lunes, 10 de julio de 2017

Sobre el origen del hombre (1ª parte)



El artículo que presento a continuación reincide en las últimas incursiones en el tema de la evolución humana y el darwinismo en general, y viene de la mano del prestigioso biólogo español Máximo Sandín, al cual ya he mencionado varias veces en este blog. Para los que no lo conozcan, basta decir que Máximo Sandín fue profesor de Biología en la Universidad Autónoma de Madrid durante 35 años, hasta su reciente retiro. Sandín se ha situado siempre en una posición crítica al darwinismo ortodoxo por considerarlo acientífico y dogmático en muchos aspectos. Entre sus obras podemos destacar: Lamarck y los mensajeros (1995) Madre Tierra, Hermano Hombre (1998), Pensando en la evolución, pensando en la vida (2006),  y Darwin, el sapo y la charca (2009). También ha publicado numerosos artículos en los que ha desarrollado sus tesis críticas sobre un cierto pensamiento único y sesgado, que van más allá del campo biológico, pues se extienden al conjunto de la ciencia, la sociedad y la economía. Su sitio web es: www.somosbacteriasyvirus.com.

En este extenso documento, que publicaré en tres partes, el disidente Sandín saca a relucir las miserias y sesgos del evolucionismo ortodoxo con relación a la aparición del ser humano sobre el planeta, y lo hace aportando numerosos argumentos biológicos y antropológicos, pero también metodológicos, dejando bien a las claras que el darwinismo está repleto de prejuicio, manipulación y falsedad, y que en realidad responde más a una ideología o una cosmovisión que a una teoría científica. En la primera parte se aborda específicamente la base ideológica y teórica de la evolución por selección natural, en la segunda se repasa el galimatías de la cadena evolutiva humana, mientras que la tercera parte se centra en el origen del hombre en la Península Ibérica. 

En fin, ya va siendo hora de desmontar la rigidez y la arrogancia de los defensores del actual paradigma, poniendo bien de manifiesto que sus verdaderos opositores no son una pandilla de fanáticos pseudocientíficos procedentes del fundamentalismo religioso. Antes bien, existe una minoría de voces cualificadas que, apelando al propio espíritu científico, ha puesto el dedo en la llaga al criticar el evolucionismo como una especie de religión científica que en el fondo sólo aspira a sustituir a las antiguas religiones en la mente de la población, aportando verdades absolutas que los adeptos o creyentes deben asumir sin vacilación. Así pues, y aunque todavía estemos lejos de  tener todas las respuestas sobre el origen del hombre, al menos podemos empezar a cuestionarnos el modelo impuesto por Darwin y sus secuaces, a la espera de seguir avanzando por el camino correcto con nuevas investigaciones y pruebas.   



“Con respecto a las cualidades morales, aun los pueblos más civilizados progresan siempre eliminando algunas de las disposiciones malévolas de sus individuos. Veamos, si no, cómo la transmisión libre de las perversas cualidades de los malhechores se impide o ejecutándolos o reduciéndolos a la cárcel por mucho tiempo. [...] En la cría de animales domésticos es elemento muy importante de buenos resultados la eliminación de aquellos individuos que, aunque sea en corto número, presenten cualidades inferiores.”

Charles Darwin. El Origen del Hombre.

El mundo según Darwin, o un observatorio privilegiado


Debido a su especial condición, el campo de estudio de la evolución humana (el estudio de nuestra propia historia y naturaleza biológicas) es, quizás, la disciplina científica en la que resulta más aplicable el repetido aforismo científico de que “la teoría influye en las observaciones”. Es decir, asumida una base teórica como cierta, las “observaciones objetivas de la realidad” son, en muchas ocasiones, interpretaciones elaboradas en función de lo que creemos cómo debería de ser si ésta operase tal y como nos predice la teoría.

