Debo confesar que cuanto más intento explicar nuestra
presencia en este planeta, más incógnitas me surgen, pues más bien parecemos
una gran anomalía o rareza frente al resto del mundo natural. Si descartamos
las explicaciones de los dos extremos, el creacionismo religioso y el
evolucionismo darwinista (para los cuales debemos realizar sendos actos de fe),
apenas nos quedan dos opciones más: el diseño inteligente y el
intervencionismo, y ninguno de los dos tiene sólidas pruebas que pueda avalarlo
más allá de la especulación. En todo caso, ambos coinciden en que el ser humano
es el producto de un proceso inteligente de creación, si bien los
intervencionistas introducen en la ecuación la presencia de una inteligencia
mediadora de carácter extraterrestre, esto es, la aplicación de ingeniería
genética sobre una criatura ya existente. Y, por cierto, aunque parezca una
anécdota, Alfred Wallace –el otro padre del evolucionismo– afirmó que “algún poder inteligente ha guiado o determinado el desarrollo del
hombre”.
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Clásica alegoría creacionista (pintura de la Capilla Sixtina) |
No voy a entrar ahora a valorar
la validez de estas cuatro propuestas o visiones, pero sí al menos poner de
manifiesto que el ser humano presenta una serie de notables diferencias con sus
parientes más próximos que la evolución por selección natural (esa caja
mágica donde casi todo es posible, según decía el biólogo Michael Behe) no
puede explicar satisfactoriamente, porque a menudo entra en contradicción con
sus propios postulados, o porque suele recurrir al inevitable azar –mediante
las consabidas mutaciones aleatorias– para cerrar cualquier discusión, sin que
haya forma empírica de probar que en un remotísimo pasado se produjo tal o cual
mutación, ni qué efectos tuvo.
Ahora bien, para centrar la
cuestión, primero debemos poner al hombre en su contexto natural, que los
expertos de la antropología, la biología y las ciencias naturales sitúan en el
orden de los primates, unos mamíferos placentarios que llevan varios millones
de años sobre el planeta, según el registro fósil observado. La ortodoxa
académica afirma que el primer primate –en su forma más arcaica– apareció hace
unos 55 millones de años. Posteriormente, los primates evolucionarían,
dando lugar a varios subórdenes y familias, y ahí encontramos la familia de los
homínidos[1],
esto es, los primates antropomorfos que comúnmente llamamos simios o monos,
entre los cuales estamos incluidos según la clasificación científica. No
obstante, hay que remarcar que el árbol genealógico completo del ser humano
sigue siendo objeto de discusión, y depende de los nuevos hallazgos paleontológicos,
de los modernos estudios genéticos, o simplemente de las visiones de los
investigadores.
Lo que parece evidente es que al observar
la anatomía de estos primates apreciamos muchas semejanzas físicas con
nosotros, a lo que habría que sumar una coincidencia genética de hasta un 98%
con los chimpancés, porque supuestamente descendemos de un ancestro común. No
obstante, pese a tanta semejanza, hay un punto en que el abismo que separa a
los humanos de nuestros parientes resulta difícilmente explicable según
factores evolutivos. Vamos pues a analizar de forma resumida algunas de estas
“distorsiones” del Homo sapiens, que muchos autores alternativos han
sacado a la luz para poner en aprietos a los evolucionistas, e incluso –como
hemos mencionado– para avalar la supuesta intervención de seres de otros
mundos.
El salto súbito frente al gradualismo
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S. J. Gould |
La teoría evolucionista siempre ha
preferido con mucho el llamado uniformismo o gradualismo frente
al catastrofismo; esto es, la evolución actúa lentamente a lo largo de millones
de años, con pequeños cambios graduales que se van acumulando en el marco de la
selección natural hasta provocar la aparición de nuevas especies a partir de
las viejas. Sin embargo, un reputado experto en evolución como Stephen Jay
Gould empezó a dudar de este mecanismo ante la evidencia negativa del registro
fósil (por otra parte, muy escaso e interpretable) y propuso que podían darse
cambios súbitos en momentos determinados a causa de unas circunstancias
ambientales excepcionales[2].
