domingo, 18 de febrero de 2018

El asombroso Homo sapiens



Debo confesar que cuanto más intento explicar nuestra presencia en este planeta, más incógnitas me surgen, pues más bien parecemos una gran anomalía o rareza frente al resto del mundo natural. Si descartamos las explicaciones de los dos extremos, el creacionismo religioso y el evolucionismo darwinista (para los cuales debemos realizar sendos actos de fe), apenas nos quedan dos opciones más: el diseño inteligente y el intervencionismo, y ninguno de los dos tiene sólidas pruebas que pueda avalarlo más allá de la especulación. En todo caso, ambos coinciden en que el ser humano es el producto de un proceso inteligente de creación, si bien los intervencionistas introducen en la ecuación la presencia de una inteligencia mediadora de carácter extraterrestre, esto es, la aplicación de ingeniería genética sobre una criatura ya existente. Y, por cierto, aunque parezca una anécdota, Alfred Wallace –el otro padre del evolucionismo– afirmó que “algún poder inteligente ha guiado o determinado el desarrollo del hombre”.

Clásica alegoría creacionista (pintura de la Capilla Sixtina)
No voy a entrar ahora a valorar la validez de estas cuatro propuestas o visiones, pero sí al menos poner de manifiesto que el ser humano presenta una serie de notables diferencias con sus parientes más próximos que la evolución por selección natural (esa caja mágica donde casi todo es posible, según decía el biólogo Michael Behe) no puede explicar satisfactoriamente, porque a menudo entra en contradicción con sus propios postulados, o porque suele recurrir al inevitable azar –mediante las consabidas mutaciones aleatorias– para cerrar cualquier discusión, sin que haya forma empírica de probar que en un remotísimo pasado se produjo tal o cual mutación, ni qué efectos tuvo.

Ahora bien, para centrar la cuestión, primero debemos poner al hombre en su contexto natural, que los expertos de la antropología, la biología y las ciencias naturales sitúan en el orden de los primates, unos mamíferos placentarios que llevan varios millones de años sobre el planeta, según el registro fósil observado. La ortodoxa académica afirma que el primer primate –en su forma más arcaica– apareció hace unos 55 millones de años. Posteriormente, los primates evolucionarían, dando lugar a varios subórdenes y familias, y ahí encontramos la familia de los homínidos[1], esto es, los primates antropomorfos que comúnmente llamamos simios o monos, entre los cuales estamos incluidos según la clasificación científica. No obstante, hay que remarcar que el árbol genealógico completo del ser humano sigue siendo objeto de discusión, y depende de los nuevos hallazgos paleontológicos, de los modernos estudios genéticos, o simplemente de las visiones de los investigadores.

Lo que parece evidente es que al observar la anatomía de estos primates apreciamos muchas semejanzas físicas con nosotros, a lo que habría que sumar una coincidencia genética de hasta un 98% con los chimpancés, porque supuestamente descendemos de un ancestro común. No obstante, pese a tanta semejanza, hay un punto en que el abismo que separa a los humanos de nuestros parientes resulta difícilmente explicable según factores evolutivos. Vamos pues a analizar de forma resumida algunas de estas “distorsiones” del Homo sapiens, que muchos autores alternativos han sacado a la luz para poner en aprietos a los evolucionistas, e incluso –como hemos mencionado– para avalar la supuesta intervención de seres de otros mundos.

El salto súbito frente al gradualismo

S. J. Gould
La teoría evolucionista siempre ha preferido con mucho el llamado uniformismo o gradualismo frente al catastrofismo; esto es, la evolución actúa lentamente a lo largo de millones de años, con pequeños cambios graduales que se van acumulando en el marco de la selección natural hasta provocar la aparición de nuevas especies a partir de las viejas. Sin embargo, un reputado experto en evolución como Stephen Jay Gould empezó a dudar de este mecanismo ante la evidencia negativa del registro fósil (por otra parte, muy escaso e interpretable) y propuso que podían darse cambios súbitos en momentos determinados a causa de unas circunstancias ambientales excepcionales[2].

Y es en este escenario “excepcional” donde encajaría mejor el hombre: los propios antropólogos no se explican el rápido avance del ser humano frente a sus parientes, cuando el gran paquete de macrocambios (a través de las mutaciones) que afectó al hombre debería haber tenido lugar a un ritmo pausado de varios cientos de millones de años[3]. Sin embargo, todo indica que el ser humano se habría visto “beneficiado” por una fortuita y rápida cadena de mutaciones que se acumularon en pocos millones o cientos de miles de años, mientras que sus parientes se estancaron completamente. En suma, ningún científico tiene las claves de cómo y por qué se produjo el proceso de hominización ni su fulgurante desarrollo, ni tampoco por qué los otros primates antropoides se quedaron al margen, si convivieron en el mismo marco espacio-temporal.

Características anatómicas y genéticas únicas

Todos los primates –incluido el hombre– compartimos un conjunto de características físicas, al pertenecer a un tronco común. No obstante, está claro que deben existir otros rasgos anatómicos que hagan única o diferenciada a cada especie, y aquí es cuando surgen unos datos muy interesantes. A inicios del siglo XX, el antropólogo británico Arthur Keith –plenamente imbuido en el credo evolucionista– comprobó que el ser humano se apartaba bastante de ese tronco común, pues sus particularidades únicas (que él llamó caracteres genéricos) superaban con mucho al resto de primates. Así, por ejemplo, el gorila tiene hasta 75 rasgos propios; el chimpancé, 109; y el orangután, 113. En cambio, el ser humano tiene nada menos que... 312.

No somos tan similares a los chimpancés
Cabe insistir otra vez en el altísimo porcentaje de coincidencia genética con nuestros parientes más próximos, lo que todavía hace más sorprendente este hecho. Claro que el ADN del ser humano tiene una importante cantidad del llamado ADN basura, que todavía nadie ha explicado qué función o sentido tiene, si bien deberíamos concluir que todo en la Naturaleza tiene un orden y un propósito. Por otro lado, existe otra diferencia genética no poco importante: los humanos somos los únicos primates con 46 cromosomas, a diferencia de los 48 del resto de primates. Tampoco en este caso los expertos evolucionistas han sido capaces de explicar por qué en nuestro caso se produjo la fusión de dos cromosomas (¿el azar, como siempre?). 

Finalmente, cabe citar que en todas las especies se producen trastornos o defectos genéticos –que son superados sin mayores problemas en el mundo salvaje– pero que en el ser humano se disparan hasta los más de 4.000, siendo algunos de ellos de tal gravedad que llegan a impactar directamente en la salud y la supervivencia de las personas, incluso antes de la edad de reproducción.