Supuestamente, las teorías científicas pretenden estar basadas en observaciones objetivas de los hechos que describen, pero, incluso para la Física, la ciencia que probablemente ha alcanzado el máximo nivel de precisión en la predicción de los resultados con la Mecánica Cuántica, la interpretación de la realidad depende de la perspectiva desde que se la observe. Y, si esto es así, la cita que encabeza este escrito nos puede aportar algunos indicios sobre las coordenadas, tanto espaciales como temporales, que definían la situación del observatorio desde el que Darwin describía su realidad.

Una primera coordenada puede ser la referida al contexto cultural, que nos sitúa en los valores de la sociedad victoriana, imbuidos de la concepción calvinista de que unas personas están predestinadas para la salvación y otras a la condenación, y que los “elegidos de Dios” son las personas laboriosas y virtuosas. Por eso Darwin muestra su preocupación por la proliferación de las “cualidades inferiores” en su sociedad: “Existe en las sociedades civilizadas un obstáculo importante para el incremento numérico de los hombres de cualidades superiores, sobre cuya gravedad insisten Grey y Galton, a saber: que los pobres y holgazanes, degradados también a veces por los vicios, se casan de ordinario a edad temprana, mientras que los jóvenes prudentes y económicos, adornados casi siempre de otras virtudes, lo hacen tarde a fin de reunir recursos con que sostenerse y sostener a sus hijos. [...] Resulta así que los holgazanes, los degradados y, con frecuencia, viciosos tienden a multiplicarse en una proporción más rápida que los próvidos y en general virtuosos.”

Típica imagen de una fábrica del siglo XIX
La segunda coordenada la aporta el contexto histórico. En pleno auge de la Revolución Industrial y de la expansión colonial británica, las masas de desheredados que abarrotaban las calles de las grandes ciudades industriales, y que constituían lo que Darwin denominaba las clases entregadas a la destemplanza al libertinaje y al crimen debían ser controladas, y qué mejor forma que eliminando sus malas disposiciones que, naturalmente, eran innatas, en bien del progreso. En lo que respecta a las relaciones entre las naciones “civilizadas” y los pueblos “primitivos”, están dirigidas por una lógica semejante: “Cuando las naciones  civilizadas entran en contacto con las bárbaras, la lucha es corta, excepto allí donde el clima mortal ayuda y favorece a los nativos.” La consecuencia de este fenómeno normal es inevitable: “Llegará un día, por cierto, no muy distante, que de aquí allá se cuenten por miles los años en que las razas humanas civilizadas habrán exterminado y reemplazado a todas las salvajes por el mundo esparcidas [...] y entonces la laguna será aún más considerable, porque no existirán eslabones intermedios entre la raza humana que prepondera en civilización, a saber: la raza caucásica y una especie de mono inferior, por ejemplo, el papión; en tanto que en la actualidad la laguna sólo existe entre el negro y el gorila.”

El medio social en el que Darwin se desenvolvía, aporta una tercera coordenada que era, según él, determinante para la actividad intelectual: “La presencia de un cuerpo de hombres bien instruidos que no necesitan trabajar materialmente para ganar el pan de cada día, es de un grado de importancia que no puede fácilmente apreciarse, por llevar ellos sobre sí todo el trabajo intelectual superior (del) que depende principalmente todo progreso positivo, sin hacer mención de otras no menos ventajas.” Efectivamente, Darwin heredó de su padre una importante fortuna, que incrementó considerablemente mediante la boda con su prima Emma Wedgwood, nieta de Josiah Wedgwood, propietario de la famosa fábrica de porcelanas “Etruria” (proveedora de la Real Casa), y que decidió tras un meticuloso cálculo sobre la herencia que le correspondía (Thuillier, 1990). Fortuna que redondeó, posteriormente, mediante sus actividades como prestamista (Hemleben, 1971). Como él mismo escribe en sus memorias: “Pero poco después me convencí, por diversas circunstancias, de que mi padre me dejaría herencia suficiente para subsistir con cierto confort, si bien nunca imaginé que sería tan rico como soy” (Autobiografía). En el contexto de la Inglaterra victoriana parece razonable suponer que esta condición, junto con el hecho de que tres años después de su boda, a los treinta años, se instaló en su residencia, Down House, de la que apenas salió el resto de su vida, no resultase muy favorable para una profunda comprensión de una realidad social sobre la que emitía juicios tan rotundos.

