profesor Máximo Sandín y en nada puedo mejorar sus argumentos[4]). Esta reformulación del clásico “Out-of-Africa” apenas aporta nada significativo, salvo la constatación de que la paleoantropología, en su búsqueda del origen del hombre, sigue perdida en sus axiomas y en la confusa interpretación de las pruebas, por otra parte bastante escasas y parciales. En realidad, la patata caliente de este asunto sigue siendo el paso milagroso de seres simiescos a humanos; esto es, cómo y por qué apareció el género Homo a partir de unos supuestos cambios evolutivos en los australopitecos. Y como en la actualidad no hay forma humana de experimentar, contrastar o reproducir los procesos evolutivos mediante mutaciones genéticas que duraron supuestamente millones de años, estamos en un callejón sin salida, y cualquier cosa que nos digan los científicos será una mera conjetura revestida de alta ciencia empírica.

Y ya puestos a criticar el oportunismo de la ciencia, veo en esta historia una propaganda multicultural y multiétnica proyectada sobre el pasado, que sin duda encaja de maravilla en la corrección política imperante, pero que como ya he señalado excluye cualquier factor no-africano, y no explica la tremenda diversidad de razas de sapiens en todo el planeta ni el propio origen del hombre moderno. En todo caso, si se reconoce que en los últimos 300.000 años los restos humanos muestran una cierta diversidad o mezcla de rasgos arcaicos y modernos, nos podríamos preguntar hasta qué punto es lícito poner fronteras bien delimitadas entre las especies de homínidos y buscar relaciones de evolución entre ellas.

© Xavier Bartlett 2018


Fuente imágenes: Wikimedia Commons


[1] También es procedente señalar que hace unas décadas, al H. sapiens no se le daba más de 100.000 años de antigüedad; luego se aceptó, por pruebas fósiles y genéticas, que los primeros humanos modernos podrían remontarse a unos 200.000 años, y recientemente los hallazgos de restos humanos en Jebel Irhoud (Marruecos) han sido datados en más de 300.000 años. Aparte, existen otras investigaciones genéticas que apuntan a que los rasgos modernos ya estaban presentes hace centenares de miles de años, antes de que se diera una cierta diversificación o bifurcación de homínidos.
[2] En todo caso, los especialistas aseguran con el mayor aplomo que los autores de esas herramientas “vinieron de África”.
[3] En un artículo de este mismo blog recojo la opinión herética de la antropóloga americana Susan Martínez, que defiende que la diversidad de especies humanas se debió a la sucesiva hibridación y no a la evolución.
[4] Véase en este blog el artículo de Sandín sobre el origen del hombre, en tres partes.

jueves, 5 de julio de 2018

¿La espada de un samurai gigante?



La cuestión de la hipotética existencia de gigantes en un pasado remoto sigue siendo una asignatura pendiente para la arqueología alternativa. Yo mismo he investigado este tema a partir de la documentación disponible, e incluso pude realizar una investigación de campo en Tenerife, pero reconozco que las pruebas siguen siendo ambiguas o débiles y todavía hay mucho trecho por recorrer. También es cierto que los prejuicios suelen rechazar esta hipótesis –sobre todo cuando se habla de gigantes de muchos metros de altura– porque nos parece algo estrambótico o exagerado que sólo existe en el campo de la leyenda. 

Y desde luego se echan en falta los restos físicos de gigantes, a pesar de que existe una amplia documentación (casi toda ella antigua) sobre el hallazgo de huellas, esqueletos y huesos humanos de gran tamaño en diversas partes del mundo. ¿Dónde están todos esos restos? En su día ya traté de esta polémica en los tres artículos sobre gigantes y no volveré a reincidir en los argumentos.

¿Tamaño desmesurado?
Sin embargo, no es menos cierto que –además de esa escurridiza evidencia directa– existe también un importante cuerpo de pruebas indirectas en forma de objetos de enormes dimensiones que difícilmente tienen una explicación o encaje en una escala de humanos de tamaño “normal”. Esto nos lleva a la hipótesis de que dichos objetos serían en verdad utensilios –generalmente de piedra– que usarían los gigantes, como lo que se intuye en Tenerife y otros lugares (por ejemplo los enormes picos de mano hallados en el desierto de Kalahari, en África, o las colosales vasijas de Laos que ya abordé en un artículo el pasado año). Dejo aparte otras hipotéticas pruebas como grandes edificios o monumentos, porque sería muy difícil demostrar que fueron hechos por y para gigantes, sólo atendiendo al tamaño en sí de la construcción o de los bloques empleados.

Con todo, de vez en cuando van apareciendo algunos objetos extraños que llaman la atención y que parecen encajar más en un escenario de gigantes que en uno de Homo sapiens convencionales. En esta línea me voy a referir ahora a un peculiar objeto conocido ya desde hace años, pero que ciertamente me ha asombrado a falta de una buena explicación ortodoxa. En este caso no estamos hablando de un confuso resto arqueológico de hace milenios, sino de un objeto histórico que bien podríamos calificar de mera antigüedad, pues se trata de una espada de una época relativamente próxima, concretamente finales de la Edad Media.

