jueves, 6 de febrero de 2014

Las profecías mayas y el 2012... un año después



Habiendo transcurrido ya más de un año desde la fatídica o emblemática (según  veían unos u otros en ese momento) fecha del 21 de diciembre de 2012, es buen momento para realizar una breve reflexión retrospectiva sobre todo lo que supuso el “fenómeno 2012” dentro del contexto de la arqueología alternativa, tanto en lo positivo como en lo negativo.



Como es bien sabido, el asunto del fin de un gran ciclo del calendario maya dio pie a la aparición en los últimos años de una abundante corriente literaria alternativa de gran impacto social en la que cabe destacar autores como John Major Jenkins, Patrick Geryl, David Wilcock, Geoff Stray, Adrian Gilbert, o Maurice Cotterell, aparte de otros escritores oportunistas que crearon ficciones de todo tipo relacionadas con el 2012 para aprovechar el tirón entre el público. Todo este fenómeno cultural de masas se vio potenciado por una amplia difusión y debate en Internet, así como series de TV, documentales y hasta grandes producciones de Hollywood. También es oportuno mencionar que en algunos círculos académicos o escépticos se optó por contrarrestar esta ola alternativa mediante refutaciones basadas en argumentaciones científicas. Así, no es de extrañar que aparecieran en la Red ciertos sitios web como 2012 hoax (“El fraude 2012”) o The 2012 deception (“El engaño 2012”).



El foco de atención de esta literatura alternativa específica se centró básicamente en el llamado Quinto Sol, pero más en particular en el calendario Tzolkin (literalmente, “el orden o la cuenta de los días”), o año sagrado de 260 días de los antiguos mayas. Cabe reseñar que el Tzolkin, que ha sido relacionado con el año venusiano o con el periodo de gestación humano, no era su único calendario. Los mayas tenían también un calendario llamado Haab, que se corresponde con nuestro año solar de 365 días, dividido en 18 meses de 20 días, más cinco días de transición entre el año que acababa y el que comenzaba. Cada 52 años Haab se daba la conjunción entre ambos calendarios.



Pues bien, el Tzolkin gozó de una popularidad adicional en la primera década de nuestro siglo gracias a la siniestra profecía de la terminación de unos de estos ciclos el día 21 de diciembre de 2012, que es la fecha que se correspondía con el final del calendario maya, el 13 baktún o 13.0.0.0.0 según su notación de la llamada “cuenta larga”, que implica un ciclo temporal maya de 5.125,366 años de duración y que tuvo su inicio en el 3114 a. C. Ahora bien, al parecer no todo era tan exacto, pues otros investigadores consideraron que esta datación era errónea y que la fecha final del calendario correspondía en realidad al 28 de octubre de 2011. Ahora mismo, como es de suponer, prácticamente nadie se acuerda de esta ínfima controversia.



Si nos remontamos a las fuentes originales, es oportuno mencionar que –a pesar de que existía más de una referencia a la fecha del 13 baktún– sólo una inscripción, hallada en el enclave de Tortuguero y datada en siglo VII de nuestra era, hacía una descripción profética del final de los tiempos. Al final de dicha inscripción, sólo legible parcialmente, se puede leer lo siguiente: “Entonces ocurrirá, oscuridad, Bolon-Yokte descenderá a…” Según la mitología maya, Bolon-Yokte era el dios de las nueve zancadas y estaba asociado al inframundo, a los conflictos, a la guerra, a la inquietud y a los desastres naturales. Y como es obvio, huelga decir que tal texto proporcionó una cobertura inmejorable a los que profetizaban un desenlace fatal.



Sin embargo, ante la fiebre catastrofista, muchos estudiosos expertos en la civilización maya expresaron su escepticismo (por no decir rechazo frontal) frente a unas lecturas que consideraban totalmente fuera de lugar. Así, reconocían que la astronomía y el calendario de los mayas eran grandes logros de esta cultura, como se puede comprobar en el Códice de Dresde o en otros documentos, pero que en ningún caso se debían tomar como serios exponentes científicos de predicciones apocalípticas.



