Podríamos suponer, con la mejor de las intenciones, que la
ciencia es una actividad protagonizada por personas sabias e íntegras que
buscan de forma desinteresada las explicaciones y respuestas correctas sobre el
mundo que nos rodea. Sin embargo, la propia experiencia sobre la condición
humana nos muestra que los vicios y defectos de cualquier persona también se
reproducen en el ambiente científico. Así pues, no es de extrañar que los científicos
falten a la verdad unas veces de forma inconsciente (esto es, sin ánimo de
engañar a los demás, si bien con un cierto autoengaño) y otras veces a
sabiendas de que están actuando de forma ilícita, o sea, cometiendo un fraude.
En el caso de la arqueología, estas actuaciones dolosas tuvieron una especial incidencia en los gloriosos primeros tiempos de esta ciencia, cuando el arqueólogo era, más allá de su rol como científico, una especie de héroe romántico que rescataba valiosas reliquias del pasado. En efecto, la arqueología del siglo XIX y principios del XX constituía un escenario en el que casi todo estaba por hacer y en que cada nuevo descubrimiento abría nuevas puertas a la configuración de un pasado todavía ignoto. Y dada la gran fascinación que ejercía entre la gente esta nueva disciplina que maravillaba por sus continuos hallazgos, no es impensable que algunos de estos pioneros de la arqueología pudieran caer en la tentación de “crear” piezas excepcionales para obtener fama y reputación.
A este respecto, es oportuno señalar que en aquella época la carrera por ser los primeros o los mejores en alcanzar determinadas metas provocaba no pocas envidias, disputas y recelos de tipo profesional e incluso personal. Así, mientras que algunos arqueólogos se convertían en auténticas figuras o “divos”, otros, celosos de los éxitos ajenos, deseaban obtener a toda costa su cuota de prestigio, dinero y posición. Esto no implica, lógicamente, que todos estos profesionales recurriesen al engaño o al fraude para cumplir sus fines, pero sí a menudo a prácticas poco rigurosas –hasta podríamos decir agresivas– en la actividad arqueológica, por no hablar de la comisión de ciertas irregularidades en el uso o destino posterior de las piezas halladas.
En el caso de la arqueología, estas actuaciones dolosas tuvieron una especial incidencia en los gloriosos primeros tiempos de esta ciencia, cuando el arqueólogo era, más allá de su rol como científico, una especie de héroe romántico que rescataba valiosas reliquias del pasado. En efecto, la arqueología del siglo XIX y principios del XX constituía un escenario en el que casi todo estaba por hacer y en que cada nuevo descubrimiento abría nuevas puertas a la configuración de un pasado todavía ignoto. Y dada la gran fascinación que ejercía entre la gente esta nueva disciplina que maravillaba por sus continuos hallazgos, no es impensable que algunos de estos pioneros de la arqueología pudieran caer en la tentación de “crear” piezas excepcionales para obtener fama y reputación.
A este respecto, es oportuno señalar que en aquella época la carrera por ser los primeros o los mejores en alcanzar determinadas metas provocaba no pocas envidias, disputas y recelos de tipo profesional e incluso personal. Así, mientras que algunos arqueólogos se convertían en auténticas figuras o “divos”, otros, celosos de los éxitos ajenos, deseaban obtener a toda costa su cuota de prestigio, dinero y posición. Esto no implica, lógicamente, que todos estos profesionales recurriesen al engaño o al fraude para cumplir sus fines, pero sí a menudo a prácticas poco rigurosas –hasta podríamos decir agresivas– en la actividad arqueológica, por no hablar de la comisión de ciertas irregularidades en el uso o destino posterior de las piezas halladas.
