Giordano Bruno |
A lo largo de los siglos, y muy especialmente en la
civilización occidental, ha existido una constante pugna entre el mundo de las
creencias –llámese si se prefiere religión– y el conocimiento propiamente
científico. No es preciso recordar que en esta pugna los investigadores más
audaces fueron objeto de marginación o persecución y en muchos casos de juicio
y condena (llegando incluso a la muerte en la hoguera) por expresar opiniones
contrarias a lo que dictaba la autoridad religiosa. La lista de científicos
represaliados o ejecutados es muy larga e incluye nombres tan notables como
Galileo Galilei, Miguel Servet o Giordano Bruno. Por supuesto, sería muy
inocente decir que se trataba de una cuestión meramente religiosa, pues de hecho
el poder político y el religioso, y podríamos añadir el económico para
completar el círculo, han ido de la mano desde el inicio de la civilización
hasta hace no demasiado tiempo. Dicho de otro modo, la élite dominante siempre
se ha esforzado en controlar las ideas y el saber científico para seguir
manteniendo el statu quo imperante.
Frente a estos sombríos antecedentes, se supone que en los dos últimos siglos la humanidad ha progresado en todos los ámbitos y la ciencia empírica se ha abierto paso frente a las creencias y supersticiones hasta el punto de crear un marco de plena libertad para el avance del saber. Así pues, en nuestro mundo moderno la antigua Inquisición o cualquier otro sistema de imposición de ideas por autoridad divina ya está bien enterrado. ¿Pero es así realmente?
Frente a estos sombríos antecedentes, se supone que en los dos últimos siglos la humanidad ha progresado en todos los ámbitos y la ciencia empírica se ha abierto paso frente a las creencias y supersticiones hasta el punto de crear un marco de plena libertad para el avance del saber. Así pues, en nuestro mundo moderno la antigua Inquisición o cualquier otro sistema de imposición de ideas por autoridad divina ya está bien enterrado. ¿Pero es así realmente?
Bueno, a estas alturas es obvio que nadie es enviado a la
hoguera ni sometido a torturas, pero habría que revisar qué ha ocurrido en los últimos
tiempos con muchísimos científicos cuya investigación ha sido parada, marginada
o desestimada recurriendo a los más diversos argumentos o estrategias para que
su trabajo no viera la luz o no pudiera progresar. Y en este campo tenemos
ejemplos tan duros como el del alemán Wilhem Reich, cuya investigación sobre el
orgón le acabó pasando una onerosa factura: sus libros fueron quemados y él
mismo fue enviado a la cárcel, donde falleció al cabo de poco tiempo. ¡Y esto
en pleno siglo XX y en los Estados Unidos, supuesto paraíso de las libertades!
En este punto es lícito preguntarse cuál es el papel de la
ciencia “oficial” hoy en día con respecto a las visiones alternativas (o
heréticas) y si en cierta forma no se está reproduciendo la tremenda
intransigencia de antaño, pero ejercida de forma mucho más sutil. Sobre esta
cuestión, es oportuno destacar que muchos autores alternativos acuden a la
famosa cita de Schoppenhauer acerca del triunfo de las nuevas ideas: primero se
las ignora por completo, luego se las ridiculiza y cuando todo esto falla se
las ataca ferozmente. Y finalmente, tales ideas acaban siendo aceptadas como
del todo evidentes.
En cierto modo, la ciencia moderna, incluida la historia y
la arqueología, ha funcionado de esta manera, pues la primera reacción ante las
propuestas alternativas consiste en no considerarlas, al estar fuera del terreno
de juego (o sea, la cancha científica académica). Sin embargo, a veces
tales propuestas llegan al gran público y entonces algunos académicos se toman
la molestia de ridiculizarlas, calificándolas directamente de pseudociencia,
patrañas o productos para ganar algún dinero pero sin ningún valor científico.
De todos modos, si el debate social sobre estas ideas heréticas prosigue, y
además provoca el despertar de una minoría de científicos críticos, entonces se
cargan las armas y se pasa a un estadio de persecución y ataque. Es en este
punto cuando se construyen los sesudos contra-argumentos para poner de
manifiesto los errores, manipulaciones y tergiversaciones de la visión
alternativa, llegando en algunos casos al empleo de consideraciones ad
hominem, que por supuesto no tienen nada de científicas y son del todo
inadmisibles.