Para algunos autores alternativos, no obstante, la astronomía maya tenía un significado práctico, pues le atribuían la capacidad de predecir las catástrofes según ciertos alineamientos y ciclos regulares cósmicos. En este punto se creó una controversia sobre si tal clase de hechos astronómicos observables podían derivar en efectos catastróficos, como un notable aumento de la actividad solar, que fue una de las hipótesis favoritas de los que investigaron el tema.



En esta línea de investigación sobre el papel del Sol surgió la original visión del ingeniero irlandés Maurice Cotterell, expuesta en su obra The mayan prophecies (1995), coescrita con Adrian Gilbert. Cotterell se adentró en el estudio de la astrología buscando una explicación empírica –en clave astrofísica– para esta pseudociencia. Cotterell se interesó particularmente por las características de los doce signos astrológicos, agrupados en cuatro familias: fuego, aire, tierra y agua. Tras descartar el influjo de lejanas estrellas y constelaciones, se centró en la influencia de la estrella más cercana a la Tierra, el Sol. Y aquí es donde empezó a relacionar la acción del sol sobre nuestro planeta y sobre los seres vivos (incluyendo al hombre, lógicamente) y descubrió que la astronomía de los antiguos mayas tenía algo que decir al respecto.



Cotterell tomó en consideración la acción del campo magnético del Sol sobre la Tierra a través de las erupciones de las manchas solares y juzgó razonable que dicho campo mágnético afectara a los embriones humanos, pero no de manera uniforme, ya que la radiación es variable a lo largo del año (concretamente en cuatro tipos distintos de radiación). Yendo un poco más allá, el autor relacionó el movimiento de traslación de la Tierra con la interacción de los campos magnéticos del Sol[1]. De esta relación extrajo un ciclo rítmico de poco más de 11 años, que se corresponde con el ciclo conocido de las manchas solares. Y tras realizar otros cálculos –que aquí no explicaremos para evitar extendernos en demasía– halló que el ciclo de manchas se repite cada 187 años y que campo magnético solar se invierte completamente cada 18.139 años. Así pues, sería precisamente este evento cíclico de origen solar el que causaría tremendos efectos sobre la Tierra, en forma de un vuelco de los polos. Además, la periódica actividad de los ciclos solares afectaría puntualmente a la población humana en un significativo descenso de la natalidad.



Y es aquí cuando finalmente Cotterell se topó con la astronomía maya. Esta cifra de 18.139 años se podía dividir en 97 periodos de 187 años. Tales periodos se correspondían a la suma de tres eras de 19 x 187 más dos eras de 20 x 187[2]. Precisamente este ciclo de 20 x 187 se correspondía exactamente a 1.366.040 días, lo cual tenía un referente directo en el Códice de Dresde. Tal cifra era usada por los mayas para calcular los eclipses y también para calcular los ciclos de Venus, un planeta de enorme importancia para esta civilización. En efecto, Cotterell vio que la suma de 1.366.040 días más dos Tzolkin –cada uno de 260 días– daba como resultado el ciclo completo del planeta Venus (1.366.560 días). De aquí que Cotterell se preguntara si los antiguos mayas no habrían basado su calendario en un conocimiento exacto del ciclo de las manchas solares.



En fin, toda esta teoría resultaba muy fascinante e impactante por la gran aportación de datos y cifras, pero por de pronto digamos que no sólo la comunidad académica le dio la espalda a Cotterell, lo que era presumible, sino que algún otro colega alternativo, como John Major Jenkins, rebajó notablemente las expectativas de tales propuestas. Jenkins, un investigador alternativo norteamericano que llevaba a sus espaldas dos décadas de estudios sobre el tema, no creía en una visión apocalíptica, sino que apostaba más bien por una interpretación más simbólica, relacionada con un cambio o transición en la Humanidad. Tras revisar The mayan prophecies, Jenkins apreció que algunos razonamientos y métodos en la investigación de Cotterell mostraban errores destacables y especulaciones lanzadas sin pruebas, como por ejemplo:


  • Se proponía que el inicio de la cuenta larga (3114 a. C.) era la fecha de nacimiento del planeta Venus, lo cual no tenía ningún fundamento sólido. 
  •  Se tomaba el ciclo de Venus como 584 días, cuando en realidad es de 583,92 días; por tanto, todos los cálculos que manejan esta cifra estaban afectados por este redondeo arbitrario.
  • El periodo de gran declive maya propugnado por Cotterell, debido a la actividad solar alrededor del año 627 d. C. no se correspondía con la realidad histórica conocida de esta civilización.
  •  Se incurría en imprecisiones notables al ofrecer la cronología de las civilizaciones mesoamericanas.



