miércoles, 17 de enero de 2018

Las tablillas de Glozel: un siglo de controversia


Introducción



Dentro de muy pocos años se cumplirá un siglo del descubrimiento en Francia de las llamadas tablillas de Glozel, uno de los asuntos más turbios en la historia de la arqueología europea, y que a día de hoy –pese a las múltiples investigaciones y opiniones de expertos durante décadas– sigue inmerso en un halo de confusión y de polémica. Asimismo, Glozel se mantuvo cierto tiempo como un campo de batalla sobre el origen de la escritura (y por ende, la civilización) entre las teorías académicas y las propuestas más heterodoxas, que echaron mano de estas tablillas para intentar revolucionar los fundamentos del paradigma existente.

Este es un asunto bastante conocido para los aficionados a la arqueología alternativa, pero para los que no lo conozcan lo expondré a continuación en sus puntos principales, sobre todo para poner de manifiesto hasta qué punto existían –y aún existen– las “trincheras” en el mundo de la arqueología, aparte de prejuicios, sesgos, intereses y dogmatismos. No obstante, como veremos, el elemento central de toda la controversia radica en un viejo asunto que –por desgracia– no fue infrecuente en el arranque de la arqueología como ciencia y por lo menos hasta comienzos del siglo XX: la perpetración de fraudes bien elaborados para obtener notoriedad, privilegios, dinero u otras ventajas. Vamos pues a analizar los hechos y luego trataremos de extraer algunas conclusiones al respecto.

El hallazgo de los Fradin



Situación de Glozel en Francia (punto rojo)
Todo empezó el 1 de marzo de 1924, cuando el agricultor Claude Fradin y su joven nieto Émile Fradin (1907-2010) estaban arando con sus bueyes un terreno llamado Duranthon, próximo a la aldea de Glozel (en el municipio de Ferrières-sur-Sichon), no muy lejos de la ciudad de Vichy, en el centro de Francia. En un momento dado, uno de los bueyes se hundió en un hoyo y los Fradin tuvieron que sacarlo con algún esfuerzo, y entonces observaron que había allí un foso ovalado, con una estructura de ladrillos de cerámica, aparte de algunos huesos y varios objetos de terracota. En los días siguientes fueron extrayendo más objetos, principalmente restos de cerámica y una tablilla con unas inscripciones grabadas.

Este descubrimiento avivó el interés de muchos vecinos del lugar, que se dedicaron a la búsqueda –y rapiña– de nuevos restos. Y dada la expectación creada, era de esperar que algunas personas de la región con cierta cultura y conocimiento de causa se presentaran en Glozel para tratar de dilucidar si aquello era realmente un yacimiento arqueológico de gran antigüedad. Así, ese mismo mes de marzo la profesora de la escuela de Ferrières, Adrienne Picandet, visitó Glozel y solicitó a instancias superiores un estudio científico de los restos. Con todo, la primera intervención más o menos “académica” en Glozel se hizo esperar hasta el 9 de julio de 1924, cuando acudió a la aldea el profesor Benoit Clément, representante de la Societé d'Emulation du Bourbonnais[1], que –con la ayuda de un colega llamado Joseph Viple– acabó de excavar la estructura de ladrillo. Estos eruditos no le dieron excesiva importancia al hallazgo y semanas después comunicaron a los Fradin que no valía la pena emprender ninguna intervención. En su opinión, se trataba de genuinos restos antiguos, de época galo-romana (entre el siglo I a. C. y el siglo IV d. C., aproximadamente), pero no eran muy significativos.

Aparece el doctor Morlet



Aquí se podía haber cerrado este episodio sin más, pero entonces entró en escena un médico y arqueólogo amateur de la ciudad de Vichy, de nombre Antonin-Clément Morlet (1882-1965). Este investigador había leído un breve informe publicado en enero de 1925 por la entidad antes citada y enseguida se interesó vivamente por los hallazgos, en particular por ciertos grabados sobre piedra. Morlet era un gran especialista en la época galo-romana y estaba convencido de que los objetos hallados eran bastante más antiguos –por lo menos del Neolítico[2]– y que incluso algunos podrían remontarse al Paleolítico. Su opinión técnica se basaba principalmente en ciertos arpones de hueso y en unos grabados que parecían representar renos (animales extintos en esa región de Europa desde el final de la última Edad de Hielo), todo lo cual apuntaba a un horizonte temporal del periodo magdaleniense, al final del Paleolítico Superior, más o menos entre el 13000 y el 9000 antes de Cristo. Al fin, pasado un año después del descubrimiento, Morlet visitó personalmente Glozel en abril de 1925 y convenció a los Fradin para que se procediera a excavar la zona de forma sistemática, sufragando él las tareas arqueológicas de su propio bolsillo.

Objetos extraídos de la excavación en Glozel
Los trabajos empezaron al mes siguiente y se prolongaron durante el verano. Entre los artefactos desenterrados se hallaban ídolos, urnas o vasijas (muchas con una distintiva máscara de búho), piedras grabadas, huesos, fragmentos de vidrio, herramientas de piedra –tallada o pulimentada– y bastantes tablillas de cerámica con una especie de signos inscritos (por una o ambas caras), que en gran medida se iban a convertir en el centro de la polémica. De hecho, las excavaciones prosiguieron a buen ritmo durante dos años más, en los cuales salieron a la luz miles de nuevos artefactos, dos tumbas con restos humanos y objetos diversos, y en particular un centenar de tablillas de cerámica con las citadas inscripciones o bien con manos impresas (en 15 de ellas). Todos estos materiales fueron almacenados por los Fradin, que montaron un pequeño museo “casero” con las mejores piezas y cobraron una modesta entrada para ver la colección[3].

En cuanto a la cronología de los restos, Antonin Morlet apreció que posiblemente había mezclados objetos de varias épocas pero se inclinó por datar el yacimiento en el Neolítico. Así, Morlet publicó en septiembre de 1925 un primer documento –firmado conjuntamente con Émile Fradin– sobre el yacimiento, al que calificó de nueva estación neolítica, lo cual suponía invalidar de pleno la hipótesis de un horizonte galo-romano. En todo caso, él veía que Glozel podía mostrar una larga ocupación humana a través de milenios, y en particular sería testimonio de una época de transición entre el Paleolítico y el Neolítico, que tradicionalmente se ha llamado Mesolítico.

