lunes, 20 de julio de 2015

¿Cómo se erigieron los obeliscos?





Muchos autores alternativos hace tiempo que vienen insistiendo en que el Mundo Antiguo era bastante más avanzado de lo que la ciencia convencional nos ha mostrado. Esta distorsión aparece en varios aspectos, siendo uno de los más destacados la tecnología constructiva. En este sentido, dichos autores han puesto el dedo en la llaga al afirmar que la realidad observable sobre el terreno, en forma de monumentos de todo tipo, y muy en particular los realizados con enormes bloques, no casa con lo que nos dice la teoría ortodoxa histórico-arqueológica. De este modo, no se explican cómo los antiguos pudieron realizar ciertas proezas con los recursos y la tecnología que tenían a su alcance (o la que se les atribuye) en su época, y sugieren que disponían de unos altos conocimientos y técnicas que la arqueología ortodoxa no quiere aceptar de ninguna manera.

En la mayoría de estos casos, la arqueología académica ha ofrecido diversas respuestas, si bien muchas de estas no pasan de ser de meras especulaciones basadas en los propios hallazgos arqueológicos, en antiguos documentos escritos o bien en ensayos de arqueología experimental[1]. Por otra parte, a veces se admite –con cierta honestidad digna de reconocer– que todavía no se sabe bien cómo hicieron determinadas cosas, pero que tal vez en el futuro las investigaciones sobre esta materia puedan dar respuestas más sólidas.

Obeliscos de Karnak
A modo de ejemplo muy significativo vamos a referirnos ahora a los famosos obeliscos del Antiguo Egipto, cuyo tallado, transporte y colocación ha sido objeto de numerosas conjeturas y polémicas. Y antes de adentrarnos en esta controversia, desearía dejar claro que una cosa es deslegitimar las explicaciones académicas y otra cosa bien distinta es poder proponer una teoría alternativa firme y viable. De este modo, el trabajo realizado por muchos autores alternativos se ha centrado en observar los restos arqueológicos y luego contrastarlos con la (presunta) tecnología de su época, a fin de destapar las contradicciones e incongruencias de las explicaciones oficiales. Desde luego, el objetivo final sería poder hallar respuestas certeras sobre el modo concreto en que se hicieron las cosas, pero eso ya es otro nivel. Lo cierto es que, a falta de pruebas arqueológicas contundentes, la mayoría de los investigadores alternativos también se encogen de hombros, si bien unos pocos se atreven a lanzar osadas hipótesis de alta tecnología –digamos– de “ciencia-ficción”, aparte de otras propuestas de gran imaginación[2].

Pero vayamos al origen de la polémica y veamos las dos caras de la moneda. La arqueología convencional nos dice que los obeliscos eran unas esbeltas columnas monolíticas de sección cuadrada que se asentaban sobre una base prismática y que estaban rematadas por una especie de mini-pirámide, llamada piramidión o piedra benben. Los obeliscos, que eran de granito o cuarcita, se decoraban con extensos textos jeroglíficos[3] y solían colocarse a la entrada de los grandes templos, normalmente a pares. En cuanto a su función, parece ser que los obeliscos ofrecían una cierta protección simbólica[4] a los templos y, al igual que las pirámides, tenían una relación directa con el culto solar. De hecho, el piramidión estaba recubierto de oro –u otro metal brillante– y tenía un fuerte efecto resplandeciente al ser iluminado por el Sol.

El ejemplar más antiguo de obelisco se remonta al Imperio Antiguo (en tiempos del faraón Userkaf, 5ª dinastía), pero su época dorada fue el Imperio Nuevo, aproximadamente entre 1500 y 1100 a. C. En lo que se respecta a su evolución, prácticamente no hubo grandes cambios a lo largo de los siglos, aunque sí cierta variación en sus proporciones. Así, encontramos bastantes obeliscos relativamente “modestos” de escasos metros de altura, hasta los 10, 12 ó 15. Sin embargo, hay algunos de tamaño muy considerable, que se sitúan entre los 20 y los 32 metros, y con un peso de unos cuantos cientos de toneladas.

Es muy destacable el hecho que ya desde la Antigüedad, los diversos imperios y naciones quisieron llevarse los obeliscos de su emplazamiento original, lo cual comportó enormes esfuerzos de transporte y colocación, no sólo en la Roma de los Césares sino también en la Europa moderna e incluso contemporánea. Los romanos, empero, fueron los primeros en comprobar la gran dificultad de tal tarea. Por ejemplo, a finales del siglo I a. C. el emperador Octavio Augusto fracasó en su intento de trasladar a Roma el obelisco del templo de Karnak (cuyo peso se ha calculado entre 320 y 450 toneladas, según diversas estimaciones realizadas), aunque sí pudo llevarse otros dos, cada uno con un peso no superior a las 235 toneladas. El emperador Constantino, tres siglos más tarde, sí consiguió llevarse de Egipto el obelisco mencionado, pero con la salvedad de que parte de la base resultó destruida en el intento. Otra hazaña de esa época fue el transporte de un gran obelisco a Constantinopla en tiempos del emperador Teodosio (hacia 390 d. C.); se trataba de un monolito de casi 30 metros y unas 380 toneladas de peso.

Obelisco de la Plaza de San Pedro (El Vaticano)
Más adelante, otros obeliscos fueron llevados a Roma y posteriormente a otras grandes ciudades como París, Londres, o Nueva York. El mayor obelisco transportado fuera de Egipto es el que actualmente está frente a la Basílica Laterana (Roma), con una altura de unos 32 metros y un peso de unas 455 toneladas. También es muy conocido otro obelisco de Roma, el que está en la Plaza de San Pedro (Ciudad del Vaticano), llevado allí en el siglo XVI, cuya erección costó no pocos esfuerzos de ingeniería y logística. Se dice que necesitó de unos 1.000 hombres, 140 carros de caballos y 47 grúas.

