El registro fósil humano: cada experto con su especie
Los datos paleontológicos, cada día más abundantes e informativos,
aunque, obviamente, no “completos” (Foote y Sepkoski, 1999; Benton et al.,
2000) parecen resultar progresivamente más coherentes (por fin) con los datos
neontológicos, es decir, los que nos indican cómo y porqué cambian los
organismos. Cada vez resulta más claro que los cambios de organización
biológica a gran escala, los grandes cambios de fauna y flora que han dado
nombre a los principales períodos geológicos, están asociados afenómenos
catastróficos de dimensiones globales que se han producido en nuestro planeta a
lo largo de la historia de la Vida: caídas de enormes asteroides que han
producido crisis ecológicas y climáticas a gran escala, acompañadas a veces de
inversiones del campo magnético terrestre, que han dejado a la Tierra sometida a
un violento bombardeo de radiaciones (Erickson, 1992), han provocado
extinciones masivas seguidas de súbitas remodelaciones en las formas
preexistentes. Según el prestigioso paleontólogo T. S. Kemp (1999): “Niveles
muy altos de evolución morfológica, ocurren de forma característica a
continuación de una extinción masiva.” Esta aparición de nuevas morfologías,
necesariamente brusca, porque ha de producirse mediante cambios en el
desarrollo embrionario, y esta situación de entorno prácticamente vacío, tiran
por tierra, por otra parte, la visión competitiva implícita en el supuesto mecanismo
de la selección natural.
Stephen Jay Gould |
En palabras de S. J. Gould (uno de los más brillantes
paleontólogos de los últimos tiempos), “La esperanza darviniana de una
extrapolación suave de acontecimientos a pequeña escala (que pueden estudiarse
directamente) al gran panorama geológico se viene abajo, y debemos reconocer el
carácter distintivo que las extinciones masivas imponen a la historia de la
Vida. [...] Si la mayor parte del tiempo se consume en períodos de
recuperación, los modelos competitivos se vienen abajo...” Y estos hechos no
sólo cuentan para los notables cambios morfológicos que se observan tras las
extinciones masivas, sino también para las diferenciaciones a niveles taxonómicos
inferiores. La Teoría del equilibrio puntuado, elaborada en 1972 por S.
J. Gould y N. Eldredge (que en realidad no es una teoría, porque no propone una
explicación, sino que se limita a describir lo que se observa en el registro
fósil), ha puesto de manifiesto unos hechos, también sistemáticos, y que ya
eran reconocidos por los paleontólogos predarwinistas: 1º En cualquier área
local una especie no surge gradualmente por transformación constante de sus
antecesores, sino que aparece de una vez y plenamente formada. 2º Las especies
aparecen en el registro fósil con una apariencia muy similar a cuando
desaparecen. Es lo que se conoce como estasis, período que puede durar
entre uno y diez millones de años. Estos fenómenos se han podido constatar de
una forma indiscutible cuando el registro fósil ha permitido estudiar especies
durante largos períodos sin solución de continuidad (Williamson, 1983; Kerr,
1995). Desde luego, la forma en que estos cambios bruscos se han de producir
resulta difícil de visualizar, y muy especialmente para los biólogos,
tras 150 años de adiestramiento mental en la extrapolación con el
tiempo de los pequeños cambios graduales a los cambios de organización,
pero estas remodelaciones bruscas, producidas en una generación por cambios en
el desarrollo embrionario se han podido verificar experimentalmente en
artrópodos (Morata, 98; Ronshaugen et al., 2002). Puede resultar misterioso o
difícilmente concebible el modo en que estos cambios de organización se han
tenido que producir en medio de grandes disturbios ecológicos, pero
precisamente son los misterios (y no las explicaciones simplistas) los
estímulos de la investigación científica.
Todos estos datos (sobre la complejidad de la información
genética, sobre la integridad y la plasticidad de los genomas, sobre la
interconexión de todas las características durante el desarrollo embrionario
que conducen a remodelaciones globales, sobre los “saltos” en el registro
fósil...) habrán de ser incorporados, algún día, por los paleontólogos para su
interpretación de la evolución humana. Desgraciadamente, no parece que el
momento esté próximo. Las obras más recientes sobre evolución humana comienzan
sistemáticamente por una introducción compuesta por una declaración de fe
darvinista y una base teórica estructurada sobre las fórmulas, hipótesis y
asunciones de la Genética de poblaciones. Y con semejantes cimientos no cabe
esperar una gran solidez en el edificio.