El hallazgo de Piltdown |
En este contexto de una arqueología todavía joven e
inmadura, la falta de un estricto marco teórico y metodológico (incluso técnico) se presentaba como una oportunidad única para hacer
pasar gato por liebre, siempre que la falsificación fuese mínimamente buena,
por supuesto. El ejemplo paradigmático del fraude académico –citado hasta la
saciedad– es el caso del llamado “Hombre de Piltdown”, un supuesto homínido
descubierto por el arqueólogo amateur Charles Dawson a principios del siglo XX
y que fue considerado en su momento como candidato a eslabón perdido
entre el simio y el humano. Esta farsa catapultó a la fama a Dawson y
sobrevivió como hecho científico durante casi medio siglo hasta que unas
pruebas de tipo físico-químico sobre los huesos y la dentadura del espécimen
desmontaron todo el pastel.
Tablilla de Glozel |
Sin embargo, otros hallazgos (alguno de ellos de no poca
importancia) han quedado en un cierto limbo, en el cual no hay certeza sobre la
autenticidad del objeto en cuestión. Tenemos, por ejemplo, el caso de las famosas
tablillas de Glozel[1], que a día
de hoy no tiene un veredicto claro, pues la comunidad científica siempre se ha
mostrado dividida a la hora de reconocer la autenticidad de los restos. Por
otra parte, desde hace algunos años, y sobre todo con la irrupción del polémico
autor Zecharia Sitchin en el tema, la autenticidad de los graffiti con el
nombre del faraón Khufu hallados por Howard-Vyse en 1837 en las cámaras de
descarga de la Gran Pirámide se ha puesto en tela de juicio. Las últimas
investigaciones del autor británico Scott Creighton al respecto[2]
despiertan aun más sospechas sobre la versión oficial de la Egiptología, que se
mantiene inamovible desde hace más de siglo y medio.
No obstante, si hay un artefacto que despierta aún todo tipo de dudas y conjeturas en el ámbito arqueológico ese es el célebre disco de Faistos (o Festo). Este objeto ha sido escrutado y analizado por docenas de expertos de diversa procedencia durante un siglo a fin de desvelar el significado de su contenido. Durante mucho tiempo los esfuerzos se centraron en estudios de tipo filológico para tratar de desentrañar la supuesta lengua que se escondía detrás de los signos estampillados en el disco de arcilla. Sin embargo, tales esfuerzos han caído siempre en saco roto y de hecho es bien posible que esa vía interpretación no conduzca a ninguna parte. Pero... ¿estamos ante una pieza genuina o ante una hábil falsificación? Lo mejor será empezar por el principio.
No obstante, si hay un artefacto que despierta aún todo tipo de dudas y conjeturas en el ámbito arqueológico ese es el célebre disco de Faistos (o Festo). Este objeto ha sido escrutado y analizado por docenas de expertos de diversa procedencia durante un siglo a fin de desvelar el significado de su contenido. Durante mucho tiempo los esfuerzos se centraron en estudios de tipo filológico para tratar de desentrañar la supuesta lengua que se escondía detrás de los signos estampillados en el disco de arcilla. Sin embargo, tales esfuerzos han caído siempre en saco roto y de hecho es bien posible que esa vía interpretación no conduzca a ninguna parte. Pero... ¿estamos ante una pieza genuina o ante una hábil falsificación? Lo mejor será empezar por el principio.
Yacimiento arqueológico de Hagia Triada |
El disco fue descubierto por el arqueólogo italiano Luigi
Pernier en 1908 en el transcurso de las excavaciones llevadas a cabo en el
palacio de Festo (Hagia Triada, Creta), de la cultura minoica. En cuanto a su
localización concreta, se sabe que fue hallado en la habitación 8 del palacio,
a unos 50 cm. por encima de la roca viva en un estrato de tierra oscura
mezclada con ceniza, carbón y fragmentos de vasijas. Sin embargo, la tierra no
aparecía compacta y contenía artefactos de diversa cronología, en un arco desde
2100 a. C hasta 1100 a. C, si bien la datación final se estableció en 1700 a.
C.