Ahora bien, volviendo al Antiguo Egipto y su “limitada” tecnología, surge el problema de cómo tallaron estos monolitos de mayor dimensión y peso, y sobre todo cómo los manejaron, esto es, cómo los extrajeron, transportaron y alzaron en su emplazamiento definitivo. Los antiguos egipcios no dejaron ningún documento escrito en que se explicasen estos procesos y tan sólo tenemos algunos grabados en que se muestran ciertas operaciones constructivas. Por tanto, existe aún un gran campo de especulación e incógnitas, y de hecho, los propios expertos no se ponen de acuerdo a la hora de determinar los métodos y recursos empleados por los egipcios. Sin embargo, la arqueología nos ha proporcionado un resto material muy destacado, como es el enorme obelisco inacabado de Aswan (datado en el Imperio Nuevo), que podría darnos algunas pistas acerca de los procesos implicados, aunque, como luego veremos, los problemas son tan grandes como las mismas dimensiones de este monumento.

La explicación académica para el tallado se sustenta en los artefactos hallados en la propia cantera. Así, se da por hecho que los egipcios usaron una especie de mazas o martillos para picar o golpear la piedra. Estas mazas eran en realidad unas bolas de dolerita[5] de tamaño diverso (entre 12 y 55 cm. de diámetro) unidas a una baqueta o bastón, que al golpear repetidamente la roca irían produciendo un progresivo desgaste. De este modo se acabarían por crear unos fosos o pasillos alrededor del núcleo o cuerpo del obelisco. Una vez creadas las tres caras del obelisco sobre la roca madre, se procedería a ir rebajando la parte inferior dejando una estrecha franja en el centro, que luego sería desmoronada mediante el uso de palancas y piedras. Asimismo, para acabar de liberar el cuerpo del obelisco, se podrían haber empleado cuñas de madera de sicómoro que se insertarían en pequeñas hendiduras de la piedra. Luego, serían humedecidas y, tras exponerse al sol, provocarían la progresiva fractura del granito[6].

En lo referente a la extracción y transporte, el egiptólogo británico Reginald Engelbach propuso que el alzamiento del obelisco de la cantera se podía haber hecho con palancas y grandes cuerdas, si bien esto sólo resultaría factible para obeliscos de pequeño tamaño. En el caso de los grandes obeliscos, sugirió que el monolito era desplazado poco a poco por una rampa o terraplén artificial de cierta pendiente, si bien la fase final de colocarlo sobre su pedestal habría sido muy problemática debido al enorme peso del monolito. Para salvar esta dificultad, Engelbach propuso como mejor opción la construcción de un gran canal o foso en forma de embudo y relleno de arena, en el cual se deslizaría el obelisco. Seguidamente, se iría desalojando progresivamente la arena del canal hasta que el monumento adquiriera la posición vertical deseada.

Después tenemos el problema de mover el monolito hasta su emplazamiento final, cuando éste no estaba junto a la cantera. Aquí, se supone que el desplazamiento inicial se realizaba sobre trineos, sobre rampas o pistas preparadas, y con cientos o miles de personas tirando mediante cuerdas. Este escenario se sustenta, por ejemplo, en la representación de la tumba de un mandatario llamado Djehutihotep (12ª dinastía), en la que se ve cómo la gran estatua de este personaje es tirada mediante trineos por 172 hombres. También se aprecia cómo un hombre situado en la base de la estatua va tirando agua para reducir la fricción. De todas formas, esta explicación no deja de ser una hipótesis más de difícil comprobación. Finalmente, quedaría el complejo transporte del monolito a gran distancia, que se haría en barco por el Nilo, lo cual también comportaría enormes dificultades.

Lo que sí es cierto es que a finales del siglo XX se realizaron unos ensayos de arqueología experimental para tratar de ratificar las supuestas técnicas usadas por los egipcios, y los resultados fueron más bien pobres. Los ensayos realizados en 1994 y 1999 (en Aswan) fracasaron con un “ligero” monolito de 25 toneladas, peso muy respetable en sí mismo, pero que se quedaría en la gama más baja de los antiguos obeliscos. Finalmente, un tercer intento –con el mismo peso– a finales de 1999 llevado a cabo por un equipo de ingenieros y arqueólogos en Massachussets (EE UU) para la cadena de TV Nova terminó satisfactoriamente, pudiendo mover y alzar el obelisco con un método similar al procedimiento del canal de Engelbach[7].

Obelisco inacabado de Aswan
En definitiva, los propios egiptólogos reconocen que, en el caso de los obeliscos de gran altura y peso, el reto debió ser enorme para los antiguos egipcios, lo que hace acrecentar todavía más la admiración por esta gran civilización del pasado. No obstante, para algunos autores alternativos, el asunto de los grandes obeliscos, como el de Aswan, que mide más de 40 metros y pesa casi 1.200 toneladas, va más allá de la admiración y entra directamente en el terreno de lo inexplicable. Así, en opinión de estos autores, existen graves problemas y vacíos en las explicaciones académicas, que no resisten determinadas pruebas del ámbito de la ingeniería y la arquitectura.

En este contexto, quisiera destacar una recientísima aportación de Rik Negus, un técnico en arquitectura norteamericano, que en 2015 ha realizado cierto trabajo de campo en Egipto, plasmado luego en un artículo publicado en el sitio web de Graham Hancock. Negus ha tomado como referencia académica la conocida obra del egiptólogo egipcio Labib Hamachi The Obelisks of Egypt (1984), que a su vez se fundamenta en estudios anteriores y en particular en los trabajos ya citados de Engelbach. Su enfoque ha consistido en ir a los lugares arqueológicos y contrastar detalladamente la realidad observable en piedra con las apreciaciones de los arqueólogos, a fin de confirmar o desmentir sus hipótesis.