La pérdida del vello

Otro rasgo extraño en los humanos es la pérdida de la mayor parte de su vello corporal, cuando este factor parece que difícilmente podría haberse “seleccionado naturalmente” como un síntoma de avance o ventaja biológica. Lo cierto es que el vello cumple una misión básica de aislante, al proteger la piel frente a la radiación solar y las agresiones del ambiente. Asimismo, el vello permite mantener la temperatura corporal y facilitar una lenta evaporación de los líquidos, e incluso puede tener una importante función de camuflaje frente a las amenazas. Todos los mamíferos, a excepción de los que viven bajo tierra o en los mares, han conservado su pelaje natural, con lo cual retienen mejor el calor y la energía y realizan un reciclado o limpieza natural de su piel, lo que también redunda en una mejor protección contra las enfermedades. Además, la piel de los mamíferos está diseñada para repararse fácilmente de las heridas, rasguños o cortes (por un proceso llamado contractura), mientras que la del hombre, debido a la acumulación de grasa subcutánea[4], tiene serias dificultades para cerrarse.

Representación de un australopiteco, supuesto antepasado nuestro, cubierto de pelo

Sea como fuere, el hombre perdió casi todo su pelo –se supone que progresivamente– y se encontró inadaptado al medio, por lo que tuvo que cubrirse con vestimenta. La única raza humana que salió parcialmente del paso fue la negra, al haber desarrollado una piel muy oscura –más protectora– gracias a la melanina. Con todo, el evolucionismo no tiene una explicación clara o razonable para la pérdida del vello, aparte de las meras conjeturas, como por ejemplo la prolongada estancia en un clima muy cálido o bien en un medio acuático. Y como mera curiosidad, el pelo de la cabeza de los primates llega a crecer hasta cierto punto y se detiene; en cambio, en el ser humano no para de crecer y debemos cortarlo periódicamente. Y tal vez un cabello demasiado largo no sería muy práctico en un entorno salvaje...

El desarrollo del cerebro y el cráneo


Cráneo de Homo sapiens
Que el Homo sapiens desarrollara un cerebro tan grande y sofisticado en comparación a sus parientes es otro enigma sin resolver y para el cual se han propuesto varias teorías que tampoco pasan del estadio de especulación. Se supone que el uso de nuestras manos y la capacidad de manipular objetos (especialmente para crear herramientas) fue el primer paso para desarrollar la inteligencia, lo que comportaría una progresiva complejidad y aumento del cerebro. Pero esto no deja de ser una hipótesis más bien floja, pues muchos animales –incluso de cerebro escaso– son capaces de emplear objetos para conseguir sus fines y los simios más cercanos al hombre también crean herramientas simples a partir de objetos de su entorno.

Realmente nadie sabe qué produjo el progresivo aumento del cerebro desde el Homo habilis hasta el hombre moderno, con el consecuente crecimiento de la capacidad craneal. Sobre todo sorprende el paso de los 900 cm3 del Homo erectus a los 1.400 del sapiens o incluso los 1.600 del neandertal, ambos en periodos relativamente cortos (cientos de miles de años o menos). Y aún así, nos encontramos con la paradoja de que el tamaño no lo es todo, pues el diminuto Homo floresiensis, con un cerebro poco mayor que el de un chimpancé, podía fabricar utensilios casi tan buenos como los del Homo sapiens. En términos evolutivos, el cerebro humano es un mecanismo que consume mucha energía y que sería más bien un avance excesivo para lo que requeriría la mera supervivencia, y de hecho el evolucionismo no entiende que la naturaleza produzca avances más allá de lo necesario.

Dicho todo esto, podríamos discutir sobre la “superioridad” de nuestro cerebro, pero... ¿acaso el cerebro de los primates no está perfectamente adaptado a sus necesidades y forma de vida? Ellos han podido sobrevivir exitosamente y prácticamente sin cambios físicos durante millones de años. ¿Cuál sería el motivo por el que la naturaleza “seleccionaría” un cerebro más grande y complejo? ¿Qué clase de reto ambiental empujaría a tal desarrollo? ¿Existió algún competidor natural que forzase tal prodigioso avance? Todas estas preguntas están aparcadas en un callejón sin salida.

La alimentación carnívora

La obra de O. Kiss
Prácticamente todos los monos son herbívoros, y su estrategia alimenticia resultó exitosa en diferentes climas y paisajes de todo el planeta. La alimentación vegetariana resultaba más saludable, accesible y fácil para los primates y no había razón alguna para pasarse a una dieta carnívora. ¿O de pronto se dio una aguda necesidad de ingerir gran cantidad de proteína animal? En cualquier caso, pasar de la recolección a la caza representa todo un reto cuando evolutivamente no estás diseñado para ello, por las inadaptaciones físicas ya citadas. Nuestros antepasados bípedos tendrían que haber recurrido más bien a la actividad carroñera (lo que de hecho está documentado), pero el salto a la caza de presas fuertes, rápidas y ágiles no debería ser cosa fácil, aun disponiendo de herramientas o armas apropiadas.  

Dejo aparte el tema del canibalismo en nuestros remotos ancestros (e incluso en el Homo sapiens), que también ha sido documentado puntualmente en excavaciones arqueológicas y que no tiene paralelo en el mundo de los primates. De algún modo,  aquí encajaría la herética teoría del autor Oscar Kiss Maerth que propugnó en su libro El principio era el fin que la evolución humana vino marcada porque algunos primates avanzados se dedicaron a consumir los cerebros crudos de sus congéneres, lo que habría aumentado tanto sus impulsos sexuales como su inteligencia.

El bipedalismo y la debilidad física del sapiens

Ya traté el tema del oscuro origen del bipedalismo en el ser humano, que podría ser mucho más antiguo de lo que se ha dicho hasta ahora, con el herético añadido de que es posible que nuestros parientes primates cercanos hubieran regresado a una locomoción cuadrúpeda a partir de un ancestro común bípedo, hace muchos millones de años. Por lo demás, se ha especulado sobre la causa primera del bipedalismo humano, pero a todas luces, en vez de avance evolutivo parece una marcha atrás, pues la locomoción bípeda es una clara desventaja en términos de carrera y estabilidad frente a los depredadores o competidores. Además, el humano erguido es más visible y carece de facilidad para trepar a los árboles en busca de comida y refugio, como hacen los simios.