Y es en este escenario
“excepcional” donde encajaría mejor el hombre: los propios antropólogos no se
explican el rápido avance del ser humano frente a sus parientes, cuando el gran
paquete de macrocambios (a través de las mutaciones) que afectó al hombre
debería haber tenido lugar a un ritmo pausado de varios cientos de millones de
años[3].
Sin embargo, todo indica que el ser humano se habría visto “beneficiado” por
una fortuita y rápida cadena de mutaciones que se acumularon en pocos millones
o cientos de miles de años, mientras que sus parientes se estancaron
completamente. En suma, ningún científico tiene las claves de cómo y por qué se
produjo el proceso de hominización ni su fulgurante desarrollo, ni tampoco por
qué los otros primates antropoides se quedaron al margen, si convivieron en el
mismo marco espacio-temporal.
Características anatómicas y genéticas únicas
Todos los primates –incluido el hombre–
compartimos un conjunto de características físicas, al pertenecer a un tronco
común. No obstante, está claro que deben existir otros rasgos anatómicos que
hagan única o diferenciada a cada especie, y aquí es cuando surgen unos datos
muy interesantes. A inicios del siglo XX, el antropólogo británico Arthur Keith
–plenamente imbuido en el credo evolucionista– comprobó que el ser humano se
apartaba bastante de ese tronco común, pues sus particularidades únicas (que él
llamó caracteres genéricos) superaban con mucho al resto de primates.
Así, por ejemplo, el gorila tiene hasta 75 rasgos propios; el chimpancé, 109; y
el orangután, 113. En cambio, el ser humano tiene nada menos que... 312.
No somos tan similares a los chimpancés |
Cabe insistir otra vez en el
altísimo porcentaje de coincidencia genética con nuestros parientes más
próximos, lo que todavía hace más sorprendente este hecho. Claro que el ADN del
ser humano tiene una importante cantidad del llamado ADN basura, que
todavía nadie ha explicado qué función o sentido tiene, si bien deberíamos
concluir que todo en la Naturaleza tiene un orden y un propósito. Por otro
lado, existe otra diferencia genética no poco importante: los humanos somos los
únicos primates con 46 cromosomas, a diferencia de los 48 del resto de
primates. Tampoco en este caso los expertos evolucionistas han sido capaces de
explicar por qué en nuestro caso se produjo la fusión de dos cromosomas (¿el
azar, como siempre?).
Finalmente, cabe citar que en todas las especies se
producen trastornos o defectos genéticos –que son superados sin mayores
problemas en el mundo salvaje– pero que en el ser humano se disparan hasta los
más de 4.000, siendo algunos de ellos de tal gravedad que llegan a impactar
directamente en la salud y la supervivencia de las personas, incluso antes de
la edad de reproducción.
La pérdida del vello
Otro rasgo extraño en los humanos
es la pérdida de la mayor parte de su vello corporal, cuando este factor parece
que difícilmente podría haberse “seleccionado naturalmente” como un síntoma de
avance o ventaja biológica. Lo cierto es que el vello cumple una misión básica
de aislante, al proteger la piel frente a la radiación solar y las agresiones
del ambiente. Asimismo, el vello permite mantener la temperatura corporal y
facilitar una lenta evaporación de los líquidos, e incluso puede tener una
importante función de camuflaje frente a las amenazas. Todos los mamíferos, a
excepción de los que viven bajo tierra o en los mares, han conservado su pelaje
natural, con lo cual retienen mejor el calor y la energía y realizan un
reciclado o limpieza natural de su piel, lo que también redunda en una mejor
protección contra las enfermedades. Además, la piel de los mamíferos está
diseñada para repararse fácilmente de las heridas, rasguños o cortes (por un
proceso llamado contractura), mientras que la del hombre, debido a la acumulación
de grasa subcutánea[4], tiene serias
dificultades para cerrarse.
