Habiendo transcurrido ya más de un año desde la fatídica
o emblemática (según veían unos u otros en ese momento) fecha del 21 de diciembre
de 2012, es buen momento para realizar una breve reflexión retrospectiva sobre
todo lo que supuso el “fenómeno 2012” dentro del contexto de la arqueología
alternativa, tanto en lo positivo como en lo negativo.
Como es bien sabido, el asunto del fin de un gran ciclo del calendario
maya dio pie a la aparición en los últimos años de una abundante corriente
literaria alternativa de gran impacto social en la que cabe destacar autores
como John Major Jenkins, Patrick Geryl, David Wilcock, Geoff Stray, Adrian Gilbert, o
Maurice Cotterell, aparte de otros escritores oportunistas que crearon
ficciones de todo tipo relacionadas con el 2012 para aprovechar el tirón entre
el público. Todo este fenómeno cultural de masas se vio potenciado por una
amplia difusión y debate en Internet, así como series de TV, documentales y
hasta grandes producciones de Hollywood. También es oportuno mencionar que en
algunos círculos académicos o escépticos se optó por contrarrestar esta ola
alternativa mediante refutaciones basadas en argumentaciones científicas. Así,
no es de extrañar que aparecieran en la Red ciertos sitios web como 2012 hoax (“El fraude 2012”) o The 2012 deception (“El engaño 2012”).
El foco
de atención de esta literatura alternativa específica se centró básicamente en
el llamado Quinto Sol, pero más en particular en el calendario Tzolkin (literalmente, “el orden o la
cuenta de los días”), o año sagrado de 260 días de los antiguos mayas. Cabe
reseñar que el Tzolkin, que ha sido
relacionado con el año venusiano o con el periodo de gestación humano, no era
su único calendario. Los mayas tenían también un calendario llamado Haab, que se corresponde con nuestro año
solar de 365 días, dividido en 18 meses de 20 días, más cinco días de
transición entre el año que acababa y el que comenzaba. Cada 52 años Haab se daba la conjunción entre ambos
calendarios.
Pues bien, el Tzolkin
gozó de una popularidad adicional en la primera década de nuestro siglo gracias
a la siniestra profecía de la terminación de unos de estos ciclos el día 21 de
diciembre de 2012, que es la fecha que se correspondía con el final del
calendario maya, el 13 baktún o 13.0.0.0.0 según su notación de la llamada
“cuenta larga”, que implica un ciclo temporal maya de 5.125,366 años de
duración y que tuvo su inicio en el 3114 a. C. Ahora bien, al parecer no todo era
tan exacto, pues otros investigadores consideraron que esta datación era
errónea y que la fecha final del calendario correspondía en realidad al 28 de
octubre de 2011. Ahora mismo, como es de suponer, prácticamente nadie se
acuerda de esta ínfima controversia.
Si nos remontamos a las fuentes originales, es oportuno
mencionar que –a pesar de que existía más de una referencia a la fecha del 13
baktún– sólo una inscripción, hallada en el enclave de Tortuguero y datada en
siglo VII de nuestra era, hacía una descripción profética del final de los
tiempos. Al final de dicha inscripción, sólo legible parcialmente, se puede
leer lo siguiente: “Entonces ocurrirá, oscuridad, Bolon-Yokte descenderá a…”
Según la mitología maya, Bolon-Yokte era el dios
de las nueve zancadas y estaba asociado al inframundo, a los conflictos, a
la guerra, a la inquietud y a los desastres naturales. Y como es obvio, huelga
decir que tal texto proporcionó una cobertura inmejorable a los que
profetizaban un desenlace fatal.
Sin embargo, ante la fiebre catastrofista, muchos estudiosos
expertos en la civilización maya expresaron su escepticismo (por no decir
rechazo frontal) frente a unas lecturas que consideraban totalmente fuera de
lugar. Así, reconocían que la astronomía y el calendario de los mayas eran
grandes logros de esta cultura, como se puede comprobar en el Códice de Dresde
o en otros documentos, pero que en ningún caso se debían tomar como serios
exponentes científicos de predicciones apocalípticas.
