jueves, 27 de diciembre de 2018

La carta de Mahoma a los emperadores del mundo


Al profundizar en los entresijos de los hechos históricos no es difícil reafirmarse en la idea de que la historia oficial, científica y supuestamente objetiva es una quimera, pues en realidad estaríamos hablando de un relato construido de forma grosera, parcial, subjetiva, interesada y manipulada en el cual el vencedor –o el que ejerce el poder– escribe lo que le conviene o bien simplemente ofrece a las masas una versión simplificada y “teatralizada” de los hechos. Tras el estudio “en diagonal” de muchos episodios históricos, sobre todo los momentos de mayores conflictos, crisis y cambios, he podido intuir que –debajo del discurso histórico convencional– existe una historia soterrada, una historia “tras el escenario” que no sale a la superficie y que yo califico como metahistoria.

Desde esta perspectiva, no sólo resulta evidente que la narración de los hechos (en el sentido genérico de “Historia” como ciencia) es una visión escasa, parcial y partidista de lo que supuestamente ocurrió en un espacio y tiempo determinados, sino que los propios hechos históricos (el otro sentido de “Historia”) están sujetos a planificación e implementación por parte de quien tiene capacidad para ello. Dicho de otro modo, no existen casualidades ni hechos fortuitos, sino unas dinámicas intencionadas o proyectos que bien podríamos calificar de “ingeniería histórica” en que todas las piezas se mueven al unísono, a semejanza de la hoy ya familiar “ingeniería social”. Lógicamente, siempre se podrá decir que detrás de este enfoque subyace una visión conspirativa (por llamarla de algún modo) de la Historia, pero es obvio que si detectamos que algo se mantiene en el trasfondo, se oculta y opera secretamente para producir unos determinados resultados, al final hemos de poner los calificativos que corresponden.

Pero, más que discursos teóricos, me gustaría bajar a la realidad histórica y poner un ejemplo más o menos conocido para que cada cual extraiga sus conclusiones y juzgue si determinados episodios no resultan ser una perfecta conjunción de elementos políticos, económicos, sociales o ideológicos que parecen formar parte de un proyecto bien diseñado y ejecutado. Así pues, en este artículo expondré un caso paradigmático de esa posible ingeniería histórica, un hecho que para muchos historiadores ha sido un verdadero enigma durante siglos: ¿cómo pudo el Islam prosperar en tan poco tiempo y de forma tan espectacular, de tal modo que –habiendo nacido en una región no especialmente civilizada– fue capaz de crear un extenso y poderoso imperio en menos de un siglo? Sólo para situarnos, cabe recordar que el Imperio Romano se forjó durante varios siglos y que los romanos tardaron casi 200 años en conquistar toda la Península Ibérica...

Oriente Medio repartido entre los imperios romano y sasánida
Obligadamente, debemos realizar una amplia introducción para poner las cosas en su debido contexto. Si nos situamos en la zona de Oriente Medio en el siglo VI después de Cristo, allí convivían desde hacía siglos dos grandes imperios: Roma (o Romania) y Persia. Ambas potencias se habían consolidado en la región tras desbancar a los llamados reinos helenísticos[1], sucesores de las grandes conquistas de Alejandro Magno en el siglo IV a. C. Por el oeste aparecieron los romanos en el siglo II a. C., y se fueron expandiendo progresivamente desde Grecia a Mesopotamia. En el siglo VI su dominio abarcaba la Península Balcánica, Asia Menor (la actual Turquía), Siria, Palestina, y Egipto, si bien habían ocupado temporalmente algunas partes de Mesopotamia. A su vez, por el este surgió el imperio parto de los Arsácidas que pretendía ser la reencarnación del antiguo gran imperio persa de los Aqueménidas (de los grandes reyes Ciro, Darío, Cambises, Jerjes...). Este imperio cayó el siglo III d. C. y fue sustituido por la dinastía sasánida, la que reinaba aún en el siglo VI. Su imperio, el Eranshar, abarcaba desde Mesopotamia hasta la misma India. La frontera más habitual durante siglos entre las dos potencias fue el río Éufrates.

Así pues, durante casi ocho siglos, romanos y partos (luego persas sasánidas) fueron considerados como “los ojos gemelos del mundo” y chocaron repetidamente por el control de Oriente Medio en interminables guerras, conquistas, avances y retrocesos, sin que faltasen periodos de diplomacia y pactos. En el siglo VI el emperador de Oriente Justiniano Augusto (527-565) había establecido una política de contención en el este mientras se lanzaba a la épica reconquista del Imperio de Occidente, tarea que pudo completar sólo en parte y no sin grandes esfuerzos y gastos. Los persas, bajo el mandato de Cosroes I (531-579), se mantenían a la expectativa para aprovechar cualquier debilidad de su oponente y protagonizaron algunas ofensivas, si bien no lograron ninguna ventaja decisiva.

Máxima expansión del imperio romano de Oriente bajo Justiniano I (siglo VI d. C.)

Por aquella época, la península arábiga vivía no un estadio de barbarie pero tampoco de plena civilización. Se trataba de un territorio árido y con escasos recursos, que ningún imperio había considerado relevante ni como amenaza ni como proyecto de conquista, al tener muchos inconvenientes y muy pocas ventajas. En Arabia sólo había unas pocas ciudades no muy populosas en la costa, algunos pequeños reinos y diversas tribus de nómadas, que los grecorromanos llamaban sarakenoi (“sarracenos”). En suma, una región sin unidad política ni proyecto común, con una población dispersa entregada a los cultos politeístas locales. Eso sí, desde el norte, el poderoso imperio persa ejercía una tutela o control indirecto sobre cualquier actividad que tuviese lugar en Arabia, ya que dominaba completamente el Golfo Pérsico y el sur de la propia Península, en particular el Yemen, conquistado por los persas en 570. Tenía, además, un reino vasallo al norte de la Península –los lakmidas– que ejercía de “tapón” o guardián ante cualquier incursión de las tribus beduinas. A su vez, los romanos también tenían un territorio aliado interpuesto al noroeste de Arabia, los árabes gasánidas.

En este contexto nace Mahoma en La Meca en el año 570 y los acontecimientos en la región empiezan a sucederse rápidamente de forma dramática, a caballo entre los siglos VI y VII. En el Imperio Romano de Oriente (o Bizancio) las cosas empiezan a torcerse debido a la dificultad de defender las conquistas realizadas en Occidente, a la presión de los pueblos bárbaros en los Balcanes y a las disputas internas de carácter político-religioso, aparte de los estragos causados por una tremenda epidemia de peste y por una fuerte crisis económica. A finales de  siglo VI, la situación bélica se complica y el emperador Flavio Mauricio (582-602) pierde el apoyo de sus tropas en los Balcanes y es destronado y asesinado por el militar Nicéforo Focas (602-610). Con Focas, las tensiones y rebeliones internas se agudizan y las amenazas exteriores se hacen muy graves, sobre todo en los Balcanes. En ese momento, el imperio persa –comandado por el Sha Cosroes II (590-628)– aprovecha la oportunidad para desencadenar una potente ofensiva sin precedentes contra los dominios romanos, que Focas se ve incapaz de contrarrestar en Mesopotamia.

