Uno de los habituales campos de batalla entre
la historia alternativa y la académica es el papel del llamado catastrofismo,
teoría no precisamente moderna que sostiene que la Tierra ha sufrido
gigantescas catástrofes naturales, a menudo ligadas a fenómenos celestes, que marcaron poderosamente el devenir de
la vida en el planeta, incluyendo el de la especie humana. Frente a esto, el
estamento académico reconoce que se dieron grandes cataclismos en tiempos
remotísimos, pero prefiere dar un rol preponderante al gradualismo o uniformismo,
esto es, a los lentos y progresivos cambios en la naturaleza a lo largo de millones
de años, impulsados por una serie de factores ambientales más o menos definidos
y no tan “traumáticos”. Además, el evolucionismo y el gradualismo han ido de la
mano desde los tiempos de Darwin y no están por la labor de separarse, sobre
todo para no perjudicar al edificio teórico evolucionista.
Esto no obsta a que los científicos ortodoxos
hayan recurrido a grandes catástrofes puntuales para justificar los
inexplicables saltos o vacíos en la evolución de las especies, según propugnaba
Steven Jay Gould con su teoría del equilibrio puntuado. Asimismo, la
desaparición masiva de los dinosaurios hace 65 millones de años ha sido
achacada básicamente a un gran evento cósmico; en concreto, al impacto de un
enorme meteorito en el continente americano. Ahora bien, es pertinente señalar
que ambas explicaciones se mueven en el terreno de la conjetura –más o menos
fundada– pues a día de hoy no hay pruebas que puedan corroborarlas con seguridad.
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Immanuel Velikovsky |
Sin embargo, el catastrofismo defendido por
algunos herejes de la ciencia, como los casos de Immanuel Velikovsky o de Charles
Hapgood, fue duramente atacado por proponer la existencia de enormes
cataclismos con graves efectos en todo el planeta en tiempos relativamente
recientes. Sólo para resumir estos argumentos, basta decir que Velikovsky,
tomando como base datos geológicos, antiguas observaciones astronómicas y
crónicas de diversas civilizaciones, llegó a la conclusión de que la Tierra
había sufrido tremendos cataclismos ligados al paso errático del planeta Venus
(en su fase de cometa) por el sistema solar, y todo ello en unas fechas tan
recientes –en términos geológicos–como el 1500 a. C. y el 700 a. C.
aproximadamente. Este evento no sólo habría causado gran muerte y destrucción
sino que habría alterado incluso la rotación del planeta hasta pararlo y
modificar el año de rotación alrededor del Sol, que habría pasado de los 360 a
los actuales 365 días.
A su vez, Charles Hapgood propuso que la Tierra
habría sufrido un súbito cambio en su eje hace miles de años, a causa de un
desplazamiento de la astenosfera, una capa semisólida de la corteza terrestre,
si bien no podía determinar con certeza cuál había sido el origen de tal
movimiento. Este evento se habría traducido en un desplazamiento de los polos,
un enorme proceso de deshielo y en suma un cataclismo global, en el cual –por
ejemplo– el continente que estaba situado en medio del Atlántico se desplazó al
polo sur, formando lo que es la actual Antártida. Y lo que es más, Hapgood
creía que esto no había sido un hecho aislado sino que se había repetido de
forma cíclica. Según sus
investigaciones, estas alteraciones habrían ocurrido cada 20.000 ó 30.000 años,
con una duración media de unos 5.000 años, provocando una fuerte inclinación
del eje terrestre, aunque nunca superior a los 40º. Como resultado de estos
movimientos, Hapgood determinó que el polo norte habría cambiado de posición
por lo menos tres veces en el hemisferio norte en los últimos 100.000 años.
Estas teorías, lanzadas en los años 50 y 60 del
pasado siglo, fueron duramente atacadas y rebatidas por el estamento académico
con argumentos de todo tipo, pero básicamente aludiendo a la falta de pruebas
mínimamente fiables. No obstante, en los años 90, el investigador escocés
Graham Hancock recogió el guante del catastrofismo y volvió a promover este
tipo de propuestas en su libro Fingerprints of the Gods (“Las huellas de
los dioses”), si bien no pudo aportar mayores razonamientos que los ya
expuestos por los autores citados. Como era de esperar, Hancock fue blanco de
todas las críticas académicas por este revival de las teorías
apocalípticas y más aún por el hecho de que ligaba la existencia de una gran
catástrofe natural –ocurrida hace unos 12.000 años– a la desaparición de una
avanzada civilización perdida que inevitablemente se relacionaba con la tan
denostada Atlántida.