Para algunos autores alternativos, no obstante, la
astronomía maya tenía un significado práctico, pues le atribuían la capacidad
de predecir las catástrofes según ciertos alineamientos y ciclos regulares
cósmicos. En este punto se creó una controversia sobre si tal clase de hechos
astronómicos observables podían derivar en efectos catastróficos, como un
notable aumento de la actividad solar, que fue una de las hipótesis favoritas
de los que investigaron el tema.
En esta línea de investigación sobre el papel del Sol surgió
la original visión del ingeniero irlandés Maurice Cotterell, expuesta en su
obra The mayan prophecies (1995),
coescrita con Adrian Gilbert. Cotterell se adentró en el estudio de la
astrología buscando una explicación empírica –en clave astrofísica– para esta
pseudociencia. Cotterell se interesó particularmente por las características de
los doce signos astrológicos, agrupados en cuatro familias: fuego, aire, tierra
y agua. Tras descartar el influjo de lejanas estrellas y constelaciones, se
centró en la influencia de la estrella más cercana a la Tierra, el Sol. Y aquí
es donde empezó a relacionar la acción del sol sobre nuestro planeta y sobre
los seres vivos (incluyendo al hombre, lógicamente) y descubrió que la
astronomía de los antiguos mayas tenía algo que decir al respecto.
Cotterell tomó en consideración la acción del campo
magnético del Sol sobre la Tierra a través de las erupciones de las manchas
solares y juzgó razonable que dicho campo mágnético afectara a los embriones
humanos, pero no de manera uniforme, ya que la radiación es variable a lo largo
del año (concretamente en cuatro tipos distintos de radiación). Yendo un poco
más allá, el autor relacionó el movimiento de traslación de la Tierra con la
interacción de los campos magnéticos del Sol[1].
De esta relación extrajo un ciclo rítmico de poco más de 11 años, que se
corresponde con el ciclo conocido de las manchas solares. Y tras realizar otros
cálculos –que aquí no explicaremos para evitar extendernos en demasía– halló
que el ciclo de manchas se repite cada 187 años y que campo magnético solar se invierte
completamente cada 18.139 años. Así pues, sería precisamente este evento
cíclico de origen solar el que causaría tremendos efectos sobre la Tierra, en
forma de un vuelco de los polos. Además, la periódica actividad de los ciclos
solares afectaría puntualmente a la población humana en un significativo
descenso de la natalidad.
Y es aquí cuando finalmente Cotterell se topó con la
astronomía maya. Esta cifra de 18.139 años se podía dividir en 97 periodos de
187 años. Tales periodos se correspondían a la suma de tres eras de 19 x 187
más dos eras de 20 x 187[2].
Precisamente este ciclo de 20 x 187 se correspondía exactamente a 1.366.040
días, lo cual tenía un referente directo en el Códice de Dresde. Tal cifra era
usada por los mayas para calcular los eclipses y también para calcular los
ciclos de Venus, un planeta de enorme importancia para esta civilización. En
efecto, Cotterell vio que la suma de 1.366.040 días más dos Tzolkin –cada uno
de 260 días– daba como resultado el ciclo completo del planeta Venus (1.366.560
días). De aquí que Cotterell se preguntara si los antiguos mayas no habrían
basado su calendario en un conocimiento exacto del ciclo de las manchas
solares.
En fin, toda esta teoría resultaba muy fascinante e
impactante por la gran aportación de datos y cifras, pero por de pronto digamos
que no sólo la comunidad académica le dio la espalda a Cotterell, lo que era
presumible, sino que algún otro colega alternativo, como John Major Jenkins, rebajó
notablemente las expectativas de tales propuestas. Jenkins, un investigador
alternativo norteamericano que llevaba a sus espaldas dos décadas de estudios
sobre el tema, no creía en una visión apocalíptica, sino que apostaba más bien por
una interpretación más simbólica, relacionada con un cambio o transición en la
Humanidad. Tras revisar The mayan
prophecies, Jenkins apreció que algunos razonamientos y métodos en la
investigación de Cotterell mostraban errores destacables y especulaciones
lanzadas sin pruebas, como por ejemplo:
- Se proponía que el inicio de la cuenta larga (3114 a. C.) era la fecha de nacimiento del planeta Venus, lo cual no tenía ningún fundamento sólido.
- Se tomaba el ciclo de Venus como 584 días, cuando en realidad es de 583,92 días; por tanto, todos los cálculos que manejan esta cifra estaban afectados por este redondeo arbitrario.