Solidus de oro del emperador Heraclio
En esa tesitura, el Imperio Romano de Oriente comienza a correr serio peligro, ante la impotencia de Focas por cambiar el rumbo de los acontecimientos en varios frentes. Sin embargo, cuando se vislumbraba ya la ruina del imperio, corroído por la guerra civil, la bancarrota y la amenaza de bárbaros y persas, aparece en Constantinopla en el 610 Flavio Heraclio, el hijo del exarca[2] de Cartago (norte de África), que depone y ejecuta a Focas y se propone rescatar al imperio del inminente desastre. No obstante, los primeros esfuerzos de Heraclio por contener a los persas fracasan, y Cosroes conquista en pocos años ­–hasta el 620– toda Siria, Palestina, Egipto y una gran parte de Asia Menor, amenazando con capturar la capital bizantina, Constantinopla. De hecho, las tropas de Cosroes llegan al Bósforo y toman algunas islas del Egeo, si bien se detienen ante las inexpugnables murallas de la ciudad. La situación era tan crítica que en 618 Heraclio se planteó seriamente desplazar la capital del imperio a Cartago, en caso de que la gran ciudad cayera en manos sasánidas, lo que parecía casi inevitable. Ese fue el punto más bajo en que el imperio de los romanos parecía tocado de muerte, incapaz de regenerarse, y tal vez debería haber desaparecido sin más. Y sin embargo...

Consciente de que el imperio está en una situación crítica, Heraclio emprende una estrategia de todo o nada, reorganiza sus territorios y fortalece lo que queda de su ejército. Su órdago consiste en aplicar la máxima de que “la mejor defensa es un buen ataque” y en el 622 se interna con su ejército en Asia Menor a fin de llevar a cabo una “guerra santa” contra los paganos persas, que habían tomado Tierra Santa y se habían apoderado de la reliquia de la Vera Cruz. Su táctica consistió en evitar una larga guerra de desgaste y reconquista de todas las regiones perdidas. En vez de eso, escogió una guerra móvil de incursiones y escaramuzas que se iba a prolongar siete años en varias campañas. Heraclio supo utilizar bien sus exiguas fuerzas –apoyadas por algunos poderosos aliados, como los jázaros, pueblo del Cáucaso– y fue derrotando a los persas a fin de abrirse paso hasta el corazón de Persia con la intención de golpear en el centro del poder enemigo.

Muralla teodosiana de Constantinopla
En su retaguardia, empero, la situación se complicó mucho, pues en 626 Constantinopla fue asediada por los bárbaros, con el apoyo persa. Con todo, el patriarca Sergio pudo organizar una buena defensa y los atacantes fueron rechazados sin necesidad de que Heraclio abandonara Asia y acudiera en su auxilio, si bien envió allí a su hermano Teodoro con algunas tropas de refuerzo. Tras estos hechos, Heraclio se internó en Mesopotamia y por fin libró en el 627 una gran batalla cerca de Nínive donde destrozó a las tropas persas. De este modo, Heraclio se plantó en 628 ante las puertas de la capital persa, Ctesifonte, pero no le fue preciso conquistarla. El Sha Cosroes había intentado huir pero fue capturado y muerto por los suyos en un golpe de estado liderado por su propio hijo. Ante la situación de derrota y descomposición del reino, el nuevo rey persa, Kavad (o Cabades) II, aceptó una paz honrosa, reconociendo lo ganado por Heraclio y entregando –sin disparar una sola flecha– Siria, Palestina y Egipto, que aún estaban en manos del general persa Sharvaraz, el cual tardó un año en obedecer a regañadientes la orden de retirada. Heraclio, muy dado a la propaganda, celebró un gran triunfo en Constantinopla, así como en Jerusalén, donde repuso la reliquia de la Vera Cruz.

Entretanto, ¿qué había ocurrido con Mahoma y el naciente Islam?  En la época en que Heraclio se hizo con el poder, Mahoma ya había recibido sus primeras revelaciones y había conseguido sus primeros seguidores (lo que sería el germen del Islam), aunque su fuerza política y religiosa era mínima. Fue entonces cuando supo de las victorias persas, y ello suponía malas noticias, pues los árabes musulmanes no sentían ningún aprecio por los persas a causa de su paganismo zoroástrico, aparte de ser el imperio que maniataba sus aspiraciones en Oriente Medio. Sin embargo, según reza el Corán, Dios (Allah) había profetizado la futura victoria de los bizantinos sobre los persas, pues esa era su voluntad.

Mahoma recitando el Corán (grabado s. XV)
No fue hasta la partida a Medina, conocida como la Hégira (622), cuando Mahoma empieza a organizar su movimiento y a plantear la conquista política y religiosa de toda Arabia. Esta tarea parecía muy grande, pero Mahoma la completó en unos pocos años. De este modo, justo cuando acabó la guerra entre los dos grandes imperios, el Profeta había conseguido la unificación política de buena parte de Arabia. Fue un momento de doble alegría, pues los musulmanes también celebraron con entusiasmo la victoria bizantina, pues su peor enemigo –el imperio persa– había sido duramente derrotado.

Y fue precisamente en el 629 cuando Mahoma, victorioso en Arabia, envió a la corte de Constantinopla una carta al no menos triunfador Heraclio. El texto de dicha misiva se ha conservado, y decía esto:

“Que la paz sea con aquellos que siguen el camino recto. Escribo esta invitación para llamarte al Islam. Si aceptas el Islam estarás a salvo, y Dios ha de duplicar tu recompensa; pero si rechazas esta invitación al Islam, sobrellevarás el pecado del desvío de tus súbditos. Por lo que te urjo a lo siguiente:

Di: ¡Oh, Gente del Libro! Convengamos en una creencia común a nosotros y a vosotros: No adoraremos sino a Dios, no Le asociaremos nada y no tomaremos a nadie de entre nosotros como divinidad fuera de Dios. Y si no aceptan, decid: Sed testigos de nuestro sometimiento a Dios.

Muhammad, el Mensajero de Dios”


Heraclio leyó la carta y la guardó, pero no le dio mayor importancia, pues no se trataba más que de un cabecilla árabe, y las tribus árabes nómadas no eran tenidas en cuenta por los grandes imperios. Cabe remarcar que Cosroes II había recibido una carta similar, si bien este caso su reacción fue más violenta, pues rompió la carta nada más leerla. ¿Era esa carta una mera bravuconada o más bien la convicción de alguien que tenía una fe ciega en lo que iba a pasar bajo la protección divina? Para cualquier historiador serio, las profecías y las apelaciones a la divinidad están muy bien pero no explican los hechos históricos. Sin embargo, todo pareció encajar en apenas unos pocos años más, y ni los mejores “geoestrategas” de aquella época hubieran podido imaginar el terremoto político, militar y religioso que estaba a punto de desencadenarse.