Finalmente, y para no ser menos que los físicos, añadiremos una cuarta coordenada: la que corresponde al aspecto individual, es decir, lo que se refiere tanto a sus características personales como a su formación científica. En cuanto al primer aspecto, quizás sea lo más adecuado que dejemos hablar a Paul Stratern (1999), uno de sus biógrafos: “Darwin no había recibido una formación científica en el sentido académico [en efecto, su única titulación era la de subgraduado en teología, que le capacitaba para ejercer la labor de ministro de la iglesia anglicana], y hasta el momento no había demostrado poseer una inteligencia excepcional (su celebridad se debía enteramente a haber estado en el lugar oportuno en el momento oportuno) [...] Pero, de pronto, a los veintiocho años, pareció descubrir su imaginación.”

A lo que Stratern se refiere es al gran descubrimiento de Darwin, que él mismo narra así a su protector J. Hooker en una carta fechada el 11 de Enero de 1844 (ocho años después de su regreso del famoso viaje del Beagle): “Por fin ha surgido un rayo de luz, y estoy casi convencido [el subrayado es mío] –totalmente en contra de la opinión de que partí– de que las especies no son [es como confesar un asesinato] inmutables.” Un descubrimiento, aunque inseguro, notable, sobre todo si tenemos en cuenta que en “el continente”, pero sobre todo en Francia, se llevaba casi cien años estudiando sistemática y científicamente la evolución (Ver Galera, 2002 y Sandín, 2003). Y esto justifica las críticas que su gran obra Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural, o el mantenimiento de las razas favorecidas en la lucha por la existencia recibió de intelectuales, científicos y naturalistas que tenían conocimientos sobre la evolución, de las que la más concisa y reveladora del verdadero mérito de la obra es la del profesor Haughton, de Dublín, citada por el mismo Darwin en su autobiografía: “Todo lo que había de nuevo era falso, y todo lo que había de cierto era viejo.”

Thomas R. Malthus
“Lo que había de nuevo” en la obra de Darwin era el intento de explicar la Naturaleza mediante principios basados en las (poco filantrópicas) ideas sociales de uno de los ideólogos de la Revolución Industrial: el ministro anglicano Thomas R. Malthus y su Ensayo sobre el principio de la población publicado en 1798 y que se convirtió en “una parte importante e integral de la economía liberal clásica” (The Peel Web. Malthus). Este libro, y Malthus mismo, con su insistencia sobre el primer ministro, tuvieron una gran influencia en el Acta de Enmienda de la Ley de Pobres de 1834. Según él, las leyes de protección a los pobres estimulaban la existencia de grandes familias con sus limosnas, y afirmaba que no deberían existir porque limitaban la movilidad de los trabajadores. La tesis del libro, basada en la existencia de masas de desempleados que vivían en la miseria y se hacinaban en las ciudades industriales, era que el aumento de la población en una progresión geométrica, mientras que los alimentos aumentaban en una progresión aritmética, impondría una lucha por la vida, por lo que había que impedir que los trabajadores y marginados se reprodujeran en tan gran número (lo cual no le impidió tener numerosos hijos).

Así es como Darwin describe el nacimiento de su teoría: “En Octubre de 1838, esto es, quince meses después de haber comenzado mi estudio sistemático, se me ocurrió leer por entretenimiento el ensayo de Malthus sobre la población y, como estaba bien preparado para apreciar la lucha por la existencia que por doquier se deduce de una observación larga y constante de los hábitos de los animales y plantas, descubrí enseguida que bajo estas condiciones las variaciones favorables tenderían a preservarse, y las desfavorables a ser destruidas. El resultado sería la formación de especies nuevas. Aquí había conseguido por fin una teoría sobre la que trabajar” (Autobiografía).