Claro está, y es apropiado remarcarlo, que esta animosidad
no es propia del estamento académico y que no podemos convertir este
enfrentamiento en una lucha de buenos y malos. Es de justicia afirmar
que algunos científicos aceptan de buen grado un debate abierto y constructivo
con los investigadores independientes, si bien suelen mantener muy
estrictamente su visión ortodoxa para desmontar el argumentario alternativo. Y,
por otra parte, a veces ciertos autores
alternativos despotrican contra todo el mundo académico, calificándolo de
falso, corrupto o autocomplaciente, y metiendo a todos los expertos en el mismo
saco de indeseables, o sea reproduciendo las mismas conductas que dicen
criticar. En efecto, a la hora de la verdad, cuando se analizan los trabajos y
la trayectoria de unos y otros, vemos que los errores, defectos y vicios
típicamente humanos no están de un solo lado.
Si recurrimos ahora al marco de las revoluciones científicas
acuñado por Thomas Khun, es bueno recordar que cuando un paradigma establecido
es atacado, este se defiende a fin de mantener su validez. Por este motivo, es
del todo lícito y normal que los científicos “oficialistas” opinen y critiquen
–siempre que lo consideren conveniente– las ideas o teorías que no concuerdan
con el paradigma imperante. No se trataría pues de ejercer una labor de
“inquisición” o “censura” ni de nada por el estilo, sino de informar a la
sociedad (aunque sea bajándose del sacrosanto pedestal científico) de por qué
una determinada propuesta alternativa no se ajusta a los criterios científicos
comúnmente aceptados y debería ser desechada. Esto puede estar especialmente
indicado en los casos en que la propuesta no es que sea errónea, mal enfocada o
mal construida, sino que se trate directamente de un fraude, esto es, de un
acto de mala fe que puede merecer no sólo el rechazo moral sino incluso alguna
acción judicial[1].
Para esta tarea, no se debería proceder de manera
autoritaria o dogmática, sino con un ánimo constructivo tendente a mostrar las
carencias o problemas de la visión no convencional, porque la gran mayoría de
la gente no dispone de las claves para interpretar o juzgar correctamente una
determinada afirmación. El objetivo, pues, no debe ser que la propuesta
alternativa sea prohibida de ninguna de las maneras, sino que tenga su
correspondiente contrapunto para que la opinión pública pueda establecer de
forma libre y razonada su juicio. Y ahora viene la pregunta del millón: ¿Se
comporta así el estamento académico de la arqueología o actúa a veces de forma
inquisitorial, recordando los viejos tiempos de la verdad única e indiscutible?
La respuesta a esta pregunta no es fácil, pues la
generalización es enemiga de la verdad. Si atendemos al gran número de
publicaciones o producciones audiovisuales sobre arqueología alternativa,
parece que en efecto tales ideas llegan al público de manera normal (hasta
podríamos decir masiva) y que no hay ninguna campaña orquestada para ocultarlas
o prohibirlas. Además, en muy pocas ocasiones son objeto de duras o exhaustivas
críticas por parte del estamento académico. De hecho, existe una relativamente
escasa bibliografía académica orientada a desmontar las propuestas
alternativas, si bien en Internet se pueden encontrar varios sitios web de los
llamados “escépticos” o “desmitificadores” (en inglés debunkers) que se
dedican a este cometido.
Sin embargo, las situaciones que podríamos denominar
“inquisitoriales”, aunque son pocas, existen, son reales y posiblemente
producen más daño que beneficio a la ciencia establecida, pues muestran un
dogmatismo propio de una secta que defiende una creencia y no admite que
ciertas ideas peligrosas se difundan entre la opinión pública. Y antes
de proseguir, tengo que aclarar que los casos que presentaré a continuación a
modo ejemplo se refieren estrictamente a la relación entre el mundo académico y
los outsiders, pero bien es cierto que dentro del propio campo académico
existe un enfoque uniformitario que podría acercarse a un concepto de
“Inquisición”, por cuanto trata de anular o reprimir las opiniones minoritarias
(a veces muy contrarias al paradigma imperante). No obstante, dado que en este
ámbito hay mucha tela que cortar, dejaríamos este tema para otro artículo.