Volviendo al terreno catastrofista, cabe resaltar que tampoco había unanimidad sobre la naturaleza del cataclismo cósmico, pues también se habló de una inversión de los polos magnéticos de la Tierra, del acercamiento del planeta Nibiru (según Sitchin y sus seguidores) o de profundos cambios en el plasma interestelar, entre otras propuestas. Así pues, ni entre los propios “expertos en el 2012” existía un convencimiento claro acerca de lo que podía pasar y cuál sería la causa última del cataclismo. Mientras tanto, muchas personas –incluido más de un autor alternativo– se dejaron llevar por las visiones más negativas y se empezaron a preparar para lo peor ante las supuestas señales de alarma.



Así, cabe citar en el extremo más apocalíptico del 2012 al autor belga Patrick Geryl, seguidor de las teorías de Albert Slosman, que se mostró convencido del fin inminente de la civilización. En sus libros sobre el 2012 recogió la coincidencia de las señales codificadas de mayas y egipcios acerca de un irremediable desastre cósmico que ocurre con precisa regularidad  al final de un ciclo y que se traduce en el famoso vuelco de los polos propugnado por otros autores alternativos. En su opinión, la clave oculta que confirmaría las profecías estaba ubicada en un gran laberinto legendario (citado por Heródoto) enterrado bajo las arenas de Hawara, en Egipto, y que casualmente no estaba en la agenda de excavaciones de los egiptólogos. Además, apuntaba a que este laberinto podría haber sido el lugar donde se guardó el legado atlante (¿la célebre Sala de los Archivos citada por Edgar Cayce?).



Para Geryl, los antiguos egipcios establecieron un cálculo matemático preciso de los ciclos de las tormentas solares y ahí se hallaría la respuesta a todas nuestras preguntas. En suma, los egipcios eran conscientes de que la Atlántida –su antigua patria– pereció a causa de un cataclismo cósmico, y determinaron que el patrón catastrófico se volvería a repetir con exacta regularidad. Geryl citaba al menos dos fechas catastróficas (21312 a. C. y 9792 a. C.) que implicaron desplazamientos de la corteza terrestre y grandes desastres, lo que sería una muestra de las famosas destrucciones cíclicas. En cuanto a los mayas, el autor belga daba crédito profético al libro maya Chilam Balam de Tizimun que, pese a referirse a un ciclo 13 katún (no baktún), confirmaría el final del mundo, ya que –según la concepción cíclica del tiempo– el hecho profetizado acabaría por tener lugar llegado el momento.



Por lo demás, Geryl se enfrascó en una complicada descodificación de claves matemáticas y creyó haber hallado ciertas coincidencias significativas que indicarían que los pueblos antiguos conocían a fondo las terribles dinámicas cósmicas y que trataban de advertirnos ante la gravedad de tal suceso. Geryl incluso propuso organizar refugios anti-cataclismo, especialmente en lugares de gran altura, como las montañas del Pirineo. Otras personas, por si acaso, optaron por construirse unos búnkeres subterráneos a prueba de toda catástrofe, con medios de subsistencia para varios meses o años. Por su parte, otros colectivos, influenciados por ideas religiosas, aceptaron la catástrofe global como algo positivo y regenerador que daría paso a un nuevo mundo situado en una dimensión superior a la actual y emprendieron la “cuenta atrás” hasta el 21 de diciembre con la esperanza de entrar en esta nueva dimensión (algo parecido a la ascensión de las almas, según la tradición cristiana). Asimismo, tampoco podemos despreciar el poder de ciertos miedos atávicos vinculados al milenarismo, como los que se produjeron en el paso del año 1999 al 2000, centrados en aquella ocasión en un supuesto colapso informático global.



Y en medio de este pesimismo (o paranoia, según se mire), cabe decir que tampoco faltaron las voces que quitaron hierro a la polémica, empezando por los propios nativos mayas, que no interpretaban esta fecha como una destrucción física del mundo sino más bien como un momento de gran transformación en la humanidad. A esta visión se apuntaron algunas corrientes alternativas como la Nueva Era u otros movimientos más o menos espiritualistas que propugnaban un cambio colectivo hacia un nuevo estado de conciencia, y no un aniquilamiento completo de la vida sobre la Tierra.