Esqueletos de neandertal y sapiens
Por otro lado, el desarrollo físico del humano moderno también parece empeorar en términos de adaptación al medio. No hay más que comparar nuestra fisonomía con el aspecto fuerte y robusto de cualquier primate, e incluso de los homínidos “pre-humanos”, para apreciar hasta qué punto los humanos se han vuelto frágiles y enclenques, lo que hoy en día podría explicarse por nuestro tipo de vida, pero no hace 100.000 años, cuando las condiciones climáticas eran muy duras y la lucha por la supervivencia exigía el máximo esfuerzo físico.

Si analizamos a nuestros “ancestros”, veremos que por lo menos hasta el neandertal, todos tenían una fuerte y compacta osamenta, parecida a la de los primates. Sus huesos eran más pesados y resistentes, mientras que nosotros somos más gráciles. Asimismo, los músculos de los humanos modernos son bastante más débiles (de 5 a 10 veces más) que los de nuestros parientes simios. 

A este respecto, decir que nuestra inteligencia “suplió” esa desventaja frente a otras especies es una mera especulación. De hecho, el neandertal, que era inteligente y podía hablar, era bastante más fuerte que el sapiens y estaba más adaptado para soportar los rigores de la era glacial. Pero fue él el que desapareció, lo que a día de hoy sigue siendo un misterio.

La sexualidad y la reproducción


La sexualidad humana está claramente diferenciada de las del resto de primates, o de los mamíferos en general, sin que tampoco haya convincentes explicaciones académicas para este hecho. El macho humano tiene un pene sensiblemente más largo que el del resto de los primates y carece de hueso, como en el caso de sus parientes. Realmente, no se ve el motivo por el cual nuestros antepasados masculinos iban a perder características que funcionaban bien y aseguraban la reproducción. A su vez, las hembras humanas están permanentemente receptivas para la copulación, mientras que en las hembras primates, si bien se rigen igualmente por ciclos de celo para la reproducción, sólo están receptivas en momentos específicos. Algún científico, como Desmond Morris (autor de “El mono desnudo”), ha sugerido que precisamente la antes citada pérdida del vello podría tener relación con esa “revolución sexual” de los humanos, cuyos atributos sexuales quedarían mucho más visibles y sensibles en esas condiciones.

Además, volviendo al tema del cerebro humano, éste no sólo es más grande sino que se aloja en un cráneo cuya estructura difiere bastante de la del resto de primates, con el agravante de que en el momento de nacer el cráneo del bebé ha de ser lo bastante grande como para seguir creciendo después... pero el canal del parto de la mujer no “evolucionó” en consecuencia, lo que debió causar mucha mortalidad en tiempos remotos, y aun sigue causando molestia y dolor. ¿A qué se debe esta falta de adaptación evolutiva en la reproducción?

Conclusiones


¿Es creíble esta cadena evolutiva?
En fin, a la vista de todos estos elementos, más parece que la selección natural carece de mucha lógica si hemos de aplicarla al ser humano, pues –aparte de darse tantas mutaciones azarosas en un determinado sentido– los rasgos que nos han hecho humanos no se muestran como ventajas sino más bien inconvenientes para tener una exitosa supervivencia en el entorno natural.  Así pues, da la impresión de que el evolucionismo tropieza con muchas piedras para explicar la diversidad vegetal y animal, pero llegados al terreno humano hace aguas por todas partes. El ser humano se presenta como un ente anómalo, inadaptado y débil, que se aupó a una categoría de semi-dios gracias a su inteligencia, cuyo origen o motivación está fuera de toda explicación. Tan parecidos a los primates y a la vez tan diferentes... la realidad de ese abismo es tozuda, por muchas vueltas rocambolescas que quieran darle los científicos darwinistas. 

Hace unos pocos años veía las teorías de la intervención genética como una salida de tono o un argumento de ciencia-ficción, pero con el tiempo voy asumiendo que el papel del azar y el caos no se sostiene y que existe algún tipo de diseño inteligente sobre los seres vivos de este mundo. En este sentido, volvemos a los argumentos del principio: o hay un diseñador (o “programador”) primigenio, tal como defienden los partidarios del diseño inteligente, o bien existieron unos artesanos intermediarios con capacidad para modelar los diseños, algo que podríamos llamar “inteligencias superiores”. A partir de esta última visión, cobraría fuerza la hipótesis de que el ser humano es realmente un híbrido, una mezcla genética de dos organismos hecha ad hoc con unos fines que se me escapan. Por un lado, tendríamos a un primate antropoide más o menos avanzado y por otro tendríamos –hipotéticamente– a una criatura humanoide superior. Pero, ¿de dónde salió tal entidad? No tengo ni idea, si es que no he de volver la vista hacia la mitología...

© Xavier Bartlett 2018

Fuente imágenes: Wikimedia Commons


[1] Técnicamente, se denomina a esta familia Hominidae, e incluye a chimpancés, gorilas, orangutanes y humanos. Recientemente se ha hecho la distinción de introducir el término homíninos para referirse sólo a los homínidos bípedos, o sea, al ser humano y a todos sus supuestos antepasados directos evolutivos.
[2] Esta es la teoría del “Equilibrio puntuado”.
[3] Según el científico evolucionista Daniel Dennett, la aparición de una nueva especie en un periodo de 100.000 años puede considerarse como repentina. Hay que tener en cuenta, además, que muchos de los rasgos de un animal –o incluso el animal entero– no varían a lo largo de muchos millones de años, permaneciendo inalterados e “inmunes” a la evolución. Esto se pudo comprobar en el caso del pez celacanto, que se creía extinguido hace 80 millones de años y que fue redescubierto vivo en el siglo XX con un aspecto idéntico al de los fósiles.
[4] Los seres humanos acumulan bajo la piel hasta diez más grasa que el resto de los mamíferos, lo que sólo tendría sentido si fuéramos una especie de origen acuático.

sábado, 3 de febrero de 2018

Los mapas imposibles de la Antártida


Introducción


Los buenos conocedores de la arqueología alternativa saben que uno de los argumentos más citados por los proponentes de una civilización perdida en tiempos remotos es la existencia de ciertos mapas anómalos que, por diversos motivos, no parecen cuadrar con los conocimientos de su época. Dicho de otro modo, estaríamos hablando de una especie de ooparts.  Ya traté de este tema específico de la cartografía en dos artículos sobre Charles Hapgood pero creo que vale la pena incidir en un aspecto concreto de dicha cartografía, porque en él la palabra “anomalía” adquiere una relevancia indiscutible: los mapas antiguos que representan el continente  antártico. Vamos a explorar pues esta cuestión en sus elementos esenciales.