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Magicians of the Gods (2015), de G. Hancock |
Así las cosas, Hancock nunca se acabó de
rendir, y en estos últimos años ha vuelto con fuerza a defender la tesis de un
catastrofismo global en fechas no demasiado antiguas y que tuvo un enorme
impacto sobre la Humanidad. No obstante, esta vez Hancock ha aportado nuevos
argumentos y ha dejado en segundo plano las referencias históricas y
mitológicas para sumergirse directamente en el terreno de las ciencias duras,
en particular la geología. De este modo, el autor escocés nos propuso en su
reciente obra de 2015 Magicians of the Gods (“Los magos de los dioses”) un
sólido escenario científico que podría dar cobertura a ese catastrofismo a gran
escala que la ciencia ortodoxa se niega a reconocer.
Lo que Hancock planteaba como base para su
propuesta no está muy lejos de lo que Hapgood expuso hace medio siglo; esto es,
que la Tierra sufrió un dramático y rápido deshielo de una masa ingente de
hielo polar, con consecuencias nefastas en el hemisferio norte, y de rebote en
el resto del planeta. Este deshielo habría supuesto, entre otras cosas, el
notable aumento del nivel de los mares y océanos (una media de unos 125
metros), anegando enormes porciones costeras de todos los continentes,
aparte de otros desastres naturales de gran magnitud. Esto habría sucedido
aproximadamente hacia el 10.000 a. C., justo antes del arranque del proceso de
neolitización y posterior civilización.
A partir de este punto, Graham Hancock desarrolló
una investigación para determinar en qué periodo exacto se produjo la
catástrofe y cuál fue el motivo último o el origen de ese deshielo, a fin de
esclarecer la auténtica naturaleza del cataclismo. Así pues, Hancock pudo poner
sobre la mesa una serie de datos científicos que no estaban disponibles cuando
escribió Fingerprints (1995) y que se han ido acumulando en los últimos
20 años. Vamos a repasar a continuación todo este argumentario para sopesar la
validez de este escenario neo-catastrofista y sus implicaciones en la historia
de la Humanidad.
Hancock focalizaba su atención en el continente
americano, con el objetivo de vincular las antiguas tradiciones nativas con los
datos que nos pueden ofrecer los modernos estudios geológicos. En este sentido,
constataba que en toda América del norte existen aún numerosas leyendas que
hacen referencia a tremendas destrucciones y mortandades en forma de terremotos,
inundaciones, diluvios, fenómenos celestes, etc. Y en muchas de estas historias
está presente la descripción de un gran cometa o astro destructor que se
precipitó sobre la Tierra. Estos relatos vendrían a coincidir con lo que los
geólogos norteamericanos han apreciado sobre el terreno: que al final de la
última era glacial, concretamente en el periodo llamado Dryas Reciente,
tuvieron lugar inundaciones y cataclismos en buena parte de Norteamérica, si
bien no se tiene una idea clara del alcance y magnitud de este desastre
natural, ni tampoco del elemento más importante: la causa de la catástrofe.
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Mapa de situación de los Scablands |
A este respecto, Hancock rescató el trabajo de
un geólogo apartado de la corriente principal académica que a inicios del siglo
XX formuló una propuesta de lo que podía haber sucedido, a partir de sus
observaciones en el estado de Washington (al noroeste de los EE UU). Este
geólogo se llamaba J. Harlen Bretz y en la década de 1920 fijó su atención en
un típico paisaje llamado Scablands, unos vastos terrenos y canales
rocosos marcadamente agrietados y erosionados, como si fueran cicatrices.
Además, Bretz observó unos grandes bloques de piedra aislados –llamados en inglés
boulders– de un peso que podría superar incluso las 10.000 toneladas. Dichos
bloques, generalmente de basalto, no pertenecían al contexto geológico de la
región, sino que presumiblemente habían sido llevados allí por enormes icebergs
que luego se fundieron. Según su punto de vista, en aquel lugar había ocurrido
un tremendo evento hidrológico de gran magnitud que cesó abruptamente. Tras
comprobar esta evidencia, Bretz quedó del todo convencido de que allí no había
existido un proceso geológico gradual sino una súbita catástrofe de dimensiones
bíblicas –en forma de enormes corrientes de agua– que cambió completamente el
paisaje en relativamente poco tiempo, si bien no pudo formular una propuesta
firme sobre el origen de la catástrofe.