De esta concepción de los de los fenómenos naturales surgió su otra innovación científica: La selección natural. Su documentación para llegar a este concepto no fue mucho más empírica que la anterior, y nos informa sobre qué hábitos de animales y plantas se elaboró. Consistió “en la lectura de textos especialmente en relación con productos domesticados, a través de estudios publicados, de conversaciones con expertos ganaderos y jardineros y de abundantes lecturas” (Autobiografía). 

Edición original de On the origin of species (1859)
Y, con estos fundamentos científicos, la explicación de la evolución de la vida sobre el planeta, de la enorme diversidad y complejidad de los organismos y, sobre todo, de los grandes cambios de organización animal y vegetal, resulta extremadamente sencilla: “He llamado a este principio por el cual se conserva toda variación pequeña, cuando es útil, selección natural para marcar su relación con la facultad de selección del hombre. Pero la expresión usada a menudo por Mr. Herbert Spencer, de que sobreviven los más idóneos es más exacta, y algunas veces igualmente conveniente” (Origen de las Especies). Por si los anteriores conceptos fundamentales de la teoría darvinista pueden resultar de un contenido biológico discutible, hay que hacer notar que a lo que Darwin se refiere en este caso es a la aportación científica de Herbert Spencer, economista y filósofo, que en su libro La Estática Social (1850) elabora unas directrices para llevarlas a la política social. Según él: “Las civilizaciones, sociedades e instituciones compiten entre sí, y sólo son vencedores aquellos que son biológicamente más eficaces.”

En definitiva, parece claramente definida la situación del observatorio desde el que Darwin describió la realidad, y no parece muy discutible el fundamento real de la teoría darvinista. Si su mecanismo de evolución biológica, una extrapolación de la selección de los ganaderos, (que consiste en no dejar reproducirse a los individuos normales y seleccionar a los que tienen alguna característica anormal del gusto del ganadero) que es exactamente lo contrario de lo que ocurre en la Naturaleza, puede calificarse de una simplificación antropocéntrica de los fenómenos biológicos, su marco conceptual, la lucha por la vida y la supervivencia del más adecuado son la aplicación directa de unos principios sociales caracterizados por una hipócrita justificación del statu quo (Young, 1973) basada en un despiadado desprecio por los desheredados y marginados y en una supuesta superioridad “innata” de los más aptos. Y éste es el espíritu que subyace en las interpretaciones darvinistas de la evolución humana. Una feroz competencia en la que no hay sitio para los perdedores, para los inferiores, en la que sólo los “elegidos” tienen su premio, como se puede deducir de las conclusiones finales de la obra de la que nace toda la Biología moderna (Fernández, 1987): “Y como la selección natural opera solamente por y para el bien de cada ser, todos los atributos corpóreos y mentales tenderán a progresar hacia la perfección” (Sobre el Origen de las especies).