A modo de introducción, para enmarcar toda la controversia, hemos de mencionar los hechos científicos reconocidos, que inciden en el muy reciente descubrimiento y exploración de las tierras antárticas. Así, a pesar de que en la era de las grandes exploraciones algunos navegantes occidentales habían estado cerca de las frías regiones próximas al círculo polar antártico, nadie había ido mucho más allá de los territorios continentales conocidos del hemisferio sur (Sudamérica, Sudáfrica, Australia, Nueva Zelanda, etc.). De hecho, si uno revisa los mapas de principios del siglo XIX verá que en el círculo polar antártico no hay nada, porque nadie había estado allí y se suponía que no había más que hielo y agua. No fue hasta 1820 en que una expedición rusa descubrió oficialmente la presencia de un continente más allá del paralelo 60 Sur. 

No obstante, la investigación “a pie” del continente se demoró mucho, y apenas empezó hacia finales del siglo XIX. A este respecto, cabe recordar que el polo sur geográfico no fue alcanzado –por el noruego Amundsen y el británico Scott– hasta una fecha tan reciente como 1911. Tras dos siglos de investigación hoy sabemos que la Antártida es un continente cubierto de hielo –con una capa media de casi 2 kilómetros de grosor– en su práctica totalidad[1], de unos 14 millones de Km2 (bastante más grande que Australia), con un perímetro de costa de casi 18.000 Km. y con un clima extremadamente frío que mantiene una escasa vida vegetal y animal. Los estudios de tipo geográfico, geológico y biológico tomaron fuerza a mediados del siglo pasado y todavía perduran en forma de varias misiones científicas estables de diversos países.

Paisaje helado de la región este de la Antártida (Bahía Moubray y Monte Herschel)
Sin embargo, es pertinente citar ahora que desde tiempos de la Grecia clásica, existía el concepto de una cierta Terra Australis. Esta idea –según defiende el paradigma científico imperante– se sustentaba en una propuesta dudosamente científica, que se podía remontar a Aristóteles y Eratóstenes, sobre la existencia de una gran porción de tierra en el Polo Sur del planeta para compensar o equilibrar el conjunto de masas terrestres, o sea, para conformar una especie de “simetría geográfica global”. A partir de esta mera suposición, el famoso geógrafo Claudio Ptolomeo (s. II d. C.) había incluido en sus mapas una gran masa continental de forma indeterminada –dibujada a gusto del cartógrafo– para representar esa Tierra Austral. Esta costumbre pervivió en el Mundo Antiguo y en algunos mapas posteriores de la Edad Media y la Edad Moderna[2], pero sin ningún atisbo de fiabilidad científica, pues se daba por hecho que ninguna civilización antigua había sido capaz de llegar a tales latitudes y comprobar “si había algo allí”. Por lo tanto, cualquier aparición sobre un mapa de la Tierra Austral, incluso en fechas tan tardías como el siglo XVIII, no tendría ninguna validez geográfica; sería una pura invención gráfica de los cartógrafos para representar algo que ellos sólo podían suponer que existía.

El mapa de Piri Reis


Y aquí es donde empieza la controversia propuesta por la historia alternativa para desafiar al dogma académico. Así, es obligado mencionar las investigaciones de los años 50 y 60 a cargo de un selecto grupo de expertos en cartografía que se fijó en las peculiaridades del famoso mapa del almirante turco Piri Reis hallado en el palacio de Topkapi en 1929. Dicho mapa, dibujado sobre piel de gacela en 1513, era en realidad una compilación de otros muchos mapas que Piri juntó y redujo a una misma escala y proyección. Por desgracia, el mapa está incompleto pues parece que se prolongaba por el norte y por el este, pero esas partes se perdieron. Sea como fuere, para estos cartógrafos el mapa era excepcional por varias razones, entre las cuales cabe destacar:

  • Que entre las más de 20 fuentes[3] citadas por Piri Reis se encontraban hasta ocho mapamundis de la época de Alejandro Magno (siglo IV a. C.), siendo una importante porción del mapa (la occidental) referida a las tierras del Nuevo Mundo.
  • Que la distancia fijada entre Europa y América fuese tan precisa para su época, y que los errores de posición fuesen pequeños, lo que en términos de latitud era bastante explicable, pero no así en la longitud, que sólo se pudo determinar con precisión a partir del siglo XVIII.
  • Que ciertas descripciones de la geografía americana resultaban notablemente avanzadas para aquellas fechas, puesto que el continente se había descubierto hacía apenas 20 años. No obstante, resultaba chocante la presencia de bastantes errores de bulto en algunas partes del continente, en particular en la zona del Caribe, que había sido la primera región explorada por Colón.
  • Que el sistema de proyección, incluidas las coordenadas geográficas, no parecía ser el habitual de su época, sino que más bien tenía el aspecto de una moderna proyección aérea a partir de un punto situado al norte de Egipto, alrededor del paralelo 30º N.
  • Que en la parte más al Sur de América, un territorio inexplorado por entonces, se veían representados unos inciertos contornos costeros que acababan torciendo hacia el este, y que eran de difícil correspondencia con la costa sudamericana. Esto es, a partir de cierto punto (Cabo Frío, Brasil) hacia el sur, el mapa perdía toda fidelidad con la costa real, hasta eliminar prácticamente todo el territorio hasta el extremo sur de Argentina[4]. Lo que parecía evidente es que ningún explorador de esa época había ido más allá del punto mencionado.

Mapa de Piri Reis
Este último elemento fue el que abrió la Caja de Pandora, y el que acabó llamando la atención del profesor de historia de la ciencia Charles Hapgood[5]. Descartando que fuera una representación defectuosa o incluso imaginaria, los expertos vieron en ese tramo un perfil algo semejante al cercano continente de la Antártida, con la notable característica de que ambos estaban unidos por una lengua de tierra a modo de istmo, lo que sólo había podido ocurrir antes de la última Edad del Hielo. Desde esta premisa, Hapgood y los otros especialistas empezaron a examinar ese extraño tramo de Sudamérica para tratar de darle una explicación. Entonces recurrieron a los más modernos estudios geológicos de la Antártida[6] (de los años 40 y 50) para dilucidar cuál había sido el perfil costero de la Antártida cuando este continente aún no estaba cubierto por los hielos, para lo cual había que remontarse como mínimo hasta el 4000 a. C. según las estimaciones científicas. 

