viernes, 6 de marzo de 2015

Tintín y la arqueología alternativa


Muchas generaciones de niños y jóvenes, y no tan jóvenes, han disfrutado durante décadas de las aventuras del famoso reportero Tintín. A estas alturas, no cabe ninguna duda que este personaje de cómic se han convertido en todo un referente universal de este género artístico. Sobre Tintín se ha hablado y se ha escrito extensamente desde múltiples puntos de vista, hasta el punto que la búsqueda de su nombre en Google produce más de 21 millones de resultados. Evidentemente, con estos precedentes, es muy difícil decir algo nuevo sobre este joven héroe de ficción, porque todos y cada uno de sus álbumes y personajes han sido escrutados y comentados hasta la saciedad.

Uno de los tópicos más comunes es la afirmación de que el personaje de Tintín fue un testigo de excepción del siglo XX y que muchos de sus álbumes traspasan el ámbito de la ficción y se insertan en un marco histórico bastante realista (a menudo sutilmente disfrazado). En este sentido, está claro que la misma profesión del personaje en cuestión –periodista– era la perfecta excusa para enmarcar las aventuras de Tintín en una serie de acontecimientos políticos, sociales y económicos que sucedieron en diversos rincones del mundo a lo largo de buena parte del siglo pasado.

Así, tenemos que Tintín estuvo presente en la Rusia de los soviets, en el Extremo Oriente ocupado por el Japón expansionista, en la América de la Ley Seca y el gangsterismo, en la Syldavia centroeuropea amenazada por una potencia totalitaria, en las guerras y guerrillas latinoamericanas, en la Guerra Fría, en la llegada a la Luna, etc. Sólo a modo de ejemplo cabe reseñar que el álbum La oreja rota se enmarca en un episodio histórico auténtico, la Guerra del Chaco de los años 30 entre Bolivia y Paraguay, y aunque en la trama Hergé lógicamente modificó nombres y localizaciones, algunas situaciones y personajes quedan retratados con gran fidelidad.

En todos estos escenarios, y aparte de ciertas licencias propias del género y del perfil del personaje, podemos comprobar que el mundo del joven periodista se ciñe con bastante precisión a la realidad histórica de su tiempo[1]. Otra cosa sería valorar de qué modo su autor, el dibujante belga Georges Remi (Hergé), se acercó a esa realidad, porque ya en vida fue acusado de ciertas tendencias muy marcadas como el conservadurismo, el racismo, el colonialismo, el anticomunismo o el antisemitismo. Sobre todo esto se ha polemizado mucho y no voy a añadir más comentarios.

Sin embargo, como admirador del personaje desde mi niñez, me voy a permitir realizar una breve exploración de la saga Tintín desde una perspectiva muy concreta, que es la de la arqueología alternativa, objeto de este blog. Por de pronto, podemos afirmar que la presencia de la arqueología en las aventuras de Tintín es relativamente escasa, pero cuando aparece suele aportar un contrapunto misterioso al habitual tono realista y periodístico que predomina en los argumentos creados por Hergé. Ahora surge la pregunta: ¿qué puede haber de arqueología alternativa en los álbumes de Tintín? ¿Existe de alguna manera un componente fantasioso, legendario o simplemente alternativo en algunos de los episodios tintinescos relacionados con la arqueología? Vamos a verlo a través de algunos de sus álbumes, concretamente Los cigarros del faraón (1934), Las siete bolas de cristal (1948), El templo del sol (1949) y Vuelo 714 para Sydney (1968)[2].

Si nos referimos a Los cigarros del faraón, aquí tenemos la única incursión de Hergé en el tema siempre fascinante del Antiguo Egipto, que en este caso se presenta como una mera tapadera para una red de narcotraficantes que usan el símbolo de cierto faraón como emblema de su organización, y su propia tumba como almacén de opio. Pero más allá del hilo argumental, vemos que Hergé sucumbe a algunos tópicos más propios de la Piramidología y de las visiones más mágicas o tenebrosas del Antiguo Egipto. Recordemos que en aquella época (los años 30 del siglo pasado) todavía sobrevivía en la cultura popular el aura misteriosa del Antiguo Egipto, sobre todo en lo concerniente a momias que volvían a la vida o científicos que eran víctimas de una fatídica maldición tras haber profanado la tumba de tal o cual faraón. Y por si fuera poco, aún estaba muy vivo en ese momento el tema de la maldición de Tutankhamon, descubierta en 1922, que supuestamente se habría cobrado las vidas de varias personas relacionadas con la tumba[3].