Representación de un australopiteco, supuesto antepasado nuestro, cubierto de pelo |
Sea como fuere, el hombre perdió
casi todo su pelo –se supone que progresivamente– y se encontró inadaptado al
medio, por lo que tuvo que cubrirse con vestimenta. La única raza humana que
salió parcialmente del paso fue la negra, al haber desarrollado una piel muy
oscura –más protectora– gracias a la melanina. Con todo, el evolucionismo no
tiene una explicación clara o razonable para la pérdida del vello, aparte de
las meras conjeturas, como por ejemplo la prolongada estancia en un clima muy
cálido o bien en un medio acuático. Y como mera curiosidad, el pelo de la
cabeza de los primates llega a crecer hasta cierto punto y se detiene; en
cambio, en el ser humano no para de crecer y debemos cortarlo periódicamente. Y
tal vez un cabello demasiado largo no sería muy práctico en un entorno
salvaje...
El desarrollo del cerebro y el cráneo
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Cráneo de Homo sapiens |
Que el Homo sapiens desarrollara un cerebro tan
grande y sofisticado en comparación a sus parientes es otro enigma sin resolver
y para el cual se han propuesto varias teorías que tampoco pasan del estadio de
especulación. Se supone que el uso de nuestras manos y la capacidad de
manipular objetos (especialmente para crear herramientas) fue el primer paso
para desarrollar la inteligencia, lo que comportaría una progresiva complejidad
y aumento del cerebro. Pero esto no deja de ser una hipótesis más bien floja,
pues muchos animales –incluso de cerebro escaso– son capaces de emplear objetos
para conseguir sus fines y los simios más cercanos al hombre también crean
herramientas simples a partir de objetos de su entorno.
Realmente nadie sabe qué produjo el progresivo aumento del
cerebro desde el Homo habilis hasta el hombre moderno, con el
consecuente crecimiento de la capacidad craneal. Sobre todo sorprende el paso
de los 900 cm3 del Homo erectus a los 1.400 del sapiens
o incluso los 1.600 del neandertal, ambos en periodos relativamente cortos
(cientos de miles de años o menos). Y aún así, nos encontramos con la paradoja
de que el tamaño no lo es todo, pues el diminuto Homo floresiensis, con
un cerebro poco mayor que el de un chimpancé, podía fabricar utensilios casi tan
buenos como los del Homo sapiens. En términos evolutivos, el cerebro
humano es un mecanismo que consume mucha energía y que sería más bien un avance
excesivo para lo que requeriría la mera supervivencia, y de hecho el evolucionismo
no entiende que la naturaleza produzca avances más allá de lo necesario.
Dicho todo esto, podríamos discutir sobre la
“superioridad” de nuestro cerebro, pero... ¿acaso el cerebro de los primates no
está perfectamente adaptado a sus necesidades y forma de vida? Ellos han podido
sobrevivir exitosamente y prácticamente sin cambios físicos durante millones de
años. ¿Cuál sería el motivo por el que la naturaleza “seleccionaría” un cerebro
más grande y complejo? ¿Qué clase de reto ambiental empujaría a tal desarrollo?
¿Existió algún competidor natural que forzase tal prodigioso avance? Todas
estas preguntas están aparcadas en un callejón sin salida.
La alimentación carnívora
La obra de O. Kiss |
Prácticamente todos los monos son herbívoros, y su estrategia
alimenticia resultó exitosa en diferentes climas y paisajes de todo el planeta.