El primer caso que traigo a colación es el polémico
documental televisivo The mysterious origins of man, una producción de
la cadena norteamericana NBC basada parcialmente en el
libro Forbbiden Archaeology (de Michael Cremo y Richard Thompson) y que
fue presentada por el célebre actor Charlton Heston. Este documental,
que exponía una serie de argumentos y pruebas que ponían en entredicho la
teoría de la evolución en el caso específico del ser humano, se emitió por vez
primera en febrero de 1996. Tras su emisión, que causó un fuerte impacto sobre
la audiencia, se generó inmediatamente una gran controversia social y
científica. Así, una parte importante de la comunidad científica se mostró
indignada por el revuelo producido por un producto pseudocientífico pero la
cosa no fue a mayores. Mientras tanto, muchos profesores de ciencias no pararon
de telefonear al National Center for Science Education
(Centro Nacional para la Enseñanza de la Ciencia) porque sus alumnos, que habían visto
el documental, les hacían preguntas comprometidas que no sabían cómo afrontar.
Sin embargo, la historia problemática de este documental
empezó bastante antes de emitirse. Según relata Michael Cremo, los productores
solicitaron al Museo de Historia
Natural de la Universidad de California (en Berkeley) el permiso para filmar
unas piezas encontradas por el geólogo J. D. Whitney en las minas de oro de
California en el siglo XIX[2].
Tras ampararse en varias excusas (poca antelación de la solicitud, falta de personal
y medios para sacar las piezas del Museo...), los responsables de Museo reconocieron
abiertamente que no iban a permitir la exposición de tales objetos para ser
filmados, lo que obligó a recurrir a fotografías del siglo XIX para mostrar los
objetos en el documental.
Pero esto sería
poco más que un episodio anecdótico si no fuera porque la cadena NBC anunció
que tenía la intención de reemitir este programa dada la expectación generada.
En este momento las críticas de la comunidad científica subieron de tono,
creándose una situación de evidente tensión. Pero a pesar de toda la campaña de
descrédito sufrida, la NBC volvió a emitir el documental. Esta segunda
emisión fue posiblemente la gota que colmó el vaso de la paciencia académica y
a raíz de ello la Dra. Allison R. Palmer, presidenta del Instituto de Estudios
Cambrianos, envió el 17 de junio de ese año un correo electrónico a la
Comisión Federal de Comunicaciones para que dicha comisión castigase a la
cadena NBC por divulgar el programa al público norteamericano. Además, Palmer y
otros científicos pidieron que la NBC se disculpara públicamente y que pagara
una fuerte multa por la difusión de los programas, si bien finalmente la NBC
salió indemne de esta campaña en su contra.
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Michael Cremo en una conferencia |
Con todo, Cremo y
Thompson vieron en esta actuación una especie de persecución ideológica por
parte de la facción más radical del establishment
evolucionista y un atentado a la libre expresión de ideas, que debería ser –en
su opinión– el marco normal para la discusión científica. Desde luego, no hay
que olvidar que en el contexto cultural específico de los EE UU
tiene lugar desde hace décadas una disputa entre la ciencia oficial y la
ciencia paralela de los creacionistas (o fundamentalistas cristianos), con un
gran campo de batalla centrado en el derecho a la enseñanza de las teorías
creacionistas en las escuelas. Este tema ha acabado varias veces en los
tribunales y ha provocado no pocas controversias sociales y políticas, pues el
estamento académico no considera que la libertad de expresión pueda avalar la
difusión de las creencias religiosas como si fueran estudios científicos.
No obstante, detrás de esta extraña lucha entre la Biblia y
Darwin, debería quedar claro –al menos para el observador imparcial– que este
enfrentamiento es más bien una pantalla artificial para proteger de toda
crítica la visión oficial neo-darwinista. Aquí tendríamos que estar hablando de
expresar libremente ideas y argumentos que cuestionen la validez de una teoría
científica, sin que ello suponga apoyar necesariamente posiciones de tipo
religioso[3].