Y aquí es cuando llegaron las sorpresas al comprobar que el mapa de Piri Reis mostraba de forma aproximada no el contorno costero actual de la Antártida sino la topografía subglacial de una parte de la Antártida, en particular de la región llamada Tierra de la Reina Maud. Todo esto era una gran herejía científica básicamente por dos motivos: 1) porque en época de Piri Reis nadie sabía de la existencia de la Antártida; y 2) porque nadie habría podido cartografiar unas costas antárticas libres de hielo, teniendo en cuenta la datación de 4000 a. C.

Con todo, podríamos decir que la tesis sobre el mapa parcial de la Antártida de Piri Reis se aguanta con pinzas y contiene muchas incógnitas que pueden inducir a error o tergiversación. De todas formas, es bueno recordar que Piri Reis refirió sus fuentes en el mismo mapa, y si los navegantes y cartógrafos de su época (Colón incluido) no eran los responsables de ciertas porciones del mapa, por fuerza debían ser fuentes más antiguas, lo que deja el problema en el limbo al tratarse de América. Sin embargo, Hapgood halló muchos otros documentos –datados en el Renacimiento– que ya daban más que pensar y que reafirmaban la teoría de que hace miles de años una civilización desconocida tenía un amplio conocimiento de los mares y las tierras del planeta y que incluso pudo cartografiar la Antártida. Así pues, trataremos aquí de cinco de esos mapas, cuatro del siglo XVI y otro del XVIII.

Los otros mapas anómalos


Mapamundi de Franco Rosselli
Del siglo XVI empezamos destacando un trabajo anterior a Piri Reis. Se trata de un mapamundi a cargo del cartógrafo italiano Franco (o Francesco) Rosselli, que fue grabado en una plancha de plata coloreada a mano. Está datado en 1508 y se conserva actualmente en el National Maritime Museum de Greenwich (Reino Unido). Su aspecto es muy novedoso al presentar una visión oval del globo terráqueo, con unas masas continentales y océanos muy bien representados para su época. Pero lo que destaca en la parte inferior es la presencia de la consabida Terra Australis, una gran isla o continente cuya forma recuerda muy vagamente a la Antártida. Algunos investigadores han ido más allá y han afirmado que incluso se podrían identificar algunas regiones específicas como el mar de Ross o la Tierra de Wilkes.

Luego tenemos el mapamundi de otro cartógrafo turco, Hadji Ahmed, datado en 1559, que resulta admirable por lo avanzado de la representación de América, en particular de las costas del Pacífico, que no habían sido exploradas aún con detalle en aquella época. Además, la forma de Norteamérica es casi perfecta y muestra una precisión más propia del siglo XVIII que del XVI. En dicho mapa se muestra una Tierra Austral de grandes proporciones donde hoy está la Antártida, si bien completamente fuera de escala y con unas formas poco realistas. Aparte de esto, el mapa llama la atención por representar unidos el continente euroasiático y el americano por una franja de tierra donde hoy está el estrecho de Bering. De nuevo encontramos aquí una geografía propia de hace muchos miles de años, cuando dicho estrecho era practicable, al estar cubierto por hielos.

Atlas de Mercator
El siguiente mapa de ese siglo corresponde al geógrafo y cartógrafo de origen flamenco Mercator (Gerhard Kremer), y forma parte de sus Atlas de 1538 y 1569 (edición mejorada), fruto de una ardua recopilación de muchos trabajos de su época y del Mundo Antiguo. Cabe recordar que Mercator no fue un cualquiera; es considerado el padre de la cartografía moderna, por su riguroso y exhaustivo trabajo y por la creación de un sistema de proyección (cilíndrica tangente al Ecuador) que es la base de la cartografía moderna. Pues bien, en su Atlas Mercator empleaba unas longitudes bastantes precisas para su época y mostraba otra Tierra Austral –de nuevo desproporcionada– pero en este caso separada del extremo sur de América, bastante más perfilada y con algunas regiones que se podían identificar aproximadamente con puntos concretos de la geografía antártica, incluyendo ríos y montañas.

En efecto, según Hapgood, aceptando y adaptando las discrepancias observables en longitud y latitud, se reconocían sobre el mapa de Mercator varios cabos, islas, bahías, glaciares, mares y penínsulas. En su opinión, Mercator había dispuesto de un mapa completo de la Antártida, extraído de fuentes antiguas, aunque ciertamente había cometido graves errores en su representación sobre el mapamundi. ¿Y todo esto era fruto de la imaginación?

Así llegamos al mapamundi más significativo del siglo XVI en la cuestión de la Tierra Austral: se trata del mapa del francés Oronce Finé (en versión latina, Oronteus Finaeus), anterior al recién citado, pues está datado en 1531. De hecho, Mercator se había inspirado en gran medida en este mapa para confeccionar su particular Antártida. Lo cierto es que el mapa de Finé es asombroso, pues apenas 20 años después de la confusa y parcial representación que vemos en el trabajo de Piri Reis, nos muestra una Tierra Austral perfectamente formada y detallada. Este mapa sitúa en el Polo Sur una masa continental de gran tamaño, ilustrada con montañas y ríos y con el nombre de Terra Australis y –según texto en latín– “recientemente descubierta pero aún no plenamente conocida”. Lógicamente debemos pensar que esta frase era una mera licencia poética, pues nadie la había “descubierto” en el siglo XVI ni mucho menos la había explorado.

Mapamundi de Oronteus Finaeus
Hapgood ya apreció que la forma general del continente se parecía a la que conocemos actualmente e incluso la posición del polo sur se acercaba bastante a la realidad, con un error de pocos grados. La plasmación del paisaje se reducía a la franja costera, dando a entender que el interior era aún desconocido (¿o cubierto por hielos?). En todo caso, la ubicación de las montañas se correspondía también aproximadamente con la orografía antártica. En cuanto a la presencia de ríos que desembocaban al océano, esto podría retrotraer a una época anterior a la actual, o sea pre-glacial. En este sentido, la representación del llamado mar de Ross apuntaba claramente a la transformación de un antiguo estuario en modernos glaciares[7]. Además, todo el contorno costero parecía confirmar lo ya visto parcialmente en el mapa de Piri Reis: no se trataba de la línea costera del continente actual, cubierto por los hielos, sino del perfil de la costa cuando no había tales hielos, esto es, hace varios miles de años.