La alimentación vegetariana resultaba más saludable, accesible y fácil para los
primates y no había razón alguna para pasarse a una dieta carnívora. ¿O de
pronto se dio una aguda necesidad de ingerir gran cantidad de proteína animal? En
cualquier caso, pasar de la recolección a la caza representa todo un reto
cuando evolutivamente no estás diseñado para ello, por las inadaptaciones físicas
ya citadas. Nuestros antepasados bípedos tendrían que haber recurrido más bien
a la actividad carroñera (lo que de hecho está documentado), pero el salto a la
caza de presas fuertes, rápidas y ágiles no debería ser cosa fácil, aun disponiendo
de herramientas o armas apropiadas.
Dejo aparte el tema del canibalismo en nuestros remotos ancestros
(e incluso en el Homo sapiens), que también ha sido documentado puntualmente
en excavaciones arqueológicas y que no tiene paralelo en el mundo de los primates.
De algún modo, aquí encajaría la herética
teoría del autor Oscar Kiss Maerth que propugnó en su libro El principio era
el fin que la evolución humana vino marcada porque algunos primates
avanzados se dedicaron a consumir los cerebros crudos de sus congéneres, lo que
habría aumentado tanto sus impulsos sexuales como su inteligencia.
El bipedalismo y la debilidad física del sapiens
Ya traté el tema del oscuro
origen del bipedalismo en el ser humano, que podría ser mucho más antiguo de lo
que se ha dicho hasta ahora, con el herético añadido de que es posible que
nuestros parientes primates cercanos hubieran regresado a una locomoción
cuadrúpeda a partir de un ancestro común bípedo, hace muchos millones de años.
Por lo demás, se ha especulado sobre la causa primera del bipedalismo humano,
pero a todas luces, en vez de avance evolutivo parece una marcha atrás, pues la
locomoción bípeda es una clara desventaja en términos de carrera y estabilidad
frente a los depredadores o competidores. Además, el humano erguido es más
visible y carece de facilidad para trepar a los árboles en busca de comida y refugio,
como hacen los simios.
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Esqueletos de neandertal y sapiens |
Por otro lado, el desarrollo
físico del humano moderno también parece empeorar en términos de adaptación al
medio. No hay más que comparar nuestra fisonomía con el aspecto fuerte y
robusto de cualquier primate, e incluso de los homínidos “pre-humanos”, para
apreciar hasta qué punto los humanos se han vuelto frágiles y enclenques, lo
que hoy en día podría explicarse por nuestro tipo de vida, pero no hace 100.000
años, cuando las condiciones climáticas eran muy duras y la lucha por la supervivencia
exigía el máximo esfuerzo físico.
Si analizamos a nuestros
“ancestros”, veremos que por lo menos hasta el neandertal, todos tenían una
fuerte y compacta osamenta, parecida a la de los primates. Sus huesos eran más
pesados y resistentes, mientras que nosotros somos más gráciles. Asimismo, los
músculos de los humanos modernos son bastante más débiles (de 5 a 10 veces más)
que los de nuestros parientes simios.
A este respecto, decir que nuestra
inteligencia “suplió” esa desventaja frente a otras especies es una mera
especulación. De hecho, el neandertal, que era inteligente y podía hablar, era
bastante más fuerte que el sapiens y estaba más adaptado para soportar
los rigores de la era glacial. Pero fue él el que desapareció, lo que a día de
hoy sigue siendo un misterio.
La sexualidad y la reproducción
La sexualidad humana está
claramente diferenciada de las del resto de primates, o de los mamíferos en
general, sin que tampoco haya convincentes explicaciones académicas para este
hecho. El macho humano tiene un pene sensiblemente más largo que el del resto
de los primates y carece de hueso, como en el caso de sus parientes. Realmente,
no se ve el motivo por el cual nuestros antepasados masculinos iban a perder características
que funcionaban bien y aseguraban la reproducción. A su vez, las hembras humanas
están permanentemente receptivas para la copulación, mientras que en las
hembras primates, si bien se rigen igualmente por ciclos de celo para la
reproducción, sólo están receptivas en momentos específicos. Algún científico,
como Desmond Morris (autor de “El mono desnudo”), ha sugerido que precisamente
la antes citada pérdida del vello podría tener relación con esa “revolución sexual”
de los humanos, cuyos atributos sexuales quedarían mucho más visibles y
sensibles en esas condiciones.
