viernes, 27 de abril de 2018

La disputada procedencia de Colón


En los inicios de este blog ya dediqué un amplio artículo a la polémica cuestión del descubrimiento de América, sobre todo por parte de la historia alternativa, que asegura que Colón no fue precisamente el primero en llegar al continente americano, sino que muchas otras civilizaciones ya habían pasado por allí desde tiempos remotos. En todo caso, Colón habría oficializado la presencia foránea en el Nuevo Mundo y habría abierto la puerta a la conquista europea, inaugurando de hecho una nueva fase de la historia. Además, la historia alternativa ha insistido bastante en el oscuro perfil de Colón, una persona que se movía al más alto nivel, entre el Papado y las cortes de grandes reinos, y que parecía tener muy claro el éxito de su aventura hacia las Indias.

En este sentido, se ha sugerido que Colón era tal vez un hombre relacionado con los templarios (oficialmente desaparecidos pero que seguían operando bajo otros nombres) y que disponía de la información y los mapas precisos para llevar a cabo su misión. Para alcanzar sus metas sólo le faltaba el patrocinio adecuado, que acabó consiguiendo en la corte de los reyes hispánicos Fernando e Isabel, aparte del apoyo más o menos directo del Papa de Roma. Lo que vino después es de todos conocido y no vale la pena incidir más en ello: aunque Colón murió sin saber con certeza que había “descubierto” un nuevo e inmenso continente, se llevó toda la fama y los honores por su hazaña.

Y precisamente en este punto empezó una cierta disputa más o menos chauvinista para atribuirse el origen de Colón. La versión tradicional siempre sostuvo que era un genovés llamado Cristoforo Colombo, pero con el paso del tiempo –y sobre todo en épocas recientes– se formularon otras hipótesis más o menos fundadas que apuntaban a un origen griego, portugués, gallego, mallorquín o catalán[1]. Así pues, la historia alternativa había ido cuestionando la “italianidad” de Colón sin que se revisaran demasiado los argumentos originales. En este sentido, para hacer justicia a la historiografía convencional, he considerado oportuno adjuntar aquí un breve artículo del investigador italiano Yuri Leveratto –del cual ya he publicado otros materiales– en el cual se exponen detalladamente las pruebas documentales que garantizarían el origen genovés de Colón. Quizá en otro artículo hablemos más a fondo de las otras teorías.

El origen de Cristóbal Colón: los documentos oficiales


Nao Santa María y carabelas Pinta y Niña (réplicas)
Hoy en día, ningún especialista serio duda del hecho de que Cristóbal Colón naciera en la República de Génova. Sin embargo, hay todavía muchos pseudo-investigadores que, con base en noticias falsas o conjeturas, sostienen que el famoso navegador tenía un origen diferente.

Veamos, primero que todo, lo que escribió el gran historiador español Gonzalo Fernández de Oviedo en su Historia general y natural de las Indias: 

Digo que Cristóbal Colon, según yo he sabido de hombres de su nación, fue natural de la provincia de Liguria, que es en Italia, en la cual cae la ciudad e señoría de Génova: unos dicen que de Saona, e otros que de un pequeño lugar o villaje, dicho Nerbi, que es a la parte del Levante y en la costa de la mar, a dos leguas de la misma ciudad de Génova; y por más cierto se tiene que fue natural de un lugar dicho Cugureo, cerca de la misma ciudad de Génova. 

Uno de los más grandes historiadores del siglo XVI, por tanto, reconoce a la República de Génova (aunque no proporciona el lugar exacto) como el territorio de origen del gran navegante. Pero vamos a los documentos oficiales, que prueban indiscutiblemente la procedencia genovesa de Cristóbal Colón.

En total, son más de sesenta los documentos que se refieren a Colón o a los miembros de su familia. Dos documentos se refieren al abuelo de Cristóbal, Giovanni, nacido en Mocònesi, cerca de una antigua vía que de Piacenza conduce a Génova. Treinta y cinco documentos se refieren al padre, Domenico, nacido en Quinto (Génova). Tres documentos se refieren a la madre, Susana Fontanarossa. El más importante de estos escritos es el llamado Documento Assereto, hallado por Ugo Assereto en el archivo de Génova en 1904, entre las actas del notario Girolamo Ventimiglia.

En julio de 1478, la casa Centurione de Génova encargó a Cristóbal Colón comprar un lote de azúcar en la isla de Madeira. Sin embargo, el representante de los Centurione en Portugal, Paolo de Negro, no envió a Colón la suma necesaria para la compra.Aproximadamente un año después, Lodisio Centurione quiso aclarar las responsabilidades de lo ocurrido frente a un notario en Génova. 

En este documento, que resulta haber sido escrito el 25 de agosto de 1479, Colón aparece como testigo en la disputa entre Lodisio Centurione y los hermanos Paolo y Cassano de Negro. El futuro almirante declara bajo juramento ser ciudadano genovés:

Cristoforus Columbus, civis Januae

O bien:

Cristóbal Colón, ciudadano de Génova

Quienes dudan de la ciudadanía genovesa del Almirante del Mar Océano, sostienen que Cristoforo Colombo, hijo de Domenico y de Susana Fontanarossa, no tiene nada que ver con Cristóbal Colón, Almirante del Mar Océano. Por lo general, agregan, estando mal informados, que Cristóbal Colón no escribió nunca nada sobre sus orígenes genoveses.

En general, Cristóbal Colón, desde que se estableció en España, no renegó nunca de sus orígenes, sino que intentó divulgarlos lo menos posible, porque el simple hecho de ser extranjero obstaculizaba sus proyectos.

Documento sobre Colón (s. XV)
Una de las pruebas del hecho de que Cristoforo Colombo y Cristóbal Colón fueron la misma persona es justamente el Documento Assereto, que además de afirmar el gentilicio genovés de Cristóbal Colón, comprueba el hecho de que él mismo se encontraba en Madeira en 1478. En efecto, está confirmado que Cristóbal Colón se encontraba en Madeira en aquellos años, isla donde conoció a su primera esposa, Moniz Perestrelo.

En todo caso, en dos escritos, el Colón ya almirante menciona sus orígenes. En el escrito “Institución de Mayorazgo”, el 28 de febrero de 1498, ordena al hijo Diego hacerse cargo del mantenimiento de un miembro de la familia en Génova:

Que tenga allí casa y mujer…como persona legada a nuestro lineaje, pues de aí salí y en ella nazí

El segundo documento que vincula indisolublemente el Colón genovés al Colón almirante es una carta a los Protectores de las Compras de San Jorge (Génova) del dos de abril de 1502:

Bien que el cuerpo ande acá, el corazón está allí de continuo

Un último e importante documento es el acta del notario Giovanni Battista Peloso delante del cual aparecieron los tres hijos de Antonio Colón (hermano de Domenico, padre de Cristóbal). Mateo, Amighetto y Giovanni declararon comprometerse a dividir en partes iguales los gastos de Giovanni para ir a ver a su primo, Cristóbal Colón, almirante del rey de España. 