Se desata la tormenta



Visto este panorama, no es de extrañar que estallara una fuerte controversia en el estamento científico. En efecto, el hecho de datar en una época tan remota unas tablillas de terracota, cocidas de forma tosca[4], con unos signos que –más que pictogramas o ideogramas– parecían ser un sistema alfabético, iba a causar una gran desazón entre el estamento académico. Cabe recordar que el consenso científico de la época (y aún el actual) situaba el origen de la escritura en Oriente Medio, en el cuarto milenio antes de Cristo, si bien el primer alfabeto propiamente dicho se debía atribuir a los fenicios, unos miles de años después. En consecuencia, ante las primeras noticias de unas tablillas con signos se empezó a levantar sobre Glozel una nube de sospecha de manipulación o fraude, con el agravante de que los defensores de la autenticidad de los hallazgos no eran más que un aficionado (o sea, un intruso) y un joven de 18 años que apenas sabía escribir decentemente. Y de fondo, una herejía demasiado incómoda para el estamento académico: la existencia de una escritura prehistórica en Europa o bien la presencia de colonizadores mediterráneos en Francia en una época impensable.

Piedra de Glozel grabada con un reno y signos
Por otra parte, el mundo académico se negaba a aceptar la representación de renos en las piedras grabadas, pues eso supondría arrastrar la datación del yacimiento a unas fechas excepcionalmente remotas, teniendo en cuenta además que en alguna piedra grabada con renos se veían algunos signos semejantes a los que aparecían en las tablillas. Ante este conflicto cronológico, los académicos defendieron la tesis de que los animales en cuestión eran simplemente ciervos. Sin embargo, Morlet recurrió entonces al profesor August Brinkmann, director del departamento de Zoología del Museo de Bergen (Noruega), que le pudo confirmar que en efecto se trataba de renos. Y para acabar de zanjar el asunto, Morlet fue a visitar a otro famoso prehistoriador, Marceline Boule, y llevó consigo una piedra grabada con la forma del animal en cuestión. Boule, antes de examinar la pieza, le dijo que el animal que aparecía ilustrado en la publicación era evidentemente un ciervo, ya que no podía admitir que quedasen todavía renos en Francia en época neolítica. Entonces, Morlet le mostró la piedra, y tras una breve inspección, Boule reconoció su error: “Sí, es evidentemente un reno. Entonces, ya no sé qué decir.” (Aún así, Boule se mantuvo escéptico y nunca pisó Glozel.)

A todo esto, la prensa francesa se hizo eco de las sensacionales noticias procedentes de Glozel, que fue objeto de varias visitas ilustres, entre ellas la del rey de Rumanía. Asimismo, varios prehistoriadores de renombre se interesaron por el hallazgo y algunos de ellos se personaron en el yacimiento a petición de Morlet e incluso participaron en las excavaciones. Por ejemplo, en 1926 Salomon Reinach, a la sazón conservador de Museo de Arqueología Nacional de Saint-Germain-en-Laye, corroboró la autenticidad de los restos de Glozel. Otros expertos optaron, empero, por reconocer que las tablillas de cerámica eran posiblemente antiguas, pero que se remontaban a la etapa galo-romana. Concretamente, Camille Jullian argumentaba que los objetos no tenían nada que ver con el Neolítico; en su opinión, habrían formado parte de un antro de magia próximo a un santuario céltico donde tendrían lugar determinados rituales y actos mágicos. Los ídolos vendrían a ser una especie de muñecos de encantamiento mientras que las tablillas grabadas serían lo que el autor clásico Apuleyo llamaba laminae litteratae, unas fórmulas mágicas de encantamiento o hechizo escritas en cursiva latina[5].

El abate Henri Breuil
Pero todavía quedaban por oírse otras voces de gran peso en el campo de la Prehistoria como las de Dennis Peyrony, Louis Capitan o el abate Henri Breuil, un sabio de enorme prestigio en aquella época. En un primer momento, tanto Peyrony como Capitan creyeron en la veracidad de Glozel, pero no tardaron en cambiar de parecer. En cuanto al abate Breuil, éste se desplazó a Glozel en 1926 y –tras una breve excavación– convalidó el dictamen precedente de otros expertos sobre la autenticidad de los restos, que a su juicio tendrían conexiones con materiales del levante mediterráneo, y confirmó también la cronología neolítica.
 
No obstante, al poco tiempo cambió radicalmente de opinión, posiblemente por dos motivos. Por un lado, el fuerte escepticismo que profesaba su colega Capitan hacia todo este asunto[6]; por otro, la observación que le hizo otro prehistoriador, André Vayson de Pradenne, que le sugirió que el joven Fradin había podido cometer fraude al copiar ciertas inscripciones prehistóricas –muy similares a las que aparecían en las tablillas– que habían sido publicadas previamente en una revista popular. Entonces, Breuil declaró que los objetos eran todos falsos excepto los utensilios de piedra. Y, por cierto, cabe señalar que Vayson –bajo nombre falso– se había presentado antes en Glozel y había intentado comprar algunos objetos a Fradin, y al negarse éste, le amenazó con destruir el yacimiento.

Entre comisiones y acusaciones



Discusión entre Morlet y los defensores de Garrod
Dados estos precedentes, pronto quedaron establecidos dos bandos irreconciliables, los glozelianos (en torno a Morlet) y los anti-glozelianos, lo que causó fuertes disputas en un congreso de Antropología celebrado en Ámsterdam en septiembre de 1927, del cual salió la decisión de constituir una comisión internacional de investigación para dirimir el asunto[7]. Esta comisión fue un auténtico fracaso, ya que no hizo más que polarizar las posiciones hasta el punto de llegar a las instancias judiciales, con acusaciones cruzadas entre las partes. Así, la comisión practicó a inicios de noviembre una excavación en el lugar durante tres días y en su informe técnico aparecido en diciembre declaró que todo era falso a excepción de algunos objetos de piedra (lo que Breuil había proclamado anteriormente). Pero es oportuno mencionar que, para acabar de rematar este galimatías, Morlet había pillado in flagranti a algunos miembros de la comisión introduciéndose en la zona excavada de forma subrepticia a fin de desacreditar a los Fradin, Concretamente, una joven arqueóloga inglesa llamada Dorothy Garrod, discípula de Breuil, realizó un pequeño agujero en la pared de la cata para tratar de inculpar a Fradin de insertar objetos en el terreno de forma fraudulenta[8].

