Hace muy poco asistimos al espectacular descubrimiento de un
nuevo homínido, el Homo naledi, que ha sido presentado a bombo y
platillo ante todo el mundo como una pieza esencial para entender el origen y
la evolución del ser humano. Pero... ¿hay realmente para tanto, o es uno más de
los fuegos artificiales que usa el estamento académico para apuntalar
socialmente la teoría de la evolución, ahora que cada vez más científicos se
atreven a discutirla? Vayamos por partes y expongamos los hechos principales
para luego entrar en el terreno del análisis.
Reconstrucción del rostro del Homo naledi |
Esta nueva especie fue hallada en 2013 en una cueva llamada Rising
Star, cerca de Johannesburgo (Sudáfrica), la cual venía siendo explorada
por espeleólogos y paleontólogos desde hace décadas. De hecho, el profesor Lee
Berger, de la Universidad de Witwatersrand ya había encontrado allí algunos
destacados restos de homínidos muy antiguos[1].
No obstante, Berger creía que este lugar tenía más potencial paleontológico. Y
en efecto, aunque esta vez fue preciso deslizarse con gran dificultad hasta una
pequeña cámara de acceso muy estrecho, se pudieron identificar allí los restos
de otro homínido, que sería llamado posteriormente Homo naledi[2].
Primero se encontró un cráneo y gran parte de un esqueleto, en un estado de
conservación bastante bueno. Más adelante, irían apareciendo muchos más huesos
confirmando que había varios individuos en la misma cavidad. Al final, se
recuperaron más de 1.500 piezas óseas correspondientes a unos 15 individuos de
diferentes edades. Sin embargo, no se hallaron restos de artefactos ni de
huesos de animales o cualquier otro signo de actividad humana.
Tras examinar diversas partes sueltas y reconstruir algunos
esqueletos, lo que enseguida llamó la atención al equipo de investigación es
que este espécimen tenía diversas características más próximas al género Homo
que a los australopitecinos. Su aspecto físico corresponde a un homínido de
alrededor de 1,50 de altura media y un peso de unos 45-50 kilos. Algunos de sus
rasgos son más bien primitivos, como sus hombros, tórax, caderas y manos, las
cuales se parecen mucho a las típicas manos con dedos curvados de los simios
que trepan a los árboles. En cambio, el cráneo, pese a ser bastante pequeño (500
cm3), no es muy simiesco en su forma, y muestra unos dientes
semejantes a los del erectus o el neandertal. Su estructura ósea general
sería más bien grácil y la esbeltez de los huesos de las piernas y la forma
relativamente moderna del pie serían indicio de que esta especie caminaba
erguida la mayor parte del tiempo.
Sin embargo, pese a la gran cantidad de huesos hallados y la
notable apariencia “mixta” de éstos, persisten aún importantes incógnitas,
empezando por la imperiosa necesidad de disponer de una datación fiable[3],
lo que sería un elemento fundamental para colocar esta especie en el árbol
genealógico humano. Berger, basándose sólo en aspectos morfológicos, ha
asignado al naledi una antigüedad de unos 2,5-2,8 millones de años, en
el inicio de lo que sería el género Homo, si bien no hay obstáculo alguno
que impida postular una datación muy posterior, por debajo de un millón de años
e incluso de cientos de miles de años. Sea como fuere, mientras no se
tengan datos concretos en este campo[4],
se mantendrá la especulación y su incierta posición en el esquema evolutivo
humano, pues la teoría necesita especies intermedias que “ilustren” todo el
proceso gradual de evolución, pero sobre todo que casen en términos
cronológicos, porque si no se desmonta todo el edificio.
Pero sin duda la principal discusión es la propia
denominación de estos restos, pues aunque Berger los ha asignado al género Homo,
también es cierto que varios expertos internacionales se han mostrado
escépticos y han señalado que se asemejan bastante a otros fósiles previos de
australopitecos de tipo grácil. Con todo, Berger cree que lo que sería
definitivo para asociar estos esqueletos al género Homo sería su propia
localización. Así, dado que la cavidad era muy pequeña y de difícil acceso y
que no había restos que denotaran ninguna actividad, él considera que los
cuerpos (ya cadáveres) fueron depositados allí de forma ritual –o sea, a modo
de cripta funeraria– en una época en que quizás era un poco más fácil llegar a
la diminuta cámara. Por tanto, Berger alega que tal comportamiento relacionado
con la creencia en el más allá sólo puede ser propio de los humanos.
Otros expertos, sin embargo, rechazan esta interpretación y creen que es una
hipótesis muy forzada, a la vista de las escasas pruebas disponibles.