Huella de Laetoli (Tanzania) |
Para comenzar por la base, los fósiles más antiguos de lo que se
considera –aunque no por todos los expertos– un homínido son unos restos
extremadamente fragmentarios (un fragmento de húmero, algunos dientes y
pequeños trozos de huesos) bautizados como Orrorin tungenensis y datados
en, aproximadamente, seis millones de años de antigüedad, a finales del
Mioceno. La pista de sus antepasados directos y lineales se
pierde en el Mioceno, en el que restos de características simiescas, escasos y
extremadamente fragmentarios, dada la dificultad que para la fosilización
ofrece la selva tropical, han recibido, por parte de sus descubridores, los
nombres de Keniapithecus, Heliopithecus, Ouranopithecus, Otavipithecus...
Naturalmente, cada investigador los introduce, voluntariosamente, en el linaje
humano. Pero, aunque es evidente que de algún antiguo primate hemos de
descender, junto con nuestros parientes, los póngidos, sólo tenemos unas
primeras pruebas que nos hablan claramente de la historia de nuestros
antecesores aunque, desgraciadamente, son indirectas. Se trata de las huellas
fósiles de Laetoli, en Tanzania, que indican una evidente marcha bípeda y una
morfología del pie típicamente humanas. Descubiertas por el equipo de Mary
Leakey en 1977, son impresiones que, sobre fina ceniza volcánica humedecida por
la lluvia, dejaron dos homínidos, uno más grande y otro de menor tamaño
que atravesaron la llanura sobre la que se habían depositado en dirección
Sur-Norte. La descripción de Mary Leakey y la observación de las fotografías
revelan una marcha claramente humana. El ritmo de la marcha, la firme pisada con
el talón, el arco plantar y el dedo gordo paralelo a los demás indican, como
han reconocido numerosos expertos (Lovejoy, 1981; Robbins, 1987; Tuttle et al.,
1991, etc.), que el pie que dejó esas huellas era anatómica y funcionalmente
como el humano, y que ya existía hace 3,6 millones de años.
El problema surge a la hora de asignarle un propietario. Los restos fósiles de que se dispone, pertenecen a los que la versión oficial, es decir, la comúnmente admitida, considera nuestros antecesores directos: los conocidos genéricamente como Australopitecinos. En este “cajón de sastre” se incluyen (con discrepancias entre distintos autores) desde Ardipithecus ramidus hasta los Australopithecus africanus y robustus (estos últimos con sus “versiones” Paranthropus y boisei), pasando por los Australopithecus anamensis, playtiops, y garhi, en la línea de los africanus, y bahrelgazhali y aethiopicus en la de los robustus, además de los que, para muchos, son los responsables (por ser coetáneos) de las huellas de Laetoli: los Australopithecus afarensis.
El problema surge a la hora de asignarle un propietario. Los restos fósiles de que se dispone, pertenecen a los que la versión oficial, es decir, la comúnmente admitida, considera nuestros antecesores directos: los conocidos genéricamente como Australopitecinos. En este “cajón de sastre” se incluyen (con discrepancias entre distintos autores) desde Ardipithecus ramidus hasta los Australopithecus africanus y robustus (estos últimos con sus “versiones” Paranthropus y boisei), pasando por los Australopithecus anamensis, playtiops, y garhi, en la línea de los africanus, y bahrelgazhali y aethiopicus en la de los robustus, además de los que, para muchos, son los responsables (por ser coetáneos) de las huellas de Laetoli: los Australopithecus afarensis.
La situación de cada ejemplar fósil en la línea evolutiva humana
es objeto de ardorosos y, en ocasiones, agrios debates en los que cada
investigador (y especialmente si es el descubridor) tiene su propia versión,
pero la idea generalmente admitida es que algún tipo de australopitecino es
nuestro antecesor, con excepción de los robustus, caracterizados por una
cresta ósea sagital que recorre la parte superior del cráneo, y que se
consideran una “rama abortiva” de la evolución humana, es decir, extinguidos,
bien por la competencia con “homínidos mas aptos”, bien por su propia
“ineptitud”.
