Todavía estamos impactados por el pavoroso incendio que devastó la catedral
de Notre Dame de París y que –a decir de los expertos– puso en grave riesgo
toda la estructura, con la amenaza del derrumbe completo. En fin, no quiero quitar
hierro ni importancia al asunto, pero detrás de tanto dramatismo y
declaraciones agónicas y altisonantes (sobre todo en el entorno mediático) me
pareció que se estaba exagerando un poco con respecto a la solidez de un edificio
de piedra de tales dimensiones. No niego que el desplome fuera un peligro real a
tener en cuenta, pero una grandiosa catedral gótica construida con gran pericia
hace 800 años no se viene abajo tan fácilmente, aun en las peores
circunstancias. La historia nos muestra numerosos ejemplos de templos de
origen medieval que han resistido los duros embates del tiempo, ya sea en forma
de desastres naturales, accidentes o agresiones humanas. Así, las grandes
catedrales han aguantado terremotos y tormentas, pero también bombardeos, así
como incendios fortuitos o provocados, como los que en la Guerra Civil española
sufrieron muchísimos templos de gran antigüedad.
Lo cierto es que estamos acostumbrados a venerar el progreso técnico de los
últimos siglos, en particular desde la Revolución Industrial, pero sería
prudente rebajar un poco esta admiración o fascinación por la ciencia y la
tecnología actuales, a la vista de lo que se consiguió en el pasado, y no sólo
me refiero al periodo medieval, sino a construcciones de gran antigüedad que
podemos remontar a la Historia Antigua o la mismísima Prehistoria. Nuestros
métodos de construcción están enfocados a la eficacia y la eficiencia, a
utilizar materiales y técnicas que permiten grandes logros en un tiempo
razonable –normalmente breve– para obtener un resultado práctico que satisfaga
las necesidades de la sociedad actual. La pregunta ahora es: ¿pero están
pensadas esas estructuras para sobrevivir durante siglos? Los propios expertos
ya reconocen que no es así, e incluso han diseñado escenarios futuristas de catástrofe
en que se admite que casi todas las edificaciones de nuestra civilización
moderna quedarían barridas de la faz de la Tierra en unos pocos siglos en caso
de grandes cataclismos o destrucciones, o bien por el simple abandono y falta
de mantenimiento.
Las tres grandes pirámides de Guiza |
Y frente a esto, ¿qué nos ofrece el pasado más remoto? La arqueología viene
aquí en nuestro apoyo y nos ofrece un panorama diverso en que ha habido de
todo, lo que incluye la pérdida de gran número de estructuras, pero también la
conservación, más o menos precaria, de otras muchas. Me gustaría emprender una
reflexión sobre este tema, partiendo de un conjunto de edificaciones muy
famosas, como fueron las llamadas “siete maravillas del mundo”, de las cuales
sólo una se mantiene íntegra en pie: las grandes pirámides de Guiza[1].
Así, según el poeta griego Antípatros de Sidón (s. II a. C.) existían en el
mundo siete grandes obras (Ta hepta
theamata: “Las siete cosas dignas de verse”) que destacaban por su
grandeza, belleza o esplendor. Estas eran las pirámides de Egipto, el templo de
Artemisa en Éfeso, el Mausoleo de Halicarnaso, el templo de Zeus en Olimpia,
los jardines de Babilonia, el Coloso de Rodas y el faro de Alejandría.
Repasando sólo un poco por encima tales maravillas, podemos comprobar que
hace más de dos mil años se hacían fantásticos monumentos, a un coste enorme y
con una gran movilización de medios materiales y recursos humanos. Tales obras
podían tardar muchos años en ser construidas, ciertamente, pero desde luego
fueron hechas para ser tremendamente sólidas y estables, con una gran pericia,
ingenio y dominio de la técnica propia de aquellas épocas, si bien todo ello
podría ser considerado como bastante precario con relación a nuestra modernidad
industrial. Sin embargo, las comparaciones entre esa era y la nuestra no pueden
realizarse en los mismos términos. En el pasado, no sólo era cuestión de
disponer de determinados materiales, técnicas de construcción o maquinaria
especializada, sino que existía en la arquitectura monumental una inequívoca
voluntad de crear algo grandioso e imperecedero. De este modo, la construcción
no se regía estrictamente por criterios económicos, sino por un propósito de
obtener firmeza, belleza y durabilidad, pues las obras eran el reflejo del poder
y la majestad de un monarca, de una divinidad o de toda una comunidad, sin
excluir lo que sería el ensalzamiento de la parte estrictamente artística u
ornamental, esto es, el deseo de generar armonía a partir de la piedra u otros
materiales.