Si los argumentos científicos fuesen tan evidentes y contundentes sobre la
evolución, no se entiende este nerviosismo ni esta actitud persecutoria. Y es
el que el problema seguramente no está en los fanáticos de la Biblia, sino en
las personas que piensan, razonan y evalúan las pruebas. Entre estos podemos
encontrar varios científicos, algunos de ellos de muy notable trayectoria, que
no admiten la veracidad de los postulados oficiales por considerar que faltan a
la verdad del método científico. E incluso plantean directamente que existe una
especie de pensamiento único que funciona de manera muy similar a un sistema de
creencias religioso, que repite sus postulados básicos –no demostrados– como
dogmas de fe y ataca a cualquier crítico tachándolo de no-científico (o
sea, hereje).
Esta actitud hostil del estamento académico evolucionista
ante cualquier crítica la podemos apreciar en otro caso sucedido
aproximadamente en la misma época. Así pues, hemos de referirnos a las
propuestas del periodista británico Richard Milton, especialista en divulgación
científica, que fue un evolucionista convencido durante mucho tiempo. No
obstante, tras 20 años de trabajos empezó a entrever grietas en el edificio
evolucionista y como respuesta a sus dudas escribió en 1992 el libro The Facts of Life: Shattering the Myths of
Darwinism (“Los hechos de la vida: haciendo añicos los mitos del
darwinismo”). En esta extensa obra, Milton defendió argumentos contrarios a los
del paradigma imperante, pero dejó bien claro que él no era un creacionista ni
sostenía convicciones religiosas de ninguna clase.
El pecado de Milton, en realidad, es que sus
propuestas iban más allá de una mera exposición científica; había también una
expresa denuncia de que se estaba incurriendo en un dogmatismo inaceptable. No
es de extrañar que le pusieran en la picota, pues Milton, entre otras cosas,
mantenía que la ciencia no había conseguido aún aportar sólidas pruebas que
respaldasen la teoría de la evolución, que el registro fósil no concordaba con
la gradualidad evolutiva que propugnó Darwin, que la selección natural no era
un mecanismo, sino un proceso de racionalización a partir de los hechos, que la
mutación genética –ya sea por ventaja evolutiva o por azar– no era más que una
necesidad de la teoría neo-darwinista o que algunas características físicas
extremadamente precisas de las especies naturales difícilmente podrían ser
fruto de una mutación espontánea. Y, finalmente, Milton atacaba de forma
inequívoca la manipulación o manera de hacer ciencia por parte de las
autoridades científicas, afirmando que los evolucionistas tienen un eficaz
sistema de censura, de tal modo que los trabajos críticos con el neodarwinismo
no prosperan y los que lo hacen son tachados de creacionistas.
Tras publicar el libro, Milton denunció ser objeto de una especie de caza
de brujas por parte del estamento científico, y muy en particular por el eminente
académico Richard Dawkins, que goza de la más alta reputación dentro del campo
evolucionista. Sin ir más lejos, Dawkins describió el libro de Milton de la
siguiente manera: “sandeces que revelan en casi cada una de las páginas una
completa y total ignorancia de la materia en cuestión”. Incluso llegó al terreno de la descalificación personal, afirmando que Milton era un "chiflado" y "necesitado de ayuda psiquiátrica". Pero lo más
sorprendente de su actitud es que dedicó dos tercios de su escrito crítico no a
refutar los argumentos de Milton, sino a atacar a los editores del libro por su
irresponsabilidad al haber aceptado una obra que se oponía al darwinismo.
![]() |
Richard Dawkins |
Por otra parte, Auriol Stevens, editora del London Times Higher Education Supplement,
había encargado a Milton la redacción de un artículo crítico con los postulados
del evolucionismo. Sin embargo, al anunciarse con antelación la aparición de
este material, a Dawkins le faltó tiempo para escribir a la editora a fin de evitar la publicación del artículo, acusando a
Milton de creacionista. La editora cedió a las presiones y el artículo nunca
vio la luz, pese a que Milton envió una carta a Stevens a modo de apelación. Dicho
de forma simple, Dawkins utilizó su influencia y prestigio para vetar un artículo
de Milton. Como se puede comprobar, al alto sacerdocio científico goza de unas prerrogativas que para sí ya quisieran algunos colectivos con cierto poder, empezando por los políticos.