¿Dónde están los restos de los antecesores de chimpancés y gorilas? |
Para no enfrascarnos en una estéril especulación sobre los extremadamente fragmentarios y discutidos restos previos a las pruebas más sugerentes, las huellas de Laetoli, vamos a enfrentarnos a sus contemporáneos: los Australopithecus afarensis de África de Este. El estudio de los huesos de pies y manos, bien conservados, denotan unas curvaturas en las falanges típicas de los póngidos. Los cráneos, extremadamente fragmentarios, muestran una morfología simiesca, y sus mandíbulas y maxilas unos grandes caninos con el diastema característico de los póngidos. Incluso el fósil más completo de esta “especie”, la famosa Lucy de El Afar, está resultando menos humana de lo que sus descubridores (Johanson y White) pretendían. La reconstrucción de su cadera, diferente según distintos expertos, presenta una cresta ilíaca más humana (Lovejoy, 1981) o más simiesca (Schmid, 1983; Stern y Susman, 1983). De hecho, Richard Leakey, siempre ha sostenido que en los restos dispersos y fragmentarios de los afarensis de Tanzania se encontraban mezclados restos de australopitecinos y de Homo que, para él, es muy antiguo.
Recreación museística del Australopithecus afarensis |
Para complicar más si cabe la ceremonia de confusión en que se han
convertido los debates sobre las fases iniciales de la evolución humana,
un estudio llevado a cabo por Richmond y Strait (2000) sobre los huesos de la
muñeca de Australopithecus anamensis de Kenia y Australopithecus
afarensis (la ya famosa Lucy) de Etiopía, datados entre 3 y 4
millones de años, ha llevado a la conclusión de que su estructura y
proporciones son las típicas de los póngidos que caminan apoyados en los
nudillos. La conclusión es: “Los humanos evolucionaron de antecesores que
caminaban apoyados sobre los nudillos.” Ahora bien, si tenemos en cuenta la
forma característica en que los pies se apoyan sobre su borde externo en el
suelo en esta forma de desplazamiento, incluso cuando caminan erguidos, la
pregunta que surge es: ¿A qué antecesor pertenecen las huellas de Laetoli? Y
esto nos lleva a los australopitecinos más clásicos, los africanus y robustus
sudafricanos, los primeros tradicionalmente incluidos en la línea evolutiva
humana, y los segundos excluidos de ella. El descubrimiento, en África del Sur
de cuatro huesos del mismo pie de un australopitecino sin determinar muestra
unas proporciones y curvaturas que revelan, sin posible discusión, una
morfología típica de los actuales póngidos (Deloison, 1996). Todo esto conduce,
inevitablemente, a una conjetura, al parecer, inimaginable para los
especialistas en la evolución humana: Si la morfología de muchos de estos
restos es característica de póngidos, si su forma de desplazarse es la típica
de los póngidos y su hábitat es el de los actuales póngidos, ¿no es posible que
muchos de estos homínidos fueran en realidad póngidos?
Una “investigación de laboratorio” tan accesible para un no
especialista, como revolucionaria en su metodología, puede ser observar los
moldes de Australopithecus africanus (Sterkfontein, member 4) y de Zinjanthropus
(Olduvai, H 5), y compararlos con cráneos de machos de chimpancé y gorila
actuales. Las características superestructuras óseas de estos últimos (la
cresta sagital, los arcos superciliares, la morfología facial) sin duda más
significativos desde el punto de vista de la organización embriológica que sus
matices o dimensiones, se pueden identificar, una por una, más acentuadas, y
explicables por heterocronías, (aceleraciones o retardos en el proceso
embrionario) en los gorilas machos. En cuanto a las semejanzas entre el cráneo
de Australopithecus africanus y el de chimpancé, son tan llamativamente
estrechas que resulta sorprendente que los paleontólogos humanos, que se
enzarzan en prolijos debates sobre las diferencias “específicas” entre restos
humanos basadas en matices morfológicos, a veces irrelevantes, no se hayan
planteado jamás estas espectaculares semejanzas. Pero quizás no sea este el
problema, porque, lógicamente, algún científico se lo ha planteado: M.