Mahoma y sus seguidores
En efecto, desde ese momento los árabes se convirtieron en una poderosa fuerza militar que iba más allá de realizar fugaces incursiones o razzias para obtener botín. Desde la unificación de las tribus bajo un solo poder político-religioso, los árabes se ven capaces de conquistar extensos territorios y no tardan en hacerlo. Con los dos grandes imperios de la zona completamente agotados por su reciente contienda, todo se hizo más fácil. El imperio sasánida, en plena crisis interna tras la derrota frente a Heraclio, vio como se sucedían varios reyes en pocos años y sucumbió en unos 20 años a los ataques musulmanes, perdiendo una última gran batalla en el 642, en Nehavend. El último Shahansha (rey de reyes) persa, Yezdiguerd III, murió en 651 cuando ya hacía años que no tenía poder efectivo, y la mayor parte de su imperio pasó a formar parte del recién formado califato omeya. De este modo, la gran potencia que había combatido con éxito a los romanos durante ocho siglos  fue eliminada –y para siempre– por un enemigo al que había despreciado.

A su vez, los bizantinos ya tuvieron un serio aviso en el 629 en forma de una potente incursión árabe al este del río Jordán; no obstante, los musulmanes fueron rechazados en la batalla de Muta sin demasiados problemas y quizá esto dio una falsa impresión de seguridad a Heraclio. Poco después, ya en 631, los árabes traspasaron la frontera de la Arabia romana y empezaron a mostrarse muy agresivos. Mahoma murió en el 632, pero el califato ortodoxo, bajo el mandato de Abu Bakr (que acabó de unificar toda Arabia) y luego de Omar, inició una política de expansión en toda regla que tuvo Palestina y Siria como primer objetivo. Los romanos vieron entonces el peligro que se cernía sobre sus territorios, pero siguieron sin reaccionar adecuadamente. Así, tras la muerte de Mahoma, los musulmanes atacaron con fuerza y fueron conquistando importantes enclaves del Levante mediterráneo.

Tras sufrir en 634 un duro descalabro en la batalla de Adjnadayn (en que fue vencido Teodoro), Heraclio tuvo que reaccionar y en 636 envió un gran ejército de unos 50.000 hombres[3] para acabar de una vez por todas con la amenaza islámica. Pero para desgracia para los bizantinos, Heraclio ya estaba débil, enfermo y envejecido, y no pudo ponerse al frente de su ejército, una amalgama de tropas imperiales y diversos aliados. A pesar de todas las ventajas y de superar en número al ejército islámico, los bizantinos sufrieron una estrepitosa derrota junto al río Yarmuk, al dejarse sorprender por ataques por los flancos en terreno agreste, aunque buena parte del desastre se debió a la defección inesperada en las filas imperiales de los armenios y de los gasánidas. La derrota marcó un antes y un después en la guerra y selló la conquista de Palestina y Siria por parte del califato. A partir de ese punto, el Imperio Romano de Oriente no tuvo posibilidad de recuperar sus posiciones y se fue replegando estratégicamente. Heraclio murió en el 641, viendo como todo lo que había recuperado se había vuelto a perder... y esta vez de forma definitiva.

En su retirada, los bizantinos se vieron impotentes para defender Egipto (que cayó en 642) y posteriormente sucumbió todo el norte de África, en una larga campaña que se prolongó hasta finales del siglo VII. Por otro lado, los musulmanes prosiguieron su avance por la península de Anatolia (Turquía) y llegaron a amenazar Constantinopla varias veces[4] pero finalmente fueron rechazados y en siglo VIII se pudo establecer una frontera más o menos duradera en las montañas de la propia Anatolia. El gran imperio bizantino quedó pues reducido a una parte importante de los Balcanes y a Asia Menor, más algún territorio residual en Occidente. De todos modos, el Mediterráneo oriental pasó a ser controlado en gran medida por el Islam, que se permitió derrotar en el 655 a la otrora potente flota bizantina en la batalla naval de Finike. Asimismo, el empuje islámico se extendió por todo el Mediterráneo y sus islas y llegó hasta la Península Ibérica en 711, aprovechando la situación de guerra civil en el reino visigodo[5]. Los musulmanes apenas tardaron nueve años en dominar casi toda la Península.

Expansión islámica entre los siglos VII y VIII
Si tomamos ahora como referencia la fecha de la muerte de Mahoma (632), cuando ya había conseguido unificar la práctica totalidad de la península arábiga, y la situación justo un siglo después (732), podremos ver cómo un pueblo semicivilizado había podido derrotar a los dos mayores imperios globales de su época y extendía sus dominios desde Finisterre hasta el Indo y desde el Cáucaso hasta el desierto africano. En definitiva, el imperio creado por Mahoma controlaba entonces todo Oriente Medio (hasta la India), el norte de África y parte del sur de Europa, habiendo sometido a la Hispania visigoda y habiendo penetrado en el reino franco, más allá de los Pirineos[6]. Una auténtica proeza realizada en un tiempo récord, teniendo en cuenta las limitaciones logísticas de la época y el hecho de enfrentarse a poderes establecidos civilizados.

En efecto, mientras ambos imperios aún se miraban de reojo, los árabes fueron capaces de aunar voluntades para golpear con dureza a unos y otros, manteniendo un férreo control sobre los territorios conquistados y recurriendo a menudo al terror, con saqueos y masacres masivas. Además, contaron con la adhesión de mercenarios profesionales, de varias comunidades locales (sobre todo judías) y de algunas facciones disidentes de los grandes imperios, lo cual permitió engrosar aún más sus filas y construir poderosos ejércitos de conquista, adquiriendo la potencia en armas y equipo de las fuerzas imperiales[7]. En suma, su expansión fue más consecuencia de un tsunami bélico en busca de poder y riquezas que de un proselitismo político-religioso (lo que era propiamente la guerra santa o Yihad), pues la uniformidad y ortodoxia religiosa no llegó hasta la consolidación del califato. Eso sí, una vez caídos los grandes obstáculos, los árabes adoptaron las formas y estructuras del antiguo imperio persa y de ese modo pudieron convertirse en una eficaz maquinaria estatal imperial (el califato omeya).

Alegoría de la caída del imperio de Occidente
Muchos historiadores, a la vista de estos hechos, consideran que debería replantearse el convencional límite entre la Antigüedad y la Edad Media, que tradicionalmente se ha situado en el 476, fecha de la caída del Imperio Romano de Occidente. En realidad, lo que cayó fue la sucesión de los emperadores romanos y un poder centralizado en el oeste, pero –a efectos sociales, políticos y económicos– en los siglos V y VI la situación en Occidente no había cambiado tanto y los reyes germánicos aceptaban la autoridad moral o nominal del emperador de Constantinopla, lo que daba una cierta continuidad, al menos institucional, a la idea del antiguo imperio. A su vez, en Oriente proseguía la contienda secular entre los dos grandes imperios de la época, como una continuación natural de la situación geoestratégica mundial implantada desde el siglo II a. C.