La reacción del estamento académico ante esta propuesta
fue de escepticismo cuando no de abierta oposición, pues un escenario de
“Diluvio Universal” no era en absoluto contemplado por los geólogos, en su casi
totalidad gradualistas. Bretz fue duramente criticado, refutado y marginado, y
sus ideas cayeron en el olvido durante décadas hasta que a finales del siglo XX
empezaron a surgir nuevos datos y nuevas investigaciones que planteaban de
forma más o menos explícita la huella de una gran catástrofe acaecida en
Norteamérica. Bretz fue reivindicado antes de su muerte en 1981 y se admitió
que los Scablands encajaban más en un escenario catastrofista que en uno
gradualista. A este respecto, el estamento académico acabó por admitir
que gran parte del paisaje de los Scablands pudo haber sido causado por
el desbordamiento periódico –a lo largo de miles de años– del cercano lago
glacial Missoula.
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Dry Falls, un enorme salto de agua (ahora seco) en los Scablands del estado de Washington (EE UU) |
Con todo, quedaban aún muchas piezas para
acabar de componer el rompecabezas y Hancock se preocupó de buscarlas y
conectarlas para ofrecer una perspectiva realista y rigurosa de esa posible
gran catástrofe. Para Hancock, la clave de todo este asunto se movía en torno
al ya citado periodo del Dryas Reciente, del cual se sabe relativamente poco.
Se trata de una época de cambio climático inesperado y abrupto que duró poco
más de mil años. Lo que se conoce a grandes rasgos es que después de un periodo
de progresivo calentamiento al final de la Edad del Hielo, hace entre 15.000 y
13.000 años, de repente el clima global se invirtió fuertemente, volviendo a un
ambiente de marcado frío y sequedad, sin que se tenga certeza la causa de esta
reversión, más allá de las hipótesis. Y justamente aquí es cuando aparece en
escena una propuesta científica defendida por una minoría de científicos y que
no había sido estudiada a fondo hasta hace relativamente poco: el cometa del
Dryas Reciente, también llamado cometa Clovis (denominación que
sugiere que el cometa fue el causante directo de la desaparición de la cultura
prehistórica Clovis).
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¿Un cometa devastador hace 12.800 años? |
Para centrar la cuestión, hay que señalar que
la gran mayoría del estamento académico rechaza esta propuesta –por ser
evidentemente catastrofista– y la ha enviado al terreno de las hipótesis sin
fundamento. No obstante, desde inicios de este siglo XXI se han ido recogiendo
numerosas pruebas que apuntan todas en la misma dirección: un evento
catastrófico de enormes proporciones. Básicamente, lo que defienden estos
científicos es que hace 12.800 años un gran cometa se precipitó sobre la Tierra
y se desintegró en varios fragmentos al llegar a la atmósfera, cayendo la
mayoría de éstos en la zona noreste de Norteamérica (el epicentro) y causando
en muy poco tiempo una cadena de desastres de gigantescas dimensiones.
Así pues, Graham Hancock creyó haber dado aquí
con la respuesta que buscaba: un desastre global de origen cósmico que pudo
convertirse en el referente real de todas las posteriores mitologías sobre el
Diluvio Universal. Para resumir, los argumentos esgrimidos por los científicos
son los siguientes:
-
En
varios asentamientos de la cultura Clovis, el químico nuclear Richard Firestone
detectó la presencia de una delgada capa de sedimentos con trazas de partículas
magnéticas con iridio, microesférulas magnéticas, hollín, esférulas de carbono,
y sobre todo carbón vitrificado que contenía nano-diamantes.
Sólo unas condiciones de enormes temperaturas (por encima de 2.200º C), típicas
de impactos de cometas o asteroides, son capaces de crear tales materiales.
Asimismo, se han observado capas geológicas con idénticos restos en diversos
puntos de Norteamérica y también en otros continentes. En varios estudios
geológicos datados entre 2010 y 2014 se incide en la presencia de materiales
fundidos a altísimas temperaturas en América, Europa y Asia.
- Según
Jim Kennet, oceanógrafo de la Universidad de California, existen huellas bioquímicas
sobre el terreno que certifican que América del Norte sufrió tremendos
incendios que arrasaron gran parte de su biomasa y que acabaron directamente o
indirectamente con la gran megafauna de la época. Asimismo, según pruebas
arqueológicas aportadas por el arqueólogo Al Goodyear, la catástrofe natural
redujo drásticamente la población de la cultura Clovis en un 70%.
