sábado, 20 de abril de 2019

Un respeto por el pasado


Todavía estamos impactados por el pavoroso incendio que devastó la catedral de Notre Dame de París y que –a decir de los expertos– puso en grave riesgo toda la estructura, con la amenaza del derrumbe completo. En fin, no quiero quitar hierro ni importancia al asunto, pero detrás de tanto dramatismo y declaraciones agónicas y altisonantes (sobre todo en el entorno mediático) me pareció que se estaba exagerando un poco con respecto a la solidez de un edificio de piedra de tales dimensiones. No niego que el desplome fuera un peligro real a tener en cuenta, pero una grandiosa catedral gótica construida con gran pericia hace 800 años no se viene abajo tan fácilmente, aun en las peores circunstancias. La historia nos muestra numerosos ejemplos de templos de origen medieval que han resistido los duros embates del tiempo, ya sea en forma de desastres naturales, accidentes o agresiones humanas. Así, las grandes catedrales han aguantado terremotos y tormentas, pero también bombardeos, así como incendios fortuitos o provocados, como los que en la Guerra Civil española sufrieron muchísimos templos de gran antigüedad.

Lo cierto es que estamos acostumbrados a venerar el progreso técnico de los últimos siglos, en particular desde la Revolución Industrial, pero sería prudente rebajar un poco esta admiración o fascinación por la ciencia y la tecnología actuales, a la vista de lo que se consiguió en el pasado, y no sólo me refiero al periodo medieval, sino a construcciones de gran antigüedad que podemos remontar a la Historia Antigua o la mismísima Prehistoria. Nuestros métodos de construcción están enfocados a la eficacia y la eficiencia, a utilizar materiales y técnicas que permiten grandes logros en un tiempo razonable –normalmente breve– para obtener un resultado práctico que satisfaga las necesidades de la sociedad actual. La pregunta ahora es: ¿pero están pensadas esas estructuras para sobrevivir durante siglos? Los propios expertos ya reconocen que no es así, e incluso han diseñado escenarios futuristas de catástrofe en que se admite que casi todas las edificaciones de nuestra civilización moderna quedarían barridas de la faz de la Tierra en unos pocos siglos en caso de grandes cataclismos o destrucciones, o bien por el simple abandono y falta de mantenimiento.

Las tres grandes pirámides de Guiza
Y frente a esto, ¿qué nos ofrece el pasado más remoto? La arqueología viene aquí en nuestro apoyo y nos ofrece un panorama diverso en que ha habido de todo, lo que incluye la pérdida de gran número de estructuras, pero también la conservación, más o menos precaria, de otras muchas. Me gustaría emprender una reflexión sobre este tema, partiendo de un conjunto de edificaciones muy famosas, como fueron las llamadas “siete maravillas del mundo”, de las cuales sólo una se mantiene íntegra en pie: las grandes pirámides de Guiza[1]. Así, según el poeta griego Antípatros de Sidón (s. II a. C.) existían en el mundo siete grandes obras (Ta hepta theamata: “Las siete cosas dignas de verse”) que destacaban por su grandeza, belleza o esplendor. Estas eran las pirámides de Egipto, el templo de Artemisa en Éfeso, el Mausoleo de Halicarnaso, el templo de Zeus en Olimpia, los jardines de Babilonia, el Coloso de Rodas y el faro de Alejandría.

Repasando sólo un poco por encima tales maravillas, podemos comprobar que hace más de dos mil años se hacían fantásticos monumentos, a un coste enorme y con una gran movilización de medios materiales y recursos humanos. Tales obras podían tardar muchos años en ser construidas, ciertamente, pero desde luego fueron hechas para ser tremendamente sólidas y estables, con una gran pericia, ingenio y dominio de la técnica propia de aquellas épocas, si bien todo ello podría ser considerado como bastante precario con relación a nuestra modernidad industrial. Sin embargo, las comparaciones entre esa era y la nuestra no pueden realizarse en los mismos términos. En el pasado, no sólo era cuestión de disponer de determinados materiales, técnicas de construcción o maquinaria especializada, sino que existía en la arquitectura monumental una inequívoca voluntad de crear algo grandioso e imperecedero. De este modo, la construcción no se regía estrictamente por criterios económicos, sino por un propósito de obtener firmeza, belleza y durabilidad, pues las obras eran el reflejo del poder y la majestad de un monarca, de una divinidad o de toda una comunidad, sin excluir lo que sería el ensalzamiento de la parte estrictamente artística u ornamental, esto es, el deseo de generar armonía a partir de la piedra u otros materiales.

Reconstrucción del Mausoleo de Halicarnaso
Así, por ejemplo, en la tumba del príncipe Mausolo en Halicarnaso (Asia Menor), erigida en el siglo IV a. C., trabajaron los mejores arquitectos y artistas griegos de la época para realizar un grandioso monumento que, aparte de una excelsa obra escultórica, incluía una enorme base, una cámara sepulcral y una pirámide que coronaba el conjunto, que alcanzaba en total unos 45 metros de altura. El edificio se fue deteriorando con el paso de los siglos, pero en 1855 todavía quedaban restos del basamento, que fueron llevados al British Museum. En verdad, posiblemente el edificio se hubiese conservado bastante bien hasta la actualidad, pero en el siglo XIV los caballeros de San Juan de Rodas lo emplearon como cantera para construir una fortaleza y lo desmontaron en gran medida. Este es el mismo trágico destino que, desgraciadamente, sufrieron centenares de otras grandes obras de la Antigüedad.