Pero tras los acontecimientos narrados, todo cambió para siempre. Heraclio abandonó en 629 el título romano de Augusto y adoptó el título griego de Βασιλεύς (Basileus, “rey”). Además, sustituyó el latín –que ya casi nadie hablaba en Oriente– por el griego como lengua oficial y administrativa del Imperio. Finalmente, Heraclio fue el último emperador romano que llevó a cabo personalmente campañas militares de gran envergadura. En realidad, aunque aún se empleaba el término imperio de los romanos, la continuidad con el pasado ya estaba rota y sería más ajustado hablar de un imperio griego medieval. De este modo, contemplando la situación desde una visión más global, se podría decir que la Antigüedad perduró en Oriente al menos hasta mediados del siglo VII, con la destrucción del imperio persa, el repliegue del Imperio Romano de Oriente y la gran expansión del Islam en tres continentes.

Así pues, lo que quedó después del derrumbe persa y la crisis romana fue el auge de un nuevo poder, el Islam, cuyo enfrentamiento con la Cristiandad –dividida entre los reinos germánicos occidentales y el imperio bizantino– iba a marcar profundamente los siglos venideros. Esta larga etapa duraría unos ocho siglos y vendría a ser propiamente la Edad Media, cuyo fin estaría marcado no por casualidad por el último suspiro del imperio bizantino, con la caída de Constantinopla en 1453 a manos del imperio otomano.

Y volviendo ahora a las reflexiones iniciales, debemos analizar lo ocurrido con otros ojos y plantearnos los elementos de metahistoria que se vislumbran en el fenómeno del triunfo colosal del Islam. Vamos a presentar pues la secuencia de hechos, en los que podremos observar ciertas felices casualidades y algunas circunstancias que parecen orientarse en unas direcciones bien definidas, a veces  contra toda supuesta lógica.

Primero. Con la llegada de Focas al poder (en 602), el imperio romano sufre una fuerte sacudida y Persia aprovecha la ocasión para golpear con fuerza. Justo a los pocos años de iniciado el conflicto, Mahoma experimenta sus revelaciones divinas. ¿No es una gran casualidad que el inicio “divino” del Islam tenga lugar justo en un tiempo y espacio anexo a la gran guerra romano-sasánida del siglo VII, que posibilita que el fenómeno islámico pase desapercibido para las grandes potencias de la zona?

Estatua ecuestre de Cosroes II
Segundo. Llegados a lo que parecía el final de la guerra, los persas se plantan frente a Constantinopla y tienen a tiro la liquidación del imperio bizantino, con la ayuda del “otro frente” balcánico a cargo de ávaros y eslavos. Sin embargo, Cosroes II se detiene y espera acontecimientos. ¿Cómo se puede explicar semejante postura cuando la derrota definitiva del enemigo secular estaba ya a su alcance?

Tercero. Acto seguido, Cosroes cede a Heraclio la iniciativa, con un ejército bastante inferior, y le permite realizar varias campañas en Asia Menor y Mesopotamia. De repente, los persas cometen torpeza tras torpeza y dejan que Heraclio se adentre en Mesopotamia y siga avanzando sin demasiados problemas. Cabe señalar que dos hechos clave no poco importantes cayeron del lado bizantino en esta fase: la muerte por enfermedad en 626 de Shahin, el mejor general persa, y la inacción completa del también competente Sharvaraz. Ambos se habían mostrado como potentes rivales para Heraclio, pero en plena guerra Sharvaraz dejó de intervenir y se parapetó en sus territorios, y en consecuencia Heraclio tuvo el camino despejado hacia Ctesifonte.

Cuarto. Llegados al 628, nos encontramos con la situación inversa al segundo punto. Heraclio ha derrotado a los persas, que están divididos y confusos, y está a punto de tomar la capital Ctesifonte. ¿Cómo Heraclio, después de haberse visto contra las cuerdas, no finalizó el trabajo y acabó con el imperio sasánida después de tanto esfuerzo? En vez de esto, sabiendo de la caída de Cosroes, Heraclio aceptó la paz ofrecida por su sucesor Cabades y regresó sin demora a Constantinopla. La situación había vuelto aproximadamente al marco habitual entre ambas potencias, pero con una enorme diferencia: esta vez ambos imperios habían quedado destrozados y exhaustos de recursos humanos y económicos. ¿Qué frenó al belicoso Heraclio?

Quinto. La ruina del imperio persa se derivó de la inacción o pasividad de Sharvaraz. Según las fuentes, fueron los “servicios secretos” bizantinos –a través de unas falsas cartas– los que hicieron creer a Sharvaraz que Cosroes II quería asesinarlo, y por este motivo se mantuvo neutral en los momentos decisivos. ¿Es esto creíble? Cabe señalar que en 629 Sharvaraz pactó personalmente con Heraclio la entrega de los territorios que aún dominaba, y que posteriormente llegó a ser por breve tiempo rey de Persia. Existía, de hecho, un acuerdo entre Heraclio y Sharvaraz para retornar a una cierta estabilidad y respeto mutuo entre ambas potencias, pero Sharvaraz –que tenía prestigio y competencia militar– fue asesinado en 630, lo que provocó una nueva lucha por el poder en Persia. ¿Facilitó Sharvaraz el desastre de su nación con la intención de hacerse luego con el poder –en connivencia con los romanos– y, una vez cumplida su misión, fue eliminado del escenario? ¿Cómo se explica tal despropósito?

Sexto. Pese al fuerte golpe recibido, Persia aún no había caído en 628. Sin embargo, las consecutivas muertes de Cosroes y Cabades en 628 y Sharvaraz en 630 sentenciaron el destino del imperio sasánida. Todos ellos estaban en una situación muy difícil, pero no desesperada, y de haber vivido más tal vez hubieran podido revertir el curso de los acontecimientos. Cabades, que no llego a reinar ni un año, intentó reforzar el imperio, bajar los impuestos e introducir reformas, pero murió de una peste que asoló el imperio antes de poder consolidarse. A su muerte, fue sucedido por su hijo de 8 años –Ardashir III– que en 630 fue eliminado por Sharvaraz, el cual a su vez fue asesinado por sus rivales políticos. En suma, las tres personas más capaces murieron en el peor momento posible, dejando un panorama de abierta guerra civil, cuando justo entonces se producían las primeras incursiones musulmanas. ¿Cómo se pudo dar esa cadena de acontecimientos nefastos cuando hacía falta la máxima unidad y firmeza?

Séptimo. Aparte del descalabro persa, todo se puso de cara para los musulmanes en el oeste. Allí se dio la feliz circunstancia –para los árabes– de que Heraclio vio los acontecimientos desde lejos, pues ya estaba enfermo y viejo y no se puso al frente de su ejército. Primero estuvo en Antioquía (Siria) y luego se retiró a Constantinopla cuando la derrota en Yarmuk –en la que resultó determinante la defección de algunos de sus aliados– desbarató cualquier plan de resistencia. Heraclio entró en una fase derrotista y de pesimismo, e incluso aún tuvo que desbaratar una intentona de desalojarlo del poder en 637. Entretanto, dividió sus fuerzas entre varios generales que se mostraron bastante incompetentes. De golpe, se acabó el “milagro heracliano”. De este modo, la suerte estaba echada y los musulmanes desarbolaron la mayor parte del Imperio Romano de Oriente, dejándolo reducido a la mínima expresión.