En medio de agrias discusiones, este escándalo acabó por desautorizar a la comisión, y los ánimos estaban ya tan caldeados que S. Reinach escribió un artículo el 13 noviembre de 1927 con el expresivo título de De Bello Glozelico (“Sobre la guerra de Glozel”). De este modo, los antagonismos acabaron por estallar y en enero de 1928 René Dussaud, experto epigrafista y conservador del Museo del Louvre, acusó de fraude al joven campesino, que a su vez denunció al académico por difamación. Por otro lado, a instancias del propio Dussaud, se metió por medio Félix Regnault, presidente de la Sociedad Prehistórica francesa, que inculpó a un tal “X” (o sea, Fradin) como presunto falsificador de los objetos y consiguió que la policía irrumpiera en febrero de 1928 en casa de los Fradin, destruyera varias urnas de exposición e incautara tres arcones llenos de artefactos.

Émile Fradin en su museo "casero"
Así las cosas, ya en abril de 1928, se formó una segunda comisión –de carácter más neutral– bautizada como “Comité de Estudios”, que tras volver a excavar en el Duranthon (que por entonces ya se conocía por el “Campo de los Muertos”) certificó que los artefactos eran auténticos y que el yacimiento se podía datar en los inicios del Neolítico. Entre los firmantes del informe estaba el ya citado Reinach, así como otros eruditos expertos en la materia, como Depéret, Loth, Arcelin, Mendes Correa y Van Gennep, que también dieron por buenos los hallazgos de Morlet y Fradin. Incluso Charles Depéret, al apreciar un cierto parecido de los signos de Glozel con el alfabeto fenicio, se atrevió a afirmar que “mucho antes de los fenicios hubo en Occidente una cultura primitiva que poseía rudimentos de escritura.”

Sin embargo, los anti-glozelianos no se dieron por vencidos y reanudaron sus ataques, incidiendo básicamente en el argumento del fraude. Entonces apareció un tal Gaston-Edmond Bayle, jefe de la Oficina de Registros Criminales de París, que procedió a analizar algunos de los objetos confiscados. Finalmente, en mayo de 1929, acabó por calificarlos de recientes falsificaciones. Su veredicto se fundamentaba principalmente en la presencia en las tabillas de trazas de hierba y de tallos de manzana. No obstante, Morlet rebatió sus argumentos, aduciendo que la cerámica de Glozel estaba poco cocida y podía rehidratarse, haciéndose nuevamente plástica; además, hay que tener en cuenta que en esa época no se tomaban demasiados cuidados al extraer las piezas, que podían contaminarse muy fácilmente con el terreno circundante[9].

Sea como fuere, el Tribunal de Justicia de la vecina población de Moulins admitió la querella por fraude contra Fradin en junio de 1929, mientras en toda Francia se despertaba un gran interés por este caso, tanto por la parte arqueológica como por la meramente sensacionalista. Ahora bien, el asunto dio un giro inesperado cuando Bayle fue asesinado en 1930 por un hombre que había ido a prisión a causa de uno de sus informes, que a su parecer había sido totalmente fraudulento. Tras el asesinato, se levantaron serias sospechas sobre la reputación de Bayle, y toda la cuestión de Glozel se enrareció. Finalmente, contra todo pronóstico y pese al poder y la presión ejercida por los más afamados académicos como Breuil, Vayson de Pradenne y Dussaud, Émile Fradin fue exculpado en 1931 de las acusaciones de fraude y al año siguiente ganó el litigio por difamación contra Dussaud, que se benefició de una amnistía pero que tuvo que pagar las costas del juicio.

En realidad, entre 1928 y 1932 hubo unos cuantos más procesos judiciales motivados por difamaciones, agresiones físicas, amenazas, litigios de propiedad, etc. en que estuvieron implicados Morlet, Émile Fradin y su abuelo Claude y otros personajes, publicaciones y sociedades varias, pero para no extenderme en demasía y centrarme en el asunto propiamente arqueológico he preferido obviarlos. De todos modos, para muchos comentaristas franceses, la controversia de Glozel y sus repercusiones sociales y judiciales tuvieron un carácter similar al famoso escándalo y caza de brujas conocido como el affaire Dreyfuss.

La confirmación de las dataciones absolutas



Después de tanta polémica y revuelo, las investigaciones en Glozel volvieron a una cierta tranquilidad y normalidad y Morlet prosiguió con las excavaciones hasta 1938, aunque los descubrimientos realizados resultaron de importancia secundaria. Y ya en 1941, una nueva ley impuso el requisito legal de obtener un permiso oficial de la Administración para poder realizar excavaciones arqueológicas, lo que significó un parón casi definitivo en los trabajos de campo, que no se retomaron ¡hasta 1983! El caso es que pasada la Guerra Mundial, Morlet –que ya estaba muy mayor– trató de reivindicar el yacimiento recurriendo a la entonces novedosa técnica de datación absoluta del Carbono-14, para lo cual en 1957 envió a analizar unas muestras de hueso a un laboratorio francés, pero los resultados fueron decepcionantes al confirmarse fechas modernas (siglos XIX y XX), si bien el técnico que llevó a cabo las pruebas admitió que las dataciones no eran muy fiables. Con todo, Morlet nunca renegó de su trabajo en Glozel y antes de morir, en 1965, instó a Émile Fradin “a que nunca se rindiera”.

Antonin Morlet y Émile Fradin durante las excavaciones en Glozel (finales de los años 20)

Más adelante, en los años 70, se pudieron datar las piezas de cerámica mediante la técnica de la termoluminiscencia, la cual ofreció resultados muy dispares que abarcaban desde poco antes del cambio de era hasta el siglo XVIII, con algunas excepciones más antiguas y otras muy modernas; por ejemplo, una de las famosas tablillas dio una datación de 600 a. C. Como consecuencia de estas pruebas, un simposio científico celebrado en 1975 en Oxford validó los hallazgos de Glozel. Aun así, en los años 70 algunos prestigiosos arqueólogos británicos como Glyn Daniel y Colin Renfrew –ambos exalumnos de Dorothy Garrod en Cambridge– no acabaron de convencerse. Daniel no aceptó las dataciones de termoluminiscencia por considerarlas erróneas mientras que Renfrew –que en mi época de estudiante era un referente máximo de la Prehistoria– se plegó a la evidencia de las técnicas radiométricas, de las cuales era firme defensor, pero reconoció pese a todo que “tomar en serio Glozel va más allá del poder de mi imaginación”. 

