lunes, 22 de septiembre de 2014

Datación extrema para la Gran Esfinge de Guiza: 800.000 años


En un artículo publicado el pasado año 2013 ofrecí una larga explicación de la controversia sobre la datación o antigüedad de la Gran Esfinge de Guiza, enfrentando la visión convencional de la egiptología (defendida, entre otros, por el eminente egiptólogo Mark Lehner) y la visión alternativa de John Anthony West y Robert Schoch, que se dio a conocer en 1991. Para no repetirme y extenderme innecesariamente, sólo recordaré que la egiptología data el monumento hacia el 2.500 a. C. en función del conjunto funerario del faraón Khafre y de diversos restos arqueológicos[1]. Por su parte, el geólogo Robert Schoch –a la vista del tipo de erosión que presentaba tanto el monumento como el recinto en que se halla– concluía que tal erosión se debía principalmente al efecto de continuas y fuertes precipitaciones, lo cual retrasaba la fecha de construcción de esta gran estatua en unos pocos miles de años (como mínimo), dado que entonces sí se daba un clima húmedo y lluvioso en la zona, mientras que en la época dinástica el clima era ya bastante árido, prácticamente idéntico al actual.

A su vez, otro conocido autor alternativo, Robert Bauval, apoyó de alguna manera la teoría de una mayor antigüedad para la Esfinge, pero no a partir de datos geológicos, sino mediante ciertas observaciones del ámbito de la arqueoastronomía. Básicamente lo que sugería Bauval es que la Esfinge era una especie de marcador astronómico del llamado Zep Tepi (o “Tiempo primero” de los antiguos egipcios), una época que debería fijarse alrededor del 10500 a. C., en la cual el rostro de la Esfinge habría estado orientado directamente a la constelación de Leo. No obstante, dejaremos aquí esta argumentación –muy criticada en el entorno académico– para volver al rocoso terreno de la geología.  

Situados en este contexto, harto conocido en el ámbito de la arqueología alternativa, hace unos pocos años dos geólogos ucranianos lanzaron una nueva propuesta de datación del todo provocativa; tan provocativa, de hecho, que hubiera valido la penar ver las caras de sorpresa que pusieron tanto Lehner como Schoch[2] al conocerla.

Esta revolucionaria interpretación fue hecha pública en forma de ponencia en la Conferencia Internacional sobre Geoarqueología y Arqueomineralogía celebrada en Sofía (Bulgaria) en 2008, con el título en inglés de Geological aspect of the problem of dating the Great Egyptian Sphinx construction (“Aspecto geológico de la datación de la construcción de la Gran Esfinge egipcia”). Los autores de este trabajo son los científicos Vjacheslav I. Manichev (Instituto de Geoquímica ambiental de la Academia Nacional de Ciencias de Ucrania) y Alexander G. Parkhomenko (Instituto de Geografía de la Academia Nacional de Ciencias de Ucrania).

El punto de partida de estos dos expertos se sitúa en el cambio de paradigma iniciado por West y Schoch, que pretendía superar la visión ortodoxa de la egiptología aludiendo, por un lado, al posible origen remoto de la civilización egipcia[3] y, por otro, a la prueba física de la erosión por agua. Y así, al inicio de su argumentación encontramos un firme alegato a favor de una datación basada en fundamentos geológicos pero también una muy infrecuente alusión (por lo menos para un científico ortodoxo) a Helena Petrovna Blavatsky, promotora de la llamada Teosofía. Según estos geólogos, se había de tener en cuenta que esta autora, gran referente de una cierta historia de la Humanidad en clave esotérica u ocultista, había afirmado que la construcción de la Gran Esfinge debía datarse en una época muy anterior a la raza actual de hombres, por lo menos en más de 750.000 años. Así pues, los autores dedican el contenido del artículo a aportar un compendio de pruebas de carácter geológico que de alguna manera podría corroborar esta extraña proposición procedente del mundo esotérico.

Pero vayamos al núcleo de la cuestión. Las observaciones de Manichev y Parkhomenko se centran en el aspecto muy deteriorado que presenta el cuerpo de la Esfinge, dejando de lado los rasgos erosivos del recinto o cubeta en que se ubica el monumento, los cuales sí habían sido objeto de estudio por parte de Schoch. Así, los geólogos ucranianos se fijan especialmente en el relieve ondulado que presenta la Esfinge en forma de salientes y oquedades. La explicación ortodoxa para esta acusada característica se basa en el supuesto efecto abrasivo del viento y la arena. Concretamente, las ondulaciones se deberían a que las capas de roca más duras soportarían mejor la acción erosiva y se convertirían en salientes, mientras que las capas más blandas habrían resultado más afectadas, formando huecos. Sin embargo, como apuntan Manichev y Parkhomenko, este argumento no explica por qué la parte frontal de la cabeza de la Esfinge carece de tales características[4].