Sobre el obelisco de Aswan, la versión académica considera que la primera labor sería obtener una superficie lisa mediante la colocación de miles de ladrillos que se calentarían a alta temperatura y luego se enfriarían con agua, creando fracturas en el granito, con lo que la capa superficial de roca se podría romper sin mucha dificultad y se podría dejar razonablemente lisa. Luego, se insiste en el uso de las bolas de dolerita como medio para golpear y erosionar (que no cortar) la roca, lo que conllevaría la creación de las trincheras o fosos laterales que darían la forma básica al monolito. Para realizar dicha tarea, se emplearían miles de hombres, agrupados en equipos de tres, al objeto de que el golpe fuera dado con la fuerza y la precisión necesarias sobre la zona escogida.

Para Negus, estas explicaciones caen por su propio peso. Por un lado, se pregunta cómo pensaban calentar un área tan grande y con qué, y luego enfriarla, lo que requeriría una gran masa de agua. Además, es muy dudoso que se tuviera control sobre el proceso de fractura, nada fácil –por otro lado– al ser el granito una piedra particularmente dura. En cuanto al uso de las bolas de dolerita, Negus cree que la precisión y efectividad de este proceso serían muy bajas y que debería hacerse un experimento científico para comprobar si se podría o no erosionar de verdad el granito con este sistema.
Obelisco inacabado de Aswan
En todo caso, si hubiese empleado esta técnica, se debería observar un aspecto muy irregular en el foso, pero lo cierto es que el aspecto de éste es bastante regular, como si se hubiera cortado verticalmente, dejando un espacio mínimo uniforme de unos 50 cm. Asimismo, los lados del monolito muestran franjas de corte a espacios regulares de unos 20-25 cm., lo cual tampoco podría ser resultado del uso de las bolas de dolerita. El problema, desde luego, es que no tenemos idea de qué artefactos y qué técnicas se utilizaron para producir esos cortes, y Negus no tiene mejor respuesta. Finalmente, el tema de los miles (ni siquiera cientos) de trabajadores, no tendría pies ni cabeza dado el reducido espacio existente para maniobrar con eficacia.

En lo referente a la extracción del obelisco, la ortodoxia dice que se iría rebajando el fondo del obelisco y se iría sosteniendo con vigas o troncos de madera. No obstante, Negus, observando el lugar, estima que la tarea de romper la base de piedra central y poner palancas o vigas hubiera sido casi imposible dada la gran estrechez del espacio disponible. Y aun en el caso de que hubiesen podido poner las maderas, luego debían alzarlo y transportarlo aproximadamente unos 65 metros al área nivelada adyacente, unos 6 metros por debajo de la posición original del monolito. Por otra parte, para todas estas operaciones se hubiese necesitado mucha madera de grandes árboles, que son inexistentes en aquella región.

El siguiente paso sería el traslado del obelisco. Según la teoría de Engelbach, una vez despejado y nivelado el camino, el obelisco se habría arrastrado hasta el embarcadero, junto al río. Esta labor se podría haber realizado con trineos o rodillos de madera y unas 6.000 personas tirando del monolito mediante 40 grandes sogas de un diámetro de 18,4 cm. Rik Negus toma estos datos y extrae las siguiente conclusiones:

  • Debería haber 150 hombres por soga. Dando 1 metro de espacio por persona, estaríamos hablando de unos 150 metros de soga de casi un palmo de grosor (en sí mismo, un peso nada despreciable). Habría que ver cómo se podía agarrar bien semejante soga y luego tirar de un peso enorme ligado a ésta. Ello supone que cada hombre debía tirar de un peso de unos 154 kilos, sin contar el peso de la propia soga.
  • Existe la evidente paradoja de atar las sogas directamente al obelisco, pues si así se hiciese, las sogas interferirían con los rodillos. Pero es que, además, dado el gran diámetro de la soga, parece prácticamente imposible que se pudieran hacer nudos con ella alrededor del monolito.
  • La madera sigue siendo un problema; se necesitarían unos 40 enormes rodillos (uno por metro) de 6 metros de longitud y del mismo grosor, para que se produjera un rodamiento uniforme.
  • La superficie hasta el embarcadero debería ser perfectamente lisa y ligeramente inclinada, pero ¿cómo se maneja en bajada una mole de 1.200 toneladas sostenida sobre rodillos?

Obelisco de Luxor
Finalmente, Negus analiza las hipótesis de erección de otros obeliscos más modestos, como los del templo de Karnak (Tutmosis I y Hapshepsut), que no obstante son de casi 20 metros y unas 143 toneladas (el primero) y de 29 metros y 323 toneladas (el segundo). La explicación académica para esta tarea ya la hemos esbozado anteriormente: la construcción de una rampa y de un canal o foso lleno de arena, donde se acabaría colocando el obelisco en su emplazamiento definitivo. Negus examina esta hipótesis y –teniendo en cuenta el tamaño y peso de los obeliscos mencionados– aprecia una serie de inconsistencias.

En primer lugar está la propia construcción de la rampa que acabaría en un ángulo de unos 45º para el deslizamiento del obelisco en el canal de arena, todo lo cual ya sería una obra tremenda. Es complicado imaginar con qué material se construiría, pues debería aguantar el peso del obelisco y de los miles de hombres que tirarían de él, y la arena sería muy difícil de compactar para que pudiera resistir ese peso. Adicionalmente, Negus ha comprobado que en el lugar donde se erigió el obelisco de Hapshepsut, ya había allí antes otras estructuras, lo cual no habría dejado espacio para una rampa o construcción similar[8].

Sea como fuere, para arrastrar eficazmente el monolito y llevarlo al foso se debería hacer una rampa de un 10% (más inclinación comprometería mucho la labor de arrastre); eso supondría crear una rampa de unos 20 metros de alto, 210 metros de longitud y unos 6 metros de ancho, con unos 37.250 m.³ de tierra o material compactado. En todo caso, acomodar a tantos miles de hombres allí ya sería un problema, y también cabe pensar que al final de la rampa ya no sería posible que todos pudiesen tirar del monolito para completar el tramo restante[9].