Pero la investigación no se detuvo aquí y posteriores pruebas en los años 90 arrojaron hasta tres cronologías separadas, que suponían tres horizontes históricos: uno claramente galo-romano (entre 300 a. C. y 300 d. C.), otro medieval (hacia el siglo XIII) y otro muy reciente, que podría indicar alguna falsificación moderna. Asimismo, nuevos análisis de C-14 sobre huesos tendieron a confirmar una datación que oscilaba entre el siglo XIII[10] y el XX, a excepción de un fémur humano que se remontaba al siglo V d. C. No obstante, alguna datación de C-14 sobre huesos de animales arrojó unas fechas muy antiguas (alrededor de 17000 a. C.), de época claramente paleolítica. Con estos datos procedentes de dataciones absolutas ya se podía afirmar que Glozel era un yacimiento antiguo genuino, como siempre habían reivindicado Morlet y Fradin, si bien con alguna sospecha de intrusión moderna y descartando completamente la cronología neolítica que aún defendía Fradin. Sea como fuere, gracias a estas dataciones el honor de Fradin quedó por fin a salvo y así el 16 de junio de 1990 recibió las Palmes Académiques (“laureles académicos”) como legítimo descubridor del yacimiento, enterrando así el fantasma del fraude... aunque tal vez no del todo.

Casa de los Fradin en Glozel (años 20)
Lo cierto es que aún después de pasadas tantas décadas, Glozel siguió provocando controversia. De hecho, en 1983 se llevaron a cabo varias excavaciones en Glozel y sus alrededores pero no hubo publicaciones específicas sobre los resultados. Es más, hubo que esperar hasta 1995 para ver la publicación de un breve informe-resumen de 13 páginas que afirmaba que el yacimiento era básicamente medieval, con algunos materiales de la Edad del Hierro y otros elementos modernos, seguramente fraudulentos. Vistas las huellas sobre el terreno, el dictamen científico apuntaba a que la famosa fosa oval probablemente no fue más que un taller-horno de vidrio de época medieval. En suma, el estamento académico aceptó más o menos a regañadientes que Glozel era un yacimiento arqueológico genuino, pero rebajando mucho las expectativas creadas por sus descubridores y aún con cierto recelo hacia los hallazgos. Como muestra de este rechazo oficial basta citar que en 1990 –el mismo año en que Fradin era reivindicado– el British Museum le pidió algunas piezas de su colección para exponerlas en el reputado museo londinense... ¡pero en el contexto de una exposición sobre los mayores fraudes arqueológicos del siglo!

¿Y qué pasa con las tablillas?



No cabe duda de que la mayor parte de la polémica giró en torno a las tablillas, y por extensión, al extraño sistema de escritura que también apareció esporádicamente en algunas piedras grabadas (incluso en unos anillos de esquisto). Como ya hemos comentado, se hallaron unas cien tablillas, de forma más o menos rectangular y con trazos o inscripciones que parecían formar parte de un alfabeto, con alguna similitud a antiguas escrituras mediterráneas, sobre todo al alfabeto fenicio. Morlet publicó en 1926 un artículo en la revista Nature[11] sobre esta escritura, a la que calificó sin dudar de “alfabeto prehistórico”. En efecto, el doctor Morlet llegó a identificar hasta 111 símbolos diferentes en las tablillas y piedras grabadas y consideró que era un sistema  alfabético muy antiguo, pan-mediterráneo y muy anterior al alfabeto fenicio, que habría tomado algunos de sus símbolos de esa fuente primigenia. Por supuesto, esto fue un elemento de gran disputa porque Morlet ya daba por hecho que era un alfabeto y –lo que es peor– que era prehistórico, dando a entender que la escritura, en vez de tomar forma en Oriente al inicio de la civilización, habría nacido en la Europa occidental neolítica y luego se habría difundido por todo el Mediterráneo.

Signos grabados en anillos o tablillas
Para sustentar esta tesis, el sabio francés alegaba la presencia de algunos signos en los artefactos de finales del Paleolítico o cuando menos del Mesolítico, lo que sería una especie de “proto-escritura”. Sin ir más lejos, ya era conocida la existencia de algunos trazos semejantes en objetos del periodo magdaleniense descubiertos en otras excavaciones en la misma Francia. Morlet pensaba que las gentes de Glozel habían sido capaces de pasar de un conjunto de pictogramas o ideogramas a un auténtico sistema de fonemas o sílabas, si bien no tenía la menor idea de cómo se pronunciarían ni de qué lengua estaba detrás de tales signos. De hecho, Morlet –pese a haber comparado los signos con el alfabeto fenicio y el hierático egipcio– no veía factible descifrar esa escritura sin disponer de más referencias. El caso es que, aparte de los intentos de Jullian de interpretar los signos como una cursiva latina y abreviada, nadie fue capaz en su época de descifrar fiablemente la escritura de las tablillas.

Dejando a un lado los que creían que las tablillas eran falsas –y la supuesta escritura también– muchos especialistas buscaron infructuosamente rastros de otras escrituras antiguas, pues prácticamente nadie creía que se tratara de un genuino “alfabeto occidental neolítico”, si bien no faltó alguna voz heterodoxa que sacó a los atlantes a la palestra, afirmando que podría ser un residuo de su antigua y desconocida escritura. Así, se propusieron varios paralelos, sobre todo incidiendo en la semejanza con el fenicio, pero los intentos no pasaron de meras conjeturas, aunque se citaron varias posibles lenguas originales como el euskera, el ibérico, el caldeo, el berebere, el ligur, el hebreo, el griego, el turco, etc.

Tablilla de cerámica con signos
En la práctica, el esfuerzo más riguroso y reconocido para desvelar el enigma lo llevó a cabo el químico y biólogo suizo Hans-Rudolf Hitz (1932-2013), buen conocedor de la arqueología y las lenguas antiguas. Hitz, tras estudiar el corpus de símbolos y buscar relaciones con varias lenguas muertas, llegó a la conclusión de que se trataba de un alfabeto primario empleado para escribir una lengua céltica (de la Galia Cisalpina), cuyo origen se remontaría al 300 a. C. En su opinión, los signos alfabéticos básicos serían 26, con el añadido de entre 40 y 50 signos particulares, dando un total aproximado de 80 signos, frente a los 111 propuestos por Morlet. 