Con respecto a la tesis de las fuertes lluvias formulada por Schoch, los autores apenas le conceden unas pocas líneas, reconociendo que hacia el 13.000 a. C. se dio un periodo de alta humedad y precipitaciones. No obstante, insisten en que los efectos erosivos sobre la Esfinge deben remontarse a una época mucho más antigua. Pero... ¿sobre qué indicios o pruebas? Esto es lo que vamos a abordar seguidamente.

Lo que Manichev y Parkhomenko argumentan es que las zonas montañosas y litorales del Cáucaso y Crimea, que ellos conocen bien, presentan un tipo de erosión eólica que morfológicamente difiere en mucho de la erosión apreciada en la Esfinge. Básicamente, alegan que tal erosión eólica tiene un carácter muy suave, independientemente de la composición geológica de las rocas. En cambio, su investigación previa sobre cierto tipo de erosión en las áreas costeras les había llamado la atención por cuanto podía tener una conexión con lo que se puede advertir en el cuerpo de la Esfinge.

Así pues, estos geólogos proponen un nuevo mecanismo natural que puede explicar las ondulaciones de la Esfinge. Este mecanismo no es ni más ni menos que el impacto de las olas sobre las rocas de la costa. En concreto, esta acción acuática produce –a lo largo de cientos o miles de años– la formación de una o varias capas de ondulaciones, hecho que es bien visible, por ejemplo, en las costas del Mar Negro. Este proceso, que actúa de forma horizontal (esto es, cuando las olas golpean la roca a la altura de la superficie), va produciendo un desgaste o disolución de la roca, ya sean aguas dulces o saladas. Además, estos acantilados “ondulados” permiten apreciar los diversos niveles de la costa a lo largo de largos periodos de tiempo, siendo la oquedad superior la que muestra el mayor nivel alcanzado por las aguas.

El caso es que la observación de estas oquedades en la Gran Esfinge les hizo pensar que tal vez este gran monumento habría sido afectado por este proceso en un contexto de inmersión en grandes masas de agua, y no en las regulares inundaciones del Nilo, que no habrían jugado ningún papel destacado. Acto seguido, Manichev y Parkhomenko apuntan a que la composición geológica del cuerpo de la Esfinge es una secuencia de estratos o capas de piedra caliza con pequeñas capas intermedias de arcillas, y que una erosión abrasiva por arena y viento hubiera afectado de manera uniforme al monumento siguiendo las diferentes capas geológicas, pero lo cierto es que las oquedades se presentan dentro de diferentes estratos o bien sólo afectan a una parte de un estrato homogéneo.  

A partir de este punto, los geólogos consideran que la Esfinge tuvo que estar sumergida durante muchísimo tiempo bajo las aguas y para sustentar esta hipótesis echan mano de la literatura existente acerca de los estudios geológicos realizados en la meseta de Guiza. Según estos estudios, al final del periodo geológico del Plioceno (entre 5,2 y 1,6 millones de años) las aguas marinas penetraron en el valle del Nilo inundándolo progresivamente y creando en la zona de Guiza grandes depósitos lacustres. De este modo, como se puede observar en la oquedad más alta que presenta la Esfinge, la cota superior a la que habrían llegado las aguas sería de unos 160 metros por encima del nivel actual del Mar Mediterráneo[5].

A continuación, Manichev y Parkhomenko, basándose en un trabajo de 1963 del profesor ruso F. Tseiner que identifica las diferentes fases o niveles de las aguas en el Mediterráneo durante el Pleistoceno (entre 1,6 y 0,01 millones de años), toman la altura de la oquedad superior apreciable en la Esfinge y la relacionan con el nivel de la fase Calabriense[6], que correspondería –según Tseiner– a una antigüedad de unos 800.000 años. Posteriormente, afirman los autores, una vez superada la etapa de inmersión lacustre, otros procesos naturales habrían deteriorado más el monumento, en particular la acción abrasiva de la arena, que habría suavizado las formas en los salientes y oquedades.

En definitiva, ¿qué tenemos? En primer lugar, un nuevo golpe a la teoría convencional del deterioro a causa exclusivamente del viento y la arena, que de todas formas ya había sido fuertemente criticada por West y Schoch, que recordaron que durante muchísimos siglos el cuerpo de la Esfinge estuvo sepultado por las arenas del desierto, con lo cual poco efecto podría haber tenido la erosión eólica. Sin embargo, donde Schoch veía claramente la acción de los regueros de agua a causa de las continuas lluvias, los geólogos ucranianos ven el efecto de la erosión producida por el contacto directo de las aguas de los lagos formados en el Pleistoceno sobre el cuerpo de la Esfinge. Y todavía tendríamos una visión intermedia, la de Robert Temple, que también alude al efecto de las aguas, pero esta vez en forma del supuesto foso o estanque artificial que rodearía el monumento, cuyo drenaje regular habría provocado los efectos erosivos ya citados.

