Déjenme comenzar con una anécdota
personal. Por allá a mediados de los años 80, un servidor de ustedes –siendo
estudiante de arqueología en segundo año de carrera– pisó por primera vez una
excavación arqueológica. Se trataba de la Penya del Moro, un importante poblado ibérico[1]cercano a Barcelona en el cual iba a realizar mis primeras prácticas de campo
junto con otros compañeros novatos. Había por allí algunos estudiantes ya más
veteranos, algunos jóvenes licenciados y alguna otra persona que ayudaba en las
tareas de excavación. Pero entre todos los presentes destacaba la figura de un
hombre mayor, canoso y con sonrisa afable, que parecía estar al mando de la
situación. Los jóvenes arqueólogos le iban a consultar cosas, le mostraban
piezas de cerámica, conversaban sobre cómo planear las excavaciones de ese día,
etc.
Excavaciones en la Penya del Moro (1984) |
Lógicamente deduje que ese era el
“jefe”, el director de la excavación, y que a él debía dirigirme
preferentemente para solucionar mis múltiples dudas de novato. Pero antes hablé
con uno de jóvenes licenciados y le pregunté quién era exactamente el hombre
mayor. La respuesta me sorprendió un poco entonces, pero rápidamente me hice a
la idea de lo que significaba la expresión mundo académico, y su
contexto político-cultural-administrativo. Básicamente me dijeron esto: “Aquel
señor se llama Josep Barberà, pero no es el director de la excavación porque no
puede ejercer de director de cara a la administración, ya que no tiene el
título.” ¡Zasca! En un momento me puse al corriente de cómo funcionaban las
cosas. Sólo la administración concede permisos para excavar, en unas
condiciones y requisitos determinados, y los directores de excavación han de
poseer el título universitario correspondiente.
No era el caso de Josep Barberà i
Farràs (1925-2003), profundo
aficionado a la arqueología desde su juventud y fundador de la Societat
Catalana d’Arqueologia. Ahora, ya cercano a la jubilación, seguía dedicando
tiempo a las excavaciones, que eran su gran pasión desde hacía décadas. Pero el
señor Barberà no era un cualquiera. Había trabajado codo con codo con los más
notables arqueólogos del país en las ruinas de Emporion, había aprendido las
técnicas y métodos de los arqueólogos, había leído muchos libros e incluso
había co-escrito varios artículos científicos con los profesionales de carrera.
He aquí el porqué los jóvenes licenciados –entre los cuales estaban los
directores oficiales de la excavación– le consultaban repetidamente.
Josep Barberà era el erudito, el que sabía de verdad y el que en su calidad de
arqueólogo amateur podía dar algunas lecciones a los profesionales aún
un poco verdes.
Tuve la oportunidad de excavar un
par o tres de años en aquel yacimiento y siempre quedé admirado por el conocimiento
técnico de aquel hombre, siempre dispuesto a ayudar a todo el mundo, en
especial a los más inexpertos. Fue un placer y un honor trabajar a su lado, por
todo lo que aprendí y especialmente por ser un ejemplo de humildad y
dedicación. Con el tiempo fui conociendo a otras personas –aunque no del nivel
de Barberà– que colaboraban con los arqueólogos por pura pasión hacia la
investigación arqueológica. De todos modos, esas ayudas siempre estaban dentro
de los cauces de lo marcaban los “profesionales al mando”, los cuales aplicaban
el método científico, procedían a registrar y analizar los hallazgos, y
finalmente redactaban sus memorias técnicas (¡imprescindibles para la
administración!), quedando como último paso la publicación de sus resultados en
alguna revista técnica.
G. Belzoni |
Claro que una vez establecido el
dogma académico y la reputación profesional, las cosas empezaron a cambiar. La
arqueología se asentó como disciplina universitaria y se creó un estamento
internacional de sabios reconocidos. Esto hizo que se fueran marcando las
diferencias entre los amateurs y los académicos, y que los primeros
tuvieran que aceptar una cierta sumisión a los segundos. Sin embargo, no todos
los arqueólogos aficionados o vocacionales de finales del siglo XIX y
principios del XX se sumaron al carro de la ortodoxia o la visión predominante.
De hecho, a menudo se posicionaron contra el estamento académico, como fueron
los casos del doctor Morlet en el tristemente célebre caso de Glozel (Francia)
o el de James Reid Moir en Red Crag (Inglaterra). Y décadas antes de éstos, el
santanderino Marcelino Sanz de Sautuola había sufrido el menosprecio de los académicos
franceses cuando descubrió las pinturas de Altamira.