Hitz encontró una correlación bastante clara con el alfabeto lepóntico de Lugano, que a su vez estaba influenciado por el alfabeto etrusco. Con estas premisas, y suponiendo que se hallaba ante una lengua céltica, Hitz trató de descifrar el contenido de las tablillas y de hecho pudo leer algunos fragmentos que incluían nombres e incluso un posible topónimo de Glozel: Nemu Chlausei. Finalmente, lanzó la hipótesis de que Glozel pudo haber sido un lugar de peregrinación en el cual se ofrecían las tablillas como ofrendas votivas.

En definitiva, lo más importante del trabajo de Hitz es que de algún modo reforzó la idea de que Glozel fue básicamente un yacimiento céltico (o galo-romano, como dicen los franceses), coincidiendo en gran medida con las dataciones por termoluminiscencia, pues dos tercios de las cuales se encuadraban entre el 300 a. C. y el 100 d. C. No obstante, quedaría pendiente el problema de los signos grabados sobre las piedras, algunas con representaciones de renos, lo cual podría llevarnos a unas remotas fechas alrededor del 10000 a. C. A este respecto, se puede sugerir que tal vez los peregrinos se dedicaron a grabar signos en piedras antiguas que hallaron en el lugar, aunque tal vez haya una explicación más plausible: hoy en día se sabe que el reno no había desaparecido del todo en época céltica en algunas regiones aisladas de la Europa central, y quizá esto encajaría mejor con todo el contexto aportado por Hintz.

Incógnitas, dogmatismos y personalismos



Morlet examinando una tablilla
Concluyendo, todas las pruebas acumuladas parecen confirmar dos realidades bastante sólidas: 1) Que los artefactos en disputa eran auténticos, y 2) Que Morlet se equivocó en su interpretación del yacimiento. Así, todo indica que Glozel fue un lugar con diversas ocupaciones o intrusiones a través de la historia, pero que muy difícilmente puede ser calificado de neolítico. Lo cierto es que dada la presencia de materiales tan dispares todo parece un poco confuso, pues al parecer la excavación no se implementó de forma muy correcta, metodológicamente hablando, y no existen apenas datos de la estratigrafía original. En la práctica, lo que tenemos es un pequeño batiburrillo de artefactos de varias etapas que Morlet no supo apreciar adecuadamente y de ahí la precipitación de su análisis, si bien hay que admitir que los expertos profesionales tampoco se lucieron a la hora de interpretar lo que había en Glozel.

De todos modos, es oportuno citar algunos datos que han quedado en segundo plano y que mantienen las incógnitas abiertas sobre este yacimiento. En primer lugar, cabe señalar que Glozel estaba ubicado geográficamente en una área arqueológica neolítica, con restos megalíticos relativamente cercanos[12]. En segundo lugar hay que remarcar que Glozel no es un yacimiento único, porque en la misma región de Francia (Baja Auvernia y Alto Borbonesado) se hallaron restos similares con una pre-escritura grabada sobre piedras. Por ejemplo, en 1928 en la granja Chez-Guerrier, muy cercana a Glozel, la familia Mercier  halló una piedra con 21 signos “glozelianos” grabados y un caballo. En  la gruta de Puyravel, también junto a Glozel, aparecieron 13 piedras grabadas con algunos signos y animales. Asimismo, hubo descubrimientos semejantes en lugares próximos como Pionsat (Puy-de-Dóme), Palissard y Le Cluzel, (entre Vichy y Ferriéres-sur-Sichon), y el Moulin-Piat.

En estos casos, según el autor francés Michel Claude Touchard, los habitantes de la zona –también campesinos como los Fradin– prefirieron dejar pasar el asunto para no ser objeto de acusaciones de fraude. De hecho, estos hallazgos de piedras con signos  se podrían remontar incluso al siglo XIX y se extienden en el espacio, pues en otros puntos de la Europa atlántica se localizaron grabados similares. Por supuesto, ahora podríamos referirnos a la ya citada pervivencia del reno en una época protohistórica, pero la sombra de un sistema de pre-escritura a finales del Paleolítico o el Mesolítico está ahí presente. Aquí entraríamos en el debate que han propuesto algunos investigadores, como Marshack o Rudgley, sobre un cierto estado de pre-civilización humana en las postrimerías del Paleolítico a partir de algunas pruebas materiales, entre las cuales estarían unos incipientes sistemas de escritura. La comunidad académica, empero, ha rebajado bastante estas propuestas y sigue viendo el Paleolítico como una etapa básicamente primitiva.

Por otra parte, está el tema de las dataciones absolutas, que confirmó que no hubo fraude en Glozel (o al menos no un fraude generalizado), pero que resulta un poco desconcertante por la gran dispersión de fechas obtenidas, a pesar de que los restos materiales parecen indicar una superposición de varias ocupaciones sobre el terreno, incluyendo las tumbas intrusivas de la Edad Media. A este respecto, hace ya tiempo que las dataciones radiométricas vienen siendo objeto de polémica y crítica incluso por parte de los propios profesionales de la arqueología, por su falta de precisión o fiabilidad, y ello por no mencionar el siempre recurrente asunto de la contaminación o manipulación de las muestras, que puede deformar completamente los resultados. Por de pronto, sabemos que los Fradin “recalentaron” muchas de las tablillas de terracota en su horno para endurecerlas, lo cual ya supondría una importante distorsión de las pruebas de termoluminiscencia, según reconocía la arqueóloga Alice Gerard[13], que ha intervenido en varios procesos de datación de objetos de Glozel en los últimos 20 años.

Autobiografía de E. Fradin
Con todo, si por algo destaca Glozel es por la diversa aproximación científica a los restos y el peso de los dogmas y los personalismos a la hora de evaluar una misma realidad “objetiva”. En este contexto hay que referirse inevitablemente al choque de egos para ver hasta qué punto la visión científica está contaminada por los prejuicios, sesgos y reputaciones. Así, Morlet se adueñó el yacimiento, lo hizo suyo y se obsesionó con él, dándole una interpretación que parecía romper todos los esquemas preestablecidos sobre la prehistoria europea. Émile Fradin simplemente siguió a Morlet y también convirtió el campo físico –su terreno de labranza, no lo olvidemos– en un campo de batalla intelectual para defender a capa y espada una verdad que contradecía a los poderosos (o sea, el estamento académico).