Verhaegen (1994), ha revisado una gran cantidad de datos correspondientes a la morfología y dimensiones craneodentales de
los australoptecinos y los ha comparado con las de chimpancés, gorilas y
humanos, adultos e inmaduros. Los grandes australopitecinos de África del Este
resultan más próximos a los gorilas, mientras que los del Sur de África se
aproximan a chimpancés y humanos. La conclusión es que la relación de los
diferentes australopitecinos con humanos, chimpancés y gorilas debe ser
reevaluada. El verdadero problema es que este tipo de planteamientos hacen
tambalearse el paradigma dominante, por lo que son sistemáticamente ignorados,
devaluados o relegados al ostracismo por las “jerarquías del evolucionismo”.
Cráneo del Sahelantropus tchadensis |
Todo parece indicar que la supuesta ausencia de restos de póngidos
en el registro fósil es más un resultado de la idea prevaleciente de la
evolución humana y del deseo de los investigadores de encontrar su
ejemplar de gran trascendencia, que de la realidad. Y así se ha puesto de
manifiesto recientemente, cuando un póngido (y para colmo, hembra), ha pasado a
formar parte (aunque, naturalmente, con discrepancias) del registro
paleontológico. El descubrimiento, en Etiopía, este mismo verano, del
denominado por sus descubridores (Brunet et al., 2002) Sahelanthropus
tchadensis, el más antiguo miembro de nuestra familia, un cráneo muy
completo, pero fragmentado y sujeto, por tanto, a diferentes reconstrucciones en
función de las ideas previas sobre su condición, bautizado como Toumaï, y
datado entre 6 y 7 millones de años, ha sido recalificado por Milford Wolpoff,
uno de los más brillantes paleoantropólogos actuales, como perteneciente a un
gorila hembra ancestral en función, fundamentalmente, de las características de
la base del cráneo (Wolpoff et al., 2002). No obstante, tanto sus descubridores
como otros expertos, siguen negándose a conceder a los pobres póngidos un lugar
en el registro fósil.
La sensación que produce esta situación, que se está convirtiendo
en absurda, es que, antes o después habrá que rehacer toda la filogenia humana.
Pero, para ello, parece necesario un difícil ejercicio de renovación conceptual
(en función de los nuevos conocimientos) en la comunidad de los
paleoantropólogos, en la que las interpretaciones darwinistas sobre la
condición y la evolución humanas parecen estar tan arraigadas. Una renovación
que haga posible desprenderse de la ya obsoleta visión de un cambio gradual y
(aunque pretendan negarlo), progresivo, dirigido por supuestas ventajas
de los “más aptos” en una permanente competencia entre sí mismos, con los
demás, con el entorno... y sustituirla por otra más coherente con lo que nos
revelan los actuales datos genéticos, embriológicos, ecológicos y
paleontológicos sobre los procesos evolutivos. Entre los primeros, unos muy
recientes y muy significativos nos pueden dar algunas pistas sobre los procesos
implicados en la adquisición de la morfología humana. El equipo de Kelly Frazer,
en California, mediante la utilización de biochips de ADN, en
chimpancés, cuyas diferencias genéticas con el hombre, basadas en el simple
recuento de bases distintas (polimorfismos de nucleótidos), han estado
consideradas durante los últimos treinta años en un 1,5 %, han identificado
inserciones y delecciones que cubren un rango desde 200 a 10.000 bases de
longitud y que, en conjunto, comprenden unas 150.000 bases (Pennisi, 2002). Sin
duda, estas reorganizaciones genéticas han de tener alguna relación con los
hechos que comentaremos a continuación.
Elisabeth Vrba |
Un árbol con una rama
Aunque los primeros indicios de un patrón morfológico humano se remontan, indirectamente, a las huellas de Laetoli de hace 3,6 millones de años, los restos fósiles más indiscutibles datan de unos dos millones de años –las supuestas dos especies Homo habilis y Homo rudolfensis– caracterizados no sólo por su morfología, sino por estar asociados a una industria lítica sencilla (Oldovaica), que ha llevado a los paleoantropólogos a concederles la consideración de Homo. Pero esta condición no sólo se desprende del hecho de su capacidad de elaborar (de preconcebir) herramientas, por simples que sean (lo que, por otra parte, es lógico por ser las primeras, además de que no se dispone de información sobre el uso de herramientas perecederas), tampoco del volumen cerebral, un lastre de la antropología decimonónica profundamente arraigado.