© Yuri Leveratto 2014 

Traducción de Julia Escobar Villegas

Fuente imágenes: Wikimedia Commons / artículo original

Bibliografía:
Nuova raccolta colombiana: i documenti genovesi e liguri A. Agosto

Cibergrafía:
http://www.treccani.it/enciclopedia/cristoforo-colombo_%28Dizionario-Biografico%29/





[1] De hecho, existe una fuerte corriente historiográfica en Cataluña, patrocinada por el Institut de Nova Història, que no duda de la procedencia catalana de Colón (Colom es un apellido catalán relativamente común) e incluso explica toda la aventura de Colón en clave catalana.

sábado, 14 de abril de 2018

¿Se afianza el catastrofismo?


Uno de los habituales campos de batalla entre la historia alternativa y la académica es el papel del llamado catastrofismo, teoría no precisamente moderna que sostiene que la Tierra ha sufrido gigantescas catástrofes naturales, a menudo ligadas a fenómenos celestes,  que marcaron poderosamente el devenir de la vida en el planeta, incluyendo el de la especie humana. Frente a esto, el estamento académico reconoce que se dieron grandes cataclismos en tiempos remotísimos, pero prefiere dar un rol preponderante al gradualismo o uniformismo, esto es, a los lentos y progresivos cambios en la naturaleza a lo largo de millones de años, impulsados por una serie de factores ambientales más o menos definidos y no tan “traumáticos”. Además, el evolucionismo y el gradualismo han ido de la mano desde los tiempos de Darwin y no están por la labor de separarse, sobre todo para no perjudicar al edificio teórico evolucionista.

Esto no obsta a que los científicos ortodoxos hayan recurrido a grandes catástrofes puntuales para justificar los inexplicables saltos o vacíos en la evolución de las especies, según propugnaba Steven Jay Gould con su teoría del equilibrio puntuado. Asimismo, la desaparición masiva de los dinosaurios hace 65 millones de años ha sido achacada básicamente a un gran evento cósmico; en concreto, al impacto de un enorme meteorito en el continente americano. Ahora bien, es pertinente señalar que ambas explicaciones se mueven en el terreno de la conjetura –más o menos fundada– pues a día de hoy no hay pruebas que puedan corroborarlas con seguridad.

Immanuel Velikovsky
Sin embargo, el catastrofismo defendido por algunos herejes de la ciencia, como los casos de Immanuel Velikovsky o de Charles Hapgood, fue duramente atacado por proponer la existencia de enormes cataclismos con graves efectos en todo el planeta en tiempos relativamente recientes. Sólo para resumir estos argumentos, basta decir que Velikovsky, tomando como base datos geológicos, antiguas observaciones astronómicas y crónicas de diversas civilizaciones, llegó a la conclusión de que la Tierra había sufrido tremendos cataclismos ligados al paso errático del planeta Venus (en su fase de cometa) por el sistema solar, y todo ello en unas fechas tan recientes –en términos geológicos–como el 1500 a. C. y el 700 a. C. aproximadamente. Este evento no sólo habría causado gran muerte y destrucción sino que habría alterado incluso la rotación del planeta hasta pararlo y modificar el año de rotación alrededor del Sol, que habría pasado de los 360 a los actuales 365 días[1].

A su vez, Charles Hapgood propuso que la Tierra habría sufrido un súbito cambio en su eje hace miles de años, a causa de un desplazamiento de la astenosfera, una capa semisólida de la corteza terrestre, si bien no podía determinar con certeza cuál había sido el origen de tal movimiento. Este evento se habría traducido en un desplazamiento de los polos, un enorme proceso de deshielo y en suma un cataclismo global, en el cual –por ejemplo– el continente que estaba situado en medio del Atlántico se desplazó al polo sur, formando lo que es la actual Antártida. Y lo que es más, Hapgood creía que esto no había sido un hecho aislado sino que se había repetido de forma cíclica. Según sus investigaciones, estas alteraciones habrían ocurrido cada 20.000 ó 30.000 años, con una duración media de unos 5.000 años, provocando una fuerte inclinación del eje terrestre, aunque nunca superior a los 40º. Como resultado de estos movimientos, Hapgood determinó que el polo norte habría cambiado de posición por lo menos tres veces en el hemisferio norte en los últimos 100.000 años.

Estas teorías, lanzadas en los años 50 y 60 del pasado siglo, fueron duramente atacadas y rebatidas por el estamento académico con argumentos de todo tipo, pero básicamente aludiendo a la falta de pruebas mínimamente fiables. No obstante, en los años 90, el investigador escocés Graham Hancock recogió el guante del catastrofismo y volvió a promover este tipo de propuestas en su libro Fingerprints of the Gods (“Las huellas de los dioses”), si bien no pudo aportar mayores razonamientos que los ya expuestos por los autores citados. Como era de esperar, Hancock fue blanco de todas las críticas académicas por este revival de las teorías apocalípticas y más aún por el hecho de que ligaba la existencia de una gran catástrofe natural –ocurrida hace unos 12.000 años– a la desaparición de una avanzada civilización perdida que inevitablemente se relacionaba con la tan denostada Atlántida.

Magicians of the Gods (2015), de G. Hancock
Así las cosas, Hancock nunca se acabó de rendir, y en estos últimos años ha vuelto con fuerza a defender la tesis de un catastrofismo global en fechas no demasiado antiguas y que tuvo un enorme impacto sobre la Humanidad. No obstante, esta vez Hancock ha aportado nuevos argumentos y ha dejado en segundo plano las referencias históricas y mitológicas para sumergirse directamente en el terreno de las ciencias duras, en particular la geología. De este modo, el autor escocés nos propuso en su reciente obra de 2015 Magicians of the Gods (“Los magos de los dioses”) un sólido escenario científico que podría dar cobertura a ese catastrofismo a gran escala que la ciencia ortodoxa se niega a reconocer.