Ahora bien, una vez llegados al final, de la manera que fuese, el obelisco caería en el foso de arena y no es de esperar que fuese de manera perfecta. Posiblemente, la arena quedaría aplastada y dispersada, y no habría forma de controlar bien la posición del obelisco. Para evitar esto, Negus sugiere que sería mejor construir una estructura de madera o piedra alrededor de la base, pero aún así no se podría garantizar la manejabilidad del obelisco.

En suma, para concluir su estudio, el investigador americano considera que el trabajo llevado a cabo por los egipcios fue de gran mérito, no sólo en el tallado y manejo de los obeliscos, sino en la precisión y calidad de los acabados, en la perfecta simetría de las caras y en el pulimento y grabado de las superficies, y todo ello realizado (supuestamente) con mazas de madera, martillos de dolerita y cinceles de cobre. Con todo, una vez vistos los resultados sobre el terreno, Negus afirma que debió existir una tecnología desconocida capaz de llevar a cabo estas tareas, y que la vía propuesta por los expertos de la egiptología jamás aportará las respuestas adecuadas.

Y bien, volviendo a las consideraciones iniciales, podemos decir que la civilización egipcia sigue en medio de una batalla entre la egiptología tradicional y las visiones alternativas. Lo que está claro a estas alturas es que muchas de las explicaciones convencionales cada vez se sostienen menos, a la vista de los argumentos de tipo técnico que van apareciendo. Sin embargo, como hemos visto, los alternativos no pueden aportar aún una versión consistente sobre “la verdad” de la antigua tecnología egipcia. Podemos decir que muy probablemente no lo hicieron del modo que nos muestra la egiptología, pero tampoco hay pistas claras sobre una cierta tecnología fabulosa que se escapa a nuestro entendimiento. De aquí surgen los dos escenarios en liza: ¿Estamos simplemente minusvalorando las capacidades de la civilización egipcia tal como la concebimos? O bien, ¿Tendremos que admitir que los antiguos egipcios disponían de una tecnología tan avanzada o más que la nuestra, lo cual choca frontalmente con la visión evolutiva y progresiva de la historia?

Para finalizar, creo oportuno exponer una visión que aúna en su justa medida el conocimiento técnico con el egiptológico. El famoso autor Robert Bauval, egiptólogo amateur, es también ingeniero profesional, lo cual le permite opinar con conocimiento de causa en el tema del movimiento y erección de grandes pesos. Así, con respecto al obelisco inacabado de Aswan dijo lo siguiente:
«Esto va más allá de mi entendimiento: hoy en día no hay medio de transporte capaz de mover tal objeto; se tiene que diseñar una plataforma específica para mover esta clase de peso. Tenemos, primero, que tallar tal objeto en la roca viva –que ya es un problema– y luego extraerlo y alzarlo, y finalmente transportarlo hasta el templo y erigirlo. No sé cómo podríamos hacerlo.»[10]


No hace falta añadir mucho más. Si para la modernísima y avanzada  tecnología del siglo XXI, el obelisco de Aswan es todo un reto, qué podemos decir para una civilización de la Edad del Bronce...

© Xavier Bartlett 2015





[1] Estos ensayos son muy loables por cuanto se intenta imitar o reconstruir al máximo los medios técnicos de las antiguas culturas de hace miles de años. Con todo, en bastantes casos, tales ensayos incluyen especulaciones, expectativas y factores que pueden estar marcados por el sesgo de nuestro pensamiento actual. A veces estos experimentos funcionan y a veces fracasan estrepitosamente, pero incluso cuando son exitosos es prácticamente imposible asegurar que en el pasado las cosas se hicieron de tal modo. Simplemente, se aporta una explicación razonable basada en la propia experimentación, pero no se puede decir que “seguramente se hizo así”. Además, cabe destacar que –en lo referente a grandes construcciones– muchas veces las pruebas se hacen en pequeña escala, lo cual desvirtúa en gran parte la validez del experimento.

[2] Una de estas propuestas “imaginativas” fue la de la doctora Maureen Clemmons, que hizo una serie de experimentos con cometas para comprobar si la fuerza del viento podía elevar un obelisco. Tras varias pruebas pudo alzar un monolito, pero de tan solo 11 toneladas.

[3] Normalmente, dichos textos aludían al nombre y títulos del faraón que había promovido la obra, al dios al que se dedicaba el monumento o a ciertos eventos históricos.

[4] De hecho, la palabra egipcia para obelisco era “tejen”, que significaba defensa o protección.

[5] Material más duro incluso que el granito.

[6] En realidad, este sistema se ha propuesto para todas las obras megalíticas de la prehistoria y el Mundo Antiguo

[7] De todas formas, es oportuno mencionar que el trabajo de preparación se realizó con tecnología moderna, lo cual introduce una distorsión en la reconstrucción del método antiguo, y afecta a la validez del experimento.

[8] Según la fuente Karnak Digital Time Map (http://dlib.etc.ucla.edu/projects/Karnak/timemap)

[9] Negus cree que para un obelisco de 323 toneladas, se necesitarían muchísimos hombres para arrastrarlo –aún con rodillos– por una superficie levemente inclinada y que tal vez no cabrían en la propia rampa, por no hablar del problema ya citado de atar grandes sogas al monolito.