Cabe señalar que la obra de Milton fue objeto de otras duras
críticas por parte de los expertos, que –puntualmente– recurrieron a algunos
ataques desaforados o ad hominem. Prácticamente todos los revisores de
su obra coincidieron en calificar su trabajo de pseudocientífico. Se le
acusó, entre otras cosas, de no conocer bien la teoría que trataba de impugnar,
de utilizar fuentes obsoletas o dudosas, de usar el pensamiento selectivo, de
no aportar los datos empíricos precisos para sustentar sus proposiciones, de
confundir y relacionar incorrectamente temas biológicos con geológicos, de
recurrir a la paranoia conspirativa, de utilizar como justificación el argumentum ad ignorantiam, y de realizar
acusaciones sin sentido contra la ciencia. Alguna crítica incidía también en el
hecho de que Milton generaba falsas polémicas, creando escenarios que no se
ajustaban a la realidad y después atacándolos. Sin embargo, todo esto forma parte de la crítica,
que puede ser constructiva, destructiva, oportuna o desacertada, pero no es tapar
la boca, cosa que sí hizo el mismísimo Richard Dawkins.
Lo cierto es que desde entonces Richard Milton se ha situado
claramente en la trinchera alternativa y a ojos de la ciencia está
completamente desacreditado. Y bien, para ser justos, hay que reconocer que posiblemente
Milton se equivocó en varios puntos y que creó falsas polémicas, pero su
enfoque era del todo científico y lo único que pretendía era abrir un debate
riguroso sobre un tema que más parecía una fortaleza inexpugnable que una
teoría científica susceptible de ser analizada y criticada (y rechazada, por
supuesto). Sin embargo, visto este caso y el anterior, da la impresión que desde
ciertas posturas intransigentes no se quiere reconocer de ninguna manera que
hay verdaderas alternativas rigurosas al evolucionismo ortodoxo, y que tales alternativas
no tienen nada que ver con lecturas bíblicas sino con argumentos científicos.
A modo de conclusión final podríamos decir que no debemos bajar la guardia ante este especie de pensamiento único
intolerante, que en ocasiones se cree con derecho a evitar que se propague
cualquier otro conocimiento que no sea el oficial. Porque una cosa es trabajar
y difundir los resultados de la investigación científica, y asumir ocasionalmente
un papel crítico ante determinadas propuestas “no oficiales”, y otra cosa bien
distinta es ejercer de credo fundamentalista –eso sí, disfrazado de institución
objetiva, rigurosa y honesta– con la potestad de enterrar las opiniones
inoportunas. De acuerdo, hoy no se quema a nadie, pero dificultar u
obstaculizar de manera torticera la libre expresión del conocimiento
alternativo recuerda bastante a las antiguas prácticas inquisitoriales.
(c) Xavier Bartlett 2014
[1] Por ejemplo,
hace no muchos años una acción de este tipo –la falsificación en Israel de una
inscripción en cierta sepultura (supuestamente de un hermano de Jesucristo) por
parte de un anticuario– supuso el juicio y condena para el perpetrador del
fraude.
[2] Dichas
piezas eran objetos de innegable origen humano, con una supuesta datación
extremadamente antigua, lo que las convertía en ooparts. Según una
publicación de Whitney de 1880, se trataba de diversos útiles de piedra
avanzados –entre los cuales destacaban puntas de lanza y morteros de piedra–
que se habían hallado en estratos profundos bajo gruesas capas de lava
inalteradas, con una datación geológica que oscilaba entre los 9 y los 55
millones de años.
[3] Con todo, la
llamada teoría del diseño inteligente, que también cuestiona los
principios del evolucionismo (pero que no se adscribe a ninguna creencia),
también ha sido acusada de ser un creacionismo encubierto por cuanto defiende
la existencia de una inteligencia suprema que plantea y fabrica de algún
modo los mecanismos de la macroevolución. En general, cualquier alusión
a Dios, o a una conciencia o inteligencia detrás del orden natural, es rechazada
por el estamento darwinista, que en su mayoría se posiciona en un ateísmo
militante.
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