Lo que Hancock planteaba como base para su propuesta no está muy lejos de lo que Hapgood expuso hace medio siglo; esto es, que la Tierra sufrió un dramático y rápido deshielo de una masa ingente de hielo polar, con consecuencias nefastas en el hemisferio norte, y de rebote en el resto del planeta. Este deshielo habría supuesto, entre otras cosas, el notable aumento del nivel de los mares y océanos (una media de unos 125 metros), anegando enormes porciones costeras de todos los continentes[2], aparte de otros desastres naturales de gran magnitud. Esto habría sucedido aproximadamente hacia el 10.000 a. C., justo antes del arranque del proceso de neolitización y posterior civilización.

A partir de este punto, Graham Hancock desarrolló una investigación para determinar en qué periodo exacto se produjo la catástrofe y cuál fue el motivo último o el origen de ese deshielo, a fin de esclarecer la auténtica naturaleza del cataclismo. Así pues, Hancock pudo poner sobre la mesa una serie de datos científicos que no estaban disponibles cuando escribió Fingerprints (1995) y que se han ido acumulando en los últimos 20 años. Vamos a repasar a continuación todo este argumentario para sopesar la validez de este escenario neo-catastrofista y sus implicaciones en la historia de la Humanidad.

Hancock focalizaba su atención en el continente americano, con el objetivo de vincular las antiguas tradiciones nativas con los datos que nos pueden ofrecer los modernos estudios geológicos. En este sentido, constataba que en toda América del norte existen aún numerosas leyendas que hacen referencia a tremendas destrucciones y mortandades en forma de terremotos, inundaciones, diluvios, fenómenos celestes, etc. Y en muchas de estas historias está presente la descripción de un gran cometa o astro destructor que se precipitó sobre la Tierra. Estos relatos vendrían a coincidir con lo que los geólogos norteamericanos han apreciado sobre el terreno: que al final de la última era glacial, concretamente en el periodo llamado Dryas Reciente, tuvieron lugar inundaciones y cataclismos en buena parte de Norteamérica, si bien no se tiene una idea clara del alcance y magnitud de este desastre natural, ni tampoco del elemento más importante: la causa de la catástrofe.

Mapa de situación de los Scablands
A este respecto, Hancock rescató el trabajo de un geólogo apartado de la corriente principal académica que a inicios del siglo XX formuló una propuesta de lo que podía haber sucedido, a partir de sus observaciones en el estado de Washington (al noroeste de los EE UU). Este geólogo se llamaba J. Harlen Bretz y en la década de 1920 fijó su atención en un típico paisaje llamado Scablands, unos vastos terrenos y canales rocosos marcadamente agrietados y erosionados, como si fueran cicatrices. Además, Bretz observó unos grandes bloques de piedra aislados –llamados en inglés boulders– de un peso que podría superar incluso las 10.000 toneladas. Dichos bloques, generalmente de basalto, no pertenecían al contexto geológico de la región, sino que presumiblemente habían sido llevados allí por enormes icebergs que luego se fundieron. Según su punto de vista, en aquel lugar había ocurrido un tremendo evento hidrológico de gran magnitud que cesó abruptamente. Tras comprobar esta evidencia, Bretz quedó del todo convencido de que allí no había existido un proceso geológico gradual sino una súbita catástrofe de dimensiones bíblicas –en forma de enormes corrientes de agua– que cambió completamente el paisaje en relativamente poco tiempo, si bien no pudo formular una propuesta firme sobre el origen de la catástrofe.

La reacción del estamento académico ante esta propuesta fue de escepticismo cuando no de abierta oposición, pues un escenario de “Diluvio Universal” no era en absoluto contemplado por los geólogos, en su casi totalidad gradualistas. Bretz fue duramente criticado, refutado y marginado, y sus ideas cayeron en el olvido durante décadas hasta que a finales del siglo XX empezaron a surgir nuevos datos y nuevas investigaciones que planteaban de forma más o menos explícita la huella de una gran catástrofe acaecida en Norteamérica. Bretz fue reivindicado antes de su muerte en 1981 y se admitió que los Scablands encajaban más en un escenario catastrofista que en uno gradualista. A este respecto, el estamento académico acabó por admitir que gran parte del paisaje de los Scablands pudo haber sido causado por el desbordamiento periódico –a lo largo de miles de años– del cercano lago glacial Missoula.

Dry Falls, un enorme salto de agua (ahora seco) en los Scablands del estado de Washington (EE UU)


Con todo, quedaban aún muchas piezas para acabar de componer el rompecabezas y Hancock se preocupó de buscarlas y conectarlas para ofrecer una perspectiva realista y rigurosa de esa posible gran catástrofe. Para Hancock, la clave de todo este asunto se movía en torno al ya citado periodo del Dryas Reciente, del cual se sabe relativamente poco. Se trata de una época de cambio climático inesperado y abrupto que duró poco más de mil años. Lo que se conoce a grandes rasgos es que después de un periodo de progresivo calentamiento al final de la Edad del Hielo, hace entre 15.000 y 13.000 años, de repente el clima global se invirtió fuertemente, volviendo a un ambiente de marcado frío y sequedad, sin que se tenga certeza la causa de esta reversión, más allá de las hipótesis. Y justamente aquí es cuando aparece en escena una propuesta científica defendida por una minoría de científicos y que no había sido estudiada a fondo hasta hace relativamente poco: el cometa del Dryas Reciente, también llamado cometa Clovis (denominación que sugiere que el cometa fue el causante directo de la desaparición de la cultura prehistórica Clovis[3]).

¿Un cometa devastador hace 12.800 años?
Para centrar la cuestión, hay que señalar que la gran mayoría del estamento académico rechaza esta propuesta –por ser evidentemente catastrofista– y la ha enviado al terreno de las hipótesis sin fundamento. No obstante, desde inicios de este siglo XXI se han ido recogiendo numerosas pruebas que apuntan todas en la misma dirección: un evento catastrófico de enormes proporciones. Básicamente, lo que defienden estos científicos es que hace 12.800 años un gran cometa se precipitó sobre la Tierra y se desintegró en varios fragmentos al llegar a la atmósfera, cayendo la mayoría de éstos en la zona noreste de Norteamérica (el epicentro) y causando en muy poco tiempo una cadena de desastres de gigantescas dimensiones.