El carácter distintivo del cerebro humano no es su tamaño, sino su
organización y, a falta de datos paleontológicos fiables sobre ésta, sólo
podemos guiarnos por un comportamiento distintivamente humano. En Koobi Fora,
en Kenia, se han encontrado (Isaac, 1997) los restos de una actividad de planificación
y cooperación que sólo así se puede considerar. Hace 2,5 millones de años, los
restos de un hipopótamo encontrado, probablemente muerto, fueron
meticulosamente destazados, como señalan las muescas dejadas por las
herramientas en los huesos. En su proximidad se encontraron las pruebas de la
existencia de una fábrica de herramientas en los bloques de piedra
llevados allí ex profeso, y unos claros indicios (herramientas y fragmentos de
huesos) de un troceo y reparto de alimentos. Estos datos nos informan de unas
actividades (de cuyo origen y precedentes no se dispone, por el momento, de
documentación) claramente humanas.
Llegados aquí, quizás sea conveniente un inciso para una breve
reflexión: Un argumento profundamente arraigado y muy utilizado en las
interpretaciones darwinistas de la evolución humana (y con un evidente
componente etnocéntrico) es la pretendida relación entre complejidad
tecnológica y capacidad mental. Supuestamente, la sencillez o la uniformidad de
las herramientas líticas primitivas indicarían una escasa inteligencia en sus
autores (Tattersall, 2000). Sin embargo, cabe plantearse si el verdadero mérito
es de los que producen las mejoras o de los primeros que fabricaron (que
concibieron) esas herramientas. De igual modo, no es mayor el mérito de los
técnicos que mejoran las prestaciones de un automóvil que el del que ideó la
primera máquina “automóvil”. Si alguien afirmase que la simpleza y la poca
eficacia de la primera máquina de James Watt reflejan su escasa inteligencia,
lo razonable sería dudar de la del emisor de tal juicio.
Artefactos líticos prehistóricos (Valsequillo, México) |
Cráneo de Homo erectus europeo |
Estos son sólo algunos de los descubrimientos que están derribando
viejos tópicos darvinistas sobre la relación entre diferencias morfológicas y grado
de evolución. La simplista y arraigada extrapolación que liga progreso
tecnológico con progreso en inteligencia (según la cual Bill Gates debería ser
infinitamente superior en inteligencia a Platón, por poner un ejemplo de
nuestra cultura), llega, a veces, a extremos próximos a lo grotesco: La
simplicidad de las primeras herramientas líticas conocidas (la primera gran
innovación) es al parecer, un indicio de una capacidad mental tan escasa, que
se podría calificar de inexistente: “Los harían sin darse cuenta, lo que no
quiere decir que no pudieran entrañar cierta dificultad (es sorprendente la
cantidad de operaciones muy complejas que cualquiera de nosotros realiza cada
día de forma automática, y es seguro que no somos conscientes de todo lo que
pasa por nuestra cabeza)” (Arsuaga, 1999). Es decir, la búsqueda de piedras
adecuadas, la elaboración de las herramientas e, incluso, el troceo y reparto
de la carne de un animal se identifican con las acciones que hoy hemos
incorporado a nuestras rutinas y realizamos de forma mecánica, para concluir
que las distintas actividades efectuadas para conseguir alimento hubieron de
ser realizados por una especie de “autómatas” que no tenían conciencia de sus
actos... Un verdadero acto de fe.
Bifaz achelense |
Pero también hay que hablar de un detalle aparentemente trivial,
pero que nos informa de unos hábitos, tal vez no muy elegantes, pero muy
humanos: se encontró una mandíbula izquierda característica de Homo erectus
(para algunos ergaster) con evidentes muestras en todos los dientes de
haber sido marcados por el uso habitual de mondadientes.