Además, volviendo al tema del cerebro humano, éste no sólo
es más grande sino que se aloja en un cráneo cuya estructura difiere bastante
de la del resto de primates, con el agravante de que en el momento de nacer el
cráneo del bebé ha de ser lo bastante grande como para seguir creciendo
después... pero el canal del parto de la mujer no “evolucionó” en consecuencia,
lo que debió causar mucha mortalidad en tiempos remotos, y aun sigue causando
molestia y dolor. ¿A qué se debe esta falta de adaptación evolutiva en
la reproducción?
Conclusiones
¿Es creíble esta cadena evolutiva? |
En fin, a la vista de todos estos
elementos, más parece que la selección natural carece de mucha lógica si hemos
de aplicarla al ser humano, pues –aparte de darse tantas mutaciones azarosas en
un determinado sentido– los rasgos que nos han hecho humanos no se muestran
como ventajas sino más bien inconvenientes para tener una exitosa supervivencia
en el entorno natural. Así pues, da la impresión
de que el evolucionismo tropieza con muchas piedras para explicar la diversidad
vegetal y animal, pero llegados al terreno humano hace aguas por todas partes. El
ser humano se presenta como un ente anómalo, inadaptado y débil, que se aupó a
una categoría de semi-dios gracias a su inteligencia, cuyo origen o motivación
está fuera de toda explicación. Tan parecidos a los primates y a la vez tan
diferentes... la realidad de ese abismo es tozuda, por muchas vueltas
rocambolescas que quieran darle los científicos darwinistas.
Hace unos pocos años veía las
teorías de la intervención genética como una salida de tono o un argumento de
ciencia-ficción, pero con el tiempo voy asumiendo que el papel del azar y el
caos no se sostiene y que existe algún tipo de diseño inteligente sobre los
seres vivos de este mundo. En este sentido, volvemos a los argumentos del
principio: o hay un diseñador (o “programador”) primigenio, tal como defienden
los partidarios del diseño inteligente, o bien existieron unos artesanos
intermediarios con capacidad para modelar los diseños, algo que podríamos
llamar “inteligencias superiores”. A partir de esta última visión, cobraría
fuerza la hipótesis de que el ser humano es realmente un híbrido, una mezcla genética
de dos organismos hecha ad hoc con unos fines que se me escapan. Por un
lado, tendríamos a un primate antropoide más o menos avanzado y por otro tendríamos
–hipotéticamente– a una criatura humanoide superior. Pero, ¿de dónde salió tal entidad?
No tengo ni idea, si es que no he de volver la vista hacia la mitología...
© Xavier Bartlett 2018
Fuente imágenes: Wikimedia Commons
[1]
Técnicamente, se denomina a esta familia Hominidae, e incluye a
chimpancés, gorilas, orangutanes y humanos. Recientemente se ha hecho la
distinción de introducir el término homíninos para referirse sólo a los
homínidos bípedos, o sea, al ser humano y a todos sus supuestos antepasados
directos evolutivos.
[2] Esta es la
teoría del “Equilibrio puntuado”.
[3] Según el
científico evolucionista Daniel Dennett, la aparición de una nueva especie en
un periodo de 100.000 años puede considerarse como repentina. Hay que
tener en cuenta, además, que muchos de los rasgos de un animal –o incluso el
animal entero– no varían a lo largo de muchos millones de años, permaneciendo
inalterados e “inmunes” a la evolución. Esto se pudo comprobar en el caso del
pez celacanto, que se creía extinguido hace 80 millones de años y que fue
redescubierto vivo en el siglo XX con un aspecto idéntico al de los fósiles.
[4] Los seres
humanos acumulan bajo la piel hasta diez más grasa que el resto de los mamíferos,
lo que sólo tendría sentido si fuéramos una especie de origen acuático.