Así pues, Graham Hancock creyó haber dado aquí con la respuesta que buscaba: un desastre global de origen cósmico que pudo convertirse en el referente real de todas las posteriores mitologías sobre el Diluvio Universal. Para resumir, los argumentos esgrimidos por los científicos son los siguientes:
  • En varios asentamientos de la cultura Clovis, el químico nuclear Richard Firestone detectó la presencia de una delgada capa de sedimentos con trazas de partículas magnéticas con iridio, microesférulas magnéticas, hollín, esférulas de carbono, y sobre todo carbón vitrificado que contenía nano-diamantes[4]. Sólo unas condiciones de enormes temperaturas (por encima de 2.200º C), típicas de impactos de cometas o asteroides, son capaces de crear tales materiales. Asimismo, se han observado capas geológicas con idénticos restos en diversos puntos de Norteamérica y también en otros continentes. En varios estudios geológicos datados entre 2010 y 2014 se incide en la presencia de materiales fundidos a altísimas temperaturas en América, Europa y Asia.   
  • Según Jim Kennet, oceanógrafo de la Universidad de California, existen huellas bioquímicas sobre el terreno que certifican que América del Norte sufrió tremendos incendios que arrasaron gran parte de su biomasa y que acabaron directamente o indirectamente con la gran megafauna de la época. Asimismo, según pruebas arqueológicas aportadas por el arqueólogo Al Goodyear, la catástrofe natural redujo drásticamente la población de la cultura Clovis en un 70%. 
Paisaje desolado de los Scablands
  • Varios científicos, seguidores del camino emprendido por Bretz, han señalado que las enormes corrientes de agua detectadas en los Scablands no pudieron ser causadas por el desbordamiento del citado lago glacial Missoula –con una capacidad de unos 2.000 kilómetros cúbicos de agua– sino por un volumen de agua muchísimo mayor. El geólogo Warren Hunt cree que fue la fusión de la propia masa de hielo la que provocó el desastre, por lo menos unos 840.000 kilómetros cúbicos (una décima parte del total de la capa de hielo). Y no hay fuente de calor terrestre capaz de desatar tal fenómeno a esa escala gigantesca; sólo la energía cinética de un cometa podría tener esa capacidad.  
  • Existen paisajes muy similares a los Scablands de Washington en otras zonas de Norteamérica, como en particular la meseta de Columbia, así como en el río Saint Croix (Minnesota) y determinadas regiones de los estados de New Jersey y New York, con la presencia inequívoca de boulders, los grandes bloques errantes aislados no propios de la geología del lugar.

A partir de estos datos, los científicos han reconstruido un escenario global catastrófico que podría describirse del siguiente modo:

Dos enormes boulders ("Twin Sisters")
Hace unos 12.800 años un gran cometa, que podría haber tenido un diámetro de unos 100 kilómetros, llegó a nuestro planeta y se desintegró sobre América del Norte en múltiples fragmentos. Varios de ellos habrían impactado sobre la llamada capa de hielo Laurentino, que cubría buena parte del continente durante el Pleistoceno. Se cree que al menos hubo cuatro grandes impactos a cargo de imponentes fragmentos, que tendrían alrededor de dos kilómetros de diámetro. Las estimaciones de los geólogos apuntan a que la energía cinética desatada en conjunto tenía una potencia equivalente a 10 millones de megatones. Estos impactos causaron la casi inmediata fusión de la gruesa capa de hielo acumulada en aquella región, lo que condujo a dramáticas consecuencias al crear unas enormes corrientes de agua que fluyeron de norte a sur en forma de inundaciones colosales y que se llevaron por delante todo lo que encontraron[5].

Asimismo, tuvieron lugar otros fenómenos colaterales no menos graves. Por ejemplo, la fusión del hielo produjo que una cantidad enorme de agua dulce se vertiera en los océanos Ártico y Atlántico, lo que provocó un descenso de la salinización de los mares, y un enfriamiento de la superficie marina, alterando en consecuencia la circulación de las corrientes oceánicas. A su vez, el propio impacto causó una devastadora onda de choque y una liberación de energía que abrasó literalmente bosques y todo tipo de vegetación. Se produjeron fortísimos vientos y sismos. El intensísimo calor liberado provocó la transformación de  algunos elementos, especialmente en forma de esférulas vítreas y nano-diamantes. El cielo quedó completamente cubierto de partículas, que –en combinación con la enorme cantidad de vapor de agua liberado– formaron una nube de polvo y ceniza que tapó la radiación solar durante mucho tiempo, lo que sumió al mundo en la oscuridad y un progresivo enfriamiento.

Pero de ningún modo fue un evento local. Los efectos directos e indirectos de los impactos cubrieron una amplia zona de unos 50 millones de km.2 que englobaría toda América del Norte, Centroamérica, una porción de Sudamérica, el Atlántico norte, la práctica totalidad de Europa y buena parte de Oriente Medio[6]. De este modo, el fenómeno provocó un rápido cambio climático a escala planetaria en el transcurso aproximado de una generación humana, lo que sería de hecho el inicio y la causa del propio Dryas Reciente, una época convulsa de intenso frío y sequedad, que provocó la extinción de numerosas especies animales y puso la supervivencia humana contra las cuerdas, a la vez que impulsó a determinados cambios en las estrategias de subsistencia, lo que abriría la puerta a una nueva era en la historia de la Humanidad.

¿Una explicación científica para el mítico Diluvio?
En cuanto al final del Dryas Reciente, Hancock recogía dos versiones que pueden ser complementarias. Por un lado, es posible que los cielos se despejaran completamente después de 1.000 años, lo que habría permitido la vuelta a una radiación solar “normal”, favoreciendo el progresivo calentamiento del planeta. Por otro lado, se especula con que hace 11.600 años la Tierra se volviera a encontrar con los restos del cometa, aunque en esta ocasión los fragmentos habrían caído fundamentalmente sobre los océanos, causando una enorme cantidad de vapor de agua que habría provocado un efecto invernadero y un consiguiente aumento de las temperaturas. El resultado final fue un segundo desastre natural, pues se acabó por fundir la capa de hielo remanente, lo que provocó a su vez una notable subida del nivel de los mares. Y, por cierto, esa fecha (hacia el 9.600 a. C.) viene a coincidir con la fecha dada por Platón en sus diálogos sobre el final cataclísmico de la Atlántida.

A todo esto, hay que insistir en que el estamento académico no da ninguna credibilidad a esta teoría e incluso algunos reputados científicos se han dedicado a escribir artículos específicos para refutar y ridiculizar a los proponentes del Cometa Clovis. Para empezar, algunos críticos han apuntado a que no hay un cráter –o varios de ellos– que puedan avalar el impacto del cometa. Sin embargo, en opinión del geofísico Allan West, los fragmentos más pequeños se pudieron haber desintegrado antes de llegar al suelo sin dejar rastro mientras que los más grandes impactaron contra una enorme capa de hielo de más de dos kilómetros de espesor. Esto habría provocado que el cráter hubiese quedado rodeado por un muro de hielo y  que posteriormente se hubiese fundido al final de la era glacial, sin dejar prácticamente ninguna huella.