Resulta muy revelador del espíritu que subyace a las
interpretaciones darvinistas de la evolución humana, el marcado contraste entre
la gran importancia que dan a las diferencias en el aspecto físico de los
hombres y la poca valoración que conceden a las pruebas que reflejan una gran
inteligencia en los homínidos primitivos. De ahí, la escasa relevancia
que se da a datos obtenidos en investigaciones muy bien fundamentadas con
revelaciones extraordinarias sobre la conducta de nuestros antecesores. En
Marzo de 1998, se publicó en Nature el artículo: Edades por trazas de
fisión de herramientas líticas y fósiles en la isla de Flores, Este de
Indonesia (Morwood et al., 1998): Hace 800.000 años, los hombres (los homínidos
pertenecientes a la “especie” Homo erectus) ¡eran capaces de navegar! y
cruzar repetidamente distancias que, en los períodos de menor nivel de las
aguas, superaban los 19 kilómetros. Ésta es la distancia mínima que separaba la
isla de Flores del archipiélago de Sonda (próximo, por cierto, a Australia),
donde llegaron a extinguir mediante la caza, perfectamente documentada,
tortugas gigantes y Stegodon enanos. La conclusión del artículo es que “las
capacidades cognitivas de esta especie deben ser reconsideradas.” Efectivamente,
la construcción o la utilización de algún tipo de balsa, necesaria para una
travesía semejante, y la repetición del hecho, implican una capacidad de
previsión y de comunicación, imprescindibles para actuar en grupo, que
descalifican a la concepción ortodoxa de estos homínidos como seres
inconscientes dirigidos por el instinto. Por eso, unas pruebas paleontológicas
que serían aceptadas como indiscutibles para apoyar alguna tesis oficial
son consideradas “débiles” por los darvinistas más ortodoxos.
A medida que aumentan los conocimientos biológicos y los datos del
registro fósil, resulta más patente la necesidad de reconsiderar muchos viejos
tópicos. Pero, sobre todo, el aparentemente más arraigado y, con toda
seguridad, el más distorsionado (y distorsionador) de la concepción de la
naturaleza humana, porque constituye la base de la rancia visión victoriana de
la realidad que impregna las interpretaciones darvinistas: la idea de que unos
hombres son por naturaleza superiores a otros, lo que justifica que en
la feroz competencia en la que se desarrollan las relaciones entre los seres
vivos, sólo triunfen los “más aptos”. Y esta es la explicación de la historia
evolutiva de la Humanidad: la sustitución sistemática y total (en
palabras de Darwin, el “reemplazo”) de los hombres más primitivos por
los que tuvieran alguna ventaja –siempre relacionada con una mayor
inteligencia– sobre ellos. La extrapolación de esta concepción (que,
desgraciadamente, es la que mayor difusión tiene en los medios de comunicación por
ser la versión oficial) a las relaciones entre los pequeños grupos de
cazadores-recolectores en que se desenvolvían nuestros antecesores es, a todas
luces, absurda.
De los datos históricos sobre grupos humanos con esta forma de
vida (y también de los actuales aunque, por desgracia, cada día más escasos y
aculturados), la primera característica a destacar es la carencia del
sentimiento de posesión de la tierra. La conciencia de que es ella la que
ofrece sus dones les hace considerarse como pertenecientes a la tierra. La
segunda, es la fácil disposición para la movilidad: cada individuo, cada grupo
familiar, no dispone de otros bienes que los necesarios para realizar sus
actividades de caza y recolección. Para un modo de vida así, la acumulación de
objetos sería absurda, porque habría que transportarlos en cada desplazamiento.
Y la tercera, es la cooperación en las cacerías y en la labor de recolección y
el reparto de los alimentos obtenidos entre el grupo. Estos hechos,
documentados con pocas variantes en distintos grupos africanos, asiáticos,
australianos, americanos... no responden a una “idealización” del bucólico modo
de vida nómada. Son conductas elaboradas a partir de la experiencia que las ha
hecho necesarias porque resultan más eficaces para la supervivencia del grupo
que la actitud contraria. Naturalmente, esto no quiere decir que los actos
ocasionales de violencia estuviesen ausentes en la vida de estos grupos. De
hecho, a veces aparecen en restos fósiles humanos pruebas claras de heridas
causadas por actos de violencia interpersonal que suelen ser resaltados como
una prueba del carácter violento de estos homínidos, cuando lo que
muchas veces nos revelan es que la frecuente curación de estas heridas, en
ocasiones graves, indica los cuidados eficaces que estas personas se
dispensaban. En suma, tanto lo uno como lo otro, una clara prueba de su
condición humana.