El objeto en cuestión es una tradicional espada de hoja curva que durante siglos usaron los guerreros samuráis del Japón. Esta espada, empero, no es la típica katana, conocida por muchos y empleada por los samuráis en el combate a pie, a corta distancia. En este caso hemos de hablar de una espada ôdachi, que se usaba para el combate a caballo y que tenía una larga empuñadura, pues se blandía con ambas manos. Las ôdachi eran relativamente largas; su longitud habitual estaba alrededor de 1,65-1,75 metros.

No obstante, esta particular espada ôdachi, llamada  Norimitsu Ôdachi, mide nada menos que 3,77 metros de largo (siendo 2,26 metros de filo), por 2,34 centímetros de grosor. Lógicamente, su peso también es muy notable: 14,5 kilos. A partir de este punto ya podemos entender la mención a los gigantes. El apelativo Norimitsu se debe a Bishu Osafune Norimitsu, el artesano que forjó la espada en 1447, durante el periodo Muromachi de la historia del Japón. Los Norimitsu fueron una famosa dinastía de herreros forjadores de espadas que surgió en la escuela Oei Bizen en 1394 y que perduró hasta el fin de dicha escuela.

La enorme espada Ôdachi expuesta en Okayama

En cuanto a las circunstancias concretas y localización del hallazgo, lamentablemente no ha trascendido ningún dato a la opinión pública (cosa que no es nada inusual cuando se habla de objetos anómalos). Tampoco se sabe con precisión cuándo se produjo el descubrimiento ni quién es el actual propietario de la espada. Lo que sabemos con certeza es que la espada se encontró insertada en su respectiva vaina o funda –igualmente conservada– y que la hoja estaba recubierta de una fina capa de óxido, por lo que precisó de una cuidadosa restauración, que fue llevada a cabo en 1992 por el experto Okisato Fujishiro. Actualmente la Norimitsu Ôdachi está en exposición en el santuario Kibitsu Jinja, en Okayama.

Y por cierto, este trabajo de recuperación confirmó la autenticidad y datación de la espada, que de ningún modo puede ser un fraude o réplica moderna. Lo que se pudo comprobar también en la restauración fue la gran calidad de la obra, una hoja formada de una sola pieza, que no debió ser fácil de templar y que exigió una perfecta gestión de las altas temperaturas y posteriormente una cuidadosa tarea de pulido. En cualquier caso, una típica muestra de la forja tradicional de espadas japonesas de la época, pero a un tamaño desmesurado, que habla mucho de la habilidad del artesano.

Dicho todo esto, es fácil lanzarse a la especulación de que este artefacto fuera realizado para un humano de enorme altura, pues sólo así se explicaría su extraordinario tamaño. Lógicamente, todas las versiones ortodoxas que he podido consultar sonríen ante esta hipótesis y se limitan a recordarnos que los gigantes nunca existieron y que la espada fue forjada con fines puramente ceremoniales u ornamentales. Posiblemente habría sido encargada por un personaje poderoso que habría querido impresionar a sus pares con una pieza de gran calidad y belleza, y desde luego fuera de lo común. En este sentido, la espada sería un símbolo de prestigio y fuerza para una figura gigantesca no en lo físico, pero sí en sus cualidades y capacidades. Asimismo, estas versiones convencionales suelen referirse a la existencia en otras culturas de espadas o armas de gran tamaño cuyo fin no sería el uso en combate real sino la mera exposición de poder. Lamentablemente, a la hora de poner ejemplos, no se citan casos concretos ni la medida de tales armas.

Vayamos ahora a una visión del todo heterodoxa, desde la perspectiva de la arqueología alternativa. El investigador independiente Alex Putney nos propone el siguiente escenario: Si tomamos como referencia una altura de 1,80 metros (ya más que apreciable para personas de etnia asiática) para un guerrero que pudiera manejar una espada de 1,70 metros, tenemos que la Norimitsu Ôdachi es 2,2 veces superior en longitud, y en proporción eso supone que el hombre que la empuñó debía medir más o menos sobre los 4 metros, lo que ya nos obligaría a emplear la expresión “gigante”. En su caso, Putney prefiere emplear el término bíblico Nefilim referido al supuesto guerrero samurai que empuñó la espada.

Armadura de un samurai
Lo que es evidente es que si alguien pretendía utilizar esta arma debería sujetarla bien (con ambas manos lógicamente) y moverla con agilidad para asestar golpes a un rival. En este sentido, el problema del peso quizá sería superable pero no así el de la longitud de la hoja. Un hombre alto, incluso cercano a los dos metros, apenas sería capaz de hacer nada con semejante objeto, que más bien le parecería una pica en vez de una espada. Asimismo, no resulta factible pensar que esta espada fuese utilizada por un caballero de enorme altura y peso sobre un caballo, por muy grande y robusto que fuera el animal. Para solucionar esta objeción, Putney alude a que el guerrero podría ir montando no en un caballo sino en un robusto elefante, y de hecho sabemos del uso de elefantes en las guerras asiáticas desde tiempos muy remotos que incluso se pierden en los límites de la mitología. Por lo demás, Putney se introduce en el confuso terreno de la Atlántida y las lecturas de Edgar Cayce y atribuye esta magnífica espada a la tradición atlante de trabajar con avanzadas aleaciones metálicas que producirían objetos cortantes de gran dureza, resistencia y afilado.