¿Y quién tiene razón? Sin ser expertos en cuestiones geológicas, se hace complicado emitir un juicio equilibrado, más si cabe viendo que los propios profesionales no se ponen de acuerdo sobre observaciones supuestamente objetivas. Además, cabría recordar, para añadir más leña al fuego, que el también geólogo K. Lal Gauri, colaborador de Lehner, apreció otros factores erosivos –de tipo químico– como la exfoliación o la lluvia ácida. Al final, cada facción parece recurrir a sólidos argumentos y en este caso, para no ser menos, los geólogos ucranianos han tomado referencias contrastadas de los estudios geológicos de la meseta de Guiza y de otras fuentes. Ahora bien, desde el punto de vista arqueológico, la teoría de Manichev y Parkhomenko se muestra muy extrema por cuanto coloca un gran monumento en una era donde ni siquiera había Homo sapiens, sobre el planeta, de acuerdo con los patrones evolucionistas actualmente aceptados.

Pero hay más. Recordemos que –según se ha demostrado– los dos templos megalíticos adyacentes a la Esfinge fueron construidos con la piedra extraída de la cubeta de ésta. En otras palabras, cualquier propuesta de datación de la Esfinge arrastra directamente a estos dos destacados monumentos a la misma época. O sea, ¿qué civilización pudo realizar tales construcciones hace 800.000 años? Si ya para la Egiptología era todo un despropósito situar la Gran Esfinge hacia el 10.000 a. C. –por que no había “civilización” en tal época en ningún lugar de la Tierra– hablar de humanos civilizados en el Pleistoceno ya debe ser el “no va más”. Claro está que, para la teosofía, esto no sería ningún disparate, pues en aquella época existiría una raza humana más evolucionada que la actual...

Sea como fuere, antes de cerrar esta nueva –y muy atrevida– intrusión de la geología en el ámbito arqueológico sería oportuno señalar que el tema de los  antiguos monumentos egipcios afectados por una gran inundación no es una propuesta nueva. Por un lado, tenemos las referencias de los cronistas árabes que hablan directamente de un Diluvio que afectó a las pirámides. Así, Ibn Afir, citado por Al-Maqrizi[7], dice textualmente:

«Las huellas del Diluvio y del nivel alcanzado por las aguas se distinguen todavía hacia la mitad de la altura de las pirámides, pues no pasaron de ese límite. Dicen que cuando las aguas del Diluvio se retiraron, encontraron solamente el pueblo de Nehauend [...], las pirámides y los templos de Egipto.»

No hace falta decir que tales afirmaciones no son tomadas seriamente por los académicos, al considerarlas como parte de las muchas leyendas surgidas con el paso de los siglos y que los árabes recogieron en la Edad Media sin ningún tipo de ánimo historicista. Pero por otro lado, existen otras opiniones y observaciones modernas que de algún modo podrían apoyar indirectamente la propuesta de Manichev y Parkhomenko, si bien la gran cuestión por aclarar seguirá siendo –obviamente– determinar en qué periodo concreto tuvo lugar dicha inundación parcial o total de la meseta.

A este respecto, el investigador independiente egipcio Sherif el-Morsi, tras estudiar la meseta de Guiza durante 12 años, escribió un artículo[8] en el que sostenía que existe una clara prueba de erosión por agua en las partes más bajas de la necrópolis, pero no por fuertes lluvias, sino por una gran inundación que situó el nivel de las aguas a 75 metros por encima del actual nivel del mar. Para el-Morsi no hay duda de que la inundación cubrió varios monumentos de la meseta, según ha podido observar en el templo de la Esfinge, los restos del templo de Menkaure, los fosos de las barcas solares y al menos 20 hiladas de la Gran Pirámide.

Para el investigador egipcio, la acción de las aguas, su paulatina retirada y la erosión sufrida por las piedras una vez expuestas a la intemperie han dejado huellas físicas inequívocas, sobre todo apreciables en los enormes bloques megalíticos de caliza de los templos ya citados. Para no extendernos en detalles técnicos, diremos que el-Morsi advierte un fuerte desgaste de los bloques por saturación de agua; luego, al retirarse las aguas, se acumularon sedimentos y se formaron típicos taffoni, unos pequeños huecos redondeados en la piedra producidos por una reacción química salina que erosiona la superficie de ésta[9]. Además, alude al aspecto tan corroído de algunos bloques, hasta presentar formas grotescas, lo que sería el testimonio irrefutable de la acción de la fuerza de las aguas (mareas, oleajes, rocío de la espuma marina, turbulencias...), a lo que habría que sumar la habitación de organismos acuáticos.