Distintos homínidos: ¿competidores o colaboradores? |
De hecho, otra característica muy habitual entre los grupos
nómadas históricos es el intercambio de jóvenes entre distintos grupos,
consecuencia probable de la observación de los problemas derivados de un exceso
de endogamia, y que se realizaba –y aún se realiza– mediante grandes reuniones
periódicas de varios grupos o, incluso, menos diplomáticamente, por medio del
secuestro (más o menos ritualizado) de muchachas por los jóvenes de otros
grupos. Desde luego que, dada la inmensidad del territorio disponible, es muy
posible que algunos grupos hayan permanecido aislados durante mucho tiempo, como
se ha documentado en Java y, últimamente, en Australia (Thorne y Wolpoff, 1992)
que, a la luz de las precoces capacidades marineras de sus posibles
pobladores, fue colonizada, con toda seguridad, mucho antes de lo que
generalmente se cree. Una colonización consciente y llevada a cabo por una
“especie” muy polimórfica y ampliamente distribuida, casi como la Humanidad
actual.
© Máximo Sandín 2002
Fuente imágenes: Wikimedia Commons
4 comentarios:
Xavier, el articulo es excelente,pero bajo mi modesta opinion, que me encantaría poder contrastar contigo, ni la arqueología ni la antropología tienen respuestas.Solo indico una reflexión: En un sistema biologico, la naturaleza te dota de lo que necesitas.Nunca te proveerá de un organo como el cerebro que sobrepasa su propia naturaleza.
Gracias Ismael por tu reflexión
Bueno, no nos engañemos, Sandín es un gran científico pero no contempla posibilidades que vayan más allá de la materia. No cree en la evolución por selección natural, pero no se adentrará siquiera en el diseño inteligente (al menos yo no he observado en sus escritos ningún argumento en favor de éste). De todas formas, el varapalo que recibe aquí el neodarwinismo es importante, precisamente usando las mismas reglas científicas aceptadas (supuestamente) por todos.
En cuanto a los mecanismos de la naturaleza, con sus "regularidades" y sus "rarezas", nos deberíamos meter en el campo de la conciencia, que está detrás de todo, en mi modesta opinión. El cerebro humano es hasta cierto punto un gran misterio y contradicción, según han apuntado algunos expertos, y realmente nadie sabe cómo pudo "evolucionar" a lo largo de millones de años en nosotros y no en otros primates. Se han dado razones, pero no pasan de ser especulaciones... A no ser que hubiese una inteligencia superior que se fusionase con una inferior, lo que nos lleva a un escenario mitológico-religioso que supongo que ya conoces: la creación del ser humano "a imagen y semejanza de los dioses". Y aquí ya entraríamos en territorio Von Däniken, Sitchin, Pye...
saludos,
X.
Muy bueno para desmontar el dogma darwinista, aunque dudo que los adeptos acepten ninguna prueba o reflexión: son muchas carreras y mucho dinero lo que está en juego.
Sobre los antecesores de los monos actuales siempre me he preguntado, pero no he encontrado información, aquí creo que se explica bien el porqué.
Y algo que alguna vez he pensado y no se si es un disparate, es que todos esos supuestos antecesores del hombre, solo sean "monos" evolucionados, cada uno perteneciente a una época, que han ido desapareciendo, extinguiéndose de modo natural y sustituidos por otra raza más avanzada o que pudo evolucionar un poco más, pero que fueron una tercera vía entre los monos actuales y el hombre, que quizás si que terminó de exterminarlos o incluso los asimiló a través de la hibridación.
Un saludos..
Gracias por el comentario piedra
Pues sí, el tema de la falta de fósiles de otros primates llama mucho la atención... como si nuestros primos no hubieran "evolucionado" y nosotros sí. El punto clave es reconocer que todos los primates/homínidos compartimos muchos rasgos y mucho ADN, pero de ahí a poder demostrar que "descendemos" de ciertos homínidos por las misteriosas mutaciones aleatorias y la selección natural va un largo trecho. En fin, también podrían decir que descendemos de los chimpancés y quedarse tan anchos. Ahora mismo el darwinismo es una pura cuestión de fe, como la historia de Adán y Eva.
Saludos,
X.
Publicar un comentario