En cuanto a los jardines colgantes de Babilonia, ya nada queda de ellos, pero las crónicas antiguas nos hablan de que fueron construidos en tiempos de Nabucodonosor (siglo VI a. C.) y que estaban situados junto a la famosa puerta de Ishtar, ocupando una gran parte del palacio real. Se trató de una obra colosal en que fueron erigidas varias terrazas sustentadas por catorce galerías o salas abovedadas. Las terrazas, unidas por bellas escalinatas, tenían varios metros de altura (hasta 13 metros) y estaban surtidas de agua mediante un sistema de complejas canalizaciones. Algunos muros de estas terrazas eran realmente imponentes, de hasta seis metros de espesor. Y en lo referente a su contenido, había múltiples especies vegetales exóticas, con muchos árboles y arbustos, todo ello traído de lejanas regiones, desde Asia Menor hasta la India. Este maravilloso espectáculo de exuberancia natural todavía pudo ser visto por cronistas de época romana como Estrabón y Diodoro Sículo pero las sucesivas destrucciones de la ciudad no dejaron rastro de estas magníficas construcciones.

Otro ejemplo de arquitectura monumental fue el famoso faro de Alejandría. Su fundación se debe al rey Ptolomeo Sóter, a principios del siglo III a. C. El diseño estuvo a cargo del arquitecto Sóstrato, que levantó esta obra en la pequeña isla de Pharos, que estaba comunicada con la ciudad mediante un puente o calzada llamada Heptastadion. La poderosa estructura del faro constaba de una base cuadrada construida en mármol blanco y luego de una plataforma superior octogonal, igualmente de mármol, de ocho pisos de altura. Culminando la obra, una pequeña estructura albergaba un gran espejo que reflejaba la luz durante el día, mientras que por la noche se encendía una gran fogata que era visible a mucha distancia de la costa. El conjunto en total tenía más de cien metros de altura. El faro soportó varias destrucciones e invasiones de la ciudad de Alejandría a lo largo de los siglos, pero finalmente un terremoto de formidables proporciones derribó la estructura en el año 1375, en plena Edad Media. Con todo, el edificio estuvo dando servicio durante la friolera de unos 1.600 años.

Representación clásica del Coloso de Rodas
También es digna de mención la maravilla del Coloso de Rodas, una pequeña isla situada en el mar Egeo. El origen de esta obra se sitúa cuando Rodas fue objeto de un ataque a finales del siglo IV a. C. Tras rechazar esta incursión, los rodios decidieron dedicar una gran estatua a su protector, el dios Helios, con la intención de que fuera la mayor imagen jamás dedicada a esta divinidad. La espectacular estatua fue diseñada por el artista griego Cares de Lindos y construida con placas de bronce sobre un armazón de hierro, con una altura un poco inferior a 40 metros y un peso de unas 70 toneladas. Debió ser en verdad algo digno de verse, pues el brillante Coloso portaba una corona radiada y una antorcha en la mano, y sus dos enormes piernas –que daban paso a los barcos– se apoyaban en los extremos del canal de acceso al puerto[2]. La estatua fue erigida a inicios del siglo III a. C. tras doce años de trabajos, pero ni siquiera cumplió un siglo, pues en el 226 a. C. fue derribada por un violento terremoto. De este modo, quedó semihundida en las aguas del puerto hasta que en el siglo VII los árabes, que habían conquistado la isla, la rescataron, la cortaron en pedazos y la vendieron como metal.

Y, en fin, no podíamos dejar de citar las grandes pirámides, datadas convencionalmente hacia el 2500 a. C., como única maravilla de la Antigüedad superviviente en nuestros días. Sobre ellas se ha dicho casi todo y se ha especulado aún más. Algunos no quieren dar demasiado mérito a lo que consideran un mero apilamiento de grandes piedras (lo que justificaría la solidez de la obra), pero dos hechos destacan poderosamente. En primer lugar, todo fue realizado con una alta precisión matemática y geométrica, digna de la relojería suiza; y en segundo lugar, todavía no se sabe cómo fueron erigidas estas moles de piedra, aparte de las clásicas –y más bien endebles– especulaciones que han formulado los egiptólogos durante dos siglos. Personalmente, creo que o bien no hemos interpretado correctamente la ciencia del Imperio Antiguo, o bien estos monumentos pertenecen a una civilización anterior, como han propuesto muchos autores alternativos (sin ninguna necesidad de “extraterrestres”). En todo caso, no hay duda que las tres grandes pirámides son auténticos centinelas de la eternidad, pues han resistido durante miles de años los desastres naturales más terribles y los saqueos para obtener piedra. Como dice el proverbio árabe, “El hombre teme al tiempo, pero el tiempo teme a las pirámides”.