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Paisaje desolado de los Scablands |
- Varios
científicos, seguidores del camino emprendido por Bretz, han señalado que las
enormes corrientes de agua detectadas en los Scablands no pudieron ser
causadas por el desbordamiento del citado lago glacial Missoula –con una
capacidad de unos 2.000 kilómetros cúbicos de agua– sino por un volumen de agua
muchísimo mayor. El geólogo Warren Hunt cree que fue la fusión de la propia
masa de hielo la que provocó el desastre, por lo menos unos 840.000 kilómetros
cúbicos (una décima parte del total de la capa de hielo). Y no hay fuente de
calor terrestre capaz de desatar tal fenómeno a esa escala gigantesca; sólo la
energía cinética de un cometa podría tener esa capacidad.
- Existen
paisajes muy similares a los Scablands de Washington en otras zonas de Norteamérica, como en particular la meseta de Columbia, así como en el río
Saint Croix (Minnesota) y determinadas regiones de los estados de New Jersey y
New York, con la presencia inequívoca de boulders, los grandes bloques
errantes aislados no propios de la geología del lugar.
A partir de estos datos, los científicos han
reconstruido un escenario global catastrófico que podría describirse del
siguiente modo:
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Dos enormes boulders ("Twin Sisters") |
Hace unos 12.800 años un gran cometa, que
podría haber tenido un diámetro de unos 100 kilómetros, llegó a nuestro planeta
y se desintegró sobre América del Norte en múltiples fragmentos. Varios de
ellos habrían impactado sobre la llamada capa de hielo Laurentino, que
cubría buena parte del continente durante el Pleistoceno. Se cree que al menos hubo
cuatro grandes impactos a cargo de imponentes fragmentos, que tendrían alrededor
de dos kilómetros de diámetro. Las estimaciones de los geólogos apuntan a que
la energía cinética desatada en conjunto tenía una potencia equivalente a 10
millones de megatones. Estos impactos causaron la casi inmediata fusión de la
gruesa capa de hielo acumulada en aquella región, lo que condujo a dramáticas
consecuencias al crear unas enormes corrientes de agua que fluyeron de norte a
sur en forma de inundaciones colosales y que se llevaron por delante todo lo
que encontraron.
Asimismo, tuvieron lugar otros fenómenos
colaterales no menos graves. Por ejemplo, la fusión del hielo produjo que una
cantidad enorme de agua dulce se vertiera en los océanos Ártico y Atlántico, lo
que provocó un descenso de la salinización de los mares, y un enfriamiento de
la superficie marina, alterando en consecuencia la circulación de las corrientes
oceánicas. A su vez, el propio impacto causó una devastadora onda de choque y
una liberación de energía que abrasó literalmente bosques y todo tipo de
vegetación. Se produjeron fortísimos vientos y sismos. El intensísimo calor
liberado provocó la transformación de
algunos elementos, especialmente en forma de esférulas vítreas y
nano-diamantes. El cielo quedó completamente cubierto de partículas, que –en
combinación con la enorme cantidad de vapor de agua liberado– formaron una nube
de polvo y ceniza que tapó la radiación solar durante mucho tiempo, lo que
sumió al mundo en la oscuridad y un progresivo enfriamiento.
Pero de ningún modo fue un evento local.
Los efectos directos e indirectos de los impactos cubrieron una amplia zona de
unos 50 millones de km.2 que englobaría toda América del Norte,
Centroamérica, una porción de Sudamérica, el Atlántico norte, la práctica
totalidad de Europa y buena parte de Oriente Medio.
De este modo, el fenómeno provocó un rápido cambio climático a escala
planetaria en el transcurso aproximado de una generación humana, lo que sería
de hecho el inicio y la causa del propio Dryas Reciente, una época convulsa de
intenso frío y sequedad, que provocó la extinción de numerosas especies
animales y puso la supervivencia humana contra las cuerdas, a la vez que
impulsó a determinados cambios en las estrategias de subsistencia, lo que
abriría la puerta a una nueva era en la historia de la Humanidad.
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¿Una explicación científica para el mítico Diluvio? |
En cuanto al final del Dryas Reciente,
Hancock recogía dos versiones que pueden ser complementarias. Por un lado, es
posible que los cielos se despejaran completamente después de 1.000 años, lo
que habría permitido la vuelta a una radiación solar “normal”, favoreciendo el
progresivo calentamiento del planeta. Por otro lado, se especula con que hace
11.600 años la Tierra se volviera a encontrar con los restos del cometa, aunque
en esta ocasión los fragmentos habrían caído fundamentalmente sobre los
océanos, causando una enorme cantidad de vapor de agua que habría provocado un efecto
invernadero y un consiguiente aumento de las temperaturas. El resultado
final fue un segundo desastre natural, pues se acabó por fundir la capa de
hielo remanente, lo que provocó a su vez una notable subida del nivel de los
mares. Y, por cierto, esa fecha (hacia el 9.600 a. C.) viene a coincidir con la
fecha dada por Platón en sus diálogos sobre el final cataclísmico de la Atlántida.