Aún así, en algunas regiones de Canadá se han identificado posibles restos de cráteres de cientos de metros de diámetro atribuibles al cometa Clovis. Uno de los más llamativos es el llamado cráter Corossol –situado en el golfo de San Lorenzo– que tiene 4 kilómetros de diámetro y está bajo las aguas, a una profundidad que oscila entre 40 y 125 metros. En principio se creía que su origen era muy antiguo, de unos 470 millones de años, pero pruebas recientes realizadas in situ demostraron que era mucho más moderno, ya que la base de la secuencia de sedimentos ofrecía una cronología que podría estar alrededor de los 12.900 años de antigüedad.

Graham Hancock
Con todo, se puede apreciar que existe un alarmante sesgo o manipulación a la hora de valorar otras pruebas que se muestran mucho más sólidas que los dudosos cráteres. Así, algunos geólogos ortodoxos decían haber sido incapaces de reproducir los resultados obtenidos por sus colegas heterodoxos en siete yacimientos, habiendo usado los mismos protocolos metodológicos. Dicho de otro modo, no habían encontrado ninguna esférula sospechosa en las capas referidas a la época del Dryas Reciente. No obstante, como cita Hancock en su libro, un estudio independiente[7] impulsado en 2012 a fin de despejar la controversia destapó que los puntos donde habían extraído las muestras los escépticos no coincidían con los lugares previamente excavados; o sea, las muestras no eran equivalentes. Así pues, cuando el equipo independiente excavó en las localizaciones adecuadas, sí se encontraron las esférulas y se pudo confirmar que se formaron por fusión de minerales terrestres sometidos a altísimas temperaturas. Visto lo cual, la supuesta objetividad de la ciencia predominante queda más bien en entredicho.

En todo caso, la polémica está lejos de cerrarse y sobrevive aún en las disputas geológicas, mientras que el mundo de la arqueología académica no parece inmutarse ni preocuparse por esta teoría herética catastrofista. Personalmente, considero que las pruebas acumuladas hasta la fecha tienen un peso importante, si bien serían necesarios estudios más profundos para confirmar la hipótesis. Por el momento, la teoría catastrofista parece aportar muchas posibles respuestas a interrogantes largamente planteados sobre el final del Paleolítico y la gran megafauna y la posterior transición a una nueva forma de vida productora (el Neolítico y la civilización).

Sea como fuere, para Graham Hancock, este escenario del cometa es completamente posible y –si bien no puede demostrarlo– podría haber sido la causa de la desaparición de una ignota y avanzada civilización, teniendo en cuenta que los efectos del Diluvio descritos en las mitologías de muchas antiguas culturas muestran un marcado paralelismo con los efectos del impacto de un enorme cuerpo celeste. En este sentido, el autor escocés se remite a las incipientes muestras de civilización que podemos observar por ejemplo en Göbekli Tepe (hacia el 9.500 a. C.), que serían la prueba del renacer de la civilización perdida, cuyos escasos supervivientes –llamados los sabios, los magos, o los resplandecientes– volverían a recorrer los confines de la Tierra para recuperar al menos parcialmente lo que se había perdido con el gran cataclismo, ofreciendo las semillas de la civilización a los pueblos primitivos...

© Xavier Bartlett 2018

Fuente imágenes: Wikimedia Commons / Santha Faiia (foto de G. Hancock)



[1] Según afirmaba Velikovsky, muchas culturas antiguas utilizaban un calendario basado en un año de 360 días, a los que luego hubo que adjuntar unos días especiales.

[2] Este ascenso del nivel de las aguas está reconocido por la ciencia moderna, si bien no de una forma generalizada ni súbita ni tan catastrófica como defienden los autores alternativos.

[3] Cultura de la Edad de Piedra, la más antigua del continente reconocida por la ciencia ortodoxa y que está datada alrededor del 11.000 a. C. aproximadamente. Toma su nombre del yacimiento de Clovis (Nuevo México).

[4] Diamantes microscópicos que se forman en condiciones extremas de gran impacto, presión y temperatura y que son tomados por los científicos como indicadores de potentes impactos de asteroides o cometas.

[5] Se estima, de igual modo, que algunos fragmentos impactaron sobre la capa de hielo que cubría el norte de Europa, causando también la fusión parcial de los hielos en aquella zona.

[6] El alcance del evento fue delimitado por un estudio publicado en 2013 sobre la presencia de 10 millones de toneladas de esférulas en todos estos lugares, coincidiendo en una datación de 12.800 A.P.


[7] Malcolm A. Le Compte, Albert C. Goodyear et al, Independent Evaluation of Conflicting Microspherule Results from Different Investigations of the Younger Dryas Impact Hypothesis, PNAS, 30 October 2012, Vol. 109, No. 44, pp. E29609.

martes, 3 de abril de 2018

¿Intrusos o pioneros?


Déjenme comenzar con una anécdota personal. Por allá a mediados de los años 80, un servidor de ustedes –siendo estudiante de arqueología en segundo año de carrera– pisó por primera vez una excavación arqueológica. Se trataba de la Penya del Moro, un importante poblado ibérico[1]cercano a Barcelona en el cual iba a realizar mis primeras prácticas de campo junto con otros compañeros novatos. Había por allí algunos estudiantes ya más veteranos, algunos jóvenes licenciados y alguna otra persona que ayudaba en las tareas de excavación. Pero entre todos los presentes destacaba la figura de un hombre mayor, canoso y con sonrisa afable, que parecía estar al mando de la situación. Los jóvenes arqueólogos le iban a consultar cosas, le mostraban piezas de cerámica, conversaban sobre cómo planear las excavaciones de ese día, etc.

Excavaciones en la Penya del Moro (1984)
Lógicamente deduje que ese era el “jefe”, el director de la excavación, y que a él debía dirigirme preferentemente para solucionar mis múltiples dudas de novato. Pero antes hablé con uno de jóvenes licenciados y le pregunté quién era exactamente el hombre mayor. La respuesta me sorprendió un poco entonces, pero rápidamente me hice a la idea de lo que significaba la expresión mundo académico, y su contexto político-cultural-administrativo. Básicamente me dijeron esto: “Aquel señor se llama Josep Barberà, pero no es el director de la excavación porque no puede ejercer de director de cara a la administración, ya que no tiene el título.” ¡Zasca! En un momento me puse al corriente de cómo funcionaban las cosas. Sólo la administración concede permisos para excavar, en unas condiciones y requisitos determinados, y los directores de excavación han de poseer el título universitario correspondiente. 