Una visión vacía de la realidad


Resulta difícil de comprender (y, posiblemente, sería necesario un profundo estudio histórico para ello; ver Sandín, 2002), cómo una supuesta teoría científica con unas bases conceptuales tan distantes de los fenómenos que pretende explicar, se ha llegado a convertir para toda una cultura –o “civilización”– en la explicación de la historia de la vida. Pero lo que sí parece claro es que el auge y la consolidación del darwinismo han sido paralelos al del modelo económico y social del que nació. A lo largo del siglo XX, los biólogos han intentado (con poco éxito) comprender la evolución biológica bajo el prisma de unas variaciones “al azar” dentro de una especie, capaces de producir –con el tiempo– impresionantes cambios de organización genética, fisiológica y anatómica, gracias a una fe ciega en el poder creativo de la selección natural. Así, según F. J. Ayala (1999): “La selección natural explica porqué los pájaros tienen alas y los peces agallas, y porqué el ojo está específicamente diseñado para ver y la mano para coger.” Pero lo cierto es que los argumentos que utilizan y los fenómenos que pretenden explicar mediante esta base teórica tienen muy poco que ver con estos cambios de organización, porque los conceptos y los términos empleados para describir los fenómenos biológicos delatan el verdadero carácter (la verdadera esencia) de su modelo teórico: la competencia, el coste-beneficio, las estrategias reproductivas, la explotación de recursos, la rentabilidad... nos revelan, en realidad, una visión preconcebida y antropocéntrica (los animales y las plantas no utilizan una calculadora) de cómo son (cómo “han de ser”) las relaciones entre los seres vivos, independientemente de que sus supuestas explicaciones no tengan la menor relación, no ya con los procesos evolutivos, sino siquiera con la realidad de los fenómenos naturales.

John Maynard Smith
Entre los múltiples ejemplos que se pueden encontrar de esta deformación de la realidad, uno muy reciente nos puede resultar informativo: En la revista Nature (Michor y Nowak 2002), y bajo el epígrafe “Evolución”, figura el siguiente título: El bueno, el malo y el solitario. La trama argumental del artículo consiste en una especulación sobre el profundo problema científico de si en la Naturaleza existen comportamientos verdaderamente altruistas, problema, al parecer, de gran trascendencia para la teoría darvinista, porque podría poner en cuestión sus fundamentos teóricos (a saber: la selección natural opera por y para el bien de cada ser). El dilema se centra en que la cooperación en el comportamiento animal puede resultar rentable si ello conlleva un reparto de los beneficios obtenidos, pero su gran aportación es que, en el caso de que los no cooperadores no reciban su parte, hay otro posible comportamiento, el de los solitarios, que también consigan una parte, aunque menor. Es decir, un refuerzo a “la teoría de la evolución”. Porque el comportamiento altruista es “algo que sencillamente es incompatible con la selección natural operando en el nivel del individuo, que es la única forma de selección que admite el neodarwinismo [...] Pero John Maynard Smith ha ofrecido una explicación que se basa en la teoría matemática de juegos desarrollada por John von Newmann y Oskar Morgenstern en los años cuarenta y que saca al neodarwinismo del aprieto. Un conocido ejemplo es el llamado dilema del prisionero [...] Dos acusados de haber cometido un robo juntos son aislados en celdas separadas y exhortados a confesar, sin que ninguno sepa lo que hace el otro.” Tras una profusa relación de penas en función de que confiese uno, los dos o ninguno, tan absurda como poco ajustada a derecho, el final de la historia es: “Paradójicamente, si cooperan los dos ladrones (y ninguno confiesa) les va mejor que si los dos confiesan (y no cooperan entre sí)”. La conclusión científica es: “La cooperación puede, como se ha visto, resultar rentable aunque los individuos no sean por naturaleza altruistas” (Arsuaga, 2001).

Lo que resulta realmente incomprensible es cómo se puede pensar que argumentos de este tipo sirvan para explicar la evolución, cuando lo que nos están describiendo es una concepción de la sociedad humana, según la cual “el hombre está lleno de vicio”, pero “los vicios individuales hacen la prosperidad pública” y “cada cual busca su propio interés” pero “es el egoísmo individual lo que conlleva al bien general”, en definitiva, y aunque no tengan conciencia de ello, lo que están manifestando es una profesión de fe calvinista y una aplicación directa de las máximas de Adam Smith a la Naturaleza. Sin embargo, y a pesar del profundo arraigo de este tipo de argumentos en el vocabulario de la comunidad evolucionista, cada nuevo descubrimiento los alejan más y más de cualquier relación (si es que alguna vez la tuvieron) con los fenómenos que tienen lugar en la Naturaleza. “La Biología hoy, está donde estaba la Física a principios del siglo veinte”, observa José Onuchic, codirector del nuevo Centro de Física Biológica Teórica de la Universidad de California, San Diego. “Se enfrenta a una gran cantidad de hechos que necesitan una explicación” (Knigth, J., 2002). Las secuenciaciones de genomas animales y vegetales, los descubrimientos de la Genética molecular y del desarrollo, y los datos, cada día más informativos, del registro fósil, están llevando a un número creciente de científicos a exponer la necesidad de revisar muchos de los tópicos que, a fuerza de repetidos de un modo rutinario y mecánico parecen haberse convertido en verdades indiscutibles y que han acabado por conformar una visión deformada de los procesos biológicos.