En la otra trinchera se situaron los más respetables académicos, que si bien en un principio parecieron abiertos a reconocer la excepcionalidad, autenticidad y valor del yacimiento, no tardaron en cambiar de opinión al ver que ellos no estaban al mando ni obtenían la sumisión esperada del aficionado Morlet y del lego Fradin. Capitan fue el primero en verse rechazado por Morlet, y no se lo perdonó; y lo mismo ocurrió entre Vayson de Pradenne y Fradin, como ya vimos. En cuanto al abate Breuil, da la impresión de que simplemente realizó una maniobra de retirada para no quedarse al margen de las opiniones más cualificadas y desde luego para mantener su prestigio y no manchar su nombre con un sonoro patinazo. Aparte, es obvio que flotaba en el ambiente la tradicional cautela y conservadurismo ante descubrimientos demasiado novedosos y rompedores. No olvidemos que apenas unas pocas décadas antes, al ser descubiertas las primeras pinturas rupestres paleolíticas, muchos grandes sabios las tacharon de burdas falsificaciones, porque el hombre de las cavernas no era capaz –presuntamente– de realizar tales obras...

En efecto, detrás de todo el debate estaba la confusión producida por los propios restos, que obligaban a cuestionar demasiadas verdades. Era un terreno complicado y muchos no quisieron ir más allá de los márgenes de seguridad del dogma establecido. Este miedo al vacío, a desmarcarse del paradigma, también se detecta en las palabras del insigne arqueólogo británico Sir Arthur Evans, descubridor de antiguas escrituras mediterráneas[14], que visitó fugazmente Glozel pero que no quiso mojarse de ningún modo, declarando al diario The Times lo siguiente: “En el caso de que se admitiera la autenticidad de los descubrimientos de Glozel, se destruiría todo el edificio de nuestros conocimientos... Esto provocaría la subversión completa de los resultados debidos a las investigaciones y a la actividad de dos generaciones de científicos.”

Lo que resulta hasta cierto punto chocante es que el fantasma del fraude aún planea hoy en día sobre Glozel, si no sobre todo el yacimiento, sí al menos sobre algunos artefactos, siendo el joven Fradin el principal sospechoso, ya que Morlet no acudió hasta un año después de los primeros hallazgos. Pero es oportuno citar que Fradin no tenía conocimientos de arqueología y que además debería haber falsificado –con gran habilidad técnica– miles de objetos[15] y luego insertarlos en el campo sin despertar sospechas. Y a pesar de haber montado un museo “de pago”, Fradin no vendió ni un solo objeto en toda su vida, ni siquiera al ansioso Vayson. Para ser justos, ni Fradin ni Morlet sacaron ningún beneficio de las excavaciones, y más bien fueron víctimas de múltiples problemas, difamaciones y dolores de cabeza.

Y para finalizar, cabe recordar que cada cual explica la feria según le ha ido en ella. Así, el estamento académico, que se mostró tan hostil en el caso de Glozel, prefiere obviar o ridiculizar otros casos de posibles –y graves– fraudes en los que están implicados arqueólogos de gran prestigio. Me estoy refiriendo, sin ir más lejos, al inglés Richard Howard-Vyse y sus cartuchos de Khufu en las cámaras de descarga de la Gran Pirámide, y al italiano Luigi Pernier y su controvertido disco de Faistos. En ambos casos, varios investigadores críticos han acumulado muchos indicios, aunque no pruebas determinantes, de una conducta deshonesta orientada a la creación de falsos objetos arqueológicos. Sin embargo, llegar a admitir fraudes de tal magnitud y de tanta repercusión científica (sobre todo en el caso de Vyse) a cargo de profesionales serios y respetados no parece estar en la agenda del mundo académico.

© Xavier Bartlett 2018

Fuente imágenes: Wikimedia Commons



[1] Sociedad de Emulación del Borbonesado: entidad fundada en 1845 en el municipio francés de Moulins y dedicada a estudios históricos, arqueológicos y culturales.

[2] El neolítico en Francia se extendió aproximadamente entre el 5000 a. C. y el 2000 a. C.

[3] Este es el mismo museo que aún puede visitarse hoy en día en Glozel.

[4] Los análisis posteriores mostraron que se habían cocido las piezas de arcilla a baja temperatura (unos pocos centenares de grados) según un proceso primitivo, semejante al de los ladrillos de la antigua Mesopotamia.

[5] Esta declaración quedó registrada en una comunicación a la Académie des Inscriptions et Belles Lettres, del 3 de septiembre de 1926

[6] Parece que Capitan, que estuvo en Glozel con Morlet ya en junio de 1925, empezó a enemistarse con Morlet por la negativa de éste a compartir con él investigación y publicaciones, ya que el médico creía que Capitan quería atribuirse todos los méritos.

[7] Como representante español en la comisión figuraba el afamado prehistoriador catalán Bosch-Gimpera.

[8] Según otras fuentes, Garrod se limitó a meter un dedo en el rebozo de yeso de la cata y no hubo ninguna mala intención por su parte, pero dadas las suspicacias y desconfianzas existentes, Morlet le dedicó una gran reprimenda.

[9] Además, según he leído en alguna fuente, los Fradin metieron en su horno algunas piezas para quitarles humedad y darles consistencia, lo cual habría provocado cierta confusión en los análisis.

[10] Por ejemplo, los huesos humanos de las dos tumbas halladas dieron una datación del siglo XIII.

[11] MORLET, A. Découverte en France d’un alphabet préhistorique. Nature, n.º 2729, 24 de juillet 1926.

[12] Se trata de un alineamiento de piedras que precisamente está orientado al “Campo de los muertos” de Glozel.

[13] Autora del notable libro Bones of contention (“Los huesos de la disputa”), de 2005.

[14] Los sistemas de escritura Lineal A y Lineal B, hallados en Creta.


[15] Esto no es necesariamente una prueba a su favor, pues en las piedras de Ica hallamos de miles de supuestos objetos falsos, pero sí es cierto que resulta incomprensible falsificar tanta cantidad de piezas.

martes, 2 de enero de 2018

Pasaporte a Magonia: un clásico imprescindible


Los lectores de este blog ya saben que no suelo tocar el tema de los extraterrestres ni la Teoría del Antiguo Astronauta, porque mucha gente ya se dedica a ello y personalmente me resulta un asunto cansino, repetitivo y muchas veces anclado en el dogmatismo, el sensacionalismo o la mera ignorancia. No obstante, cuando se habla de historia o arqueología alternativa en general tarde o temprano se acaba topando con estas extrañas presencias y todas sus repercusiones colaterales. Así, como ya expuse en el reciente artículo sobre el realismo fantástico, no cabe duda de que la ufología impactó directamente en las interpretaciones más atrevidas sobre nuestro remoto pasado e incluso sobre los orígenes de la Humanidad, básicamente mediante la transmutación de los antiguos dioses de la mitología en astronautas venidos de lejanos planetas. Por tanto, resulta difícil disociar la moderna ufología con la arqueología alternativa, pues la interacción entre ambas disciplinas ha sido constante desde hace más de medio siglo.