No obstante, al igual que sucedía en los otros mapas ya citados, Oronce Finé se había equivocado bastante en la proyección y escala al mezclar –a juicio de Hapgood– diversas fuentes originales, y había presentado una Antártida mucho más grande que la real, al confundir posiblemente los paralelos más cercanos al Polo Sur. En suma, pese al error general en la proporción, Hapgood apreciaba que los aparentes fallos en la descripción del continente se corregían bastante al adaptar el trazado de Finé a una proyección moderna y al recurrir al entonces novedoso mapa de la Antártida subglacial, obtenido por las prospecciones científicas in situ, en particular las del Año Geofísico Internacional (1958). Nuevamente volvemos al punto clave: Si Finé simplemente quería representar una Tierra Austral ficticia, ¿por qué tantas semejanzas con la Antártida real (o mejor dicho, la que podía verse hace miles de años)?

La Antártida en el mapa de P. Buache
Finalmente, nos queda el mapa de otro francés, el geógrafo Phillipe Buache, del siglo XVIII. El mapamundi de Buache, fechado en 1739, es la culminación de todas las sospechas sobre el antiquísimo origen de la representación de la Antártida, pues su mapa presenta un continente antártico aparentemente libre de hielos, o sea, en la configuración subglacial que hoy en día se da por válida. Dicha configuración incluye la presencia de un amplio canal de agua que divide la masa continental en dos partes, bajo la aparente unidad que da la superficie helada, si bien podríamos hablar de un conjunto de islas de gran tamaño (un archipiélago) que resultaron “ensambladas” por la enorme capa de hielo depositada encima. Y tengamos en cuenta que esta característica no fue conocida hasta los trabajos ya comentados de 1958...

En este caso, Hapgood reconoce que este mapa también contenía errores, como la deficiente orientación de la Antártida con relación a las otras masas continentales, pero admite que las formas representadas se corresponden aproximadamente con la topografía subglacial del continente. Obviamente, podríamos especular una vez más con que Buache recurrió a fuentes antiguas y desconocidas que no han llegado hasta nosotros. Sea como fuere, no parece que ningún navegante de su época pudiera haberle facilitado tales datos para componer su Tierra Austral.

La respuesta de la ortodoxia


Hasta aquí hemos expuesto grosso modo lo que serían los argumentos de la arqueología alternativa –basados principalmente en el trabajo de Hapgood– sobre estos mapas, y reconozco que hace unos 10 años, cuando me familiaricé con estas teorías heterodoxas, me parecieron bastante convincentes y provocadores. Sin embargo, no sería riguroso ni justo quedarnos con esta visión sin tener un contrapeso crítico, pues el paradigma ejerce el derecho y el deber de defenderse y de oponerse a las supuestas anomalías. Así pues, como ya hice en mi libro La historia imperfecta, creo que es conveniente comparar y contrastar las propuestas y los datos de unos y otros, para fijar los puntos esenciales de la polémica y ofrecer a los lectores algunos elementos de juicio para poder extraer las oportunas conclusiones.

Así, en cuanto al tema específico de la Antártida y los mapas propuestos por Hapgood y sus seguidores (Hancock, Flem-Ath, etc.), los oficialistas suelen recurrir generalmente a unos mismos razonamientos técnicos –históricos, arqueológicos, cartográficos y geológicos– y hacen también hincapié en la falta de profesionalidad y rigor de los “alternativos”, así como en su relación con diversas teorías extravagantes (la Atlántida, los antiguos astronautas, etc.), que siempre es una buena manera de desacreditar a todo científico o autor heterodoxo.

Barco del Antiguo Egipto
En cualquier caso, como punto de partida, los defensores del paradigma admiten que, en efecto, el concepto de Terra Australis estaba ahí desde la Antigüedad, pero que era una mera entelequia casi filosófica, pues no se sostenía en ninguna observación real. Por tanto, como ya apuntamos anteriormente, todas las representaciones de dicho continente o isla no tendrían ninguna fiabilidad. Además, se insiste en que la navegación oceánica en los tiempos de las antiguas civilizaciones fue bastante precaria y básicamente de cabotaje (esto es, siguiendo la línea de la costa), dadas las limitadas capacidades marineras de los barcos y sobre todo la falta de conocimientos de navegación oceánica. De este modo, aunque los navegantes de esa época ya observaban los accidentes costeros y las posiciones del Sol y las estrellas como métodos de cálculo y orientación, carecían de instrumentos capaces como la brújula y el astrolabio (sólo disponibles a partir de la Edad Media), así como de matemáticas y astronomía avanzadas[8]. En consecuencia, no se podía esperar gran cosa de su cartografía.

En definitiva, la ciencia del Mundo Antiguo, sin ser despreciable, no tenía aún los rudimentos precisos para producir mapas de buena calidad. Asimismo, tampoco sería posible cartografiar el planeta entero dadas las limitaciones (“aislamiento”) de cada civilización, y por eso los mapamundis primitivos tendían a ser un compendio de observaciones parciales más bien pobres y de ejercicios de imaginación. Y por supuesto, para los académicos es impensable hablar de una civilización desconocida antediluviana y menos aún con capacidad de navegar por todos los océanos...

Mapa actual de la Antártida (cubierta de hielos)
En el caso concreto del mapa de Piri Reis, los escépticos y defensores del paradigma han alegado que –en efecto– dicho mapa es admirable y muy bueno para su época, pero que contiene errores, incoherencias e imprecisiones importantes propias de la cartografía del siglo XVI. En cuanto a la misteriosa región que se extiende de forma irregular al sur de Brasil y que se atribuye en parte a la Antártida, se aduce que los “herejes” han forzado el parecido entre los perfiles costeros y que en modo alguno se puede considerar una descripción parcial de la Antártida y menos aún libre de hielos. Posiblemente se trataría de territorios de Brasil y Argentina mal representados, pues resulta evidente que en 1513 la exploración costera de Sudamérica estaba en pañales, y los trazos de Piri Reis serían más bien el resultado de casar una cartografía todavía muy pobre de la zona con meras conjeturas, más el posible añadido de la mítica Terra Australis. Por lo demás, los escépticos han descartado que el mapa contenga rasgos muy avanzados como la aplicación de una proyección aérea con centro en Egipto.