El disco, que actualmente se exhibe en el Museo Arqueológico de Heraklion, es un objeto de terracota más o menos circular (de unos 15 cm. de diámetro), sobre el cual se imprimieron –en ambas caras– diversos símbolos o pictogramas (en total hay 45 signos diferentes). En la cara A se aprecian 123 signos y en la B, 119 y todos ellos están agrupados en una serie de compartimentos o casillas –31 en una cara y 30 en la otra– distribuidas en una banda en forma de espiral. Sobre cómo se realizó la cocción y el estampillado, no hay unanimidad en los estudios: Se ha sugerido que a partir de un fino disco central se añadieron después las dos capas ya impresas. Sobre la impresión, algunos dicen que se imprimieron ambas caras a partir de dos moldes únicos mientras que la opinión mayoritaria coincide en afirmar que se usaron estampillas individuales para cada signo.
El disco, que actualmente se exhibe en el Museo Arqueológico de Heraklion, es un objeto de terracota más o menos circular (de unos 15 cm. de diámetro), sobre el cual se imprimieron –en ambas caras– diversos símbolos o pictogramas (en total hay 45 signos diferentes). En la cara A se aprecian 123 signos y en la B, 119 y todos ellos están agrupados en una serie de compartimentos o casillas –31 en una cara y 30 en la otra– distribuidas en una banda en forma de espiral. Sobre cómo se realizó la cocción y el estampillado, no hay unanimidad en los estudios: Se ha sugerido que a partir de un fino disco central se añadieron después las dos capas ya impresas. Sobre la impresión, algunos dicen que se imprimieron ambas caras a partir de dos moldes únicos mientras que la opinión mayoritaria coincide en afirmar que se usaron estampillas individuales para cada signo.
Disco de Faistos |
Lógicamente, en una época en la que estaba en pleno auge el
desciframiento de antiguas escrituras, casi todo el mundo vio en esta secuencia
de signos un tipo de escritura jeroglífica de una lengua desconocida. A partir
de aquí, la mayoría de expertos coincidían en que se trataba de algún tipo de
“texto”, cuyo contenido o mensaje resultaba del todo incomprensible. Sin
embargo, hasta la actualidad todos los intentos por asignar significados
(ideas) o sonidos a las imágenes estampilladas no han pasado de ser intentos
fallidos o meras especulaciones. Así, se han llegado a sugerir hipótesis de lo
más variopinto para explicar el sentido de los pictogramas: una narración de
aventuras, un poema, una oración, un texto sagrado o mágico, un calendario, un
documento administrativo, un registro de regalos realizados al templo, un
tratado político, una llamada a las armas, una lista de soldados o incluso un
texto para enseñar a leer. Además, nadie ha podido acercarse al supuesto idioma
original del disco, sobre el cual también se han lanzado múltiples hipótesis:
desde el antiguo griego, el minoico, el anatolio, el indoeuropeo o el semítico
hasta opciones rebuscadas como el vasco, el estonio antiguo, el polinesio o el
chino.
Por otro lado, algunos investigadores más o menos heterodoxos prefirieron abandonar la hipótesis lingüística y optaron por otro tipo de interpretación. Entre las diversas propuestas, la que ha ganado bastante adeptos en los últimos tiempos es la de tablero de juego. El fallecido autor alternativo Phillip Coppens defendía precisamente esta tesis en un artículo publicado en el n.º 4 de la revista Dogmacero. Básicamente, lo que Coppens y otros apuntan es que como sistema de escritura, el disco resulta poco creíble, pero como tablero de juego se ajusta más a otros objetos similares de la Antigüedad, y en concreto se pueden apreciar notables paralelismos con cierto juego egipcio llamado Senet. En su artículo Coppens hacía notar lo siguiente:
Por otro lado, algunos investigadores más o menos heterodoxos prefirieron abandonar la hipótesis lingüística y optaron por otro tipo de interpretación. Entre las diversas propuestas, la que ha ganado bastante adeptos en los últimos tiempos es la de tablero de juego. El fallecido autor alternativo Phillip Coppens defendía precisamente esta tesis en un artículo publicado en el n.º 4 de la revista Dogmacero. Básicamente, lo que Coppens y otros apuntan es que como sistema de escritura, el disco resulta poco creíble, pero como tablero de juego se ajusta más a otros objetos similares de la Antigüedad, y en concreto se pueden apreciar notables paralelismos con cierto juego egipcio llamado Senet. En su artículo Coppens hacía notar lo siguiente:
“Curiosamente, en algunos de los tableros de Senet (juego del antiguo Egipto) se imprimían ciertos signos sobre la blanda masa arcillosa antes de la cocción, y tal impresión se hacía con tampones. En otras palabras, mientras que habría sido del todo inusual recurrir al estampillado para imprimir un texto en el disco de Festos, en cambio no sería de ningún modo excepcional el uso del estampillado para grabar signos sobre un tablero de juego. Otro indicio que también apunta en la dirección del tablero de juego proviene de la roseta de ocho hojas, que aparece cuatro veces en el disco. Este signo se encuentra con frecuencia en tableros de juego antiguos, incluidos los que se hallaron en las tumbas reales de Ur en Sumeria, de alrededor de 2500 a. C., varios siglos antes del disco de Festos.”