La tópica imagen de la evolución humana |
Una vez expuesto el caso, vale la pena realizar algunas
reflexiones para centrar la controversia. Lo que podemos decir es que a estas
alturas del siglo XXI, la ciencia paleoantropológica sigue a la búsqueda de los
ejemplares de homínidos que de alguna manera vayan cerrando el enigma evolutivo
propuesto por Darwin sobre el origen del hombre. Así, una vez abandonado el
creacionismo religioso hace siglo y medio, la ciencia ha ido encontrando restos
fósiles de homínidos, calificando a unos como propiamente humanos (el género Homo)
y a otros como posibles ancestros, procedentes de una rama común que en su día
compartimos con los primates que hoy conocemos bien, como el chimpancé, el
gorila, el orangután, etc.
Lo cierto es que esa pieza intermedia entre primate y humano
–o eslabón perdido, según la terminología más popular– nunca ha
aparecido después de muchas décadas de investigación, porque en sí era un
concepto teórico derivado de la necesidad de encontrar un perfecto ser
“intermedio” para justificar la validez de la teoría darwinista. De hecho, hoy
en día el concepto de eslabón perdido se considera una antigualla
científica del todo obsoleta y se prefiere hablar de un arbusto evolutivo
con muchas ramas interconectadas en vez de una cadena lineal con eslabones bien
identificados. Este enfoque permite no tener que señalar a una especie o
ejemplar en concreto como candidato a primate humanoide, y propone un
estudio más flexible de todos los homínidos hallados, tratando de situarlos en
una secuencia evolutiva temporal, con múltiples ramificaciones que deben
conectarse –o no– hasta llegar a la cima, que sería nuestra propia especie, el Homo
sapiens.
En todo caso, desde que Raymond Dart descubriera el primer
australopiteco hace casi un siglo, la ciencia ha tratado por todos los medios
de dibujar el camino evolutivo desde un antepasado primate hasta nosotros, a
través de ciertos hallazgos que han sido convenientemente etiquetados para
asignarlos a la extensa familia de australopitecinos (no propiamente humanos
aún) o bien para atribuirlos a especies humanas, desde el llamado Homo
habilis hasta el sapiens. En este largo camino de millones de años,
y siguiendo la ortodoxia uniformista, no se habrían producido saltos enormes
sino ligeros y constantes progresos evolutivos[5]
a través del tiempo que habrían ido “humanizando” a los primates (o a una línea
de ellos, para ser más precisos) hasta alcanzar nuestro actual estadio de
desarrollo físico e intelectual.
Pero las cosas no son tan simples como pudieran parecer, e
incluso muchos brillantes paleontólogos han tenido que reconocer que el
registro fósil es todavía relativamente escaso y que cada nuevo hallazgo
comporta más dudas e interrogantes. Además, dada la diversidad morfológica de
los restos hallados, no es nada fácil establecer los criterios de “qué es
humano (o semihumano) y qué no”, y de qué modo se produjeron los cambios[6].
Por ello, ahora existe una obsesión por determinar las relaciones filogenéticas
entre las especies identificadas para aclarar de un modo más “objetivo” quién
es pariente de quién y quién desciende de quién, más allá de la pura
comparación anatómica. Pero no cabe duda de que en el fondo subyace la
convicción de que el árbol genealógico humano, por muchas ramas que tenga
–algunas divergentes y otras convergentes– debe contener una clara línea de
especimenes que muestren esa evolución gradual en el tiempo, de lo más
primitivo o animal a lo más avanzado o humano.
Cráneo ER 1470 |
Sin embargo, en la práctica, los restos arqueológicos
superan con mucho a la teoría y se muestran a veces muy desconcertantes, como
es el caso de ciertos especímenes que tienen rasgos teóricamente más humanos pero que son extremadamente antiguos, como por ejemplo el Homo rudolfensis.
Este homínido, representado por un cráneo llamado “ER 1470”, al cual se le concedió una capacidad craneal
de unos 700 cm3, fue hallado por el equipo del Dr. Louis Leakey en
Kenya en 1972 y se dató en unos 3 millones de años. Su aparición supuso un
dolor de cabeza para los expertos porque parecía de la familia del habilis
pero tenía características distintas, con un aspecto más humano, lo que podría
hacerle candidato a ancestro directo del hombre moderno, aunque algunos
expertos lo clasificaron como un australopiteco más grácil. Pero el problema
real –y más grave– es que era más antiguo que el Homo habilis y con un
cráneo más grande, si bien las aguas parecieron volver a su cauce cuando años
más tarde fue redatado en 1,9 millones de años y se le rebajó su capacidad
craneal a unos 500 cm3.