Ruinas de Ctesifonte, la capital sasánida
Octavo. En este contexto, hacia el 630, podemos dar por hecho que una victoria total persa o una victoria total bizantina hubiera supuesto el control de todo Oriente Medio por parte de uno de los dos contendientes. En cualquiera de estos dos casos, ni siquiera una Arabia unida hubiera podido ir mucho más allá de sus fronteras, pues el imperio dominante hubiera lanzado todos sus recursos contra la amenaza musulmana. Pero sin duda Persia era el perro guardián de Arabia y su caída era la  más necesaria para la expansión islámica. La situación persa era de plena descomposición interna, casi de anarquía, lo cual facilitó mucho el trabajo para el poderoso califato árabe. Las derrotas persas se sucedieron y todo el reino acabó por caer como fruta madura. ¿Cómo pudo darse la plena incapacidad de ambos imperios tras la guerra, a pesar del desgaste producido? ¿Cómo se atrevió el Islam a atacar a ambas potencias simultáneamente?

Noveno. En todo este tiempo del siglo VII, mientras las luchas internas hacían mella en los dos grandes imperios –sobre todo en Persia–, la nueva potencia islámica, que era en realidad un conglomerado de tribus y reinos, se mantuvo sólidamente unida en su expansión político-militar permitiendo una unidad de acción devastadora. Contra todo pronóstico, sin tener un fondo estable de recursos económicos y humanos, el huracán militar islámico –que todavía no es un poder solidificado– ataca a ambos imperios y los derrota una y otra vez, sustentándose sólo en el botín y en los nuevos territorios ocupados. Entretanto, Mahoma fue marginando o eliminando a sus rivales y realmente no se produjeron disputas durante el gran periodo de expansión. No fue hasta el 656 en que se produjo el primer problema interno grave en forma de guerra civil musulmana, pero para entonces el imperio persa ya estaba finiquitado y el imperio bizantino ya hacía bastante con subsistir y defenderse. ¿Cómo es posible que dos imperios centralizados y unificados durante siglos bajo una fuerte administración y estructura estatal no supieran resolver sus conflictos internos y en cambio la recién nacida amalgama árabe se mantuviera compacta en plena época de guerra y reparto de conquistas?

Décimo. Asimismo, otros actores históricos no menos importantes desempeñaron su papel por acción u omisión. De hecho, la historia nos muestra que existió un complejo y oscuro juego de alianzas, intereses y traiciones entre los grandes imperios y varios pueblos euroasiáticos, e incluso entre facciones dentro de cada bando. Así por ejemplo, los jázaros –que habían ayudado decisivamente a Heraclio en su lucha contra Persia– no le pudieron dar su apoyo cuando se produjo la rápida expansión islámica a causa de graves problemas internos. ¿Hubiera podido triunfar el Islam frente a esta alianza?

En suma, si existiera una lógica en el desarrollo de la historia, el Islam, entendido como potencia político-militar aglutinada básicamente en torno al factor religioso, nunca hubiera prevalecido de no ser porque se le allanó el camino en todos los frentes. Tal coincidencia de sucesos en el tiempo y el espacio no puede deberse al mero azar o a la casualidad, si bien casi todos los expertos en el tema que he consultado coinciden machaconamente en el hecho de que el Islam aprovechó la situación ruinosa de los dos imperios en 630. Pero, como hemos visto, los hechos pudieron haber sido muy distintos si se hubiera dado una cierta coherencia histórica, lo que no fue el caso. De todos los resultados o efectos posibles, vemos que se dio el más improbable e imprevisto por los propios actores en liza.

Más bien da la impresión de que sólo unas dinámicas dirigidas pudieron ofrecer una resolución tan asombrosa en unas pocas décadas. ¿Cómo podía estar seguro Mahoma de que su religión iba a triunfar sobre los dos grandes imperios de la región? ¿Cómo se permitió amenazar a ambos emperadores cuando aún no había unificado del todo a las tribus árabes? ¿Estaba ya todo prefijado? Sea como fuere, la explosión del Islam como factor religioso y político de primer orden marcó ya para siempre la historia universal hasta nuestros días.

© Xavier Bartlett 2018

Fuente imágenes: Wikimedia Commons



[1] El mayor de ellos era el reino o imperio seléucida, que se extendía desde Anatolia (Asia Menor) hasta las fronteras de la India.

[2] Gobernador político y militar de un territorio bajo la corona bizantina.

[3] Según las fuentes antiguas, esta cifra ascendía a 100.000 pero los historiadores modernos la rebajan de forma más realista a la mitad.

[4] El ataque más fuerte tuvo lugar entre 676 y 678, y la ciudad estuvo en grave riesgo de sucumbir pero el emperador Constantino IV fue capaz de resistir y expulsar a los musulmanes gracias a la flota de guerra.

[5] En este caso otra vez se dio la feliz casualidad de una batalla decisiva junto a un río (Guadalete), contra un ejército numéricamente superior y que también sufrió una importante defección en sus filas, al pasarse parte del ejército godo a las filas musulmanas.

[6] Cabe reseñar que precisamente en 732 se frenó el empuje islámico en Occidente, al ser derrotado el ejército del valí Al-Gafiqi por el líder franco Carlos Martel en Poitiers.


[7] Aunque las crónicas árabes hablan de pequeñas huestes musulmanas pobremente armadas y equipadas venciendo a enormes ejércitos imperiales, la realidad confrontada es que no había tanta diferencia ni en el tamaño ni en la calidad de las tropas, pues de otro modo no hubieran podido derrotar a esas tropas tan profesionales y bien equipadas con armaduras, cotas de malla, máquinas de guerra, etc.

miércoles, 12 de diciembre de 2018

Los reyes-dioses de Sumeria y Egipto



Como es bien sabido, una de las habituales fronteras entre la arqueología académica y la alternativa es la interpretación de la mitología. En efecto, lo que para el estamento académico es “fantasía” o “leyenda” sin ningún apoyo histórico, para la arqueología alternativa ofrece –como mínimo– el beneficio de la duda, en el sentido de que al menos algo de lo narrado en el mito tuvo una base perfectamente real que quedó distorsionada por el paso del tiempo y la propia trasmisión oral de los hechos a lo largo de muchas generaciones.

Uno de los campos de esta disensión conceptual entre ambas visiones que más me ha llamado la atención ha sido el de las mitologías de las antiguas civilizaciones en lo referente al origen de su realeza o casta dirigente, que hasta cierto punto vendría a ser lo mismo que decir que el inicio de su civilización. Y este asunto es no poco importante, pues para la historia y arqueología convencionales existe una marcada diferencia entre lo que se considera civilización –e inicio de la Historia– y lo que queda aparcado en el limbo mítico, a falta de pruebas documentales y arqueológicas. Así pues, hoy en día se acepta que la aparición de la escritura y de otros elementos diversos de civilización dieron inicio a la Historia Antigua, en varias regiones del planeta como Egipto, Mesopotamia, China, el valle del Indo, Mesoamérica, etc., si bien con cierto diferencial cronológico entre ellas.