[10] Afirmaciones realizadas en una entrevista concedida a la revista digital Dogmacero, nº 2 (2013)

jueves, 2 de julio de 2015

Cosmología comparativa: en busca de una antigua mitología universal



Hace ahora medio siglo que De Santillana y Von Dechend lanzaron en su famoso libro “Hamlet’s Mill” una interpretación heterodoxa de muchos antiguos mitos de todo el mundo, proponiendo un significado común (e inesperado) para unas leyendas aparentemente banales o sin un mensaje profundo. Y, en fin, la arqueología alternativa lleva muchos años buceando en las antiguas mitologías a la búsqueda de pistas sobre una hipotética civilización primigenia global que de algún modo explicara las no pocas coincidencias entre los mitos de culturas diversas separadas por miles de kilómetros y  veces miles de años, si bien el factor temporal es muy difícil de estimar. Esta es, sin duda, una labor ardua y compleja, que debe escrutar y comparar datos entre antiguas lenguas, simbolismos, cosmologías, religiones, creencias, iconografías, etc.

Laird Scranton
En este sentido, es un placer y un honor poder presentar en este blog el trabajo de Laird Scranton, un investigador independiente estadounidense, experto en temas de mitología, cosmología y lenguaje. Scranton se interesó especialmente por la mitología y simbología de los Dogon desde inicios de los años 90, lo que le llevó a realizar lúcidas conexiones entre esta tribu africana y otras comunidades humanas alejadas en el tiempo y el espacio. Entre sus publicaciones destacan los siguientes libros: The cosmological origins of myths and symbols, Sacred symbols of the Dogon, The science of the Dogon  y The Velikovsky heresies. Su sitio web es www.lairdscranton.com.

Dado que ninguno de sus libros se ha traducido aún a lengua castellana, me permito adjuntar a continuación el artículo de Scranton que publicó en versión española la revista digital Dogmacero en su primer número (2013).

Un cosmólogo comparativo es una persona que aspira a aprender más sobre las antiguas tradiciones de la creación estudiando cada tradición en los términos de las que más se le parecen. Este proceso no es diferente del empleado por los eruditos de la literatura para reconciliar las diversas versiones de las obras de Shakespeare, que dieron origen a las ediciones autorizadas conocidas de esas obras. La suposición subyacente del cosmólogo comparativo es que —al igual que las versiones más tempranas de estas obras, que a menudo eran garabateadas a toda prisa por el empleado de un editor durante una representación shakesperiana— estas tradiciones antiguas compartieron una fuente común que pueden ser reconstruida satisfactoriamente mediante una esmerada comparación cruzada.

El enfoque de un cosmólogo comparativo puede parecer ir en contra de algunas otras perspectivas habituales acerca de estas tradiciones antiguas. Por ejemplo, el célebre psicólogo Carl Jung atribuyó las semejanzas de sus arquetipos a un patrón de pensamiento innato, o a un inconsciente colectivo que él creyó que compartimos sin saberlo.  Por su parte,  el catastrofista puede ver estas tradiciones como una especie de artefacto, resucitado de alguna civilización perdida hace mucho tiempo. A su vez, el historiador académico podría ver estas tradiciones como una herencia transmitida de una sociedad primigenia a un linaje detectable de otras culturas posteriores. Pero cuando adoptamos un enfoque alternativo y nos dejamos guiar por las creencias establecidas de las culturas que se esforzaron en conservar estas tradiciones antiguas, veremos que aparecen una y otra vez, caracterizadas por estar estrechamente vinculadas al concepto de profesores míticos, y a lo que a menudo se  describe como un plan de transmisión de la civilización.

Si, como defensores del principio de la navaja de Occam, nuestro instinto se queda con la más simple de las posibles soluciones equivalentes para esclarecer un misterio no resuelto, nos inclinaríamos a aceptar la teoría de poligénesis como la mejor explicación para la gran concordancia que encontramos entre las antiguas formas simbólicas de todo el mundo. Así pues, si dos culturas de desarrollo similar usaban la piedra como material de construcción primario, sólo habría sido cuestión de tiempo que cada una de ellas pensara en apilar unas piedras sobre otras para formar una pirámide. Sin embargo, pronto queda claro que esta teoría sólo sirve para explicar la concordancia de forma. El cosmólogo comparativo observa que, como se ha reconocido asiduamente,  las antiguas pirámides expresaban un conjunto diverso de significados simbólicos.  

Pirámides de Guiza
Por ejemplo, el cuerpo de la pirámide era comúnmente asociado con el concepto de “útero”, y así —desde esta perspectiva— la estructura podría ser conceptualizada como una mujer que yace sobre su espalda. En muchas sociedades existía una relación simbólica entre la pirámide y la noción de estrella, así como un mal entendido imperativo cultural para situar las pirámides de forma que representaran imágenes sobre la tierra de importantes estrellas del cielo. También existían a veces asociaciones simbólicas entre las cuatro caras de una pirámide y ciertos grupos de estrellas, cuyas salidas y puestas se emplearon para regular la sucesión de siembras y cosechas en el calendario agrícola de una cultura. La teoría de poligénesis, que sirve con gran eficacia para explicar la forma de la pirámide, falla a la hora de explicar razonablemente cómo estos complejos temas simbólicos podrían derivarse del simple impulso de apilar unas piedras sobre otras.

A pesar de las muchas semejanzas externas que encontramos entre muchas antiguas tradiciones de la creación,  parece que hay dos obstáculos insuperables en el camino del cosmólogo comparativo. El primero radica en la dificultad de demostrar que, a través de las diversas lenguas y el paso de las generaciones, alguna vez se pueda llegar a equiparar dos sistemas cosmológicos de forma concluyente. El segundo descansa en cómo demostrar convincentemente que cualquier tradición de la creación —tal como la observamos hoy en día— no se ha visto modificada de manera significativa con el tiempo. Pero resultó que  ambos obstáculos fueron superados con eficacia por la misma, única y fortuita circunstancia: la perspicaz observación que hizo mi hija Hannah, después de una excursión de estudiante con el Himalayan Health Exchange en la India en 2005, sobre la semejanza fundamental entre la forma externa de un stupa budista (un santuario ritual orientado que  encontramos en la India y Asia) y el granero orientado dogon (el símbolo central de la tradición de la creación dogon[1]). Esta observación fundamental, que de algún modo había eludido a los investigadores de la cultura dogon durante casi sesenta años, señaló el camino para establecer sólidas comparaciones entre el sistema cosmológico dogon y el del stupa budista.