No era el caso de Josep Barberà i Farràs (1925-2003), profundo aficionado a la arqueología desde su juventud y fundador de la Societat Catalana d’Arqueologia. Ahora, ya cercano a la jubilación, seguía dedicando tiempo a las excavaciones, que eran su gran pasión desde hacía décadas. Pero el señor Barberà no era un cualquiera. Había trabajado codo con codo con los más notables arqueólogos del país en las ruinas de Emporion, había aprendido las técnicas y métodos de los arqueólogos, había leído muchos libros e incluso había co-escrito varios artículos científicos con los profesionales de carrera. He aquí el porqué los jóvenes licenciados –entre los cuales estaban los directores oficiales de la excavación– le consultaban repetidamente. Josep Barberà era el erudito, el que sabía de verdad y el que en su calidad de arqueólogo amateur podía dar algunas lecciones a los profesionales aún un poco verdes.

Tuve la oportunidad de excavar un par o tres de años en aquel yacimiento y siempre quedé admirado por el conocimiento técnico de aquel hombre, siempre dispuesto a ayudar a todo el mundo, en especial a los más inexpertos. Fue un placer y un honor trabajar a su lado, por todo lo que aprendí y especialmente por ser un ejemplo de humildad y dedicación. Con el tiempo fui conociendo a otras personas –aunque no del nivel de Barberà– que colaboraban con los arqueólogos por pura pasión hacia la investigación arqueológica. De todos modos, esas ayudas siempre estaban dentro de los cauces de lo marcaban los “profesionales al mando”, los cuales aplicaban el método científico, procedían a registrar y analizar los hallazgos, y finalmente redactaban sus memorias técnicas (¡imprescindibles para la administración!), quedando como último paso la publicación de sus resultados en alguna revista técnica.

G. Belzoni
El caso del señor Barberà podría ser el arquetipo del sabio sin título, del erudito que había hecho de la arqueología su vocación y que sin haber pasado necesariamente por las aulas académicas poseía un sólido bagaje de conocimiento y experiencia. Este perfil se remonta a los mismos inicios de la arqueología, cuando había en realidad más aficionados que expertos, porque los estudios académicos estaban aún en pañales. Más adelante, la arqueología se consolidó como ciencia, pero la figura del amateur estuvo muy presente durante décadas y en la mayoría de los casos constituyó un aporte muy valioso para la arqueología. En efecto, si somos estrictos, muchos investigadores del siglo XIX, entre los cuales podemos citar a Belzoni, Howard-Vyse o Heinrich Schliemann[2], eran en realidad amateurs que trabajaron voluntariosamente –si bien generalmente con escaso rigor– y que pese a sus errores y carencias pusieron su granito de arena en la construcción del edificio científico. Y en ese sentido fueron pioneros.

Claro que una vez establecido el dogma académico y la reputación profesional, las cosas empezaron a cambiar. La arqueología se asentó como disciplina universitaria y se creó un estamento internacional de sabios reconocidos. Esto hizo que se fueran marcando las diferencias entre los amateurs y los académicos, y que los primeros tuvieran que aceptar una cierta sumisión a los segundos. Sin embargo, no todos los arqueólogos aficionados o vocacionales de finales del siglo XIX y principios del XX se sumaron al carro de la ortodoxia o la visión predominante. De hecho, a menudo se posicionaron contra el estamento académico, como fueron los casos del doctor Morlet en el tristemente célebre caso de Glozel (Francia) o el de James Reid Moir en Red Crag (Inglaterra). Y décadas antes de éstos, el santanderino Marcelino Sanz de Sautuola había sufrido el menosprecio de los académicos franceses cuando descubrió las pinturas de Altamira.

Ahora bien, ya bien avanzado el siglo XX se fue consolidando otro perfil de intruso en el mundo de la arqueología. Se trataba de los proponentes o defensores de la llamada arqueología alternativa, que para los académicos no merece consideración seria, pues en su opinión no es más que un producto pseudocientífico, un simple negocio literario o cultural sin ninguna fiabilidad científica. Así, cuando empecé a adentrarme en la arqueología alternativa, no fue una gran sorpresa descubrir que prácticamente todos los autores heterodoxos no eran arqueólogos ni historiadores. Son personas con un bagaje diverso, a veces con una sólida formación científica o técnica, pero que nunca han pisado las aulas académicas donde se imparte la doctrina oficial de la arqueología.

El egiptólogo Z. Hawass con tres destacados autores alternativos: West, Bauval y Hancock
Obviamente, este fenómeno se parece bastante en la forma a lo que hemos comentado (gente que se implica en la arqueología sin tener el título) pero no así en el fondo. Los modernos autores de arqueología alternativa no participan en excavaciones arqueológicas, no comulgan con el paradigma y publican sus obras fuera de los cauces académicos. En este sentido, los márgenes de actuación están bastante claros en casi todos los países del mundo: o bien los aficionados –o cualquier clase de técnicos auxiliares– colaboran dentro del paradigma o bien no les dejan excavar ni meterse en exploraciones que vayan poco más allá de hacer unas fotos[3]

El problema es doble. Por un lado, los alternativos no tienen título, no tienen profesión, no tienen legitimidad para inmiscuirse en el aparato del mundo académico. Por otro lado, esos autores acostumbran a lanzar ideas y teorías que chocan directamente con los fundamentos del paradigma. Y evidentemente eso no está demasiado bien visto.

A partir de este punto, creo que vale la pena hacer una breve reflexión sobre el papel de las personas que se introducen en el estudio del pasado sin tener el sello oficial concedido por la administración y el mundo académico. Antes de proseguir, empero, es preciso situar las coordenadas del debate. En arqueología, como en cualquier otra disciplina de la ciencia, estamos hablando básicamente de un saber definido y acotado. Por tanto, eso es lo que nos ofrece una licenciatura en esta materia: un amplio conocimiento que es objeto de examen y certificación. Así pues, al cabo de cinco años de estudios, el licenciado obtiene un título reconocido administrativamente que le permite demostrar su capacidad profesional y le da a acceso a los trabajos que requieren de tal certificación. Ahora bien, hay que situar las cosas en su realidad y justa medida. Me explicaré.

Los estudios oficiales nos proporcionan una visión de la teoría y de la práctica científica y nos aportan una gran cantidad de datos y hechos que siempre son de gran utilidad. Los estudios académicos nos abren la puerta al conocimiento establecido, fruto de cierto consenso científico internacional, si bien nunca es completo ni “sagrado”[4]. Pero en la práctica, ocurren dos cosas. En primer lugar, todo el conocimiento arqueológico o histórico es realmente muy amplio y debe limitarse. De ahí que la licenciatura en Geografía e Historia (tal como existía en España hace 30 años) tuviera múltiples especialidades en diversos campos entre los que estaba la propia Geografía, la Antropología, la Historia del arte, o las diversas épocas de la Historia.