Reconstrucción del Mausoleo de Halicarnaso |
Así, por ejemplo, en la tumba del príncipe Mausolo en Halicarnaso (Asia
Menor), erigida en el siglo IV a. C., trabajaron los mejores arquitectos y
artistas griegos de la época para realizar un grandioso monumento que, aparte
de una excelsa obra escultórica, incluía una enorme base, una cámara sepulcral
y una pirámide que coronaba el conjunto, que alcanzaba en total unos 45 metros
de altura. El edificio se fue deteriorando con el paso de los siglos, pero en
1855 todavía quedaban restos del basamento, que fueron llevados al British Museum. En verdad, posiblemente
el edificio se hubiese conservado bastante bien hasta la actualidad, pero en el
siglo XIV los caballeros de San Juan de Rodas lo emplearon como cantera para
construir una fortaleza y lo desmontaron en gran medida. Este es el mismo
trágico destino que, desgraciadamente, sufrieron centenares de otras grandes
obras de la Antigüedad.
En cuanto a los jardines colgantes de Babilonia, ya nada queda de ellos,
pero las crónicas antiguas nos hablan de que fueron construidos en tiempos de
Nabucodonosor (siglo VI a. C.) y que estaban situados junto a la famosa puerta
de Ishtar, ocupando una gran parte del palacio real. Se trató de una obra
colosal en que fueron erigidas varias terrazas sustentadas por catorce galerías
o salas abovedadas. Las terrazas, unidas por bellas escalinatas, tenían varios
metros de altura (hasta 13 metros) y estaban surtidas de agua mediante un
sistema de complejas canalizaciones. Algunos muros de estas terrazas eran
realmente imponentes, de hasta seis metros de espesor. Y en lo referente a su
contenido, había múltiples especies vegetales exóticas, con muchos árboles y
arbustos, todo ello traído de lejanas regiones, desde Asia Menor hasta la
India. Este maravilloso espectáculo de exuberancia natural todavía pudo ser
visto por cronistas de época romana como Estrabón y Diodoro Sículo pero las
sucesivas destrucciones de la ciudad no dejaron rastro de estas magníficas
construcciones.
Otro ejemplo de arquitectura monumental fue el famoso faro de Alejandría.
Su fundación se debe al rey Ptolomeo Sóter, a principios del siglo III a. C. El
diseño estuvo a cargo del arquitecto Sóstrato, que levantó esta obra en la
pequeña isla de Pharos, que estaba comunicada con la ciudad mediante un puente
o calzada llamada Heptastadion. La poderosa
estructura del faro constaba de una base cuadrada construida en mármol blanco y
luego de una plataforma superior octogonal, igualmente de mármol, de ocho pisos
de altura. Culminando la obra, una pequeña estructura albergaba un gran espejo
que reflejaba la luz durante el día, mientras que por la noche se encendía una
gran fogata que era visible a mucha distancia de la costa. El conjunto en total
tenía más de cien metros de altura. El faro soportó varias destrucciones e
invasiones de la ciudad de Alejandría a lo largo de los siglos, pero finalmente
un terremoto de formidables proporciones derribó la estructura en el año 1375,
en plena Edad Media. Con todo, el edificio estuvo dando servicio durante la
friolera de unos 1.600 años.
Representación clásica del Coloso de Rodas |
También es digna de mención la maravilla del Coloso de Rodas, una pequeña
isla situada en el mar Egeo. El origen de esta obra se sitúa cuando Rodas fue
objeto de un ataque a finales del siglo IV a. C. Tras rechazar esta incursión,
los rodios decidieron dedicar una gran estatua a su protector, el dios Helios,
con la intención de que fuera la mayor imagen jamás dedicada a esta divinidad.
La espectacular estatua fue diseñada por el artista griego Cares de Lindos y construida
con placas de bronce sobre un armazón de hierro, con una altura un poco
inferior a 40 metros y un peso de unas 70 toneladas. Debió ser en verdad algo
digno de verse, pues el brillante Coloso portaba una corona radiada y una
antorcha en la mano, y sus dos enormes piernas –que daban paso a los barcos– se
apoyaban en los extremos del canal de acceso al puerto[2].
La estatua fue erigida a inicios del siglo III a. C. tras doce años de
trabajos, pero ni siquiera cumplió un siglo, pues en el 226 a. C. fue derribada
por un violento terremoto. De este modo, quedó semihundida en las aguas del
puerto hasta que en el siglo VII los árabes, que habían conquistado la isla, la
rescataron, la cortaron en pedazos y la vendieron como metal.