Stupa budista
Usando como base para la comparación un estudio llamado El zorro pálido sobre la tradición de la creación dogon a cargo de los antropólogos franceses Marcel Griaule y Germaine Dieterlen, y El simbolismo del stupa, un libro escrito por Adrian Snodgrass, una destacada autoridad en arquitectura y simbolismo budista, fuimos capaces de correlacionar las dos tradiciones. En un artículo de abril de 2007, publicado en el Anthropology News,  la revista académica de la Universidad de Chicago, argumenté que se da una coincidencia punto por punto entre los conceptos cosmológicos y símbolos de los Dogon y los de la tradición budista stupa. Las referencias a la cosmología budista, que tenemos documentada por fuentes que datan de los últimos siglos antes de Cristo, demuestran que el sistema dogon refleja una auténtica tradición antigua, y prueban que ninguno de los dos sistemas cosmológicos ha cambiado considerablemente con el paso de siglos; de no ser así, no habría tal coincidencia entre los sistemas.

Los sistemas dogon y budista se dan en lenguas que son fundamentalmente diferentes entre sí, lo que implica que ninguna de las dos adoptó en conjunto su sistema cosmológico de la otra, ya que los sistemas no están expresados con las mismas palabras. Los términos budistas tienen su origen en el sánscrito, mientras que —según hemos demostrado en nuestros estudios— los términos dogon reflejan coherentemente las antiguas pronunciaciones y significados egipcios. Sin embargo, gracias a la forma en que se estructura la tradición  de la creación, podemos correlacionar objetivamente los conceptos budistas y dogon. Este proceso de correlación viene facilitado por un rasgo muy importante de los antiguos términos cosmológicos: cada uno conlleva al menos dos definiciones distintas. Lógicamente, estas definiciones están tan distanciadas entre sí que, por el simple hecho de conocer una, no permite normalmente a una persona adivinar las otras. Un ejemplo de estas ambigüedades se encuentra en la palabra dogon Amma, que es el nombre oculto de su dios-creador, y que puede significar comprender”, “sostener” o “establecer”.  Otro ejemplo lo tenemos en el término po, que es el nombre dado a un componente fundamental de materia, y que también puede referirse al concepto de “tiempo primigenio”.  Los valores fonéticos de estas palabras, en combinación con los dos significados lógicamente alejados, nos permiten correlacionar categóricamente estos términos cosmológicos con las antiguas palabras egipcias Amen y pau, respectivamente.

Los lingüistas nos dicen que la simple coincidencia en dos lenguas diferentes del mismo valor fonético con un significado similar no es prueba suficiente para deducir un origen etimológico común para las dos palabras. Esto es así a causa del relativamente reducido número de valores fonéticos utilizados por la mayor parte de lenguas habladas, lo que  permite manifiestamente que las posibilidades de coincidencia sean muy grandes. Sin embargo, al incluir en nuestras comparaciones una segunda definición —aparentemente sin conexión—  en ambas lenguas, las posibilidades estadísticas de relación entre las palabras se hace casi segura. No obstante, en el caso de nuestras cosmologías, esta relación entre palabras no se define por la etimología tradicional de un lingüista, sino que más bien se presenta dentro del contexto de lo que parece ser una tradición de la creación compartida. El mismo conjunto coherente de pruebas que nos permite correlacionar un símbolo, un ritual, una deidad o una forma arquitectónica entre culturas puede ser aplicado fundamentadamente a estas palabras. A menudo estas comparaciones entre palabras se sustentan en pruebas adicionales, como la conexión de la palabra en cada cultura a un dios mítico que posee un lugar concreto dentro de un panteón mítico, o al que se le atribuye la realización de actos específicos en ambas culturas. Asimismo, algunas veces ambas palabras están asociadas a la misma forma o figura dibujada.

La cosmología dogon se nos presenta con un sistema completo de palabras cosmológicas bien definidas que —como rasgo evidente de la tradición de la creación— muestra este tipo de dobles o múltiples significados. En cada caso, a pesar de que los Dogon no tienen una lengua propia escrita, hemos sido capaces de asignar la palabra dogon a una probable pareja fonética en la lenguaje jeroglífico egipcio. Sin embargo, dado que el núcleo de la tradición de la creación descansa sobre términos conceptuales y no en cómo esos términos se expresan en última instancia en una lengua específica, se puede aplicar un conjunto similar de correlaciones a otras tradiciones similares —como el budismo— a veces independientemente de los valores fonéticos utilizados para pronunciar esas palabras.

Ceremonia dogon
La prueba más rotunda de un antiguo plan de transmisión de la civilización se remonta a un periodo alrededor del 3000 a.C.  Cuanto más nos ceñimos a esa fecha en nuestros estudios, mayor es la concordancia de términos, tradiciones, valores fonéticos originales, palabras, y símbolos que encontramos habitualmente entre las culturas. De algunas de ellas, incluso, no se tenía la conciencia de que hubieran existido siquiera. Una tradición de tal extensión salió a luz como resultado de nuestros esfuerzos para correlacionar los términos cosmológicos dogon y egipcios. Es sabido que cada cincuenta años los Dogon celebran un gran festival de la estrella Sirio conocido como Sigi o Sigui. Asociamos el término Sigi con la palabra egipcia skhai, que quiere decir “celebrar un festival”. Las tribus de cazadores que habitaron Egipto antes de la Primera Dinastía (los antepasados de los beréberes de nuestros días) son conocidos en conjunto como los Amazigh. Como muchas palabras antiguas, vemos esto como un término compuesto, que a nuestro parecer combina el nombre de un dios-creador norteafricano Ama o Amma con una palabra que quiere decir “celebrar”.  Unidos, el término parecería reflejar el nombre de la antigua deidad que fue reverenciada con el mayor respeto por aquel grupo de tribus.