Aspecto habitual de una excavación arqueológica (Roma)

Pero yendo un poco más allá, la misma Prehistoria e Historia Antigua constituía un conjunto demasiado amplio para especializarse y así, dentro de esa rama, los alumnos tendían a escoger unas determinadas asignaturas para obtener un conocimiento todavía más especializado. De este modo, había alumnos que optaban por profundizar más en el Paleolítico, otros en el Neolítico, otros en la Edad de Bronce, otros en el mundo clásico, etc. El resultado es que tenías una idea general de todo, pero realmente sabías más de unas épocas o culturas determinadas. Por ejemplo, un servidor de ustedes jamás pisó una excavación de ámbito paleolítico, y sin embargo excavé bastante en varios poblados ibéricos y villas romanas. Y este es el gran drama de nuestra ciencia actual: muchos super-especialistas y casi nadie con una capacidad holística de relacionar o integrar conocimientos entre diversas materias.

En segundo lugar, de forma inevitable, lo que se recibe en la universidad es la visión oficial y aceptada del saber acumulado hasta la fecha por parte de los sabios, y eso incluye todas las normas y reglas de juego del paradigma científico, que en la práctica son axiomas teóricos y metodológicos que no están bajo discusión. No me atrevería a llamar a esto adoctrinamiento, pero es evidente que en todas las ciencias la trasmisión del conocimiento también supone la aceptación de una forma de pensamiento y una determinada concepción y aplicación del método científico. Esto significa que, una vez obtenido el título, si se quiere ejercer la profesión y prosperar, uno debe atenerse a las normas académicas y profesionales y no salirse del guión. Por tanto, todos mis antiguos compañeros de promoción que se acabaron dedicando profesionalmente a la arqueología repitieron los hábitos clásicos de la profesión, bajo las estrictas regulaciones y normas de la administración y el mundo académico, que en conjunto controlan toda la actividad arqueológica (en investigación, conservación y promoción del patrimonio).

No obstante, la arqueología parece atraer a muchos outsiders, que desde hace décadas vienen investigando por su cuenta y ofreciendo puntos de vista a veces bien distintos de los que presenta el paradigma, hasta el punto de caer en la auténtica herejía. Y aquí llegamos al quid de la cuestión: ¿debemos rechazar a esas personas por ser “intrusos” sólo interesados en vender libros o documentales, o al menos conseguir cierta cuota de notoriedad? ¿O hay que considerarlos “pioneros”, porque aportan una bocanada de aire fresco a la visión convencional de la arqueología? ¿Y si hubiera una posición intermedia, alejada de condenas de una u otra parte?  Vamos a profundizar en este dilema.

Obras alternativas
En principio, todo el mundo es libre de opinar acerca de cualquier tema sobre el cual se tenga una mínima noción. Otra cosa bien distinta es valorar lo que pueden aportar tales opiniones. Para opinar con criterio, obviamente, lo primero que se precisa es conocer el campo en que se emiten las críticas. Por ello, la mayoría de autores alternativos toma la precaución de informarse sobre lo que el paradigma dice y luego elaborar su discurso. Por mi conocimiento de la arqueología alternativa, he comprobado que el grado de ese conocimiento académico es muy variable, y va desde lo más superficial o parcial hasta un conocimiento profundo de la materia, hasta el punto de que varios intrusos adquieren un dominio más que notable de los asuntos a tratar, sobre todo a través de lecturas, y en menor medida a través de algún tipo de observación sobre el terreno.

Pero lo mejor de todo es que esa captación y procesado de información se produce desde su punto de vista, lo que hace que enfoquen la arqueología desde una óptica conceptual y práctica diferente de la clásica versión que recibimos los estudiantes académicos (“los de Letras”). De este modo, nos encontramos que el estudio de la realidad arqueológica es vista a través ojos bien distintos de los habituales, por ejemplo, a cargo de filósofos, antropólogos, astrónomos, filólogos, físicos, químicos, ingenieros, geólogos, arquitectos, periodistas, etc. Esta circunstancia es en realidad un arma de doble filo. Por una parte, se puede meter la pata hasta el fondo, al desconocer los parámetros en que se mueve la investigación arqueológica o al omitir muchos hechos relevantes que son objeto de constante revisión o renovación[5]. Por otra parte, estas personas que proceden de otros campos profesionales pueden interpretar los mismos restos o pruebas bajo otras muchas consideraciones –no menos científicas– que no son compartidas o entendidas por los profesionales académicos.

No obstante, lo más valioso de los intrusos es que no llevan en su bagaje todo el arsenal de sesgos, prejuicios y dogmas que caracteriza a los llamados especialistas. Los autores que examinan la realidad arqueológica desde otra perspectiva pueden ver lo que los arqueólogos de carrera no ven porque no han sido educados para ello. En realidad, éstos se han limitado a consolidar y repetir las concepciones adquiridas a lo largo de muchas décadas –y algunas se remontan todavía al siglo XIX– y les cuesta aceptar las visiones de otros científicos o estudiosos porque no cuadran con su sistema de creencias. Sólo a veces, los arqueólogos aceptan las aportaciones de otros científicos simplemente porque encajan en los márgenes del paradigma. Por ejemplo, las dataciones radiométricas que permiten obtener cronologías absolutas son un gran acto de fe por parte de los arqueólogos porque ninguno de nosotros está formado para comprender los entresijos de la ciencia físico-química que hay detrás de ellas. Como las primeras dataciones de C-14 coincidieron más o menos con las dataciones históricas que se tenían del Antiguo Egipto, se aceptó la validez de este método y luego los demás, pero en más de una ocasión se han producido serios choques e incomprensiones entre la visión arqueológica y los datos que ofrecían los laboratorios.

J. A. West
Y aquí llegamos al punto central de la discusión. ¿Cómo hemos de considerar a los alternativos: intrusos o pioneros? Desde el punto de vista estrictamente académico, son personas sin la pertinente cualificación, pero esto me parece un argumento de muy poca solidez. Lo primero que hay que decir al respecto es que hoy en día existe un amplio acceso a libros y artículos científicos, potenciado exponencialmente por la existencia de Internet. Por lo tanto, formarse e informarse adecuadamente en ciertos temas de arqueología no es tarea imposible, aunque sí ardua y meticulosa, pues requiere paciencia y trabajo durante meses o años. Esto incluye la posibilidad de contrastar opiniones directamente con arqueólogos profesionales, cosa que han hecho algunos investigadores como West, Alford, Cremo, Bauval o Hancock. En este aspecto cabe señalar que, si bien existen recelos o cierta resistencia a colaborar con los autores alternativos, muchos arqueólogos –u otros científicos– han accedido gustosamente a facilitar información, dialogar y compartir sus puntos de vista con  esos autores.