Henry Gee
Entre los cada día más abundantes análisis críticos de esta situación, parece necesario insistir en el editorial de Henry Gee (2000) en la revista Nature: “La cuestión del origen de las especies debe tener que ver, fundamentalmente, con la evolución de programas embrionarios... [...] Usted puede buscar a Darwin para una respuesta pero buscará en vano. Darwin estudió leves variaciones en características externas, sugiriendo cómo esas variaciones pueden ser favorecidas por circunstancias externas, y extrapoló el proceso al árbol completo de la vida. Pero, seguramente, hay cuestiones más profundas para preguntarse que por qué las polillas tienen alas más negras o más blancas, o por qué las orquídeas tienen pétalos de esta u otra forma. ¿Por qué las polillas tienen alas y por qué las orquídeas tienen pétalos? ¿Qué creó esas estructuras por primera vez? La victoria del darwinismo ha sido tan completa que es un shock darse cuenta de cuan vacía es realmente la visión darviniana de la vida” (El subrayado es mío). Esta drástica descalificación del darwinismo puede resultar chocante en la citada revista. Pero, más chocante aún es que parece haber resultado una frase escrita en el aire: a pesar de la rotundidad de estos razonamientos, la tónica general de los artículos publicados en la revista, e incluso los siguientes editoriales del mismo autor, siguen la dinámica de la rutina darwinista con las tópicas explicaciones basadas en la competencia, la selección... lo que parece un indicio del estado de inconsistencia teórica en que se encuentra la Biología.

Sin embargo, los argumentos de Gee tienen una sólida base científica. Los cambios morfológicos observados a lo largo del proceso evolutivo se han de producir, necesariamente, mediante cambios en el desarrollo embrionario capaces de modificar el resultado final de la formación de los órganos y estructuras (es decir, las diferencias entre aletas y extremidades o entre éstas y alas se produce por cambios en la embriogénesis) y la supuesta actuación de la selección natural sobre pequeñas variaciones al azar en organismos adultos –con capacidad para reproducirse– no puede explicar el origen de estos cambios de organización, porque la “selección” sólo puede actuar (sólo puede seleccionar) sobre lo que ya existe. Aunque el ejemplo pueda resultar simple, parece necesario en este caso para poner en evidencia la superficialidad lógica de atribuir a una “selección” un papel fundamental en la evolución: Sería como responsabilizar de las características (incluso de la existencia) de un automóvil a la persona que retira los que salen defectuosos de la fábrica. Es tan obvio, que resulta innecesario hacer notar el hecho de que estas características dependen del proceso de fabricación, que en los seres vivos (bastante más complejos que un automóvil) es, como nos recuerda Gee, el desarrollo embrionario.