En cambio, en los mapas de Finé y Buache, la Tierra Austral sí está perfectamente delimitada y situada sobre el Polo Sur, e incluso algún crítico reconoce que puede tener una muy vaga semejanza con la actual Antártida. No obstante, se vuelve a incidir en que son dibujos imaginarios, cuya fiabilidad es nula. Los críticos a Hapgood señalan que para hacer casar tales representaciones con la Antártida real se tuvieron que hacer tramposos juegos de manos con las orientaciones, proporciones y situaciones de la masa continental cartografiada. Aparte, se insiste en que –a pesar de los modernos estudios del subsuelo subglacial antártico– no hay forma de conocer con seguridad cómo era el perfil del continente hace miles de años, ya que los expertos afirman que el actual perfil subglacial no tiene porqué corresponderse con el perfil del continente cuando estaba libre de hielos[9], y por lo tanto Hapgood estaba trabajando con meras especulaciones.

Representaciones de la Antártida: 1. Mercator / 2. Finé / 3. Buache / 4. Mapa subglacial actual
El geólogo y militante escéptico Paul Heinrich realizó hace unos años un análisis de todos estos mapas y –tomando como referencia los trabajos del reputado geofísico David Drewry sobre la Antártida subglacial– llegó a la conclusión que Hapgood y sus acólitos habían tergiversado los datos geológicos y geográficos para mostrar algunas similitudes significativas, pero en su opinión los antiguos mapas de Finé y Buache no representan la Antártida ni en su configuración actual ni cuando estaba libre de hielos (parcial o totalmente). De todos modos, Heinrich recurre al trabajo de un científico llamado Paul Lunde para explicar –sólo como mera hipótesis– la presencia de ese extraño continente en el Polo Sur: sería una vaga representación de Australia realizada por un navegante portugués[10] a inicios del siglo XVI.

Otro escéptico frente a la pseudociencia y la “mala arqueología” en general es el arqueólogo británico Keith Fitzpatrick-Matthews, que alega que Hapgood –al abordar el mapa de Finé– se vio forzado a desplazar el Polo Sur, a rotar la representación unos 20º y a redimensionar el territorio dibujado, que aparecía un 230% más grande que su tamaño real, aparte de ignorar las claras discrepancias en varias regiones antárticas. Y sobre el mapa de Buache[11], Fitzpatrick-Matthews señala que el geógrafo francés no se basó en “mapas antiguos” sino en los viajes por los mares del Sur del holandés Abel Tasman (del siglo XVII) y de su compatriota Jean-Baptiste Charles Bouvet de Lozier (del s. XVIII), si bien su trabajo contenía claros elementos especulativos que iban más allá de las observaciones geográficas reales, tal y como se reconoce en el propio texto que acompaña a su famoso mapa de las tierras antárticas de 1739.

Ciertamente, Buache mencionó en su carta la presencia de grandes icebergs avistados por Bouvet en latitudes antárticas y a partir de aquí –según el científico británico– construyó su Tierra Austral helada en base a meras conjeturas, incluyendo un mar glacial entre las dos masas de tierra antártica, que sería el supuesto origen de los icebergs observados. Fitzpatrick-Matthews insiste pues en que Buache era en realidad un geógrafo teórico, que cometió errores por la falta de datos fidedignos (por ejemplo, en la representación de Nueva Zelanda) y que dibujó su particular Tierra Austral como una simple hipótesis de trabajo.

Consideraciones finales


Una vez vistas ambas posiciones, pasaremos a enunciar una serie de consideraciones sobre los argumentos expuestos, teniendo en cuenta que nadie puede aspirar a poseer una verdad total en este asunto, porque es mucha información la que falta, mientras que otra es opinable u objeto de polémica.

En primer lugar, no podemos ignorar el peso de la casuística anómala. Leyendo la obra de Charles Hapgood, que abarca más mapas y más regiones del planeta, se aprecia que existieron desde épocas antiguas algunos mapas que aparentemente estaban más avanzados a su época o mostraban cosas “que no deberían estar ahí”, como por ejemplo islas o tierras de una época glacial. Incluso se ven marcadas diferencias de calidad en la representación de latitudes y longitudes u otras características. Por ejemplo, el famoso portulano de Dulcert (1339) del Mediterráneo es todo un prodigio para los pobres antecedentes de su época, con unas longitudes casi perfectas en 4.800 kilómetros de territorio (de este a oeste), y por ello fue copiado y recopiado como modelo. Podríamos decir que la excepción no hace la regla, pero son bastantes las excepciones a tener en cuenta, y no siempre podemos recurrir a la excusa de que los cartógrafos se equivocaron o imaginaron cosas.

Ahora bien, resulta problemático referirse a unos supuestos mapas muy antiguos como origen de tales anomalías. Ya vimos que Piri Reis mencionaba como fuentes algunos mapas del tiempo de Alejandro Magno, pero dichos mapas desaparecieron en la noche de los tiempos. De hecho, podemos suponer que la gran mayoría de mapas originales de la Antigüedad no ha llegado hasta nosotros y no habrá forma de recuperarlos; tal vez muchos de ellos se perdieron en los incendios de famosas bibliotecas, como la de Alejandría o la de Cartago. Que los cartógrafos medievales o de la Edad Moderna recurrieran a mapas muy antiguos –y muy avanzados– no conocidos para completar sus propios mapas es una mera especulación sin base documental, y más aun si dichos mapas deben atribuirse a una civilización desaparecida. 

Bajorrelieve de un barco fenicio
En segundo lugar, tenemos el debate sobre las capacidades de los navegantes antiguos. El estamento académico considera que la navegación antigua era bastante limitada, si bien no se pueden negar algunos grandes logros de los navegantes mediterráneos (aunque no todos ellos admitidos, como la circunnavegación de África a cargo de los fenicios[12]). Sin embargo, ya desde hace décadas existe una corriente de opinión heterodoxa que sostiene que los viajes transoceánicos fueron posibles en épocas muy antiguas, e incluso en embarcaciones relativamente simples, como demostró en la práctica el investigador noruego Thor Heyerdahl con sus expediciones Kon Tiki y Ra. Esto podría incluir viajes comerciales y de exploración durante la Antigüedad y la Edad Media, con lo cual se abriría la posibilidad de disponer de una cartografía –por muy inexacta que fuese– de gran parte de los océanos y tierras del planeta. Claro que si eso no salió a la luz en el “conocimiento oficial”, podemos especular con que se perdieron los pocos documentos realizados o bien fueron reservados celosamente por motivos estratégicos.