Tablero y fichas del Senet |
No obstante, el propio Coppens reconocía que existían
algunas diferencias con el Senet original, como por ejemplo, la forma
misma del tablero (el tablero egipcio era rectangular), y que posiblemente el
disco era una adaptación “a la minoica” del juego egipcio. Con todo, se
mostraba bastante convencido de la autenticidad de la pieza y no daba crédito a
las voces críticas que aseguran que el disco no es más que un fraude perpetrado
por el propio Pernier. Así pues, Coppens desdeñaba el trabajo del especialista
en falsificaciones antiguas Jerome M. Eisenberg, considerando que sus
argumentos no tenían ningún valor, ya que otros expertos habían validado la
veracidad de los signos, vistas las semejanzas con otros objetos bien
conocidos.
Llegados a este punto, considero que es de justicia dar voz
a la visión de Eisenberg, valorando sus pros y contras, y teniendo muy en
cuenta que seguimos moviéndonos en las aguas de las conjeturas y no de las
certezas absolutas. En todo caso, hay que destacar que la tesis de Eisenberg[3],
si bien contiene diversos factores especulativos o al menos opinables, se basa
en la observación de ciertas anomalías objetivas de diverso tipo en el
artefacto, que –a su juicio– son demasiadas como para considerarlo una pieza
genuina. Vamos pues a repasarlas.
En primer lugar, Eisenberg recurre al ya mencionado tema de
los celos profesionales, en este caso por parte de Pernier, un “segundón” que
llevaba cierto tiempo excavando en Creta sin pena ni gloria, a la sombra de los
grandes logros conseguidos por su compatriota Federico Halbherr y sobre todo
por el británico Sir Arthur Evans. Para Eisenberg, Pernier deseaba hallar algo
que superara los descubrimientos de Evans en Knossos y no se le ocurrió nada
mejor que crear una reliquia única que dejara a todos con la boca abierta. Lo
cierto es que fue el propio Evans el primer impresionado por el hallazgo del
disco, al que dedicó un largo artículo en la publicación Scripta Minoa[4].
Además, Eisenberg cree que el fraude también estaría justificado por la
necesidad de Pernier de obtener más fondos de los patrocinadores para proseguir
las excavaciones, y un hallazgo espectacular ayudaría mucho en este sentido[5].