A todo esto, hay que insistir en que el
estamento académico no da ninguna credibilidad a esta teoría e incluso algunos
reputados científicos se han dedicado a escribir artículos específicos para
refutar y ridiculizar a los proponentes del Cometa Clovis. Para empezar,
algunos críticos han apuntado a que no hay un cráter –o varios de ellos– que
puedan avalar el impacto del cometa. Sin embargo, en opinión del geofísico
Allan West, los fragmentos más pequeños se pudieron haber desintegrado antes de
llegar al suelo sin dejar rastro mientras que los más grandes impactaron contra
una enorme capa de hielo de más de dos kilómetros de espesor. Esto habría
provocado que el cráter hubiese quedado rodeado por un muro de hielo y que posteriormente se hubiese fundido al
final de la era glacial, sin dejar prácticamente ninguna huella.
Aún así, en algunas regiones de Canadá se
han identificado posibles restos de cráteres de cientos de metros de diámetro
atribuibles al cometa Clovis. Uno de los más llamativos es el llamado cráter
Corossol –situado en el golfo de San Lorenzo– que tiene 4 kilómetros de
diámetro y está bajo las aguas, a una profundidad que oscila entre 40 y 125
metros. En principio se creía que su origen era muy antiguo, de unos 470
millones de años, pero pruebas recientes realizadas in situ demostraron
que era mucho más moderno, ya que la base de la secuencia de sedimentos ofrecía
una cronología que podría estar alrededor de los 12.900 años de antigüedad.
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Graham Hancock |
Con todo, se puede apreciar que existe un
alarmante sesgo o manipulación a la hora de valorar otras pruebas que se
muestran mucho más sólidas que los dudosos cráteres. Así, algunos geólogos
ortodoxos decían haber sido incapaces de reproducir los resultados obtenidos
por sus colegas heterodoxos en siete yacimientos, habiendo usado los mismos
protocolos metodológicos. Dicho de otro modo, no habían encontrado ninguna
esférula sospechosa en las capas referidas a la época del Dryas
Reciente. No obstante, como cita Hancock en su libro, un estudio independiente impulsado en 2012 a fin de
despejar la controversia destapó que los puntos donde habían extraído las
muestras los escépticos no coincidían con los lugares previamente excavados; o
sea, las muestras no eran equivalentes. Así pues, cuando el equipo
independiente excavó en las localizaciones adecuadas, sí se encontraron las
esférulas y se pudo confirmar que se formaron por fusión de minerales
terrestres sometidos a altísimas temperaturas. Visto lo cual, la supuesta
objetividad de la ciencia predominante queda más bien en entredicho.
En todo caso, la polémica está lejos de
cerrarse y sobrevive aún en las disputas geológicas, mientras que el mundo de
la arqueología académica no parece inmutarse ni preocuparse por esta teoría
herética catastrofista. Personalmente, considero que las pruebas acumuladas
hasta la fecha tienen un peso importante, si bien serían necesarios estudios más
profundos para confirmar la hipótesis. Por el momento, la teoría catastrofista parece
aportar muchas posibles respuestas a interrogantes largamente planteados sobre
el final del Paleolítico y la gran megafauna y la posterior transición a una
nueva forma de vida productora (el Neolítico y la civilización).
Sea como fuere, para Graham Hancock, este
escenario del cometa es completamente posible y –si bien no puede demostrarlo–
podría haber sido la causa de la desaparición de una ignota y avanzada
civilización, teniendo en cuenta que los efectos del Diluvio descritos en las
mitologías de muchas antiguas culturas muestran un marcado paralelismo con los
efectos del impacto de un enorme cuerpo celeste. En este sentido, el autor
escocés se remite a las incipientes muestras de civilización que podemos
observar por ejemplo en Göbekli Tepe (hacia el 9.500 a. C.), que serían la prueba
del renacer de la civilización perdida, cuyos escasos supervivientes –llamados los
sabios, los magos, o los resplandecientes– volverían a recorrer
los confines de la Tierra para recuperar al menos parcialmente lo que se había
perdido con el gran cataclismo, ofreciendo las semillas de la civilización a
los pueblos primitivos...
© Xavier Bartlett 2018
Fuente imágenes: Wikimedia Commons / Santha Faiia (foto de G. Hancock)