En este álbum vemos precisamente unos cuantos de estos tópicos más bien alejados de la arqueología ortodoxa. Así, tenemos la figura de un egiptólogo de corte decimonónico que, con su plano de la tumba del faraón Kih-Oskh, se adentra en el desierto en la compañía de Tintín. Tras hallar una estructura y una puerta con la forma del misterioso signo del faraón, Tintín se introduce en una especie de templo o hipogeo en el cual encuentra alineados unos sarcófagos con los cuerpos momificados de varios sabios que habían violado la tumba del faraón; en palabras de Tintín: “¡Los desgraciados pagaron caro su descubrimiento!” Posteriormente, la trama se aleja definitivamente del templo y discurre por otros derroteros más mundanos, pero vemos al final del álbum que el clan criminal funciona como una sociedad secreta, lo que tal vez, siendo muy sutiles, podría ser un guiño a la relación entre el simbolismo y los conocimientos esotéricos del Antiguo Egipto y las comunidades iniciáticas –más o menos secretas– que han bebido de la tradición egipcia.

Si ahora saltamos a la aventura de Las siete bolas de cristal, tenemos de alguna forma reeditada la historia de la maldición que recae sobre los profanadores de tumbas antiguas. En este caso, toda la acción –que tiene su continuidad en El templo del sol– se sitúa en la no menos atrayente civilización inca. En la trama urdida por Hergé, la prensa da la noticia de que la expedición Sanders-Hardmuth, que había estado trabajando en Perú y Bolivia, ha descubierto y traído a Europa la momia del Inca Rascar-Capac. Pero tras este éxito científico, varios miembros de esta expedición van cayendo víctimas de una extraña enfermedad o afección que les  deja en un estado de sueño letárgico, sólo interrumpido por unos arrebatos de locura. En todos los casos se encuentra en el lugar de los hechos unos extraños trozos de cristal, que podrían formar parte de unas pequeñas esferas.

Aquí tenemos pues el típico misterio que, para mortificación de los arqueólogos profesionales, ponía en primera página el fantasma de la pseudoarqueología, sin duda mucho más atractivo que las polvorientas e insulsas excavaciones. Así, en una viñeta, Hergé recurre directamente a la explotación periodística de la maldición mediante titulares sensacionalistas: “¿Será un Tutankhamon inca?” o “La venganza de Rascar Capac”. Y no pueden faltar luego las inscripciones de las paredes de la tumba que aluden a un presagio y a una maldición para los asaltadores extranjeros. Todo ello culmina finalmente con el elemento paranormal, en forma de rayo o bola eléctrica que hace desaparecer la momia de la vitrina donde estaba expuesta. En fin, aquí vemos que se han mezclado varios ingredientes de la arqueología más fantástica (que podría encajar perfectamente en una aventura del no menos famoso Indiana Jones) y que tanto en el cómic como en la realidad llamaban la atención del público hace 80 años ¡y todavía hoy en día!

En El templo del sol, el secuestro del profesor Tornasol lleva a Tintín y al capitán Haddock al Perú, donde la aventura encontrará su resolución. La faceta arqueológica aquí se limita básicamente al descubrimiento del templo del Sol, un lugar secreto donde se encuentra el último reducto de la civilización inca. De esta parte del relato cabe destacar algunos detalles que también podríamos adscribir a la arqueología más heterodoxa. En primer lugar, el templo es una construcción oculta que recuerda bastante a las historias o leyendas sobre cuevas, ciudades perdidas, túneles o estructuras subterráneas sobre los cuales se ha especulado mucho desde posiciones alternativas, como por ejemplo la cueva de los Tayos, la ciudad de Akakor, el reino de Paititi, los túneles en Cuzco y en otros lugares de América, etc. En este punto concreto cabe citar una referencia, del desaparecido investigador Andreas Faber-Kaiser, que tiene un paralelismo sorprendente con el relato de Hergé:

“En octubre de 1985 tuve ocasión de acceder junto con Juan José Benítez, con los hermanos Vílchez y con mi buena amiga Gretchen Andersen que, dicho sea de paso, nació al pie del monte Shasta en el que inicié este artículo, a un túnel excavado en el subsuelo de una finca situada en los montes de Costa Rica. Nos internamos en una gran cavidad que daba paso a un túnel artificial que descendí a casi en vertical hacia las profundidades de aquel terreno. Los lugareños –que estaban desde hace años limpiando aquel túnel de la tierra y las piedras que lo taponaban– nos narraron su historia, afirmando que al final del mismo se halla el “templo de la Luna”, un edificio sagrado, uno de los varios edificios expresamente construidos bajo tierra hace milenios por una raza desconocida, que de acuerdo con sus registros había construido una ciudad subterránea de más de 500 edificios.”[4]

La reconstrucción por parte de Hergé de este episodio en que los intrusos son capturados y sentenciados a la hoguera –aunque finalmente se salvan por una feliz coincidencia solar– es relativamente fiel al ámbito arqueológico. Por ejemplo, contiene detalles como las clásicas momias envueltas en tejidos, un cráneo alargado, la típica forma irregular de las piedras (con varios ángulos) o la figura de la divinidad Viracocha (tomada de la famosa puerta de Tiwanaku).