Claro está que Eisenberg está especulando aquí con el
carácter tramposo de Pernier, pero aporta como posible inspiración para
el fraude el hallazgo de un disco similar en Italia en 1884, el disco de
Magliano, que Pernier conocía bien. Este disco contenía, por las dos caras,
una inscripción etrusca dispuesta en forma de espiral, con lo que las
similitudes con Faistos se hacen evidentes. En cuanto al material, el disco
italiano era metálico, pero Eisenberg considera que Pernier juzgó más apropiado
para su patraña recurrir a la arcilla, un material típicamente usado en Creta
para grabar los textos. Aparte de esta fuente, podría ser que Pernier se
hubiera inspirado en algunos signos sobre objetos cerámicos propiamente
minoicos, como algunos motivos decorativos en espiral de Faistos o ciertos
jeroglíficos hallados en Knossos. Adicionalmente, Jerome Eisenberg afirma haber
identificado a un posible cómplice de Pernier, el falsificador de facto de
la pieza. Se trata de un tal Emile Gilliéron, un gran artista y técnico en restauración
que había trabajado con Evans y que tal vez realizó algunas falsificaciones para
el mercado de antigüedades. Y por si fuera poco, Eisenberg (sin citar la fuente
concreta) dice haber confirmado que Gilliéron estaba presente en el momento del
hallazgo del disco. En fin, sobre toda esta argumentación poco más se puede
decir, pues no se pueden aportar pruebas definitivas, sino más bien sospechas.
Los 45 signos del disco |
En lo que concierne propiamente a los signos estampillados, Eisenberg opina que Pernier elaboró deliberada y concienzudamente una
simbología completamente inédita para sorprender y confundir a los
expertos. El objetivo final, según Eisenberg, sería producir una extraña
escritura (pues todo el mundo asumiría que se trataría de algún tipo de
escritura) imposible de descifrar. Para ello, Pernier habría recurrido no sólo
a motivos de procedencia minoica (entre los que se incluían algunos signos
semejantes al lineal A y al lineal B, escrituras conocidas de la isla) sino a
otros signos o pictogramas de culturas foráneas del entorno mediterráneo, a fin
de completar un complicado puzzle de apariencia jeroglífica. De hecho,
todos los elementos tan particulares (o únicos) que se hallan en el disco
hicieron desconfiar a muchos de la naturaleza inequívocamente lingüística de
los signos, poniendo en duda que detrás de éstos se escondiera una lengua aún
por desvelar. Sobre este punto, el mismo Eisenberg afirma que, aun siendo auténtico
el disco, sería casi imposible descifrar la lengua empleada con una muestra tan
escasa y excepcional, a menos que dispusiéramos de otros textos con el mismo
tipo de escritura. Y, casualmente (o no), tales textos no han aparecido, ni
antes ni después del hallazgo de 1908.
Siguiendo con los argumentos de Eisenberg, podemos
clasificar el resto de las anomalías en dos grandes categorías: por un lado,
las características físicas del objeto, y por otro, el contenido en sí mismo
(los signos). En ambos casos, el autor quiere destacar por encima de todo que
en este objeto se dan excesivas situaciones “raras” o completamente únicas,
empezando por el hecho de que no se conoce ningún otro gran disco de arcilla
estampillado en la Edad de Bronce. En otras palabras, todas las anomalías por
sí solas tal vez podrían pasar por alto, pero sumadas ofrecen un escenario más
que sospechoso.
Así, en lo que se refiere al aspecto de la pieza, Eisenberg
hace notar que el disco tiene el borde perfectamente recto, bien cortado,
cuando lo normal es que no apareciese así, sino más bien dañado por el desgaste
de un uso continuado. Y por si fuera poco, el disco aparece cocido de forma
uniforme, y se sabe que las tablillas de arcilla minoicas sólo resultaron
cocidas por el efecto de los fuegos accidentales que destruyeron los palacios,
no por una cocción a propósito. Asimismo, la disposición de los signos sobre
las casillas –a juicio de Eisenberg– no parece planificada ni bien ejecutada,
dado que los sellos no están todos orientados siempre en la misma dirección. En
su opinión, la secuencia fue inventada sobre la marcha en el mismo momento de
imprimir los signos. Por otro lado, se ha podido constatar que hay hasta 16
correcciones sobre el estampillado del disco; esto es, hasta en 16 ocasiones se
borró un signo y se sustituyó por otro. Tales correcciones resultan excesivas
para un trabajo tan bien elaborado, según Jerome Eisenberg.