Y, en fin, no podíamos dejar de citar las grandes pirámides, datadas
convencionalmente hacia el 2500 a. C., como única maravilla de la Antigüedad
superviviente en nuestros días. Sobre ellas se ha dicho casi todo y se ha
especulado aún más. Algunos no quieren dar demasiado mérito a lo que consideran
un mero apilamiento de grandes piedras (lo que justificaría la solidez de la
obra), pero dos hechos destacan poderosamente. En primer lugar, todo fue
realizado con una alta precisión matemática y geométrica, digna de la relojería
suiza; y en segundo lugar, todavía no se sabe cómo fueron erigidas estas moles
de piedra, aparte de las clásicas –y más bien endebles– especulaciones que han
formulado los egiptólogos durante dos siglos. Personalmente, creo que o bien no
hemos interpretado correctamente la ciencia del Imperio Antiguo, o bien estos
monumentos pertenecen a una civilización anterior, como han propuesto muchos
autores alternativos (sin ninguna necesidad de “extraterrestres”). En todo
caso, no hay duda que las tres grandes pirámides son auténticos centinelas de
la eternidad, pues han resistido durante miles de años los desastres naturales
más terribles y los saqueos para obtener piedra. Como dice el proverbio árabe,
“El hombre teme al tiempo, pero el tiempo teme a las pirámides”.
El Osireion de Abydos: megalitismo en Egipto |
Para finalizar esta reflexión, y dejando aparte estas maravillas, está
claro que la fabulosa arquitectura megalítica (situada en la Prehistoria, según
los propios criterios de la ortodoxia académica) es también un inmenso logro
digno de admiración si tenemos en cuenta la tecnología de la época. Otra cosa
es que consideremos que no fue realizada tal y como nos lo explican desde el
estamento oficial, sino por otros medios, cuya naturaleza no está demasiada
clara. Sobre este punto concreto ya me he explayado varias veces en este blog y
no voy a repetir las polémicas y argumentos sobre la cronología, autoría y
técnica de estas obras ciclópeas.
Lo que es evidente es que muchos de estos
monumentos de enorme antigüedad son un enigma técnico para los expertos
modernos. Por de pronto, siguen ahí en pie y han resistido, pese al desgaste, todo tipo de
cataclismos y agresiones, dando así una imagen de firmeza y perdurabilidad paralela
al fenómeno de las pirámides.
No obstante, aun bajando a un nivel histórico más reciente y mundano, nos
encontramos con obras que todavía gozan de relativa buena salud después de unos
dos mil años. Me estoy refiriendo, por supuesto, a la civilización romana, que
culminó los avances de la arquitectura griega y helenística y supo crear nuevas
soluciones –en las que destacó el amplio uso del arco de medio punto– tanto
para la arquitectura monumental como para la obra civil. Aquí no había nada de
megalitos, pero sí todo tipo de paramentos, con ladrillos y piedras, aparte de
morteros, argamasas e incluso cemento de gran calidad. No cabe duda de que los
romanos fueron maestros en el arte de construir y urbanizar, a fin de proporcionar
a sus pueblos y ciudades obras públicas de enorme solidez y gran funcionalidad.
Así pues, no es de extrañar que hayan llegado hasta nosotros basílicas,
teatros, anfiteatros, murallas, palacios, templos, termas, puentes, acueductos,
etc.
Puente de Alcántara (Cáceres, España) |
A día de hoy, aún podemos visitar un buen número de estas notables obras en
el territorio del antiguo imperio romano. Sólo por poner un ejemplo, a inicios
del siglo II d. C., un artifex (esto
es, un ingeniero) hispano-romano llamado Gaius Iulius Lacer emprendió una de
las construcciones más importantes que aún se conservan en España: el famoso puente
de Alcántara sobre el río Tajo, bajo el mandato del emperador Trajano. Actualmente,
este monumento está considerado como una de las mejores muestras de la arquitectura
y la ingeniería romana por sus grandes dimensiones y sus logros técnicos. De
hecho, fue tal la calidad del trabajo que el ingeniero se atrevió a incluir una
inscripción en un templete anexo al puente en la que afirmaba literalmente que “el
puente, destinado a durar por
siempre en los siglos del mundo, lo hizo Lacer, famoso por su divino arte”.
Ahora podríamos decir que Lacer era un hombre con exceso de vanidad, pero lo
cierto es que su puente sigue en pie después de 1.900 años de servicio, si bien
es justo admitir que necesitó de algunas obras de mantenimiento y reparación en
siglos posteriores, pues fue objeto de destrucciones parciales a causa de
diversas guerras. Así pues, está claro que no sólo se han preservado las
archifamosas pirámides de Guiza; otras construcciones de escala más modesta también nos han mostrado su vocación de
perdurar hasta el fin de los tiempos.