Y precisamente para rematar su tesis, el-Morsi destaca como prueba definitiva de la inundación en relación con los monumentos el hallazgo que él mismo hizo sobre la superficie de un desgastado bloque megalítico. Allí identificó un fósil de erizo de mar –o sea, su exoesqueleto petrificado– prácticamente entero. A esto cabe decir que los escépticos han refutado este fósil como “moderno”, al considerarlo parte integrante de la propia roca calcárea formada hace unos 30 millones de años, que luego fue trabajada y convertida en bloque. Esto es, el erizo simplemente habría quedado expuesto por la erosión y en modo alguno sería un añadido “reciente”. No obstante, el-Morsi sigue creyendo que el fósil no tiene un origen tan remoto, pues estaba asentado en una posición horizontal “natural” sobre el bloque y mostraba un notable estado de conservación, tanto en su tamaño como en sus detalles, a diferencia de los minúsculos fragmentos de fósil que suelen hallarse en las formaciones calcáreas.

En resumidas cuentas, sigue la polémica geológica. Schoch ya había apreciado erosión por agua no sólo en la Esfinge, sino también en sus templos contiguos. A su vez, Manichev y Parkhomenko afirman que la Gran Esfinge habría estado parcialmente sumergida en las aguas que cubrían Guiza en el Pleistoceno, según el típico patrón de erosión acuática en forma de salientes y oquedades. Y finalmente el-Morsi nos habla de una gran inundación que cubrió buena parte de la meseta de Guiza, tal como se observa en el deteriorado aspecto de muchos bloques de los antiguos monumentos. De todas formas, el experto egipcio no se atreve a poner una fecha a tal inundación[10].

Así pues, la pregunta final sería: ¿En qué momento de la Prehistoria se habría producido la inundación que habría afectado a ciertas obras humanas? ¿Se trata del testimonio del Gran Diluvio que supuestamente tuvo lugar al final de la última Edad del Hielo, hace unos 12.000 años? ¿O estamos hablando de unas remotísimas inundaciones que los geólogos ucranianos sitúan en el distante Pleistoceno, hace 800.000 años? ¿O nada de esto tiene sentido? La datación de unos emblemáticos monumentos de la Antigüedad podría depender de una respuesta certera a esta cuestión.


© Xavier Bartlett 2014


Crédito imágenes de Guiza: Estela García (primera) y Luis Palacios (el resto)
Crédito imagen de fósil: Sherif  el-Morsi, del sitio web www.gizaforhumanity.org


[1] No obstante, algunos grandes nombres de la egiptología de hace un siglo, como Wallis Budge o Flinders Petrie, consideraban que la Esfinge debía ser de una época muy anterior a Khafre.

[2] Me consta que al menos Schoch sí la conoce, como se aprecia en un artículo suyo titulado Searching for the Dawn and Demise of Ancient Civilisation (en la revista New Dawn, n.º especial 8, junio de 2009). En este trabajo Schoch la cita brevemente y la desestima sin apenas comentarios.

[3] West defiende que –según los propios antiguos egipcios– los orígenes de esta civilización se debían remontar a más de 20.000 años atrás. La egiptología, a su vez, considera que tal referencia es pura mitología, no sustentada por datos arqueológicos.

[4] Lógicamente, detrás de este comentario transpira la visión compartida por muchos autores alternativos de que la cabeza de la Esfinge fue re-esculpida en un momento indefinido posterior a la realización de la escultura original, dadas las diferencias en aspecto y sobre todo en proporción entre la cabeza y el resto del cuerpo.

[5] Hoy en día la meseta de Guiza se encuentra a 149 metros de altitud sobre el nivel del mar.

[6] Esta etapa, segunda edad del Pleistoceno, se extiende desde los 1,806 hasta los 0,781 millones de años.

[7] Cita tomada de: Pochan, A. El enigma de la Gran Pirámide. Plaza & Janés. Barcelona, 1976.

[8] Este artículo, fechado en 2010, está disponible en: http://www.gizaforhumanity.org/report-from-mr-sherif-el-morsi/

[9] Esta es la explicación que ofrece El-Morsi, pero consultando otras fuentes no parece que estén del todo claros los agentes geológicos que originan los taffoni, si bien la acción conjunta de la humedad y las sales se muestra como un factor determinante. 
[10] Dada la audacia de esta propuesta, en su día me puse en contacto con el egiptólogo Nacho Ares para pedir su opinión al respecto. Ares no le dio ninguna veracidad, reiterando que, en efecto, la meseta había estado inundada, pero hace millones de años, y que el fósil sin duda pertenecía a esa época.

viernes, 12 de septiembre de 2014

Una cronología alternativa para la historia de la Humanidad



Confieso que, en calidad de persona formada en un paradigma científico que se ajusta a las pruebas observables, no me resulta fácil abordar según qué visiones alternativas de la existencia humana, que parecen tener su fundamento en la mitología, el misticismo o el esoterismo; en suma, en concepciones de tipo más bien metafísico. Sin embargo, estamos en un momento histórico en que el viejo paradigma materialista parece estar debilitándose a marchas forzadas, al tiempo que se están abriendo nuevas puertas a conocimientos que cabalgan entre las modernas teorías científicas y las más antiguas tradiciones místicas, y  creo que todo ello podemos extraer útiles enseñanzas y nuevas perspectivas que nos permitan avanzar en el proceso de autoconocimiento del ser humano.