Una convención similar parece aplicarse a la tribu sacerdotal Na-Khi o Na-xi, quienes residen en la remota zona fronteriza entre el Tíbet y China y son los custodios de la última lengua jeroglífica que sobrevive en el mundo. Argumentamos en The Cosmological Origins of Myth and Symbol (“Los orígenes cosmológicos del mito y el símbolo”) que el término Na, que puede significar “madre” en la lengua Na-Khi, se refiere a una diosa madre similar a Neith, y que el fonema complejo que alternativamente se transcribe como Khi o Xi (que significa “celebrar”) refleja nuevamente el sigi/skhai dogon y egipcio. Si es así, entonces el término combinado —una vez más designado como el nombre de la tribu— comportaría el significado esperado de “celebra a Na”.  Encontramos una convención similar en la antigua China conectada a los términos permutables Fu-xi o Pau-xi, que datan aproximadamente de esta misma época, hacia el 3000 a.C.. Los investigadores tradicionales de la cosmología china discrepan sobre si estos términos se refieren a un individuo divino, a una serie de emperadores míticos, o a una tribu antigua. El término Fu se refiere al concepto cosmológico de “los cuatro”, que es la base de la mayor parte de la cosmología antigua china, mientras el término Pau representa un componente fundamental de materia que es definida dentro de nuestro antiguo plan cosmológico. Tanto uno como otro término cumplen nuestro requisito simbólico para el nombre de una tribu sacerdotal que preservó aspectos de esta misma tradición de la creación.

Si tales convenciones en los nombres fueran de hecho un rasgo común del plan civilizador en tiempos antiguos, sería factible hallar términos similares conectados a otras tribus o grupos contemporáneos. Conforme a esta visión, encontramos el nombre antiguo de Egipto Mera, que combina el jeroglífico de la palabra egipcia para “amor” (mer) con el nombre de una deidad principal egipcia (el dios del sol Ra), lo que nos conduce al significado “ama a Ra”. Mirado de una perspectiva similar, Yahuda era el antiguo nombre atribuido a las tribus hebreas. Yah es un nombre habitual de Dios en el Judaísmo, y la palabra hebrea huda significa “alabar”; tomados juntos, expresan el concepto de “alaba a Yah”. 

Descubrimos una convención similar en el nombre de la tribu norteafricana Mande, que, a partir de los significados de las palabras de la propia lengua Mande, nos lleva al sentido de “los hijos de Ma”.  Incluso en un lugar tan lejano como Nueva Zelanda encontramos la tribu indígena maorí, que conserva una tradición esotérica que, según las detalladas descripciones de Elsdon Best, era bastante similar a la de los Dogon. La antigua tradición maorí definía en los mismos términos que los Dogon un componente fundamental de materia  llamada po. Nuevamente interpretamos el término maorí como un compuesto de dos palabras que significan “abraza a Ma”. Una vez que hemos reconocido esta evidente convención, se hace posible identificar las tribus antiguas que probablemente compartieron nuestro mismo antiguo plan cosmológico, basado simplemente en la forma de su nombre.

Granero dogon
Un concepto central en nuestra tradición antigua es la noción filosófica de cómo, durante los procesos de creación, la unidad crea la multiplicidad. De hecho, la geometría que refleja expresamente este proceso se encuentra en el núcleo del plan de los casi idénticos antiguos santuarios rituales que sirven como magníficos símbolos tanto para la tradición de la creación dogon como para la budista: el granero dogon y el stupa budista. Estos santuarios se fundan sobre un plan básico semejante que viene definido por una serie de figuras geométricas. La primera figura geométrica que podemos evocar es la representación de una especie de reloj de sol; consiste en un círculo que un iniciado traza alrededor de un palo central o gnomen. La figura resultante permite al iniciado seguir las horas del día y medir la duración del día. El siguiente paso en la geometría es marcar las dos sombras más largas del día creadas por el gnomen, por la mañana y por la tarde, en los puntos en los que cruzan el círculo. La línea que tracemos entre estos dos puntos automáticamente tomará una orientación de este/oeste, y facilitará así la alineación del santuario a los cuatro puntos cardinales. Esta línea pasará por el gnomen dos días del año, en las fechas de los dos equinoccios; desde ese punto se irá alejando progresivamente del gnomen hasta la fecha del siguiente solsticio.  

El trazado sistemático de esta línea y la observación de su movimiento permite al iniciado seguir las estaciones del año, medir la duración total de un año y predecir las fechas de los próximos solsticios y equinoccios. Desde la perspectiva de un plan civilizador, estos instrumentos de medición del tiempo pueden considerarse como el prerrequisito para una agricultura eficiente, cuya implantación depende del conocimiento proactivo del agricultor de la progresión de las estaciones, del ritmo de los cambios estacionales de la climatología y de la comprensión correcta de cuándo sembrar y cuándo cosechar.

Visto de este modo, vemos que la base circular de estos santuarios rituales orientados evocan la misma forma que el jeroglífico del sol egipcio, el jeroglífico del sol chino y el jeroglífico del sol tibetano Na-Khi, que vienen a simbolizar el mismo conjunto de conceptos tradicionalmente asignados a esos jeroglíficos: el sol, el día, y los conceptos simbólicos del tiempo en general. Además, estas asociaciones refuerzan varias nociones importantes: la primera es que los símbolos y los conceptos cosmológicos precedieron considerablemente al advenimiento de lengua escrita en estas culturas; la segunda es que ciertas formas significativas ya definidas dentro del contexto cosmológico pudieron haber sido adoptadas como jeroglíficos de las lenguas escritas más tempranas; la tercera es que, al menos en cuanto al jeroglífico del sol en sí mismo, los conceptos asociados con la forma en la cosmología parecen haberse incorporado al simbolismo del jeroglífico en las lenguas escritas.