Así pues, cuando se da una coincidencia entre los datos arqueológicos –con cronologías históricas comparadas o bien con el apoyo de dataciones absolutas– y los relatos escritos conservados se avala esa historia procedente de diversas fuentes. Sin embargo, lo que se escapa a dicha comprobación y contraste –y además contradice supuestamente otras pruebas arqueológicas– queda fuera de “lo histórico” y pasa al reino de lo mítico, que para los historiadores y arqueólogos es un ámbito oscuro y proceloso. Bien es cierto que muchos admiten que pudo haber algún lejano referente en algunos mitos, pero que todo fue “novelado” o “decorado” por las propias creencias de los antiguos, donde lo mágico, lo épico y lo histórico se podían mezclar con cierta facilidad. En suma, donde no hay prueba empírica tangible se da un carpetazo a la posible discusión en torno a la hipotética historicidad del mito.

Dicho todo esto, existe una coincidencia en varias culturas de todo el mundo que aluden a la presencia de unos primeros reyes de origen divino o semidivino (llegados “de los cielos” o de lejanas tierras), con poderes o rasgos sobrehumanos, y que en la mayoría de las ocasiones se sitúan en un tiempo inmemorial. Todo ello muy propio de la mitología, como es obvio. Pero de entre toda esta casuística destacan con mucho dos grandes civilizaciones –Súmer (o Sumeria) y Egipto– en las que la mención detallada y repetida a esos primeros reyes-dioses da mucho que pensar, y más aún por cuanto se citan sucesiones o dinastías enteras de esos monarcas, incluyendo cronologías absolutamente impensables para los historiadores convencionales. Vamos pues a adentrarnos en esta cuestión para finalizar con una serie de reflexiones.

Dioses Anunnaki
En primer lugar, hemos de situarnos en la antigua Sumeria, la primera cuna de la civilización según muchos reputados investigadores ortodoxos –como el judío Samuel Noah Kramer– así como de famosos autores alternativos, como en particular el polémico Zecharia Sitchin. En lo que difieren crucialmente ambos enfoques es que mientras que para el mundo académico la civilización sumeria aparece con fuerza en el 4º milenio antes de Cristo como fruto de una cierta revolución neolítica y urbana precedente, para los sitchinistas, la civilización sumeria fue la continuación residual o el legado de una larguísima estancia en la región mesopotámica de unos reyes-dioses de origen extraterrestre, los llamados Anunnaki.

Así, para Sitchin y sus seguidores no había duda de que mucho antes de que apareciera “oficialmente” la civilización sumeria, ya existía una civilización de origen foráneo que se remontaba a muchos miles de años atrás y que había sido regida por una casta de soberanos de enorme longevidad. Pero, ¿qué base documental permitía sostener tales afirmaciones? Concretamente, existen al menos dos tablillas escritas en cuneiforme (los textos W-B/144 y W-B/62) en los que se menciona explícitamente una lista de reyes arcaicos que gobernaron antes del Diluvio:  

Cuando la realeza bajó del Cielo, A.lu.lim regía en Eridu. Reinó 8 shar. A.lal.gar reinó 10 shar. Dos reyes la gobernaron 18 shar. En Bad-Tibira, En.men.cu.an.na gobernó 12 shar; En.men.gal.an.na gobernó 8 shar. El divino Du.mu.zi, el Pastor, gobernó 10 shar. Tres reyes gobernaron 30 shar. En Larak En.zib.zi.an.na gobernó 8 shar. Un rey gobernó 8 shar. En.me.dur.an.na fue rey en Sippar. Gobernó 6 shar. Un rey gobernó 6 shar. En Shurupak Ubar.tutu fue rey. Gobernó 5 shar. Cinco ciudades, ocho reyes. Gobernaron 67 shar. Entonces vino el Diluvio.

Véase que el texto contiene varios datos altamente significativos. En primer lugar, se dice que la realeza “bajó del Cielo” (algo que apuntala la teoría del antiguo astronauta, según Sitchin). En segundo lugar, se mencionan varias ciudades sumerias bien conocidas por los arqueólogos, juntamente con los reyes que las gobernaron. Y para finalizar, se marca una fecha de referencia para esos reinados: todos ellos fueron anteriores a la catástrofe global del Diluvio.

Alegoría del Diluvio
Por supuesto, para la historia convencional, que la realeza bajara del Cielo no es más que un adorno mitológico para justificar el origen divino del poder real. Asimismo, el Diluvio no dejaría de ser otro mito sin ninguna validez histórica. No obstante, bajando al terreno de la geología, las cosas se ven de otro modo. Así, según han investigado varios autores independientes, como muy en particular Graham Hancock, existen pruebas geológicas más que suficientes –avaladas por estudios realizados por científicos convencionales– que indicarían que hacia el 10.000 a. C. tuvo lugar una catástrofe planetaria enorme en que se produjo una fusión masiva de los hielos y una elevación tremenda del nivel de los mares, aparte de otros fenómenos naturales devastadores. Si ello fuera cierto, las múltiples mitologías que en todo el mundo hablan de un mismo cataclismo cobrarían pleno sentido histórico y en consecuencia habría que admitir que el texto anterior se podría referir a un mundo civilizado que supuestamente fue arrasado por las fuerzas de la naturaleza.

Ahora bien, nos queda un elemento muy importante que no hemos abordado: ¿Cuánto tiempo (en años) vendría a ser cada uno de los periodos denominados shar (o sar)? Pues bien, el shar correspondería a un año de los dioses Anunnaki, que traducido a años terrestres sería nada menos que 3.600 años (véase aquí la constante influencia del sistema sexagesimal, originario de Mesopotamia). Para el sitchinista Alan Alford tal cifra sería exagerada y optaba por tomar como referencia un shar post-Diluvio, de “sólo” 2.160 años, si bien Sitchin siempre se mantuvo en la ortodoxia de los 3.600. En cualquier caso, las cifras son impresionantes porque sitúan el origen del reinado de esos reyes-dioses sumerios en épocas impensables. Según Alford, tal origen se iría hasta los 241.200 años, y según Sitchin y otros, hasta los 432.000 años. Sea como fuere, los periodos de reinado de esos monarcas se fijan en varios miles de años, lo que para el estamento académico es directamente imposible y se va por tanto al cesto de la mitología. Téngase en cuenta que un reinado de, por ejemplo, 12 shar implicaría una vida de ¡43.200 años!

Aparte de estas cifras desorbitadas, los especialistas admiten que para el periodo llamado Protodinástico II –datado entre los siglos XXIX a. C. y XXVI a. C.– existen listas de reyes procedentes de ciudades como Kish o Uruk con reinados de cientos de años, y que por tanto quedarían incluidos en la categoría de personajes míticos. Por poner un ejemplo, cabe señalar que la primera dinastía de Kish contiene una lista de 23 reyes con edades comprendidas entre los 140 y los 1.500 años, con una media de 781,74 años. En la segunda dinastía de dicha ciudad (ya en el Protodinástico III) siguen los reinados muy extensos, pero en una media inferior, de unos 253 años. Se debe esperar al final de la primera dinastía de Uruk (hacia el 2500 a. C.) para encontrar reyes con longevidades razonablemente humanas. Sólo a modo de comparación, digamos que algo muy similar ocurre en la mitología y tradición de los judíos –en gran parte heredada de los sumerios– pues  a Adán y los primeros hombres se les concede unas edades enormes. Lo mismo ocurriría con los personajes bíblicos anteriores al Diluvio y progresivamente, una vez pasado el cataclismo, la edad de los humanos se iría reduciendo drásticamente hasta alcanzar los baremos hoy en día reconocidos.