Phillip Lindsay
Así pues, en este artículo presentaré el trabajo de un autor alternativo, Phillip Lindsay, que ha profundizado en el tema de la historia de la Humanidad desde un enfoque bien alejado del actual paradigma materialista-reduccionista, si bien es justo reconocer que no elude ciertas cuestiones que podríamos situar en la investigación empírica convencional.



Lindsay, astrólogo profesional, es autor de un libro titulado The Hidden History of Humankind (“La historia oculta de la Humanidad”) en el cual postula que la visión académica sobre el concepto de tiempo histórico está equivocada y que la tradición esotérica ofrece respuestas mucho más certeras sobre la existencia del hombre a lo largo de periodos de tiempo extremadamente largos. Básicamente, el punto de partida de Lindsay es la creencia de que la Historia de la Humanidad es cíclica y no lineal, a diferencia de lo que defiende el presente paradigma evolucionista y como venía defendiendo desde hace siglos la tradición judeo-cristiana. Esta visión cíclica de la existencia humana tiene su origen en las creencias y mitologías de varias culturas y civilizaciones antiguas, y de alguna manera se popularizó en el mundo occidental gracias al éxito de ciertas corrientes esotéricas como la famosa Teosofía de Madame Blavatsky.

Este concepto cíclico alcanza su máxima expresión en la tradición hindú, según la cual la existencia humana está inserida en un infinito ciclo de nacimientos, muertes y renacimientos de universos de una duración enorme. De hecho, el llamado “día de Brahma” tiene una extensión de 4.320.000.000 años humanos, los mismos que la “noche de Brahma”, con la cual se completa un ciclo evolutivo de 8.640.000.000 años. Como se puede comprobar, este tiempo excede con mucho las cronologías convencionales que la ciencia asigna para la creación del sistema solar. Y, yendo aún más lejos, un “año de Brahma” dura 360 de esos días y noches, con lo cual ya tenemos una cifra astronómica

Con todo, Lindsay reconoce que la antigua visión mitológica y la ciencia contemporánea podrían estar mucho más próximas de lo que la gente cree. Para ello, no duda en citar las siguientes palabras de Fritjof Capra:

“Esta idea de un universo que se expande y se contrae periódicamente, que implica una escala de tiempo y espacio de vastas proporciones, ha surgido no sólo en la moderna cosmología, sino también en la antigua mitología hindú. Al experimentar el universo como un cosmos orgánico y rítmicamente cambiante, los hindúes fueron capaces de desarrollar cosmologías evolutivas que se acercan bastante a nuestros modelos científicos modernos.”

Para empezar a entender esta visión es preciso abandonar la idea moderna occidental de un tiempo histórico o geológico y abrazar el concepto de un tiempo cósmico de una enorme duración en el cual la especie humana está presente desde épocas “imposibles” y evoluciona en función de unos patrones de conciencia, que desde luego no tienen nada que ver con la selección natural, el azar, o cualquier factor de tipo material. Para Lindsay, la limitación de la historia de la civilización humana a unos pocos miles de años no es más que un esquema mental repetitivo y cansino, que ni siquiera concuerda con algunas pruebas observables, como han sacado a relucir algunos investigadores alternativos.

Lindsay ha explorado los supuestos motivos que explicarían por qué los historiadores se muestran tan reacios a contemplar grandes extensiones de tiempo para la existencia humana, llegando a las siguientes conclusiones: 

  • Los historiadores occidentales han desestimado sistemáticamente las antiguas tradiciones asiáticas y americanas, debido a un sesgo claramente eurocéntrico. Así, todo lo que queda fuera de la cristiandad bíblica (en siglos pasados[1]) o del materialismo científico (actualmente) se ha rechazado sin más, aplicando una especie de filtro cognitivo.
  • En los últimos tiempos se ha venido aplicando una mentalidad limitada que sólo emplea los cinco sentidos físicos. Esta mentalidad está fuertemente enraizada en Occidente y muy en particular en el ámbito anglosajón. El uso de la intuición como sexto sentido debería extenderse en una próxima raza humana (la sexta raza primigenia[2]).
  • Desde ciertos sectores del mundo académico (como el Instituto Smithsoniano) se ha querido ocultar, suprimir o destruir pruebas de la existencia de culturas megalíticas que precedieron a nuestras civilizaciones conocidas. Cualquier indicio en este sentido es ignorado, rechazado o ridiculizado por los expertos académicos, como en el caso de las muchas ciudades de civilizaciones avanzadas que fueron cubiertas por las aguas.
  • Los arqueólogos se enfrentan a una gran diversidad de restos antiguos en un mismo yacimiento y son incapaces de distinguir o discriminar lo que pertenece a un periodo concreto y no a otro. Por ejemplo, en Sudamérica, muchos autores alternativos han dejado claro que una cosa son los restos megalíticos y otra cosa son los restos típicamente incas, pese a que la ciencia convencional los pone en el mismo cajón.
  • Los métodos de datación están bajo sospecha, por ser falibles y no concluyentes, como las escrituras religiosas, la arqueoastronomía e incluso las técnicas radiométricas (carbono-14, series de uranio, etc.)