Sea como fuere, la mayoría de las suspicacias sobre la
autenticidad del disco recaen no en los aspectos formales sino en el
significado del conjunto de signos estampillados. Eisenberg se hace eco de la
gran confusión existente a la hora de interpretar estos signos tan
excepcionales. Lo primero que le choca es que, a diferencia de otras escrituras
de tipo jeroglífico, bastantes de los pictogramas del disco son notablemente
naturalistas en vez de esquemáticos, y constituyen un sistema que parece que
sólo fue usado una vez en este objeto. Dicho de otro modo, es una escritura
única que aparece plenamente desarrollada, pero que no tiene precedente ni
continuación. Y lo que también es desconcertante es la mezcla o síntesis de
motivos iconográficos, algunos de origen cretense y otros procedentes de otras
culturas, mientras que unos pocos simplemente parecen inventados.
Escritura Lineal B |
Entretanto, los expertos nunca han podido ponerse de acuerdo
acerca de la naturaleza intrínseca de los signos: ¿eran palabras, ideogramas,
sílabas o letras? A este respecto, Eisenberg recoge una interesante aportación
de Louis Godart (profesor de filología micénica en la Universidad de Nápoles),
que cree que 45 signos son demasiados para un alfabeto y demasiado pocos para
ser una pictografía[6]. La
hipótesis de una pictografía resulta además poco consistente por las diversas
repeticiones que se observan en el disco y porque se precisarían centenares o
miles de signos para representar el lenguaje y un sistema de escritura a partir
de estampillas sería impensable en tal caso. Con estos precedentes queda
abierta la posibilidad de un silabario (como era el Lineal B, la única
escritura descifrada de las tres halladas en Creta), pero sin ningún otro argumento
que permita avanzar en esta línea.
Finalmente, Eisenberg realiza un análisis de los posibles paralelos a esta escritura que se han hallado en otros artefactos. Así pues hace mención del hacha doble de Arkalochori, el anillo de oro de Mavro Spilio, la piedra del altar de Malia y el disco de Vladikavkaz. En estos casos, y según la opinión de varios expertos, estas piezas sólo contienen algunos signos similares a los del disco de Faistos o ni siquiera resultan comparables y, lo que es peor, en el caso de Mavro Spilio y de Vladikavkaz existen serias sospechas de que se trate de obras falsificadas.
Finalmente, Eisenberg realiza un análisis de los posibles paralelos a esta escritura que se han hallado en otros artefactos. Así pues hace mención del hacha doble de Arkalochori, el anillo de oro de Mavro Spilio, la piedra del altar de Malia y el disco de Vladikavkaz. En estos casos, y según la opinión de varios expertos, estas piezas sólo contienen algunos signos similares a los del disco de Faistos o ni siquiera resultan comparables y, lo que es peor, en el caso de Mavro Spilio y de Vladikavkaz existen serias sospechas de que se trate de obras falsificadas.
Para concluir, vemos que a lo largo de un siglo docenas de expertos –por no hablar de algunos iluminados que han querido ver cosas del todo estrambóticas en el disco– no han podido dar con la clave que permitiese descifrar los signos, y ello ya debería ser un dato significativo. ¿Qué clase de lengua era aquella que estaba representada por unos signos únicos en muchos aspectos y que además estaban estampillados, frente a la conocida costumbre local de escribir textos mediante incisiones sobre la arcilla? ¿Y por qué que sólo había aparecido tal escritura en Hagia Triada? Unos pocos se empezaron a preguntar si el disco realmente contenía un texto o bien era “otra cosa”.
De ahí que Coppens rechazara la visión convencional y apostara por la hipótesis del juego, que no carece de base, aunque sea más bien frágil. De todos modos, nunca se han hallado las fichas que deberían acompañar a este juego, ni sabemos cómo se pudo jugar (si es que era una variante del Senet). Tampoco se han encontrado los sellos que sirvieron para estampillar las figuras ni se han encontrado otros discos semejantes.