Paleta del faraón Narmer (dinastía I)
Si ahora nos trasladamos al antiguo Egipto, veremos que existe una situación semejante, en forma de discrepancia entre lo que los egiptólogos admiten como histórico y comprobado y lo que los propios egipcios recogieron en varios textos sobre el origen de su realeza. Para los aficionados a la Egiptología no les será difícil reconocer que el Egipto histórico nace con la primera dinastía, siendo su primer faraón Menes (o Narmer), unificador del Alto y del Bajo Egipto, cuya cronología se ha situado alrededor del 3100 a. C., si bien algunas dataciones absolutas mediante C-14 podrían hacer su reinado un poco más antiguo. Por otra parte, se acepta que antes de esta época –en el periodo predinástico– los egipcios mencionaron la existencia de otros faraones previos, como Horus Escorpión por ejemplo, pero que carecerían de toda fiabilidad histórica. Por lo demás, los egiptólogos encuadran la civilización egipcia entre el 3.100 a. C. y el 30 a. C. (cuando todo el país pasa a ser provincia romana) y consideran que todas las referencias anteriores no tienen consistencia histórica.

Sin embargo, la cuestión histórico-mitológica en Egipto es mucho más extensa y compleja. Lo cierto es que en el caso egipcio tenemos varias fuentes, documentales y arqueológicas, que vienen a coincidir en la existencia de una realeza divina o semidivina desde tiempos muy remotos. Por un lado, tenemos el famoso testimonio indirecto[1] del sacerdote Manetón –nacido en el siglo III a. C., en la era ptolemaica– que recogió en sus escritos toda una larga genealogía de reyes que él dividió en ciertos periodos o sucesiones llamados dinastías y que ha sido la base de las cronologías convencionales sobre el antiguo Egipto. Hasta aquí todo normal, pero es que Manetón mencionó explícitamente una serie de dinastías anteriores a las dinastías “históricas”, con una duración de varios miles de años, lo cual implicaría la existencia real de un poder unificado que de alguna manera sería el precedente del Egipto faraónico. Pero Manetón fue todavía más lejos y citó explícitamente que esas dinastías más antiguas estuvieron representadas por dioses o semidioses, a saber:

  • Dinastías de los Neteru (dioses): 13.900 años. (Entre ellos consta una parte destacada del panteón egipcio: Ptah, Ra, Geb, Osiris, Horus...)
  • Dinastías de héroes o semidioses: 1.255 años.
  • Primer linaje de reyes: 1.817 años.
  • 30 reyes de Menfis: 1.790 años.
  • 10 reyes de This: 350 años.
  • Reinado de los Espíritus de la Muerte: 5.813 años. 

El dios Osiris
Cabe señalar que ya en tiempos antiguos se puso en duda que Manetón se refiriera a años solares, y se planteó la posibilidad de que se tratase de periodos lunares, de mucha menos extensión, dando un total en años solares de poco más de 2.000. Por ejemplo, según Sincelo, el dios Hefestos, comparable a Ptah, (el primero de la dinastía I de dioses) habría reinado unos 727 años –que ya es una cifra imponente– y no los 9.000 citados literalmente por Manetón. Claro está que de no ser así, el origen de la realeza egipcia se remontaría a casi 25.000 años (solares) atrás. Lógicamente, para la egiptología tales fechas son disparatadas pues en dicha época Egipto todavía estaría en la fase de Paleolítico superior, en que no habría el más mínimo atisbo de civilización o de reino unificado de tribus locales.

No obstante, tenemos otras fuentes que refrendan la presencia de esos reyes-dioses predinásticos. Por un lado, disponemos de un documento escrito en tiempos de la dinastía XIX llamado Papiro (o Canon) de Turín, conservado en dicha ciudad italiana y que recoge un listado de dinastías históricas precedidas por las dinastías divinas, coincidiendo en gran parte con lo aportado por Manetón, lo cual indica que, pese al paso de los siglos, el sacerdote no había fabulado ni tergiversado nada sobre el pasado remoto de su país, sino que había recogido fielmente la tradición conservada. La diferencia más destacable con Manetón reside en el hecho de que esta lista concluye citando un periodo de 13.420 años para los Shemsu Hor (“Seguidores de Horus”, equivalentes a los Espíritus de la Muerte) precedido por una era de 23.300 años de otros reinados, lo cual arroja un total de 36.620 años antes de las dinastías históricas.

Y no es el único testimonio que confirma a Manetón: también cabe citar la Piedra de Palermo (de la dinastía V), que –aun estando incompleta– registra un listado de 120 reyes predinásticos, y la Lista Real del templo de Seti I (dinastía XIX) en Abydos. En este templo hallamos una larga galería grabada completamente con jeroglíficos, con los nombres de los faraones egipcios desde el principio de los tiempos. Así, a un lado se pueden leer los nombres de los 76 faraones desde Menes hasta Seti (unos 1.700 años). Y en la pared opuesta se pueden leer los nombres de los 120 reyes-dioses que precedieron la era de Menes. Por tanto, es evidente que la noción de continuidad o herencia política de la realeza estaba reflejada en un solo monumento. Y en todos estos casos citados, los nombres de los reyes divinos o semidivinos estaban enmarcados en el tradicional óvalo o cartucho, lo que indica que tenían la misma consideración de monarcas que los faraones “recientes”.

Fragmento de la Lista Real en templo de Seti I (Abydos)
Además, es oportuno remarcar que los antiguos egipcios creían firmemente en una remota época dorada, en la que se fundó su civilización, a la que llamaban Zep Tepi (literalmente “tiempo primero”). En dicho Zep Tepi, un tiempo de paz y prosperidad, los dioses –los Neteru– gobernaban Egipto con sabiduría y convivían con los semidioses y los hombres. Los Neteru solían tener forma humana –masculina o femenina– pero también podían tomar forma de animal o planta, y poseían facultades y habilidades sobrehumanas. Esta creencia fue recogida por el historiador griego Diodoro Sículo en el siglo I a. C. cuando visitó Egipto. Allí, los sacerdotes egipcios le dijeron que los reyes-dioses habían gobernado durante unos 18.000 años, siendo el último de ellos Horus, y luego habrían venido las dinastías de reyes mortales, con una duración de poco menos de 5.000 años.

Hasta aquí los hechos. Como es obvio, el quid de la cuestión radica básicamente en cómo los interpretamos. Para la ciencia histórica actual, no hay lugar para referencias a una Edad de Oro ni para dioses o semidioses, pues la visión que se tiene de esa época es que la religión y la mitología llenaban la vida de los pueblos antiguos hasta el punto de dar por reales cosas que de ningún modo pudieron haber ocurrido, o que al menos ocurrieron de forma muy diferente. En ese contexto, los antiguos eran incapaces de separar lo mítico de lo histórico y daban como indiscutible la existencia de unos dioses que en los tiempos más distantes reinaron sobre los humanos. Otra cosa más creíble es que los monarcas más destacados llegaran a ser divinizados por el mero hecho de ocupar una posición de absoluto poder y prestigio, como ocurrió en todo el Mundo Antiguo e incluso en épocas posteriores.