Helena Petrovna Blavatsky
A partir de estas bases, Lindsay construye un argumentario que se ajusta con cierta fidelidad a las afirmaciones esotéricas de H. P. Blavatsky sobre la existencia humana en larguísimos periodos de tiempo (sin cuestionar su origen o validez), criticando al mismo tiempo las múltiples deficiencias del enfoque científico académico. En este punto, Lindsay admite como premisa que Blavatsky actuó como intermediaria de ciertos Maestros de la Sabiduría de tal modo que el mundo occidental recuperase la cronología correcta de la historia humana, que habría sido reemplazada por otra del todo corrompida y distorsionada (y aquí nos podríamos preguntar por quién). Así, el ser humano estaría en un estado de total desconocimiento del origen y propósito de su espíritu y se le habría inculcado una acortada cronología (a través de la teoría evolucionista) sobre su completo desarrollo[3]. Sólo para hacernos una idea del concepto de “hombre” tan radicalmente distinto, basta decir que, según los textos sagrados védicos, la evolución de la conciencia humana habría empezado ¡hace unos 21,8 millones de años!

No es objeto de este breve artículo profundizar en este debate, que en el fondo implica dos formas totalmente distintas de entender la ciencia, pero al menos puede ser interesante exponer algunas de estas propuestas alternativas tan radicales sobre el paradigma histórico de la Humanidad. De este modo podremos contrastar los principios de unos y otros, lo que tal vez nos conduzca a una postura mucho más escéptica o crítica, al apreciar que ambas visiones tienen demasiados puntos débiles o incoherencias.

Vayamos pues a presentar algunas de las afirmaciones de Lindsay sobre su cronología histórica de largos ciclos.

En lo referente al Antiguo Egipto, Lindsay resalta que los diversos investigadores que utilizan la arqueoastronomía sólo toman como referencia un ciclo precesional (unos 26.000 años) cuando existen claras muestras de que deben contemplarse varios ciclos más. Por ejemplo, según lo que apreció Blavatsky en el Zodíaco de Dendera, la Gran Pirámide debería datarse en 78.000 años, esto es, un “retraso” de tres ciclos precesionales[4].

Pirámide de Djoser, en Saqqara
Por otro lado, si vamos a Saqqara y a Dashur, Lindsay asegura que los antiguos monumentos allí ubicados muestran un aspecto mucho más antiguo que las pirámides de Guiza, lo cual choca con la teoría convencional de que hubo muy pocos siglos (o décadas) de lapso entre ambos conjuntos. A este respecto, Lindsay se apoya en Blavatsky para afirmar que Manu (el faraón Menes, fundador de la primera dinastía) pertenecía a la segunda subraza de la quinta raza primigenia, lo que implica que debería datarse en una antigüedad de ¡860.000 años! Esto conllevaría una datación para Saqqara de cientos de miles de años anterior al conjunto monumental de Guiza.

Para acabar de desbordar la visión académica, Lidsay considera que las dataciones de radiocarbono realizadas en Saqqara no tienen validez. A este respecto, dice literalmente que: “Está documentado que el ayudante de Libby, Jim Arnold, tenía un conocimiento profundo de la historia arqueológica académica. Así que, a pesar de que se suponía que el experimento con la primera pieza de madera que se les envió era "anónimo" (no se sabía el origen de la madera), la evidencia arqueológica del momento –basada en métodos arqueológicos convencionales– sostenía que la pirámide de Zoser tenía 4.500 años de antigüedad. Hay que preguntarse hasta qué punto el conocimiento previo de Arnold de la arqueología convencional influyó en el resultado del experimento, es decir, para hacer que los resultados cuadrasen.