- El periodo de gran declive maya propugnado por Cotterell, debido a la actividad solar alrededor del año 627 d. C. no se correspondía con la realidad histórica conocida de esta civilización.
- Se incurría en imprecisiones notables al ofrecer la cronología de las civilizaciones mesoamericanas.
Volviendo al terreno catastrofista, cabe resaltar que
tampoco había unanimidad sobre la naturaleza del cataclismo cósmico, pues
también se habló de una inversión de los polos magnéticos de la Tierra, del
acercamiento del planeta Nibiru (según Sitchin y sus seguidores) o de profundos
cambios en el plasma interestelar, entre otras propuestas. Así pues, ni entre
los propios “expertos en el 2012” existía un convencimiento claro acerca de lo
que podía pasar y cuál sería la causa última del cataclismo. Mientras tanto,
muchas personas –incluido más de un autor alternativo– se dejaron llevar por
las visiones más negativas y se empezaron a preparar para lo peor ante las supuestas
señales de alarma.
Así, cabe citar en el extremo más apocalíptico del 2012 al
autor belga Patrick Geryl, seguidor de las teorías de Albert Slosman, que se
mostró convencido del fin inminente de la civilización. En sus libros sobre el
2012 recogió la coincidencia de las señales codificadas de mayas y egipcios
acerca de un irremediable desastre cósmico que ocurre con precisa
regularidad al final de un ciclo y que
se traduce en el famoso vuelco de los polos propugnado por otros autores
alternativos. En su opinión, la clave oculta que confirmaría las profecías estaba
ubicada en un gran laberinto legendario (citado por Heródoto) enterrado bajo
las arenas de Hawara, en Egipto, y que casualmente no estaba en la
agenda de excavaciones de los egiptólogos. Además, apuntaba a que este
laberinto podría haber sido el lugar donde se guardó el legado atlante (¿la célebre
Sala de los Archivos citada por Edgar Cayce?).
Para Geryl, los antiguos egipcios establecieron un cálculo
matemático preciso de los ciclos de las tormentas solares y ahí se hallaría la
respuesta a todas nuestras preguntas. En suma, los egipcios eran conscientes de
que la Atlántida –su antigua patria– pereció a causa de un cataclismo cósmico,
y determinaron que el patrón catastrófico se volvería a repetir con exacta
regularidad. Geryl citaba al menos dos fechas catastróficas (21312 a. C. y 9792
a. C.) que implicaron desplazamientos de la corteza terrestre y grandes
desastres, lo que sería una muestra de las famosas destrucciones cíclicas. En
cuanto a los mayas, el autor belga daba crédito profético al libro maya Chilam
Balam de Tizimun que, pese a referirse a un ciclo 13 katún (no baktún),
confirmaría el final del mundo, ya que –según la concepción cíclica del tiempo–
el hecho profetizado acabaría por tener lugar llegado el momento.
Por lo demás, Geryl se enfrascó en una complicada
descodificación de claves matemáticas y creyó haber hallado ciertas
coincidencias significativas que indicarían que los pueblos antiguos conocían a
fondo las terribles dinámicas cósmicas y que trataban de advertirnos ante la gravedad
de tal suceso. Geryl incluso propuso organizar refugios anti-cataclismo, especialmente
en lugares de gran altura, como las montañas del Pirineo. Otras personas, por
si acaso, optaron por construirse unos búnkeres subterráneos a
prueba de toda catástrofe, con medios de subsistencia para varios meses o años.
Por su parte, otros colectivos, influenciados por ideas religiosas, aceptaron
la catástrofe global como algo positivo y regenerador que daría paso a un nuevo
mundo situado en una dimensión superior a la actual y emprendieron la “cuenta
atrás” hasta el 21 de diciembre con la esperanza de entrar en esta nueva dimensión
(algo parecido a la ascensión de las almas, según la tradición cristiana). Asimismo, tampoco podemos
despreciar el poder de ciertos miedos atávicos vinculados al milenarismo, como
los que se produjeron en el paso del año 1999 al 2000, centrados en aquella
ocasión en un supuesto colapso informático global.