El principal problema, empero, es la cronología. Hablar de reyes y civilizaciones hace muchos miles de años se da como fuera de lugar, pues en esas fechas –según el registro arqueológico– sólo había comunidades de cazadores-recolectores que más tarde derivaron en comunidades agrícolas y ganaderas, al pasar del Paleolítico al Neolítico, que a su vez sería el germen de la civilización. Para hacernos una idea del desfase, digamos que la transición de una época a otra rondaría el 9º milenio antes de Cristo en Oriente Medio y poco después de Egipto. Esto es, entre el salvajismo y primitivismo del Paleolítico y el arranque de la civilización sólo mediaron unos 6.000 años de Neolítico. Nada de esto cuadra con las enormes cifras en años –sobre todo las de Sumeria– de los reinados míticos de reyes-dioses.

Así pues, para la arqueología, que existieran reinos más o menos unificados hace 10, 15 ó 20.000 años se considera algo propio de la mitología, y ya no digamos que esos reyes fueran dioses y que vivieran durante siglos (¡o milenios!). La arqueología se fundamenta en los hallazgos arqueológicos y no admite ningún vestigio de civilización anterior al 4º milenio antes de Cristo, quizá exceptuando los sorprendentes restos de Göbleki Tepe (en Turquía), datados cinco milenios antes.

Zecharia Sitchin
Si ahora nos referimos a la arqueología alternativa, el enfoque es bastante distinto. En un extremo tendríamos al citado Z. Sitchin, que tomó la conocida mitología sumeria y la leyó directamente como historia, tomando o retocando los elementos oportunos en función de una clave alienígena. Así pues, según él, los Anunnaki aterrizaron en la Tierra hace unos 450.000 años y ejercieron de monarcas de los humanos –creados por ellos mismos– desde el 300.000 a. C. en adelante. Sólo al marcharse (momento que Sitchin sitúa en el 3º milenio a. C.), dejarían su legado civilizador a los reyes plenamente humanos. Otros autores han seguido por esta línea y mezclan la mitología con el asunto extraterrestre y todos sus derivados, lo que complica más el asunto. A efectos científicos, sustituir dioses por alienígenas no aporta ni explica nada, por no mencionar las tremendas libertades que se tomó Sitchin para reinterpretar los antiguos textos sumerios, ajustando todo lo que hiciese falta a los parámetros de su teoría.

Ahora bien, existe otra línea de investigadores que apuesta por la existencia de una civilización primigenia humana que fue destruida en su casi totalidad por el Diluvio y que pudo renacer –pero ya de forma tenue– varios milenios más tarde. En general, estos autores consideran que los antiguos escribieron con precisión sobre el origen de su civilización y que los modernos arqueólogos han despreciado ese testimonio a causa de sus muchos prejuicios. Así por ejemplo, para el egiptólogo alternativo John Anthony West resulta ridículo que los egiptólogos afirmen conocer mejor la historia de Egipto que los propios egipcios y que descarten las pruebas escritas cuando no encajan con su esquema mental. En este sentido, existe un evidente sesgo académico en la concepción de la Historia que desde Darwin –e incluso antes– se ha visto como un proceso evolutivo lineal, de menos a más, por el cual la civilización de los antiguos debe proceder de un estadio cultural inferior.

Oannes, el ser anfibio civilizador
Para algunos autores alternativos el proceso no funciona así y consideran que las civilizaciones antiguas fueron el renacer o el legado de una civilización desaparecida superior cuyo rastro puede encontrarse aún en determinados logros arquitectónicos erróneamente atribuidos a los antiguos. Así, no sería imposible plantear que esos reyes divinos fueran en realidad supervivientes de un mundo perdido y que realizaron una lenta labor de recuperación a lo largo de los siglos, como podemos ver en civilizaciones a uno y otro lado del Atlántico con personajes como Oannes o Viracocha. En una línea semejante están los que creen que la Humanidad está sometida a ciclos cósmicos –o sea, círculos– en los que la linealidad no tiene sentido. Así, a través de diversas eras, de lo más alto –la Edad de Oro– se va cayendo hasta el punto más bajo y desde ahí la Humanidad va recuperando la plenitud para volver a iniciar otro ciclo.

Desde esta perspectiva podríamos especular –sólo a modo de hipótesis– con la idea de que sumerios y egipcios registraron con rigor su pasado de oro, una era anterior en que los humanos disponían de capacidades muy superiores, lo que incluiría una gran longevidad. Este concepto nos permitiría hablar de dioses y semidioses no en un sentido extraterrestre ni sobrenatural, sino en el que propone la historia cíclica, en el cual la conciencia modifica la realidad y por tanto puede jugar con otras reglas en el campo de la física, la biología u otras ciencias. En cuanto a la posible imaginación a la hora de recuperar ese pasado, podemos conceder que la transmisión milenaria pudo distorsionar la realidad original –no sabemos cuánto– pero parece muy forzado pensar que los antiguos se dedicaron a “inventar” arbitrariamente reinados y dioses de una época remotísima. Las referencias claras a monarcas, ciudades, reinos y duraciones de reinado –aunque sean aproximadas– sugieren que tales datos fueron conservados con celo por la tradición oral a lo largo de milenios y que en su momento fueron puestos por escrito quizá por el miedo a perder el recuerdo.

En definitiva, colocar las series de reyes-dioses de los antiguos en el mero campo de la religión o de la superstición podría ser un grave error para una visión histórica y arqueológica abierta a todas las posibilidades. En mi opinión, siguiendo la línea de otros autores herejes como René Schwaller de Lubicz, Albert Slosman o Clesson Harvey, pienso que hemos malentendido en gran parte las antiguas civilizaciones, en especial Egipto, y que detrás de ese pasado mítico de reyes-dioses se esconde una realidad que de momento se escapa a nuestra plena percepción. De hecho, para Harvey los ya citados seguidores de Horus o Shemsu-Hor eran iniciados en altos saberes de la conciencia y se remontaban a la era predinástica. En realidad, ellos serían los responsables de la construcción de las pirámides. Así pues, según el investigador estadounidense, no se trataría de seres míticos –como afirma la egiptología– sino de personas reales de carne y hueso, una especie de minoría de elegidos que habrían vivido en un nivel de conciencia más alto que el nuestro. Sólo el tiempo y una investigación rigurosa y sin prejuicios nos podrán aportar alguna pista al respecto.

© Xavier Bartlett 2018

Fuente imágenes: Wikimedia Commons 


[1] Manetón escribió una Historia de Egipto, pero que se perdió en su versión original. Lo que ha llegado hasta nosotros ha sido un compendio de fragmentos a cargo de varios autores posteriores, sobre todo Flavio Josefo, Julio Africano, Eusebio y Sincelo.