Gregor Mendel
La idea de una selección de mutaciones individuales, base de las fórmulas matemáticas de la Genética de poblaciones, disciplina que pretende explicar la evolución según criterios darvinistas, es decir, mediante la extrapolación de pequeñas variaciones dentro de una especie (los denominados procesos “microevolutivos”) a la evolución (“macroevolución”, en su terminología), ha quedado totalmente descalificada por los conocimientos actuales de Genética. La información genética se ha mostrado como algo mucho más complejo que la supuesta relación un gen-un carácter en que se basaba esta concepción surgida en la primera mitad del pasado siglo. Hoy día se sabe que la inmensa mayoría de las características (morfológicas, fisiológicas, moleculares...) no se transmiten según las leyes de Mendel, que han quedado reducidas a aspectos o circunstancias ocasionales y, en la mayoría de los casos, superficiales. La información contenida en una secuencia genética depende de multitud de factores, entre otros, del organismo en que se exprese, de su localización en el genoma, de la regulación de otros genes y del control de cientos de proteínas muy específicas cuyo estudio (la proteómica) está mostrando una tal complejidad en sus interacciones (Gavin et al., 2002) que su desciframiento constituye “un duro desafío” para los investigadores (Abbott, 2002). Pero hay algo más: también depende del ambiente celular que, a su vez, está condicionado por el ambiente externo y que puede inducir a que una misma secuencia pueda “codificar” decenas de proteínas diferentes (Herbert y Rich, 1999). Y estas variaciones no son al azar, porque no son proteínas cualesquiera, sino las adecuadas a cada situación.

A esta capacidad de respuesta al ambiente (de interacción constante de los genes con su entorno), hay que añadir que una gran parte de los genomas animales y vegetales (que, por cierto, comparten muchísimos más genes que los que cabría esperar de la evolución por mutaciones al azar), están constituidos por elementos móviles de los que existen dos versiones: transposones, grupos de genes que pueden “saltar” de una parte a otra del genoma, y retrotransposones, que “crean” copias de sí mismos que se insertan en el genoma, con lo que producen duplicaciones de sus secuencias. Además, existen cantidades, variables pero siempre muy altas, de virus endógenos (por cierto, muy relacionados con los elementos móviles), que son secuencias procedentes de virus que se han insertado en los genomas, donde forman parte constituyente y activa (Bromhan, 2002). En el Hombre, cerca de un 10% del genoma está contituido por este último tipo de secuencias (Genome Directory, 2001).

Se ha podido comprobar experimentalmente que, tanto los elementos móviles como los virus endógenos se activan (cambian de situación o se “malignizan”) mediante agresiones ambientales (radiaciones ultravioleta, productos químicos, defectos o excesos de ciertos nutrientes...) produciéndose lo que se conoce como “estrés genómico”, cuya consecuencia puede llegar a ser un cambio sustancial en la estructura del genoma. También se ha constatado que procesos de este tipo (duplicaciones y reordenamientos genómicos) han sido cruciales en los principales eventos evolutivos (Brooke et al., 1998; McLysaght et al., 2002; Gu et al., 2002).

Fósil de ammonites
En cuanto a la traducción de estas características de los genomas a su expresión fenotípica durante la evolución, es decir, a los cambios de organización que, necesariamente, se han de producir mediante modificaciones en el desarrollo embrionario, las investigaciones sobre genética del desarrollo están aportando un creciente número de información y de experimentos sobre el control y las consecuencias finales de un proceso tan extremadamente jerarquizado e interconectado como es la embriogénesis. Desde la aparición en el registro fósil de todos los Phyla (todos los grandes tipos de organización) actualmente existentes en la llamada “Explosión del Cámbrico” (Gª Bellido, 1999), hasta las distintas remodelaciones de estos tipos de organización; de simetría radial a bilateral (Lowe y Wray, 1997), de organización “miriápodo” a “exápodo” en insectos (Ronshaugen et al., 2002) o de plan de organización “pez” a “tetrápodo” (Kondo et al., 1997), el desarrollo embrionario se ha mostrado como un proceso de una compleja organización y coordinación en la que juegan un papel fundamental unas secuencias genéticas repetidas en tandem conocidas como genes homeóticos (HOX). 