Y una vez liberados Tintín y sus amigos, el “Hijo del Sol” les revela el gran secreto que se creía parte de la leyenda: en el templo se custodiaba el enorme tesoro que los incas escondieron y que los conquistadores españoles nunca pudieron hallar. Huelga decir que tal leyenda entronca directamente con otros conocidos mitos de la época de la conquista como el famoso Eldorado en Sudamérica u otros reinos o ciudades de oro, como Cíbola, en Norteamérica. Todo ello ha sido objeto de estudio por parte de la arqueología alternativa, sin que a día de hoy se haya podido aportar ningún dato tangible que permita pasar del mito a la realidad. Dicho esto, nada impide –al menos como hipótesis– que exista tal tesoro oculto en algún lugar indeterminado del Tawantisuyu, el antiguo imperio inca. A este respecto, también podemos remitirnos al autor y artículo antes citado:

“Enlazando con estos conocimientos, sabemos desde la época de la conquista que los nativos ocultaron sus enormes riquezas bajo el subsuelo, para evitar el saqueo de las tropas españolas. Todo parece indicar que utilizaron para ello los sistemas de subterráneos ya existentes desde muchísimo antes, construidos por una raza muy anterior a la inca, y a los que algunos de ellos tenían acceso gracias al legado de sus antepasados.”[5]


Ahora bien, la incursión de Hergé por excelencia en el ámbito de la arqueología alternativa la encontramos en uno de sus últimos álbumes: Vuelo 714 para Sydney, de mediados de la década de 1960. En esta aventura, Tintín y sus compañeros de viaje, víctimas de un secuestro aéreo, van a parar a una pequeña isla del Pacífico Sur. Allí, tras varias peripecias, Tintín es guiado por una “voz interior” hacia la entrada de una extraña estructura subterránea oculta bajo la selva, cuya insólita claridad recuerda mucho a “la extraña luz del templo del Sol” (palabras textuales de Tintín), con lo que ya tenemos una conexión directa entre ambos contextos arqueológicos. Por otra parte, para despejar toda duda sobre lo enigmático del lugar, acaban encontrando la gran estatua de un ser divino con el aspecto de un moderno astronauta, y además las paredes resultan estar decoradas con relieves de objetos sospechosamente parecidos a platillos volantes (OVNIs). En suma, aquí podemos observar la clásica iconografía de los antiguos dioses-astronautas. 

En esta complicada situación, aparece en escena un raro personaje llamado Ezdanitoff que mediante telepatía ha guiado a Tintín hasta el extraordinario templo. Este hombre dice estar en contacto regular con seres venidos de otros mundos, que llevan viniendo al planeta desde tiempos inmemoriales. Acto seguido, ante la inminente erupción del volcán de la isla, aparece un OVNI para rescatar a Ezdanitoff, así como a Tintín y los suyos, mientras que los malvados de turno son abducidos más tarde por la misma nave. Finalmente, los héroes de la aventura, previa hipnosis para provocarles un estado de amnesia, regresan a la normalidad de su viaje y no recuerdan nada del episodio, pero el profesor Tornasol ha conservado en su poder un objeto de aleación metálica que contiene cobalto puro, que es desconocido en nuestro planeta.

Esta aventura, más allá de la trama del secuestro, tiene como eje argumental la teoría del antiguo astronauta, un indudable rastro del entonces popular realismo fantástico, una corriente de pensamiento heterodoxa que sin duda puede considerarse como uno de los precedentes directos de la moderna arqueología alternativa. En efecto, esta corriente –entre otras cosas– había abierto la puerta a las visitas e intervenciones de seres extraterrestres en un remoto pasado de la Humanidad, conectando historia y ufología, aparte de adentrarse claramente en terrenos afines como la parapsicología o los fenómenos paranormales.