Visto este panorama, más de uno podría decir que “hasta aquí hemos llegado” y que no hay por donde coger las elucubraciones alternativas, sobre todo si se invocan temas míticos como los Nefilim o la Atlántida. Sin embargo, antes de dar carpetazo a este asunto, me gustaría realizar un par de reflexiones.

En primer lugar, es bien cierto que en Japón no consta que se haya hallado un solo resto humano –ni reconocido ni “oculto”– que la arqueología alternativa haya podido atribuir a gigantes. Otra cosa es referirnos a la rica mitología asiática y del Pacífico que nos habla insistentemente de gigantes, semidioses o héroes de un pasado indefinido, al igual que en otras partes del planeta, si bien más allá de los relatos de leyenda no tenemos apenas nada realmente tangible. No obstante, vale la pena citar que los ancestros de los actuales japoneses explicaban en su tradición que ellos llegaron a las islas en tiempo inmemorial y que se toparon con una raza de gigantes de largas piernas llamados Ainu[1]. Los antiguos japoneses perdieron su primera batalla con tales seres, pero en el segundo encuentro los vencieron y sometieron. 

Si saltamos ahora de la mitología a la historia, podríamos citar algunas escasas noticias históricas sobre “avistamientos” de gigantes asiáticos. En el caso específico de Japón no hay tales testimonios, pero sí en la cercana China, aunque las referencias son más bien pobres o difusas. Así, disponemos de las cartas del siglo XVI de un español llamado Melchor Núñez que, aun viviendo en la India, hablaba de unos enormes guardianes de las Puertas de Pekín vistos por visitantes occidentales en aquella época, y que alcanzarían una altura de hasta cuatro metros y medio. (Por cierto, en 1627 un viajero inglés llamado George Hakewill incidía en el mismo tema). Asimismo, Núñez relataba que en 1555 el emperador de China mantenía en su guardia personal a 500 arqueros de tamaño gigantesco. Lamentablemente, no existen datos concretos –o más sólidos– que nos permitan corroborar estas historias.

El experto restaurador O. Fujishiro
En segundo lugar, tenemos el propio objeto como prueba, aunque sea indirecta. Dado que la visión ortodoxa sostiene que la espada era un artefacto decorativo, sería todo un reto intentar averiguar si hubo algo más que una pura “exhibición”. En este sentido, pienso que quizá sería posible estudiar la espada de forma muy minuciosa para observar tenues trazas o restos de mella o uso que fueran más allá de la corrosión metálica o el deterioro natural de otros componentes con el paso del tiempo. No soy experto en el tema, pero creo factible el estudio del filo de la hoja con técnicas avanzadas (incluyendo análisis microscópicos) para comprobar si hubo un uso o desgaste de la hoja, por pequeño que sea, lo cual podría indicar que pudo ser empleada por alguien como arma, a falta de una opción mejor. Con todo, es bien posible que el propio proceso de restauración acabara por borrar cualquier huella apreciable de ese hipotético desgaste. De cualquier modo, esto no deja de ser una mera especulación y tampoco vamos a entrar en terrenos conspirativos, sobre todo sin conocer el método específico de las técnicas de restauración implementadas.

Concluyendo, estamos ante otra de esas piezas que nos deja atónitos pero que no resulta ser una prueba determinante para justificar la existencia de gigantes. Sólo en un plano hipotético, y dando crédito a los testimonios históricos, podríamos especular con la supervivencia de un reducido grupo de gigantes en ciertas regiones de Asia hasta la Edad Moderna y que dado su enorme potencial físico podrían ejercer el rol de poderosos guerreros en su comunidad, empleando armas adecuadas a su peso y tamaño. De hecho, muchas leyendas de gigantes en todo el mundo se refieren a individuos de gran corpulencia, fuerza y habilidad con las armas, guerreros agresivos y hasta a veces salvajes y despiadados. Por supuesto, no sabemos nada sobre el supuesto samurai gigante –si es que existió– pero cabría esperar que quedara alguna crónica japonesa de esa época que mencionara la excepcionalidad de ese individuo, lo que no es el caso. Por lo tanto, sería prudente aparcar las conjeturas a la espera de que en el futuro puedan aparecer pruebas más convincentes.

© Xavier Bartlett 2018

Fuente imágenes: Wikimedia Commons






[1] No obstante, los Ainu actuales, una pequeña minoría de la población japonesa, son hombres perfectamente normales, sin rasgos de gigantismo.