Mientras tanto, la ciencia oficial contraatacó con argumentos científicos basados fundamentalmente en la astrofísica y desbarató todas las visiones catastrofistas, en especial aquellas relacionadas con la irrupción del planeta Nibiru, según la propuesta de Zecharia Sitchin. Así, la NASA puso de manifiesto los siguientes hechos:



  • No había ninguna prueba científica de que la Tierra tuviera que afrontar una amenaza cósmica en 2012. Según un programa de seguimiento de los potenciales astros peligrosos para la Tierra, no se preveía ningún impacto para 2012.
  • El calendario maya, en efecto, acababa el 21 de diciembre de 2012. Para ser exactos, acababa un ciclo de cuenta larga… y empezaba otro.
  • No había prueba de que se dieran determinadas alineaciones, y si fuera el caso, no tendrían un efecto perceptible sobre el planeta.
  •  La existencia de Nibiru era un completo fraude, y por tanto también su trayectoria de colisión con la Tierra.
  • Se preveían tormentas solares para el periodo 2012-2014, pero no de una intensidad superior a la media; en todo caso afectarían de forma moderada a las comunicaciones.



Y llegado el momento, aparentemente, no pasó nada especial. Geryl no tardó en ser ridiculizado y desapareció rápidamente de escena. La literatura catastrofista cayó en el olvido y el 2012 dejó de ser tema de conversación seria o irónica. En todo caso, la gran bola de nieve que se había montado a lo largo de unos pocos años se fundió en poco más de un día y de rebote la credibilidad de la visión alternativa de la civilización maya quedó en entredicho, por no decir que sufrió un fuerte varapalo. Lamentablemente, como suele suceder a menudo, esta mancha (que podría ser poco más que una anécdota) se extendió por toda la arqueología alternativa, cuando la realidad es que muchos autores alternativos habían desestimado las profecías catastrofistas o habían preferido mantenerse al margen de los argumentos especulativos.



Unos meses después, con motivo de la entrevista que realicé a Graham Hancock para la revista Dogmacero, el autor escocés hacía unas interesantes observaciones sobre el fenómeno y su posible significado. Para Hancock, más allá del debate sobre catástrofes, quedaba claro que las observaciones astronómicas de los mayas mantenían una relación con los eventos fundamentales de la Humanidad. Así pues, los ciclos mayas tendrían un sentido histórico, pues el último ciclo de 5.126 años venía a coincidir más o menos con el nacimiento de la civilización, de los estados, de las grandes religiones y de las grandes empresas. Finalmente, Hancock consideraba que la interpretación del fin de un ciclo del calendario maya debía hacerse no de manera literal (la obsesión por un día concreto o un suceso particular) sino de forma más simbólica. En su opinión:



“Así pues, cuando nos fijamos en la fecha del 21 de diciembre 2012, no es como decir que ese día fue así y el día siguiente fue completamente diferente, pero sí se puede afirmar que la humanidad se encuentra en un proceso de transición. Las personas de todo el mundo están buscando nuevos caminos. Estamos en los albores del nacimiento de una nueva era, y lo que hagamos con ella sólo depende de nosotros.”



En definitiva, visto con la perspectiva del tiempo, podemos llegar a la conclusión de que el fenómeno del fin del calendario maya todavía nos resulta relativamente inexplicable y que en su momento se dijeron cosas sin demasiado sentido. Sin embargo, ello no debería cerrar el debate sobre la cuestión fundamental: muchas antiguas tradiciones en todo el mundo hablan de la existencia de diversos ciclos o periodos de la humanidad que acaban de forma más o menos brusca. Por desgracia, el recuerdo de tales ciclos y sus transiciones queda relegado al olvido o a la pura mitología y las claves científicas de todo este gran mecanismo cósmico se nos siguen escapando... hasta el momento.



© Xavier Bartlett 2014






[1] En realidad, existen dos campos magnéticos solares, dada la distinta velocidad de rotación del Sol en su ecuador y en sus polos.


[2] Estas cinco eras vendrían a coincidir con los cinco ciclos de la mitología azteca y maya.

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