Jacques Bergier
Lo cierto es que Hergé no tuvo que buscar muy lejos en el espacio y el tiempo sus fuentes de inspiración, pues los principales artífices de estas teorías eran los autores franceses Louis Pauwels (de origen belga), Jacques Bergier, Maurice Chatelain y Robert Charroux, que habían empezado a publicar sus obras a partir de 1960. Precisamente podemos ver en el cómic que el personaje de Ezdanitoff es una réplica casi perfecta de Bergier, y no sólo en la caracterización física, sino en su perfil profesional, en tanto que investigador alternativo que dirige una revista llamada Cometa (Comète), un título apenas diferente de Planète, la revista real de Pauwels y Bergier. Y sobre la formulación explícita de la tesis del antiguo astronauta no nos queda ninguna duda pues Ezdanitoff le revela al capitán Haddock el sentido de lo que están viendo: “Hace miles de años unos hombres construyeron este templo para adorar a los dioses descendidos del cielo sobre carros de fuego. En realidad, los carros eran astronaves como ésta. Y los dioses eran... pero usted ya ha visto las estatuas.” 

Hoy en día, al recordar los inicios y la difusión masiva de esta teoría, mucha gente suele referirse al famoso Erich Von Däniken y sus “carros de los dioses” (título en inglés de su primera obra), pero para ser justos fueron Pauwels y Bergier los primeros que introdujeron este tema en la cultura popular de masas. De ahí que Hergé, aprovechando el boom del realismo fantástico, recurriera a este argumento a medio camino entre la arqueología fantástica y la ciencia más avanzada para atraer a sus lectores hacia nuevos mundos inexplorados por el hombre. No por nada Tintín se movía cómodamente tanto en los terrenos más antiguos como en los más modernos: había estado en el mágico y vetusto templo del Sol pero también había pisado la Luna, en la primera gran hazaña espacial del hombre, que además se adelantó en varios años a los hechos reales.

En definitiva, si uno revisa bien la trayectoria de Tintín, podrá ver que en más de una ocasión –y en aras de potenciar la aventura– Hergé no había renunciado a añadir ciertos elementos sobrenaturales o paranormales en sus guiones, como ya hemos visto en los álbumes citados. No obstante, tales referencias también se extienden a otros episodios, como Tintín en Tibet (especulando con la existencia del homínido yeti y mostrando la levitación de los monjes budistas) o La estrella misteriosa (otorgando a un enorme meteorito unas extrañas propiedades científicas). Así, podemos afirmar con poco margen de error que sus fugaces incursiones en la arqueología alternativa formaron parte de esta fascinación popular por lo exótico y misterioso, o por lo que se sitúa al límite de la ciencia ortodoxa, lo que de hecho sigue siendo la principal fuente de atracción hacia este género que cabalga entre la literatura y la ciencia.

© Xavier Bartlett 2015

Referencias


HERGÉ. Los cigarros del faraón. Ed. Casterman. París-Tournai, 1934.
_____. Las siete bolas de crista.l Ed. Casterman. París-Tournai, 1948.
_____. El templo del sol. Ed. Casterman. París-Tournai, 1949.
_____. Vuelo 714 para Sydney. Ed. Casterman. París-Tournai, 1968.


[1] En este sentido, es bien conocido el esmero de Hergé, sobre todo a partir de los años 40, a la hora de documentarse exhaustivamente sobre los temas y los objetos que aparecen en sus álbumes, lo que se tradujo en particular en un notable detallismo y realismo en la parte gráfica. En esta tarea contó con la ayuda de destacados profesionales, muchos de los cuales (Jacobs, de Moor, Martin...) emprenderían brillantes carreras en solitario con sus propios personajes. No obstante, hay que señalar que en algunas ocasiones la fantasía le jugó malas pasadas y que, pese a sus esfuerzos por documentarse a fondo, cometió algún sonoro patinazo, como el inverosímil combate entre un gran navío de guerra y un pequeño buque pirata en El secreto del Unicornio, que -según los expertos- no hubiera sucedido en realidad o se hubiese saldado con una fácil victoria del navío del caballero de Hadoque.
[2] Dejo aparte otras referencias más ocasionales, como la arqueología submarina de El tesoro de Rackham el Rojo, la presencia del famoso templo nabateo de Petra en Stock de coque o la visita a un templo precolombino en Tintín y los Pícaros, que no se ajustarían a la temática propiamente “alternativa”.
[3] Véase mi artículo sobre la maldición de Tutankhamon en este mismo blog.
[4] FABER-KAISER, A. Los túneles de América. (1992) Pág. 7
[5] Op. Cit. Pág. 8

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