Visto todo esto, es lícito hacer algunos comentarios. Por un lado, el aspecto astronómico y precesional en el Mundo Antiguo no es precisamente un tema cerrado sino abierto a nuevas investigaciones, y no son pocos los autores alternativos que, a la vista de ciertas pruebas, defienden firmemente que la precesión de los equinoccios era conocida muchísimo antes de que fuese “descubierta” por el griego Hiparco en el siglo II a. C. Lindsay, por cierto, apunta que algunos cronistas antiguos reconocían que algunos pueblos llevaban milenios realizando observaciones astronómicas. Por ejemplo, según Plinio, los caldeos poseían datos astronómicos de 720.000 años, mientras que Simplicio afirmaba que las observaciones astronómicas de los egipcios se remontaban a 630.000 años.

De todas formas, ubicar ciertos monumentos en épocas tan remotas ya es otra cosa. Por de pronto, el faraón Menes poco tendría que ver –presuntamente– con la era de las pirámides, y en cuanto a la dicotomía Saqqara-Guiza, Lindsay parece nadar a contracorriente, pues buena parte de los autores alternativos apuestan por un origen muy anterior de las pirámides de Guiza, mientras que las pirámides de Saqqara habrían sido meros intentos de imitar la grandeza de las grandes obras de Guiza. En fin, lo que Lindsay propone se queda en un limbo no reconocido ni por la Egiptología ni por las visiones alternativas.


Moai de la isla de Pascua
En otro orden de cosas, Lindsay también toca el tema de las antiguas civilizaciones perdidas de Mu/Lemuria y la Atlántida, a las que considera no mitos sino realidades; eso sí, correspondientes a razas humanas anteriores a la nuestra. Según la teosofía, en el mundo de Lemuria –hace unos 18 millones de años– habría existido una tercera raza primigenia, que habría experimentado un proceso llamado “individualización”. Los humanos de aquel tiempo habrían sido los gigantes míticos (de unos 10 metros de altura), retratados de algún modo en los moai de la isla de Pascua. Posteriormente, los humanos de la Atlántida también habrían sido de gran estatura, que habría ido descendiendo hasta llegar a la altura propia de nuestra raza actual, la quinta según Blavatsky. En otras palabras, los humanos de Lemuria y de la Atlántida habrían tenido un tamaño equivalente al de las grandes criaturas descritas en los relatos míticos como monstruos y dragones. Y precisamente gracias a su gran tamaño y fuerza –y con la ayuda de la magia en forma de ciencia del sonido[5]– habrían podido construir los grandes monumentos megalíticos que conocemos y que obviamente estarían mal datados por la arqueología ortodoxa.

Por cierto, y aunque sólo sea a modo de anécdota, cabe reseñar que Blavatsky creía que el origen de los primates debía situarse en las aberraciones de los lemurianos, que –al cohabitar con ciertos animales– habrían creado unos híbridos que luego darían lugar a los ancestros de los simios. En suma, ¡el simio derivaría del humano, y no al revés, como viene defendiendo el darwinismo desde hace siglo y medio!

De estas observaciones, Lindsay realiza la pregunta nada retórica de por qué si se acepta que en épocas geológicas remotas existían animales de gran tamaño (como los dinosaurios) que luego fueron degenerando a criaturas más pequeñas, no se admita que la especie humana hubiese podido experimentar un proceso similar. A esto responden los académicos afirmando que no hay pruebas físicas de tales gigantes, lo cual es refutado por algunos autores alternativos que han estudiado esta controversia[6].

Recreación artística de la Atlántida
Siguiendo con la Atlántida, Lindsay recoge las ya conocidas mitologías sobre la caída en desgracia de una humanidad sabia que se dejó llevar por el materialismo y la magia negra. Sin embargo, una parte de los atlantes siguieron fieles a la Luz y ello provocó el épico enfrentamiento relatado el Mahabharata hindú, hace nada menos que cuatro millones de años. Y justo después de esta gran guerra habría tenido lugar el primero de una serie de grandes cataclismos que sufrió la Atlántida. Precisamente esta gran destrucción que casi acabó con la Humanidad habría sido el origen del mito de Manu Vaivasvata (Noé) y el Arca, un símbolo del eterno nacimiento y renacimiento, que luego fue recogido en forma en múltiples leyendas en todo el mundo. Tras este gran cataclismo, habría surgido en el Himalaya la quinta raza (iniciada con la subraza hindú), aproximadamente hace un millón de años. Finalmente, el cuarto y definitivo desastre habría tenido lugar en el Océano Atlántico y según Blavatsky ocurrió exactamente en el 9564 a. C, una fecha muy próxima a la referencia clásica de Platón (hacia el 9000 a. C.). Y ya para cerrar el círculo, nuestro mundo actual, inmerso en pleno cambio precesional hacia la era de Acuario, dará paso a una nueva raza primigenia, la sexta.