A partir de aquí, se han escrito miles y miles de libros y se han lanzado teorías y propuestas para todos los gustos, las cuales han tenido un notable impacto mediático con autores de best-sellers tan destacados como Erich Von Däniken y Zecharia Sitchin, más toda su corte de acólitos y seguidores posteriores. Sin embargo, muchos puristas preferimos irnos a las raíces de la ufología y escuchar la voz de los autores que consideramos más rigurosos y relativamente escépticos –que no negacionistas– y que estudiaron el fenómeno OVNI desde una perspectiva plenamente científica, tomando como base la pura fenomenología o casuística.

Jacques Vallée
Y entre esas visiones clásicas, me permito ahora recomendar a un autor al que tengo en alta consideración, pese a no compartir algunos de sus postulados. Me refiero al francés Jacques Vallée, una figura muy respetada en el mundo de la ufología más científica, por contraponerlo a los autores de tipo popular. Sólo como breve introducción, diré que Vallée nació en 1939 en Pontoise (Francia) y que actualmente vive en San Francisco (California, EE UU). Su carrera profesional se ha centrado en la astronomía y la informática, ha sido colaborador de la NASA desde 1962 y ha trabajado en diversos proyectos de computación e inteligencia artificial. Ya desde los años 50 empezó a interesarse por los ovnis (fue testigo de un avistamiento en su localidad natal en 1955) y al trabar relación con el astrónomo y ufólogo J. Allen Hynek profundizó en esta materia hasta convertirse en un investigador experto reconocido mundialmente.

Y entre toda su obra, cabe mencionar un libro que se convirtió en referente durante décadas para los estudiosos de la ufología y para algunos reputados investigadores de la historia alternativa, como el escocés Graham Hancock, entre muchos otros. Me estoy refiriendo, obviamente, al clásico Pasaporte a Magonia, publicado en 1969[1], que aunque no fue escrito como un libro científico –tal como reconoció el propio autor– sí ofrece un planteamiento o aproximación racional para interpretar el fenómeno fuera de las coordenadas habituales de la ciencia académica convencional. Pero sin duda lo que más destaca en esta obra es la visión transversal del fenómeno a través de los siglos, poniendo como premisa estos dos puntos: 1) que la aparición súbita de seres u objetos extraños que de alguna manera interfieren en los asuntos humanos no es un suceso moderno del siglo XX, y 2) que dado el enorme cuerpo de pruebas documentales es imposible negar su existencia, tanto en el pasado como en la actualidad, aunque no sepamos cuál es su verdadera naturaleza o intención.

Pero, ¿qué nos ofrece exactamente Pasaporte a Magonia? Vallée construye su relato desde una breve narración de Agobardo de Lyon, un obispo medieval del siglo IX, que se burlaba de las “supersticiones populares”, algo que nos retrotrae directamente a la actitud de la moderna ciencia materialista y empírica. Esta es la cita completa:

“Pero hemos visto y oído a muchos hombres sumidos en tan gran estupidez, hundidos en tan profunda locura, hasta el punto de creer que existe cierta región, llamada por ellos Magonia, en la que los barcos navegan por las nubes, a fin de llevar a esa región los frutos de la tierra destruidos por el granizo y las tempestades; los marineros ofrecen recompensas a los brujos de la tempestad para recibir a cambio trigo y otros productos. Entre aquellos cuya ceguera y locura eran tan grandes que les hacían creer posibles tales cosas, había unos que exhibían en cierto concurso a cuatro personas atadas... tres hombres y una mujer que aseguraban haber caído de una de estas naves; después de mantenerlos unos días en cautividad, los condujeron a presencia de la multitud, como hemos dicho, para ser lapidados en nuestra presencia. Pero la verdad prevaleció.[2]

La famosa visión del profeta Ezequiel
Pues bien, Vallée fundamenta su exposición en el amplio repaso de una casuística folklórica e histórica –y hasta mitológica– en la cual se repiten unos mismos fenómenos extraños o inusuales, con pequeñas variaciones. En efecto, ya en los más antiguos textos religiosos, sobre todo en la Biblia judeo-cristiana, se recoge la presencia de objetos volantes o luces en los cielos así como de peculiares seres celestiales bajados a la tierra. Estas referencias surgen ya en las civilizaciones más antiguas, perduran durante la antigüedad clásica de Grecia y Roma, están también presentes en el mundo cristiano medieval y siguen dándose esporádicamente en todo el mundo durante los últimos siglos hasta la aparición del fenómeno OVNI.

A partir de aquí, Vallée va alternando la detallada descripción de numerosos casos de avistamientos de ovnis y contactos con supuestos alienígenas de nuestra época más reciente con los múltiples testimonios antiguos de fenómenos celestes anómalos y de relaciones con todo tipo de seres sobrenaturales que el folklore popular llamó hadas, elfos, trasgos, duendes, gnomos, ángeles, demonios, etc. Lo que todos ellos tendrían en común sería una serie de poderes y propiedades excepcionales que los haría “mágicos”, inexplicables o inalcanzables para el pueblo llano. Entre estas características podríamos citar la capacidad de volar y de aparecer y desaparecer de súbito, la posesión de alimentos mágicos, la extraña vestimenta, las marcas dejadas sobre el terreno (sobre todo círculos o anillos), la costumbre de raptar personas (adultos y niños), la alteración del espacio-tiempo, etc. Y lo que es más, Vallée incluye en esta extensa casuística las creencias religiosas a través de todas las épocas y culturas, interpretando ciertos sucesos extraordinarios –especialmente las apariciones de seres divinos– como casos muy próximos a la típica fenomenología OVNI. En su opinión, existe un claro paralelismo entre los eventos antiguos y los modernos, ya que “los mecanismos que han originado estas diversas creencias son idénticos”.