Y en medio de este pesimismo (o paranoia, según se mire),
cabe decir que tampoco faltaron las voces que quitaron hierro a la polémica,
empezando por los propios nativos mayas, que no interpretaban esta fecha como
una destrucción física del mundo sino más bien como un momento de gran
transformación en la humanidad. A esta visión se apuntaron algunas corrientes
alternativas como la Nueva Era u otros movimientos más o menos espiritualistas
que propugnaban un cambio colectivo hacia un nuevo estado de conciencia, y no un
aniquilamiento completo de la vida sobre la Tierra.
Mientras tanto, la ciencia oficial contraatacó con
argumentos científicos basados fundamentalmente en la astrofísica y desbarató
todas las visiones catastrofistas, en especial aquellas relacionadas con la irrupción
del planeta Nibiru, según la propuesta de Zecharia Sitchin. Así, la NASA puso de manifiesto los siguientes hechos:
- No había ninguna prueba científica de que la Tierra tuviera que afrontar una amenaza cósmica en 2012. Según un programa de seguimiento de los potenciales astros peligrosos para la Tierra, no se preveía ningún impacto para 2012.
- El calendario maya, en efecto, acababa el 21 de diciembre de 2012. Para ser exactos, acababa un ciclo de cuenta larga… y empezaba otro.
- No había prueba de que se dieran determinadas alineaciones, y si fuera el caso, no tendrían un efecto perceptible sobre el planeta.
- La existencia de Nibiru era un completo fraude, y por tanto también su trayectoria de colisión con la Tierra.
- Se preveían tormentas solares para el periodo 2012-2014, pero no de una intensidad superior a la media; en todo caso afectarían de forma moderada a las comunicaciones.
Y llegado el momento, aparentemente, no pasó nada
especial. Geryl no tardó en ser ridiculizado y desapareció rápidamente de
escena. La literatura catastrofista cayó en el olvido y el 2012 dejó de ser
tema de conversación seria o irónica. En todo caso, la gran bola de nieve que
se había montado a lo largo de unos pocos años se fundió en poco más de un día
y de rebote la credibilidad de la visión alternativa de la civilización maya quedó en entredicho,
por no decir que sufrió un fuerte varapalo. Lamentablemente, como suele suceder
a menudo, esta mancha (que podría ser poco más que una anécdota) se extendió
por toda la arqueología alternativa, cuando la realidad es que muchos
autores alternativos habían desestimado las profecías catastrofistas o habían
preferido mantenerse al margen de los argumentos especulativos.
Unos meses después, con motivo de la entrevista que realicé
a Graham Hancock para la revista Dogmacero, el autor escocés hacía unas
interesantes observaciones sobre el fenómeno y su posible significado. Para
Hancock, más allá del debate sobre catástrofes, quedaba claro que las observaciones
astronómicas de los mayas mantenían una relación con los eventos fundamentales
de la Humanidad. Así pues, los ciclos mayas tendrían un sentido histórico, pues
el último ciclo de 5.126 años venía a coincidir más o menos con el nacimiento
de la civilización, de los estados, de las grandes religiones y de las grandes
empresas. Finalmente, Hancock consideraba que la interpretación del fin de un
ciclo del calendario maya debía hacerse no de manera literal (la obsesión por
un día concreto o un suceso particular) sino de forma más simbólica. En su opinión:
“Así pues, cuando nos fijamos en la fecha del 21 de diciembre 2012, no es como decir que ese día fue así y el día siguiente fue completamente diferente, pero sí se puede afirmar que la humanidad se encuentra en un proceso de transición. Las personas de todo el mundo están buscando nuevos caminos. Estamos en los albores del nacimiento de una nueva era, y lo que hagamos con ella sólo depende de nosotros.”
En definitiva, visto con la perspectiva del tiempo, podemos
llegar a la conclusión de que el fenómeno del fin del calendario maya todavía nos
resulta relativamente inexplicable y que en su momento se dijeron cosas sin demasiado
sentido. Sin embargo, ello no debería cerrar el debate sobre la cuestión fundamental:
muchas antiguas tradiciones en todo el mundo hablan de la existencia de
diversos ciclos o periodos de la humanidad que acaban de forma más o menos
brusca. Por desgracia, el recuerdo de tales ciclos y sus transiciones queda
relegado al olvido o a la pura mitología y las claves científicas de todo este
gran mecanismo cósmico se nos siguen escapando... hasta el momento.
© Xavier Bartlett 2014
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