Ahora bien, ya bien avanzado el
siglo XX se fue consolidando otro perfil de intruso en el mundo de la
arqueología. Se trataba de los proponentes o defensores de la llamada arqueología
alternativa, que para los académicos no merece consideración seria, pues en
su opinión no es más que un producto pseudocientífico, un simple negocio
literario o cultural sin ninguna fiabilidad científica. Así, cuando empecé a
adentrarme en la arqueología alternativa, no fue una gran sorpresa descubrir
que prácticamente todos los autores heterodoxos no eran arqueólogos ni
historiadores. Son personas con un bagaje diverso, a veces con una sólida
formación científica o técnica, pero que nunca han pisado las aulas académicas
donde se imparte la doctrina oficial de la arqueología.
El egiptólogo Z. Hawass con tres destacados autores alternativos: West, Bauval y Hancock |
El problema es doble. Por un lado, los alternativos no tienen título, no tienen profesión, no tienen legitimidad para inmiscuirse en el aparato del mundo académico. Por otro lado, esos autores acostumbran a lanzar ideas y teorías que chocan directamente con los fundamentos del paradigma. Y evidentemente eso no está demasiado bien visto.
A partir de este punto, creo que
vale la pena hacer una breve reflexión sobre el papel de las personas que se
introducen en el estudio del pasado sin tener el sello oficial concedido
por la administración y el mundo académico. Antes de proseguir, empero, es
preciso situar las coordenadas del debate. En arqueología, como en cualquier
otra disciplina de la ciencia, estamos hablando básicamente de un saber
definido y acotado. Por tanto, eso es lo que nos ofrece una licenciatura en
esta materia: un amplio conocimiento que es objeto de examen y certificación.
Así pues, al cabo de cinco años de estudios, el licenciado obtiene un título
reconocido administrativamente que le permite demostrar su capacidad
profesional y le da a acceso a los trabajos que requieren de tal certificación.
Ahora bien, hay que situar las cosas en su realidad y justa medida. Me
explicaré.
Los estudios oficiales nos
proporcionan una visión de la teoría y de la práctica científica y nos aportan
una gran cantidad de datos y hechos que siempre son de gran utilidad. Los
estudios académicos nos abren la puerta al conocimiento establecido, fruto de
cierto consenso científico internacional, si bien nunca es completo ni
“sagrado”[4].
Pero en la práctica, ocurren dos cosas. En primer lugar, todo el conocimiento
arqueológico o histórico es realmente muy amplio y debe limitarse. De ahí que
la licenciatura en Geografía e Historia (tal como existía en España hace 30
años) tuviera múltiples especialidades en diversos campos entre los que estaba
la propia Geografía, la Antropología, la Historia del arte, o las diversas
épocas de la Historia.
Aspecto habitual de una excavación arqueológica (Roma) |
Pero yendo un poco más allá, la
misma Prehistoria e Historia Antigua constituía un conjunto demasiado amplio
para especializarse y así, dentro de esa rama, los alumnos tendían a escoger
unas determinadas asignaturas para obtener un conocimiento todavía más
especializado. De este modo, había alumnos que optaban por profundizar más en
el Paleolítico, otros en el Neolítico, otros en la Edad de Bronce, otros en el
mundo clásico, etc. El resultado es que tenías una idea general de todo, pero
realmente sabías más de unas épocas o culturas determinadas. Por ejemplo, un
servidor de ustedes jamás pisó una excavación de ámbito paleolítico, y sin
embargo excavé bastante en varios poblados ibéricos y villas romanas. Y este es
el gran drama de nuestra ciencia actual: muchos super-especialistas y casi
nadie con una capacidad holística de relacionar o integrar conocimientos entre
diversas materias.
En segundo lugar, de forma
inevitable, lo que se recibe en la universidad es la visión oficial y aceptada
del saber acumulado hasta la fecha por parte de los sabios, y eso
incluye todas las normas y reglas de juego del paradigma científico, que en la
práctica son axiomas teóricos y metodológicos que no están bajo discusión. No
me atrevería a llamar a esto adoctrinamiento, pero es evidente que en
todas las ciencias la trasmisión del conocimiento también supone la aceptación
de una forma de pensamiento y una determinada concepción y aplicación del método
científico. Esto significa que, una vez obtenido el título, si se quiere
ejercer la profesión y prosperar, uno debe atenerse a las normas académicas y
profesionales y no salirse del guión. Por tanto, todos mis antiguos compañeros
de promoción que se acabaron dedicando profesionalmente a la arqueología
repitieron los hábitos clásicos de la profesión, bajo las estrictas regulaciones
y normas de la administración y el mundo académico, que en conjunto controlan
toda la actividad arqueológica (en investigación, conservación y promoción del
patrimonio).