Para el investigador francés no cabe duda de que detrás de todo el fenómeno, que se puede remontar prácticamente a las tradiciones más antiguas, existe un patrón de comportamiento muy similar que podemos rastrear a través del folklore popular y de los mitos hasta llegar a nuestros días, en que se ha creado por así decirlo un nuevo folklore contemporáneo, adaptado a nuestros tiempos y que llamamos... ufología. Pero Vallée se pregunta si de verdad podemos creer en naves interestelares venidas de remotas galaxias como si fuera un fenómeno físico tangible (objetos materiales, metálicos, tripulados por seres venidos de otro planeta) y achaca esta “creencia” principalmente a la influencia de la ciencia-ficción. Y afirma lo siguiente:

“Por sólida que sea la actual creencia en el origen extraterrestre de los platillos, no es más sólida que la fe que tenían los celtas en los elfos y las hadas, o la creencia medieval en la existencia de lutins, o el temor que inspiraban en toda la cristiandad, durante los primeros siglos de nuestra era, demonios, sátiros y faunos. Y ciertamente no puede ser más sólida que la fe que inspiró a los autores de la Biblia... una fe arraigada en el trato cotidiano con visitantes angélicos.”

Imagen moderna de un ovni
Así pues, Vallée unifica la actual ufología con el antiguo folklore de muchos pueblos, con unos modelos muy similares en cuanto a la tipología de esos seres fantásticos o sobrenaturales y unas formas de aparición prácticamente iguales. De todos modos, Jacques Vallée se sitúa en un escepticismo abierto y constructivo, y no cae en el rechazo y la negación –como por ejemplo sí hizo Carl Sagan– y no cierra las puertas a que el fenómeno sea “real”, pero tal vez ligado a una inteligencia propia de nuestro planeta o a un factor psicológico que no acaba de explicar. En todo caso, ante el tremendo peso de la casuística actual y de que muchos de los testigos parecían personas sensatas, cabales y equilibradas, Vallée reconoce implícitamente que no se puede desdeñar el fenómeno o situarlo en el terreno de las alucinaciones colectivas, de las confusiones o los fraudes, y más si cabe cuando algún testigo tiene conocimiento de causa, como por ejemplo, un coronel de aviación.

Recapitulando, llegamos a la conclusión de que el fenómeno reciente de esas visitas o visiones no puede ignorarse. Se puede asumir –si así lo demuestran las investigaciones rigurosas– que un alto porcentaje de las observaciones son falsas, dudosas o encajan en alguna explicación perfectamente natural, pero al final debemos admitir que otro porcentaje corresponde a hechos reales que escapan a las interpretaciones habituales. Del mismo modo, y bajo la misma lógica, gran parte del antiguo folklore o de las mitologías puede corresponder a vivencias reales de nuestros antepasados.

Ahora bien, el problema de fondo es determinar qué grado de seguridad u objetividad tienen estos episodios desde un punto de vista científico y aquí el sabio francés rompe con el rígido paradigma materialista –supuestamente objetivo– e introduce el factor de la subjetividad. En este sentido, me sorprende que Vallée no sólo cuestione la validez de la ciencia empírica y positivista, sino que sugiera abiertamente algún tipo de manipulación realizada desde arriba, tal como se deduce de este párrafo:

“Las acciones humanas se basan en la imaginación, la creencia y la fe, no en la observación objetiva... como los expertos en cuestiones militares y políticas saben muy bien. Incluso la ciencia, que pretende que sus métodos y teorías se desarrollan de una manera racional, está conformada en realidad por la emoción y la fantasía, o por el miedo. Y quien controla la imaginación humana podrá conformar el destino colectivo de la Humanidad, a condición de que el origen de este control no pueda ser identificado por el público. Y la verdad es que uno de los objetivos que se propone la política de cualquier Gobierno es preparar al público con vistas a cambios inevitables o para estimular su actividad en la dirección más deseable.”

Sin embargo, en sus conclusiones finales Jacques Vallée parece arrojar la toalla y admite que él mismo no sabe cómo encarar el fenómeno, como si no pudiera acercarse a la realidad desde una perspectiva racional, e incluso reconoce que “no sabemos lo que es la realidad”. Estas son sus palabras textuales:

“Yo no puedo ofrecer la clave de este misterio. Únicamente puedo repetir: la búsqueda acaso sea inútil; la solución quizá quede siempre fuera de nuestro alcance; la aparente lógica de nuestras deducciones más elementales puede evaporarse. Tal vez lo que buscamos no sea más que un sueño que, pese a convertirse en parte integrante de nuestras vidas, nunca existió en realidad. No podemos estar seguros de que estudiemos algo real, porque no sabemos lo que es la realidad; únicamente podemos estar seguros de que nuestro estudio nos ayudará a entender muchas más cosas sobre nosotros mismos.”

¿Extraños dioses?
Naturalmente, nos quedaría en el aire la gran pregunta: Si los fenómenos no son alucinaciones ni fantasías,  ¿a qué nos enfrentamos? ¿Son realidades que entran y salen de nuestro mundo (o mejor sería decir de nuestra percepción) simplemente porque tienen capacidad para ello mientras que nosotros nos vemos encerrados en un campo de realidad muy limitado? ¿Quiénes eran los dioses o semidioses citados por tantas mitologías? Si no vinieron de otro planeta, ¿de dónde vinieron?

En definitiva, la obra de Vallée, con todas sus posibles limitaciones y sesgos, nos obliga a encarar la existencia de cierto mundo paranormal –paralelo a nuestra realidad física– que se manifiesta ocasionalmente y que ha estado presente junto a nosotros desde el principio de los tiempos, con el añadido no poco importante de que ha podido influir de alguna manera en la Humanidad (al respecto, véase el artículo de este mismo blog sobre la “conquista paranormal de América”). ¿Es todo esto una maniobra de engaño? ¿Qué relación guarda con el origen del hombre y la civilización? ¿Se trata de una pura fantasía para hacernos creer en unos ciertos “dioses”? Confieso que no tengo respuestas para estas cuestiones.

© Xavier Bartlett 2018

Fuente imágenes: Wikimedia Commons


[1] El título original era Passport to Magonia: from folklore to flying saucers. En versión española, se publicó la traducción de Antoni Ribera en 1972, por la habitual editorial del género Plaza y Janés.
[2] VALLEE, J. Pasaporte a Magonia. Ed. Plaza y Janés. Barcelona, 1972