Muchísimo más flagrante es el caso del Homo floresiensis (de
la isla de Flores, en Indonesia), que bien podría ser la situación inversa: un
homínido más cercano al australopiteco –al menos en apariencia– pero
tremendamente reciente, pues su cronología se ha fijado entre 90000 a. C y
13000 a. C. Se trata de una especie con muchos rasgos de humano anatómicamente
moderno pero de talla muy reducida (alrededor de 1 metro), lo cual justificó su
apodo de hobbit. A pesar de que algunos expertos creen que podría
descender del Homo erectus, tanto su tamaño como su peso y capacidad
craneal (apenas unos 380 cm3) recuerdan a los de los australopitecos
más antiguos o incluso a los chimpancés. No obstante, como se pudo demostrar
mediante estudios antropológicos y arqueológicos, esta especie era ciertamente
inteligente y capaz de realizar artefactos líticos de buena factura, muy
parecidos a los fabricados por el hombre de Cro-Magnon europeo hace 30.000
años.
Reconstrucción de mujer "hobbit" |
Bastantes paleontólogos opinan que el hobbit es
realmente una nueva especie de homínido, mientras que unos pocos consideran que
la adaptación a unas condiciones de vida extremas pudo empujar a esta especie
al enanismo[7], o sea que
se trataría de una degeneración o malformación a partir de una especie conocida
(¿sapiens?). Con todo, el itinerario evolutivo del hobbit
no está nada claro y no faltan los que apuestan por un antecesor aún
desconocido para este Homo, ya que consideran que el Homo erectus
(o incluso el sapiens) era demasiado grande para haber involucionado
hacia un ser tan pequeño. ¡Y a la hora de proponer ancestros se llegó a hablar
de Homo habilis e incluso de australopitecos, que nunca han sido
identificados fuera de África! En definitiva, más de un paleontólogo ha
confesado que este hallazgo obliga a reconsiderar muchos aspectos de la
evolución y a replantear el concepto de “humano”.
Así las cosas, volviendo ya a Sudáfrica, el Homo naledi
sigue en un estadio de gran indefinición, a falta de estudios más profundos. Lo
que sí es cierto es que pese a tener un esqueleto similar al humano (aunque sea
arcaico), los elementos primitivos son muy claros y la capacidad craneal es muy
baja, prácticamente la mitad del Homo erectus, lo cual lo acerca bastante más a los
australopitecinos. Tampoco ayuda el hecho de que no tengamos huellas
inequívocas de que manejara o trabajara artefactos, hiciera fuego o tuviera
ciertas capacidades intelectuales desarrolladas. En todo caso, vemos que los
expertos no se ponen de acuerdo y mientras Berger, el brillante descubridor,
resalta los rasgos únicos de este espécimen, otros antropólogos le bajan los humos
afirmando que, o bien era una variante de Homo erectus o bien una
reliquia aislada que sobrevivió hasta tiempos recientes, pero que en modo
alguno va cambiar el panorama actual de la paleoantropología. En fin, todo esto
me da más la sensación de lucha entre egos científicos mientras la verdad se va
quedando por el camino. Me encanta esta “objetividad” de la ciencia[8].
El diminuto cráneo del Homo floresiensis |
Finalmente, ¿cómo
definimos al hombre (género Homo)? ¿Y al primate? ¿Por qué los
científicos, a cada diferencia morfológica hallada, se apresuran a “crear”
nuevas especies? ¿Y por que esa obsesión con el tamaño del cerebro? Vemos que
el tamaño del cráneo –y consecuentemente del cerebro– no es en absoluto
garantía de distinción entre humanos y no humanos. Hoy sabemos que los humanos
modernos, dependiendo de la raza y hasta de cada individuo, pueden manifestar
una inteligencia normal o superior con cerebros bastante pequeños, de hasta 700
cm3. Y recordemos que la propia ciencia engloba en el género Homo
a individuos con capacidades desde los 380 cm3 (los floresiensis)
hasta los 1.500 cm3 (los neandertales). Pero es más, incluso
conocemos casos de personas aquejadas de enfermedades como la hidrocefalia que
tienen más líquido que cerebro en el interior de sus cráneos y aún así muestran
una inteligencia normal[9].
Luego, es bien posible que la inteligencia y la conciencia no residan necesariamente
en un cerebro grande, aunque esto ya sería tema para otro artículo.
Por otro lado, es bien sabido que ciertos primates pueden caminar
erguidos temporalmente y que pueden usar objetos a modo de utensilios. Y no
olvidemos que, según los estudios científicos, un chimpancé comparte con
nosotros el 98% del ADN. Entonces, tan próximos... y tan lejanos, con sólo un
2% de diferencia genética. Inevitablemente surgen varias cuestiones al
respecto: ¿Cómo definimos pues a todos estos seres del pasado que no son
“simios” pero tampoco “humanos”? ¿Por qué todos los primates poseen 24 pares de
cromosomas y los humanos 23? ¿Y qué papel juega en todo esto ese alto porcentaje
de ADN basura que tienen los humanos y que ningún científico ha
explicado aún para qué sirve?