Dicho esto, es evidente que algunos autores han escrito sobre arqueología a partir de un conocimiento muy limitado y parcial, que les ha impedido tener una visión holística y científica, lo que les ha empujado a menudo al sesgo y al error. Sin embargo, he tenido la oportunidad de leer a otros autores de gran erudición y conocimiento profundo de la materia que han tratado de atenerse al rigor científico y a las pruebas disponibles para elaborar sus teorías y propuestas; eso sí, generalmente con planteamientos más arriesgados o que salen de los parámetros de la ciencia aceptada. Normalmente, el estamento académico ha ignorado esas propuestas, y sólo en algunos casos se ha molestado en ridiculizarlas o atacarlas frontalmente. Con todo, nos queda la posibilidad de que algunas ideas alternativas, formuladas con pleno conocimiento de causa, puedan apuntar a nuevas vías de investigación que por una razón u otra la ciencia ortodoxa no quiere explorar.

Así pues, si con el tiempo se llega a demostrar que esos autores tenían razón estaríamos hablando de auténticos pioneros. Personas que, gracias a su enfoque abierto e interdisciplinario, pudieron abrir insospechadas puertas del saber precisamente porque estaban fuera del sistema y podían aportar visiones innovadoras no contaminadas por el corporativismo, el conservadurismo y la inercia de los dogmas indiscutidos, por no hablar de la arrogancia, los méritos y el prestigio.

C. Dunn
Sólo por poner unos pocos ejemplos de estas intrusiones que han sido aparcadas o desdeñadas por el estamento académico, citaré a algunos investigadores de las últimas décadas, y más concretamente del ámbito de la egiptología. Así, el químico francés Joseph Davidovits afirmó que los antiguos egipcios pudieron levantar la Gran Pirámide de Guiza gracias al uso de una especie de piedra sintética (que él llama geopolímeros), un sistema que permitiría “elaborar” las piedras calizas en forma de bloques de cemento que se podían moldear y fraguar in situ.  A su vez, el físico y químico argentino José Álvarez López propuso –a partir de ciertos experimentos y observaciones– que la Gran Pirámide tenía propiedades energéticas que afectaban a procesos biológicos y químicos, y que la teoría de la tumba colosal tenía más bien poco fundamento. El experto en maquinaria inglés Christopher Dunn comprobó en Guiza y en el Serapeum de Sakkara que los egipcios trabajaban con una altísima tecnología de construcción, con unos estándares de calidad y unas herramientas iguales o superiores a las que disponemos hoy en día. El ingeniero anglo-belga Robert Bauval planteó que los principales monumentos egipcios –en especial las pirámides de Guiza– estaban situados sobre el terreno a partir de patrones astronómicos. Además, desde su conocimiento de la ingeniería, se ha maravillado sobre ciertos logros megalíticos de los egipcios, al reconocer, por ejemplo, que tallar, levantar y colocar el obelisco inacabado de Aswan (más de 1.000 toneladas) sería tarea casi imposible para nuestra moderna tecnología.

R. Schoch
Y finalmente, tenemos el conocido caso del geólogo de la Universidad de Boston Robert Schoch, que acudió a Guiza en los años 90 siendo un poco escéptico sobre las teorías que defendía John A. West sobre una Gran Esfinge mucho más antigua de lo aceptado. No obstante, Schoch pudo realizar un trabajo científico sobre la Esfinge y su recinto y llegó a la conclusión de que el monumento presentaba una marcada huella de erosión por agua (precipitación) y que ese patrón erosivo no había sido posible en la era faraónica, pues el clima de entonces era tan seco como el actual, lo cual retrasaba la datación de la Esfinge en varios miles de años. A partir de aquí saltó la polémica y el estamento egiptológico se le tiró a la yugular con los más diversos argumentos, entre los cuales no faltó: “Usted no es arqueólogo.” Pero viendo la fuerza de las pruebas esgrimidas por Schoch, algunos egiptólogos quisieron cortar por lo sano y le espetaron que “no se conocía ninguna civilización capaz de realizar ese monumento miles de años antes del periodo dinástico egipcio.” A lo cual Schoch repuso: “Ese no es mi problema. Yo me he limitado a hacer un veredicto geológico en función de lo que se observa sobre el terreno. El problema lo tienen ustedes.”

La ciencia, estoy convencido, debe ser siempre un acto y un camino de humildad, no de arrogancia o imposición dogmática. Por ese motivo, sería deseable no decretar condenas antes de tiempo y analizar con objetividad y una mente abierta todas las propuestas que puedan venir de otras personas y disciplinas. Lógicamente, algunas de éstas carecerán de base o serán demasiado forzadas o especulativas, pero... ¿acaso la ciencia establecida no se sostiene sobre cimientos que tal vez no sean tan sólidos como nos quieren vender? Por consiguiente, tanto si se tiene un título “especializado” como si no, es preciso que se establezcan puentes de franco diálogo entre unos y otros para poder avanzar. Porque todos podemos errar, rectificar y aprender, incluso los que tienen los más altos méritos.

© Xavier Bartlett 2018

Fuente imágenes: archivo del autor / Wikimedia Commons




[1] La “Penya del Moro” es una pequeña montaña sita en la localidad de Sant Just Desvern. La cultura ibérica se encuadra en la Edad del Hierro en el Levante peninsular, en el primer milenio antes de Cristo.

[2] Respectivamente, un aventurero, un político y militar, y un hombre de negocios.

[3] No obstante, existen excepciones a este proceder, como por ejemplo cuando el Servicio de Antigüedades egipcio autorizó unos estudios geológicos en la Gran Esfinge de Guiza a cargo del egiptólogo amateur John A. West junto con el geólogo profesional Robert Schoch.

[4] En la práctica, el consenso nunca suele ser total e incondicional; hay opiniones, matices, temas en disputa, lagunas, etc. Y por supuesto, el consenso en sí, no es más que acuerdo político en un tiempo determinado; o sea, un campo común en el cual trabajar, pero no una verdad científica irrefutable.


[5] Esto implica que, dados los nuevos hallazgos o propuestas, la ciencia avanza constantemente y que puede quedarse obsoleta en cuestión de pocos años. Los autores alternativos a veces pecan de “fijar” el conocimiento académico, cuando éste ya está bajo revisión o ha evolucionado hacia otras posiciones.