No obstante, la arqueología
parece atraer a muchos outsiders, que desde hace décadas vienen
investigando por su cuenta y ofreciendo puntos de vista a veces bien distintos
de los que presenta el paradigma, hasta el punto de caer en la auténtica
herejía. Y aquí llegamos al quid de la cuestión: ¿debemos rechazar a
esas personas por ser “intrusos” sólo interesados en vender libros o documentales,
o al menos conseguir cierta cuota de notoriedad? ¿O hay que considerarlos
“pioneros”, porque aportan una bocanada de aire fresco a la visión convencional
de la arqueología? ¿Y si hubiera una posición intermedia, alejada de condenas
de una u otra parte? Vamos a
profundizar en este dilema.
Obras alternativas |
Pero lo mejor de todo es que esa
captación y procesado de información se produce desde su punto de vista, lo
que hace que enfoquen la arqueología desde una óptica conceptual y práctica
diferente de la clásica versión que recibimos los estudiantes académicos (“los
de Letras”). De este modo, nos encontramos que el estudio de la realidad
arqueológica es vista a través ojos bien distintos de los habituales, por
ejemplo, a cargo de filósofos, antropólogos, astrónomos, filólogos, físicos,
químicos, ingenieros, geólogos, arquitectos, periodistas, etc. Esta
circunstancia es en realidad un arma de doble filo. Por una parte, se puede meter
la pata hasta el fondo, al desconocer los parámetros en que se mueve la
investigación arqueológica o al omitir muchos hechos relevantes que son objeto
de constante revisión o renovación[5].
Por otra parte, estas personas que proceden de otros campos profesionales
pueden interpretar los mismos restos o pruebas bajo otras muchas
consideraciones –no menos científicas– que no son compartidas o entendidas por
los profesionales académicos.
No obstante, lo más valioso de
los intrusos es que no llevan en su bagaje todo el arsenal de sesgos,
prejuicios y dogmas que caracteriza a los llamados especialistas. Los
autores que examinan la realidad arqueológica desde otra perspectiva pueden ver
lo que los arqueólogos de carrera no ven porque no han sido educados para ello.
En realidad, éstos se han limitado a consolidar y repetir las concepciones
adquiridas a lo largo de muchas décadas –y algunas se remontan todavía al siglo
XIX– y les cuesta aceptar las visiones de otros científicos o estudiosos porque
no cuadran con su sistema de creencias. Sólo a veces, los arqueólogos aceptan
las aportaciones de otros científicos simplemente porque encajan en los
márgenes del paradigma. Por ejemplo, las dataciones radiométricas que permiten
obtener cronologías absolutas son un gran acto de fe por parte de los
arqueólogos porque ninguno de nosotros está formado para comprender los
entresijos de la ciencia físico-química que hay detrás de ellas. Como las
primeras dataciones de C-14 coincidieron más o menos con las dataciones
históricas que se tenían del Antiguo Egipto, se aceptó la validez de este
método y luego los demás, pero en más de una ocasión se han producido serios
choques e incomprensiones entre la visión arqueológica y los datos que ofrecían
los laboratorios.
J. A. West |
Dicho esto, es evidente que
algunos autores han escrito sobre arqueología a partir de un conocimiento muy
limitado y parcial, que les ha impedido tener una visión holística y
científica, lo que les ha empujado a menudo al sesgo y al error. Sin embargo,
he tenido la oportunidad de leer a otros autores de gran erudición y
conocimiento profundo de la materia que han tratado de atenerse al rigor
científico y a las pruebas disponibles para elaborar sus teorías y propuestas;
eso sí, generalmente con planteamientos más arriesgados o que salen de los
parámetros de la ciencia aceptada. Normalmente, el estamento académico ha
ignorado esas propuestas, y sólo en algunos casos se ha molestado en
ridiculizarlas o atacarlas frontalmente. Con todo, nos queda la posibilidad de
que algunas ideas alternativas, formuladas con pleno conocimiento de causa,
puedan apuntar a nuevas vías de investigación que por una razón u otra la
ciencia ortodoxa no quiere explorar.