Estas secuencias codifican unas proteínas que regulan la actividad de otros genes implicados en la morfogénesis de forma que los cambios en su actividad (inactivaciones, duplicaciones, transposiciones), se traduce en cambios en el desarrollo embrionario que afectan simultáneamente a conjuntos de tejidos y órganos. Es decir, no son mutaciones, porque las mutaciones son desorganizaciones de procesos muy finamente ajustados. (De hecho, las mutaciones en genes del desarrollo conducen a malformaciones con muy discutible sentido evolutivo). Estos cambios se producen en la forma que se conoce como en cascada, de modo que una modificación en etapas incipientes del desarrollo habría tenido como consecuencia grandes diferencias en el tipo de organización general, (por ejemplo, los Phyla del Cámbrico), mientras que en procesos posteriores las diferencias finales se harían progresivamente mas reducidas a medida que avanzase el desarrollo embrionario, de modo que las producidas en las etapas finales serían irrelevantes desde el punto de vista de la organización morfológica.

En definitiva, unos fenómenos constatables experimentalmente (científicamente), muy alejados de los artificios matemáticos y de las hipótesis, jamás verificadas, sobre la selección de mutaciones al azar de la Genética de poblaciones, cuyas bases conceptuales fueron elaboradas en una época en la que estos conocimientos eran inimaginables. Una concepción en la que permanecen anclados los expertos en evolución humana (Ayala y Cela, 2002; Boyd y Silk, 2001), en la que la simplista extrapolación de la variabilidad continua y gradual en características superficiales a los cambios de organización biológica está impregnada (por mucho que se niegue en aras del azar), y muy especialmente en la evolución humana, de la concepción darvinista de un ascenso, por medio de competencias y sustituciones, desde los primitivos e inferiores hasta los civilizados y superiores en sus atributos corpóreos y mentales. Hasta la perfección.

(c) Máximo Sandín 2002 

Fuente: www.somosbacteriasyvirus.com/articulos

Fuente imágenes: Wikimedia Commons

4 comentarios:

Piedra dijo...

Pues si, aunque no sepamos (o no se reconozca) la verdad, al menos debería no aceptarse el dogma actual sin más. ...Aunque eso obligaría a replantear el resto de dogmas y nuestra civilización se tambalearía, jejeje.

Un saludo.

Xavier Bartlett dijo...

En efecto, el dogma darwinista va mucho más allá de la biología, abarca toda la ciencia, y ponerlo en entredicho sería una sacudida demasiado fuerte... por eso tratan de apuntalarlo como sea a pesar de las pruebas objetivas no corroboren la teoría, como apunta Sandín.

Saludos,
X.

zangolotino dijo...

Hace tiempo que llevaba buscando un artículo así, Gracias.
El darwinismo hace aguas por todos lados pero pasará mucho tiempo antes de que se caiga de su poltrona pues aún lo siguen inculcando en las mentes de todos los que nos vemos sometidos a la enseñanza obligatoria.
Simplemente empezando a cuestionarnos al propio autor de la teoría siguiendo su trayectoria ya deberíamos empezar a sospechar pero es que eso ya no es lo único y este artículo es la demostración palpable de eso.
Este blog y el de somnium dei se me han hecho imprescindibles desde hace mucho.
Saludos desde las Islas Canarias.

Xavier Bartlett dijo...

Amigo zangolotino

Gracias por tus palabras, los ánimos simepre ayudan a seguir adelante y a dar un sentido al trabajo que haces. Sobre Sandín, sé que a veces es un poco técnico (porque escribe para un público "entendido") pero vale la pena adentrarse en su visión y razonamiento porque nos muestra que desde la propia ciencia el darwinismo sólo se sostiene por razones ideológicas (o sea, políticas). No te pierdas la 2ª parte de este material, porque es un mazazo a las "verdades" sobre la evolución humana, con múltiples alusiones a los prejuicios, sesgos y egos de los investigadores (los pontífices de la religión darwinista).

Un saludo cordial desde la Península,
X.