Sin embargo, no todo es tan claro como podría parecer, pues el propio Lindsay admite que muchas de las referencias temporales citadas en la Antigüedad no pueden ser tomadas literalmente, y que de algún modo hay que aplicar unas “medidas de corrección”. Así por ejemplo, concede a Platón la categoría de “iniciado”, que indicó de forma velada el segundo cataclismo ocurrido 900.000 años antes de su época, multiplicando por 100 su primera datación. De igual modo, las longevas edades de los patriarcas bíblicos, aun siendo “imposibles” para la ciencia actual, se quedarían muy cortas si se toman al pie de la letra. Lindsay asume que 1.000 años de un patriarca equivaldrían a 4,32 millones de años (¡ahí es nada!), pues no estaríamos hablando de humanos actuales, sino de seres altamente evolucionados, o dioses, por decirlo así. Todo esto nos podría parecer una estrambótica salida de tono, pero no podemos olvidar que existen listas de reyes-dioses egipcios y sumerios que supuestamente vivieron y reinaron durante cientos o miles de años, y que naturalmente son considerados por la historia convencional como monarcas míticos.

En definitiva, Lindsay presenta un escenario de enormes ciclos temporales con periódicas destrucciones que se llevan por delante mundos y humanidades enteras. Pero, desde su punto de vista, sólo son alteraciones de las formas, pues la conciencia se mantiene y avanza cíclicamente hacia su completa liberación. Cito literalmente a Phillip Lindsay:

“Una vez que la humanidad entienda la verdadera cronología de la historia del mundo, se puede establecer una base de entendimiento que dará lugar a grandes avances en muchas áreas del esfuerzo humano. Luego, el conocimiento correcto del tiempo se aplicará a todas las ciencias y el misterio del origen del alma humana se dará a conocer a todos. Esta es la promesa de la inminente Era del Aguador, Acuario.”

Poco más se puede decir sobre esta visión, que supera con mucho el marco empírico en que se mueven la arqueología y la historia de nuestro tiempo. Desde luego sería muy fácil denigrar este discurso plagado de razas y subrazas, de atlantes y dioses, y de yugas y kalpas, tachándolo de cháchara New Age o algo similar, y de hecho no son pocos los estudiosos que opinan que la teosofía es un puro fraude o simplemente una mezcolanza de mitología y ocultismo sin pies ni cabeza. Y es obvio que casi todas estas afirmaciones sólo están sostenidas por los antiguos textos sagrados o esotéricos y que contienen una gran parte de especulación y arbitrariedad, a falta de datos que podamos corroborar “dentro de nuestro ámbito de los cinco sentidos”, que sin duda es limitado.

No obstante, en la historia del ser humano hay muchos temas sin resolver, aparte de ciertas anomalías que han sido despachadas quizás demasiado rápidamente y que nos hacen reflexionar sobre la validez de todo lo que nos han enseñado sobre el origen del hombre y la civilización. Por tanto, y aun manteniendo un firme espíritu crítico, debemos plantearnos la posibilidad de que tengamos un velo delante de los ojos que nos impide acceder a ese conocimiento perdido, del cual apenas podemos intuir unos escasos retazos. De hecho, no es la primera vez que leo que la mitología está mucho más próxima a la verdad que la Historia científica...

Sea como fuere, es evidente que para poder adentrarnos en estos terrenos de la conciencia histórica debemos aparcar nuestra mente cotidiana y empezar a concebir las cosas en otros términos y desde luego sin ningún prejuicio. Por consiguiente, si, como opinan algunos científicos, el tiempo y el espacio no existen en sí mismos sino que son más bien creaciones de la mente, cualquier escenario de una enorme –por no decir infinita– extensión temporal para la conciencia humana sería factible.

© Xavier Bartlett 2014




[1] De todos modos, es bueno recordar que los fundamentalistas creacionistas –a veces presentados como única oposición al evolucionismo– siguen atrincherados a día de hoy en su interpretación literal de la Biblia.

[2] En este campo, Lindsay sigue más o menos las teorías de Blavatsky sobre la sucesión de una serie de razas humanas, desde los espíritus puros hasta las formas más materiales y burdas.

[3] En cambio, puede sorprender que –en términos geológicos– algunos tiempos teosóficos no se estiren, sino que se reduzcan. Así, el Jurásico, la era final de los dinosaurios, era situada por Blavatsky en “La doctrina secreta” no hace 65 millones de años, sino hace unos 28-20 millones de años.

[4] En general, según la teosofía, toda la historia del Antiguo Egipto estaría mal datada y debería retrasarse en cientos de miles de años, al igual que la civilización maya. La teosofía, además, concede a Egipto la categoría de repositorio y guardián de la tradición mistérica del mundo durante 800.000 años.

[5] De hecho, varios autores hacen referencia a esta ciencia sónica como un medio eficaz para levitar grandes bloques de piedra, pero también como una poderosa arma, tal y como recoge el episodio bíblico de la destrucción de las murallas de Jericó.


[6] Véase en este blog mi artículo sobre esta cuestión: “Mito y realidad de los gigantes”.