Con todo, examinando los argumentos aportados por Eisenberg, vemos que no sólo la interpretación centrada en la escritura es muy forzada sino que cualquier otra interpretación situada en un contexto antiguo resulta muy problemática, y todo ello nos conduce a una fundada sospecha de fraude. Eisenberg acaba su alegato refiriéndose a lo que sería la prueba definitiva para despejar todas las dudas: realizar un análisis de termoluminiscencia[7] a la pieza para datar con cierta precisión el momento en que fue cocida. Yo personalmente comparto este punto de vista, pues no creo que haya otro camino más directo para acercarnos a la verdad, acudiendo a una prueba procedente de la ciencia empírica en vez de seguir dando vueltas a las hipótesis filológicas. Sin embargo, las peticiones de Eisenberg de efectuar tal prueba han obtenido la negativa de las autoridades museísticas que custodian el disco, supuestamente para no dañar una pieza única.
Y, en fin, estamos muy posiblemente ante otro gran fraude cometido dentro de la comunidad académica, que lamentablemente se ha perpetuado hasta nuestros días por diversas razones. Y, paradojas de la arqueología, mientras que un simple disco de arcilla se quiso hacer pasar por un documento excepcional de la Antigüedad, otra pieza notablemente extraña y única, el mecanismo de Antikhytera, nunca despertó sospechas pese a ser un objeto infinitamente más complejo y avanzado (hasta el punto de ser considerado un oopart) por la simple razón que las circunstancias del hallazgo y los estudios posteriores encajaban en un contexto histórico-arqueológico fiable. Y es que en ciencia pueden quedar muchas incógnitas por despejar, pero cuando se trabaja con seriedad, método, rigor y honestidad la verdad acaba por salir a la superficie.
© Xavier Bartlett 2014
Fuente imágenes: Wikimedia Commons
Fuente imágenes: Wikimedia Commons
[1] Se trata de
un conjunto de tablillas de arcilla halladas en 1924 por un campesino en la
localidad de Glozel (cerca de Vichy, Francia). Estas tablillas presentaban unos
signos a modo de escritura que nunca han podido ser descifrados. En cuanto a su
antigüedad, las dataciones absolutas realizadas en los años 70 mostraron
que las tablillas se remontarían aproximadamente al 600 a. C.
[2] Véase el
artículo de S. Creighton (“Howard Vyse: ¿héroe o villano?”) publicado en la
revista Dogmacero n.º 5. Próximamente Dogmacero publicará las nuevas pruebas
aportadas por Creighton, todavía inéditas, que podrían reforzar la tesis del
fraude.
[3] Véase el
artículo de Eisenberg “The Phaistos disk: a one hundred-year-old hoax?” en la
revista Minerva, volumen 19, número 4, julio-agosto 2008, páginas 9-24.
(Esta publicación está disponible en Internet). En el siguiente número (vol. 19-05),
Eisenberg añadió algunos datos y comentarios adicionales.
[4] Cabe
señalar, empero, que la primera publicación sobre el disco fue, por supuesto,
del propio Pernier, en italiano, un artículo de nada menos que 48 páginas (“Il
disco di Phaestos con caratteri pittografici”, en la revista Ausonia,
n.º 3, 1908). En este trabajo Pernier apostaba por el origen local del objeto y
por la naturaleza ritual de su contenido.
[5] No debe ser casual
que Sitchin y otros hayan acusado a Richard Howard-Vyse exactamente de lo mismo:
ante la urgencia de conseguir financiación, Vyse habría falsificado el supuesto
sarcófago de Menkaure (cosa que está demostrada) y los cartuchos de Khufu en
las cámaras de descarga.
[6] Según el
dictamen de Godart, la escritura del disco no se correspondería con el entorno
cultural minoico, ni tendría relación directa con las escrituras jeroglífica,
lineal A y lineal B, propias de la isla; en suma, se trataría de un producto
completamente foráneo.
[7] Técnica de datación
absoluta empleada en arqueología para datar los objetos sometidos a calor, como
la cerámica, y que permite datar objetos de hasta unos 200.000 años como máximo.
Por cierto, es un método que se ha usado habitualmente en los museos para verificar
la autenticidad (o sea, antigüedad) de las piezas cerámicas expuestas.