En tercer lugar, dando por buena la propuesta anterior, podríamos llegar a admitir que las civilizaciones antiguas fueron capaces de cruzar los océanos y trazar algunos mapas de ámbito global, pero alcanzar las latitudes antárticas son palabras mayores, por las distancias a recorrer, por los problemas de navegación, y por las duras condiciones climáticas. No es imposible, pero sí muy forzado, y además una cosa sería un breve contacto esporádico o fortuito y otra una exploración en toda regla que permitiera realizar un mapa completo de la Antártida. Por supuesto, el asunto se complica más si ponemos por medio a una civilización perdida (por lo menos anterior a una fecha tan lejana como 4.000 a. C., si Hapgood tuviera razón en cuanto a la topografía subglacial antártica). ¿De dónde salió esa gente? ¿De qué naves e instrumentos disponían? ¿Pudieron navegar por todo el planeta y cartografiarlo con más precisión que las civilizaciones posteriores, cuando se supone que la Humanidad estaba aún en un estadio primitivo, en plena prehistoria?

Portulano medieval (Mediterráneo y Europa)
Finalmente, nos quedaría el confuso asunto de la topografía subglacial de la Antártida, que ha sido el principal punto de la disputa. Los parecidos generales y particulares que muestra Hapgood –sobre todo en los casos de Finé y Buache– no pueden ser despreciados, porque puestos a representar una fantasiosa Tierra Austral, no se explica cómo es que se parece a la Antártida real (tanto la actual como la pre-glacial), aunque sea vagamente. Además, tengamos en cuenta la baja calidad del detalle en los mapas de escala tan grande, pues incluso en los mejores mapas de finales de la Edad Media la precisión de los perfiles costeros de las tierras conocidas podía dejar bastante que desear. Así pues, no es de extrañar que unos y otros debatan acaloradamente en torno a unos perfiles costeros que podrían distar bastante de ser exactos, con el problema añadido de considerar la descripción de una incierta topografía subglacial, que a día de hoy sigue siendo objeto de investigación sobre el terreno. Por otro lado, hay que situar esa cartografía en su contexto, pues si los cartógrafos de hace siglos recurrieron realmente a documentos extremadamente antiguos (posiblemente copias de copias de originales muy antiguos), toda fiabilidad quedaría en entredicho. 

Concluyendo, la visión heterodoxa de Hapgood contiene sin duda muchas conjeturas y apreciaciones discutibles, pero se debe reconocer que las explicaciones ortodoxas se mueven en el mismo terreno especulativo. En todo caso, la propuesta de Hapgood suscita muchas preguntas incómodas o al menos no fáciles de responder. Así, podría ser que muchos mapas de hace siglos fueran fruto de una exhaustiva exploración y descripción geográfica, pero los estudios alternativos nos revelan que posiblemente hay “algo más”, tal vez la sombra de una ciencia muy avanzada observable en determinados rasgos. No obstante, ello nos empuja a un callejón sin salida, porque –como reconocía Hapgood– los navegantes medievales no eran capaces de realizar mapas precisos y los mapas del Mundo Clásico (de la época de Claudio Ptolomeo), pese a su inequívoca voluntad científica, tenían enormes lagunas[13]. En este sentido, la representación de la Antártida –aunque sea de forma grosera– es toda una incógnita y entiendo que el paradigma se resista a ceder un palmo en este tema, pues si en vez de una imaginaria Terra Australis, los antiguos tenían conocimiento de un gran continente real en el Polo Sur (y ya no digamos si fue descrito cuando estaba libre de hielos), entonces muchas cosas deberían replantearse en cuanto al origen de la civilización.

© Xavier Bartlett 2018

Nota: Intencionadamente, para no extenderme y desviarme del tema central, he dejado aparte la teoría defendida principalmente por Rand Flem-Ath sobre la identificación entre la mítica Atlántida y la Antártida. De hecho, Hapgood ya había sugerido que la Antártida pudo haber estado originalmente en latitudes más templadas, en medio del Atlántico, y que por efecto de un súbito desplazamiento de la corteza terrestre habría ido a parar al Polo Sur, quedando en su actual estado cubierta de hielos. Es una hipótesis interesante, y no exenta de polémica, pero merece otro artículo específico.

Fuente imágenes: Wikimedia Commons / Fingerprints of the Gods


[1] Durante el verano queda una zona liberada de hielos de unos 280.000 km2.
[2] El fin de la creencia en la Terra Australis se situaría a mediados del siglo XVIII, cuando las exploraciones del capitán Cook por los mares del Sur descartaron la presencia de ningún continente en las latitudes donde se suponía que debía estar.
[3] La mayoría de ellas eran antiguos mapas disponibles en la Biblioteca imperial de Constantinopla, posiblemente copias de otros documentos más antiguos aún, y que no han llegado hasta nosotros. En cambio, otras fuentes eran bastante modernas, fruto de las exploraciones de españoles y portugueses, en África y América principalmente.
[4] Charles Hapgood estimó que en el mapa de Piri Reis se habían esfumado unos 1.440 kilómetros de costa “real”, y que en su lugar se habían colocado trozos de otros mapas parciales, a modo de compilación forzosa.
[5] Autor del imprescindible libro Maps of the ancient sea kings (“Los mapas de los antiguos reyes del mar”), de 1966.
[6] Se trataba básicamente de las investigaciones a cargo de un equipo anglo-sueco-noruego, que realizó un perfil sísmico de la Antártida.
[7] Los análisis geológicos y radiométricos llevados a cabo en esa zona determinaron que los ríos preexistentes depositaron sedimentos en el mar de Ross por lo menos hasta hace unos 6.000 años.
[8] A este respecto, todos los expertos coinciden en que fue imposible calcular con precisión las longitudes hasta el siglo XVIII, gracias al invento del cronómetro.
[9] Este hecho se basa en el efecto del llamado “rebote isostático”. Si desapareciera de golpe el hielo, el nivel de los mares ascendería súbitamente cubriendo la actual línea costera, pero el citado rebote isostático haría que el continente “rebotara” y parte de las tierras emergiesen hasta una gran altura.
[10] Con toda seguridad, se refiere al mapa de Jorge Reinel, también citado por Hapgood.
[11] Según Fitzpatrick-Matthews, en realidad deberíamos hablar de dos mapas o versiones de Buache, pues existe otra edición en la que la Tierra Austral aparece como una sola masa continental, no separada en dos grandes islas por un mar central.
[12] Expedición a cargo del faraón egipcio Necao II y que fue mencionada por Heródoto. Ahora bien, no hay confirmación histórica o arqueológica de que completaran todo el recorrido. Se supone que los primeros en realizar tal hazaña fueron los navegantes portugueses a finales del siglo XV.
[13] Basta comparar el portulano de Dulcert con el mapa del Mediterráneo de Ptolomeo para ver que el segundo está a años-luz del primero, y de ningún modo pudo ser la fuente o inspiración de éste.