¿No será que hay simios y humanos, con sus múltiples variantes
morfológicas, pero que nunca existió una especie intermedia (o varias), porque
los humanos tal vez no descendemos de los primates, por mucha proximidad
que haya entre nosotros? ¿Estamos dispuestos a plantear ya otros escenarios
científicos que no sean la misma obsesión evolutiva de siempre? Estaría bien
disponer de algunas respuestas para estas preguntas.
© Xavier Bartlett 2015
Imagen H.
naledi: © Mark Thiessen/National Geographic/PA
[1] Así, en 2008
se encontraron dos esqueletos bastante enteros de homínidos de aspecto
primitivo, que fueron datados en alrededor de dos millones de años y asignados
a una nueva variante de australopitecinos: el Australopithecus sediba.
[2] De Dinaledi,
“cámara de las estrellas” en el lenguaje local sesotho, por llamarse así la
cámara en cuestión.
[3] A fecha de
hoy aún no se han realizado análisis de este tipo, ni con C-14 ni con otra
técnica. Lo que se sabe es que otras técnicas habituales, como la datación de
estratos de cenizas volcánicas, no son aplicables en este caso.
[4] Cabe
destacar que esta falta de datación estuvo a punto de comprometer la
publicación de los hallazgos, pues muchas revistas científicas se niegan a
publicar investigaciones paleontológicas que carezcan de datación.
[5] De todos
modos, es oportuno citar que el prestigioso científico Stephen Jay Gould
planteó la famosa teoría del “equilibrio puntuado” para explicar los fuertes
cambios o apariciones y desapariciones bruscas de especies a causa de factores
puntuales en el tiempo.
[6] En este
sentido, la ortodoxia científica siempre recurre a la genética y a las
mutaciones aleatorias como explicaciones objetivas, aunque no haya prueba
directa que demuestre que una determinada mutación sea la causante de un cierto
cambio “evolutivo”.
[7] Por cierto,
me permito recordar que el mismo profesor Lee Berger, a raíz del hallazgo de
grandes huesos humanos en África, propuso un periodo de gigantismo en la
historia de la Humanidad, tal vez protagonizado por Homo heilbergensis o
sapiens muy arcaicos hace medio millón de años. Y nadie le ha hecho caso
hasta la fecha.
[8] Estas
guerras de egos son muy antiguas y perviven con buena salud, como en nuestro
caso del muy único y esencial homínido Homo antecesor, que para muchos
expertos internacionales se trataba de una simple variante de H.
heilderbergensis.
[9] Estos casos
fueron estudiados por el Dr. John Lorber, neurólogo británico, que constató que
varios niños, pese a estar afectados por una fuerte hidrocefalia, tenían unas
capacidades intelectuales normales. En uno de los casos, Lorber apreció que un
buen estudiante de matemáticas, con un CI de 126, apenas poseía un cerebro
“físico” pues su cráneo sólo contenía una fina capa de células cerebrales de 1
mm. de espesor; el resto era líquido cefalorraquídeo.
4 comentarios:
Para cualquier pseudo-escéptico que se precie y según la última revisión del diccionario de tecno-lengua, Sr Xavier es ustez un magufo que defiende nuestra ascendencia reptiliana. ;-)
Amigo Piedra:
Me tomo el cumplido al pie de la letra. ;-)
Lo peor del caso es que suelo recibir palos indistintamente de escépticos pro-académicos y de furibundos alternativos, pero más bien de estos últimos. Todo el mundo se cree en posesión de la verdad, y el origen del hombre es un campo magnífico para el dogmatismo, el prejuicio y la descalificación del adversario. Tan lejos estoy de Sitchin como de Dawkins, ¿hace falta decir más? Ya me gustaría que hubiera un debate serio y sin arrogancias, pero parece que la cosa no va por ahí...
Un saludo,
X.
Hola amigacho. Estoy de acuerdo con tu punto de vista, ya que la explicación de los cambios evolutivos, por ejemplo, producidos por mutaciones "al azar", me parece de lo más absurda. Igualmente la teoría de la evolución de Darwin, que si le ponemos en contexto histórico, se ve mejor de dónde proviene su gran fama, y como Lamark y otros biólogos de la época fueron apartados del panorama científico. Me estaba preguntando si conocerás (sabrás quien es)Máximo Sandín, exprofesor jubilado de biología de La Autónoma de Madrid
Amigo Rubén,
Muchas gracias por tu comentario. Efectivamente coincido con tus valoraciones y en la imposicion teórica del darwinismo sobre el "lamarckismo", que fue arrinconado y marginado sin haber sido debidamente sopesado.
Y sí, conozco el trabajo de Sandín desde hace algunos años y admiro su valentía por decir las cosas claras desde el ámbito científico. En este blog le he citado algunas veces y en mi otro blog (somnium dei) le dediqué toda una entrada.
Saludos,
X.
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