Así pues, si con el tiempo se
llega a demostrar que esos autores tenían razón estaríamos hablando de
auténticos pioneros. Personas que, gracias a su enfoque abierto e interdisciplinario,
pudieron abrir insospechadas puertas del saber precisamente porque estaban fuera
del sistema y podían aportar visiones innovadoras no contaminadas por el
corporativismo, el conservadurismo y la inercia de los dogmas indiscutidos, por
no hablar de la arrogancia, los méritos y el prestigio.
C. Dunn |
R. Schoch |
La ciencia, estoy convencido, debe
ser siempre un acto y un camino de humildad, no de arrogancia o imposición dogmática.
Por ese motivo, sería deseable no decretar condenas antes de tiempo y analizar
con objetividad y una mente abierta todas las propuestas que puedan venir de
otras personas y disciplinas. Lógicamente, algunas de éstas carecerán de base o
serán demasiado forzadas o especulativas, pero... ¿acaso la ciencia establecida
no se sostiene sobre cimientos que tal vez no sean tan sólidos como nos quieren
vender? Por consiguiente, tanto si se tiene un título “especializado” como si
no, es preciso que se establezcan puentes de franco diálogo entre unos y otros
para poder avanzar. Porque todos podemos errar, rectificar y aprender, incluso
los que tienen los más altos méritos.
© Xavier Bartlett 2018
Fuente imágenes: archivo del autor / Wikimedia Commons
[1]
La “Penya del Moro” es una pequeña montaña sita en la localidad de Sant Just
Desvern. La cultura ibérica se encuadra en la Edad del Hierro en el Levante
peninsular, en el primer milenio antes de Cristo.
[2]
Respectivamente, un aventurero, un político y militar, y un hombre de negocios.
[3] No obstante,
existen excepciones a este proceder, como por ejemplo cuando el Servicio de
Antigüedades egipcio autorizó unos estudios geológicos en la Gran Esfinge de
Guiza a cargo del egiptólogo amateur John A. West junto con el geólogo
profesional Robert Schoch.
[4] En la práctica,
el consenso nunca suele ser total e incondicional; hay opiniones, matices,
temas en disputa, lagunas, etc. Y por supuesto, el consenso en sí, no es más
que acuerdo político en un tiempo determinado; o sea, un campo común en
el cual trabajar, pero no una verdad científica irrefutable.
[5] Esto implica
que, dados los nuevos hallazgos o propuestas, la ciencia avanza constantemente
y que puede quedarse obsoleta en cuestión de pocos años. Los autores
alternativos a veces pecan de “fijar” el conocimiento académico, cuando éste ya
está bajo revisión o ha evolucionado hacia otras posiciones.
6 comentarios:
Solo decir que un profesional y un experto, ni son lo mismo ni necesariamente el primero siempre es lo segundo. Pero esto pasa en todas las disciplinas, ya sean científicas o no. Por poner un ejemplo hay pintores y músicos extraordinarios que jamás pisaron una escuela de bellas artes ni un conservatorio (respectivamente).
Hay también gente sin titulaciones y hasta sin estudios, que se especializa en un tema poco conocido o poco interesante para la ciencia oficial y termina siendo el mayor experto del tema, como el caso real que nos contaba la película "el aceite de la vida".
De cualquier forma, lo que está claro es que los académicos puros, nunca reconocen los méritos de nadie que no tenga, como mínimo, tantos titulitos colgados en la pared como ellos.
Un saludo.
Gracias piedra
No puedo estar más de acuerdo. No se trata de "certificaciones" sino de "saber", y sobre todo de ser capaz de enfocar el conocimiento o la maestría desde otras perspectivas.
Saludos,
X.
Se nota tu erudición y el profundo conocimiento de la materia,lástima que tengas que luchar con el lado oscuro
Gracias por el comentario
Erudición y conocimiento, el justo. Después de tantos años, y sin haberme dedicado profesionalmente, estoy desfasado en muchos temas. Pero al menos tengo un respetable conocimiento de ambas arqueologías, la ortodoxa y la alternativa y eso me permite razonar, criticar y contrastar argumentos y al final ser razonablemente ecuánime.
Saludos
"Pero al menos tengo un respetable conocimiento de ambas arqueologías, la ortodoxa y la alternativa y eso me permite razonar, criticar y contrastar argumentos y al final ser razonablemente ecuánime."
Y entre otras cosas como lo interesante de la temática que tratas, creo que por eso mucho seguimos tu blog. Saludos.
Gracias Cobalt
En eso estamos. Lástima que la ponderación y la crítica sosegada se lleven poco. Más bien triunfan los extremismos y los sensacionalismos, pero en fin...
Saludos
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