Una vez hecho este repaso, podríamos extraer la conclusión final de que los
antiguos tenían los conocimientos y medios para realizar logros prodigiosos con
una tecnología más o menos limitada si la comparamos con la nuestra. Pero, además,
la filosofía que subyace en esas obras ya nos enseña que la voluntad de
perdurar era un valor de primer orden, por encima de los criterios sociales, políticos
o económicos a los que estamos habituados actualmente. Ahora bien, pese a todos
esos esfuerzos, el mundo evolucionó, avanzó y dejó atrás lo que ya no servía.
De esta manera, muchos edificios se destruyeron o se abandonaron. Otros muchos
se convirtieron en simples canteras para la realización de nuevas
construcciones. Lo que antes era válido o deseable, dejó de serlo en un momento
dado.
Restos de Machu Picchu. Véase cómo la estructura ha resistido la fuerza de los terremotos. (Foto: D. Álvarez) |
Como arqueólogo, me podría lamentar de lo muchísimo que se ha perdido o de
lo que ha llegado hasta nosotros en un estado precario o ruinoso. Pero es
inevitable, es un lastre con el que debemos convivir y debemos aceptarlo como
algo natural, porque si el mundo se hubiera parado y fosilizado en los edificios romanos, no habría habido románico, ni
gótico, ni barroco, ni neoclásico, ni… Es triste ver una gran catedral como
Notre Dame en llamas, pero son muchas las catedrales que dan aún testimonio de
la Edad Media en toda Europa. No podemos dramatizar toda pérdida de patrimonio,
porque así ha sido la historia, nos guste o no. Casi nada es duradero por
siempre (¡a excepción de las grandes pirámides!) y estamos reinventando la
arquitectura a cada siglo. Hay muchos edificios que se han conservado, otros se
han reconstruido o remodelado y otros tristemente han desaparecido… pero
insisto en que debemos aceptar el deterioro y la pérdida como algo
consustancial de nuestro mundo, porque nuestra propia existencia mortal no va a
ser eterna.
Dicho todo esto, siempre es deseable la conservación y la restauración de
ese pasado esplendoroso, mientras no se convierta en una obsesión o en un mero
fetichismo por el objeto, por muy grande que sea. En ese sentido, el pasado nos
aporta muchas lecciones sobre nuestra identidad y nuestro devenir. Respetemos y
apreciemos en su justa medida lo que hicieron esos humanos de hace muchos
siglos, porque tal vez nuestra idea de evolución o progreso esté algo
equivocada. Y eso es una cuestión de valores, más que de piedras o máquinas.
© Xavier Bartlett 2019
Fuente imágenes: Wikimedia Commons
[1] Para ser precisos, existen aún
algunos restos dispersos o ruinas de otros monumentos, como es el caso del
templo de Zeus en Olimpia o el Mausoleo de Halicarnaso.
[2] Según algunos autores tal posición
no sería realista y la estatua se hubiera hundido por su propio peso, aparte de
las dificultades y peligros durante su construcción y colocación. Se especula
con que pudo haber sido erigida en la acrópolis de Rodas.
2 comentarios:
Hola Xavier
Estoy totalmente de acuerdo con lo expuesto. La grandiosidad del pasado no se ha alacanzado hasta hoy.
Aunque no tenga que ver con este artículo debo decir que me duele cuando se le da más importancia a un monumento que al bienestar de las personas más necesitadas. El dinero donado para la reconstrucción de Notre Dame se podría usar para mitigar el dolor de una buena parte de la humanidad.
Gracias por comprenderme.
Saludos desde Uruguay.
Roberto
Gracias por el comentario Roberto
Bueno, debería haber interés y dinero para todo, para salvar a todo el mundo y cuidar del patrimonio. Lo que mucho me temo es que detrás de todo esto hay bombas de relojería como el ataque cada vez menos sutil a la cristiandad (se habían quemado otras iglesias en Francia previamente, pero apenas se dio noticia de ello), más los recientes atentados en Sri Lanka. ¿Casualidad?
Más que un interés por el pasado, en este caso veo un revival identitario occidental basado en simbolismos y un germen de conflicto -creado intencionadamente- entre religiones, creencias o civilizaciones. Si se trató, como dicen, de un accidente (o negligencia) fue desde luego muy oportuno para embarcar a todo el mundo en el mismo barco de reivindicación identitaria ("Todos somos París, todos somos Notre Dame", etc.) mientras otros asuntos conflictivos en Francia pasaban a segundo plano. Nada ocurre por azar en nuestro mundo.
Saludos,
X.
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