Escritura jeroglífica egipcia
Otro rasgo curioso de las lenguas escritas más antiguas es que muchas de ellas —como el antiguo jeroglífico egipcio y el hebreo antiguo— no incluyeron vocales escritas, y por tanto la pronunciación correcta de cada una de las palabras puede ser incierta. Aunque muchos investigadores creen que los signos de la lengua egipcia jeroglífica eran principalmente de naturaleza fonética (como las letras de nuestro alfabeto, que  conllevan una pronunciación fonética) no parece probable que se hubieran requerido más de 4.000 signos jeroglíficos para representar los cerca de 40 valores fonéticos que encontramos en la mayor parte de lenguas escritas. Y aún parece más sorprendente que una lengua, de haber estado basada en la fonética, omitiera la escritura de vocales, que son los valores fonéticos esenciales para la pronunciación correcta de cualquier palabra escrita.

Nuestro ejemplo del jeroglífico del sol sugiere que, al menos en un nivel, los primeros jeroglíficos egipcios estaban destinados a representar conceptos. Para ilustrar cómo podría haber funcionado una lengua basada principalmente en conceptos, más que en la fonética, examinemos la estructura de la palabra jeroglífica egipcia met, que significa “semana”. Estructuralmente es una palabra muy directa, formada solamente por dos jeroglíficos. El primero es el signo jeroglífico del sol, un círculo con un punto central, de cuyo simbolismo ya hemos hablado. El segundo se parece a una U invertida y representa el número egipcio 10. Cuando observamos la palabra desde una perspectiva conceptual, más que fonética, se hace evidente que el término conlleva el significado simbólico de “diez días”, la definición real de la antigua semana egipcia. La forma de la palabra representa una verdad efectiva sobre la vida de los antiguos egipcios que de otra manera no hubiéramos podido entender, la duración real de una semana en días. 

Asimismo, cuando interpretamos la palabra basada simbólicamente en los conceptos asociados con su signo —esto es, al sustituir conceptos por signos para formar una frase simbólica— nos damos cuenta de que se no requiere ninguna vocal para analizar su significado, y por tanto no se incluye ninguna explícitamente. Así, la propuesta es que cualquier lengua escrita que omitió sistemáticamente las vocales pudo haber sido originalmente de naturaleza simbólica o conceptual.

Basándonos en lo que encontramos con la palabra egipcia met, confrontamos nuestra noción de lengua conceptual con otras palabras egipcias cuyos significados también contenían conceptos de tiempo y que utilizaban el mismo jeroglífico del sol. En cada caso, fuimos capaces de producir una definición razonable para la palabra simplemente  substituyendo conceptos por signos. La palabra para “mes” se define esencialmente como el período de un “día” lunar, el tiempo de órbita de la luna alrededor de la Tierra. La forma de la palabra “estación” nos informa que los antiguos egipcios observaron tres estaciones, como así fue. En última instancia se hizo claro que el patrón definido por nuestros ejemplos de palabras se repite de modo comprensible para prácticamente cada término cosmológico que correlacionemos entre la lengua dogon y la egipcia.

Texto jeroglífico con determinativos
Una vez que comenzamos a estudiar las palabras egipcias desde un punto de vista conceptual, se presentaron nuevas explicaciones para otros rasgos de la lengua. Por ejemplo, los egiptólogos durante mucho tiempo se han preguntado el motivo de incluir signos adjuntos no pronunciados en ciertas palabras jeroglíficas egipcias. Estos jeroglíficos no parecen funcionar realmente como factores determinativos; por ejemplo, la figura adjunta de un dios o una diosa que identifica el nombre de una deidad. Desde la perspectiva del egiptólogo tradicional, estos jeroglíficos no pronunciados, cuyas imágenes a menudo se relacionan con la palabra en sí misma, son “dibujados en la palabra para dar énfasis”. Pero cuando interpretamos el jeroglífico de la palabra conceptualmente, se hace evidente que la frase simbólica formada por los principales jeroglíficos de la palabra parece definir el concepto simbólico tradicionalmente asociado con el jeroglífico adjunto. 

Por ejemplo, la palabra egipcia “agarrar” incluye el jeroglífico adjunto de un puño apretado. Difícilmente la asociación simbólica entre el significado de palabra y el jeroglífico podría ser más próxima. Desde nuestra perspectiva, estas palabras nos ofrecen una definición conceptual para el jeroglífico adjunto. Esta noción, una vez asimilada, nos proporciona un mecanismo con el cual establecer definiciones conceptuales para multitud de antiguas formas jeroglíficas egipcias, y podemos alegar que estas definiciones se fundamentan sobre la autoridad de la propia lengua jeroglífica egipcia.

Finalmente, esta visión de la naturaleza conceptual de la lengua jeroglífica egipcia tomó el aspecto de una firma de nuestra tradición de la creación. Lo que queremos expresar con ello es que interpretamos la presencia de un sistema antiguo de escritura en otra cultura que muestra estos mismos atributos como señal de la probable influencia de la misma antigua tradición de la creación. Y así, cuando comenzamos a examinar las tradiciones de la creación de la antigua China y encontramos la palabra china “semana” escrita con signo del sol chino y el número 10 chino, podemos proseguir con un alto grado de confianza, sabiendo que probablemente encontraremos otras pruebas patentes del mismo sistema cosmológico que hemos encontrado en otras grandes culturas antiguas que hemos estudiado.

 © Laird Scranton 2012






[1] Los Dogon son una tribu primitiva de nuestros días de Malí, en una remota región del noroeste de África.