El Osireion de Abydos: megalitismo en Egipto
Para finalizar esta reflexión, y dejando aparte estas maravillas, está claro que la fabulosa arquitectura megalítica (situada en la Prehistoria, según los propios criterios de la ortodoxia académica) es también un inmenso logro digno de admiración si tenemos en cuenta la tecnología de la época. Otra cosa es que consideremos que no fue realizada tal y como nos lo explican desde el estamento oficial, sino por otros medios, cuya naturaleza no está demasiada clara. Sobre este punto concreto ya me he explayado varias veces en este blog y no voy a repetir las polémicas y argumentos sobre la cronología, autoría y técnica de estas obras ciclópeas. 

Lo que es evidente es que muchos de estos monumentos de enorme antigüedad son un enigma técnico para los expertos modernos. Por de pronto, siguen ahí en pie y han resistido, pese al desgaste, todo tipo de cataclismos y agresiones, dando así una imagen de firmeza y perdurabilidad paralela al fenómeno de las pirámides.

No obstante, aun bajando a un nivel histórico más reciente y mundano, nos encontramos con obras que todavía gozan de relativa buena salud después de unos dos mil años. Me estoy refiriendo, por supuesto, a la civilización romana, que culminó los avances de la arquitectura griega y helenística y supo crear nuevas soluciones –en las que destacó el amplio uso del arco de medio punto– tanto para la arquitectura monumental como para la obra civil. Aquí no había nada de megalitos, pero sí todo tipo de paramentos, con ladrillos y piedras, aparte de morteros, argamasas e incluso cemento de gran calidad. No cabe duda de que los romanos fueron maestros en el arte de construir y urbanizar, a fin de proporcionar a sus pueblos y ciudades obras públicas de enorme solidez y gran funcionalidad. Así pues, no es de extrañar que hayan llegado hasta nosotros basílicas, teatros, anfiteatros, murallas, palacios, templos, termas, puentes, acueductos, etc.

Puente de Alcántara (Cáceres, España)
A día de hoy, aún podemos visitar un buen número de estas notables obras en el territorio del antiguo imperio romano. Sólo por poner un ejemplo, a inicios del siglo II d. C., un artifex (esto es, un ingeniero) hispano-romano llamado Gaius Iulius Lacer emprendió una de las construcciones más importantes que aún se conservan en España: el famoso puente de Alcántara sobre el río Tajo, bajo el mandato del emperador Trajano. Actualmente, este monumento está considerado como una de las mejores muestras de la arquitectura y la ingeniería romana por sus grandes dimensiones y sus logros técnicos. De hecho, fue tal la calidad del trabajo que el ingeniero se atrevió a incluir una inscripción en un templete anexo al puente en la que afirmaba literalmente que “el puente, destinado a durar por siempre en los siglos del mundo, lo hizo Lacer, famoso por su divino arte”. Ahora podríamos decir que Lacer era un hombre con exceso de vanidad, pero lo cierto es que su puente sigue en pie después de 1.900 años de servicio, si bien es justo admitir que necesitó de algunas obras de mantenimiento y reparación en siglos posteriores, pues fue objeto de destrucciones parciales a causa de diversas guerras. Así pues, está claro que no sólo se han preservado las archifamosas pirámides de Guiza; otras construcciones de escala más modesta también nos han mostrado su vocación de perdurar hasta el fin de los tiempos.

Una vez hecho este repaso, podríamos extraer la conclusión final de que los antiguos tenían los conocimientos y medios para realizar logros prodigiosos con una tecnología más o menos limitada si la comparamos con la nuestra. Pero, además, la filosofía que subyace en esas obras ya nos enseña que la voluntad de perdurar era un valor de primer orden, por encima de los criterios sociales, políticos o económicos a los que estamos habituados actualmente. Ahora bien, pese a todos esos esfuerzos, el mundo evolucionó, avanzó y dejó atrás lo que ya no servía. De esta manera, muchos edificios se destruyeron o se abandonaron. Otros muchos se convirtieron en simples canteras para la realización de nuevas construcciones. Lo que antes era válido o deseable, dejó de serlo en un momento dado. 

Restos de Machu Picchu. Véase cómo la estructura ha resistido la fuerza de los terremotos. (Foto: D. Álvarez)

Como arqueólogo, me podría lamentar de lo muchísimo que se ha perdido o de lo que ha llegado hasta nosotros en un estado precario o ruinoso. Pero es inevitable, es un lastre con el que debemos convivir y debemos aceptarlo como algo natural, porque si el mundo se hubiera parado y fosilizado en los edificios romanos, no habría habido románico, ni gótico, ni barroco, ni neoclásico, ni… Es triste ver una gran catedral como Notre Dame en llamas, pero son muchas las catedrales que dan aún testimonio de la Edad Media en toda Europa. No podemos dramatizar toda pérdida de patrimonio, porque así ha sido la historia, nos guste o no. Casi nada es duradero por siempre (¡a excepción de las grandes pirámides!) y estamos reinventando la arquitectura a cada siglo. Hay muchos edificios que se han conservado, otros se han reconstruido o remodelado y otros tristemente han desaparecido… pero insisto en que debemos aceptar el deterioro y la pérdida como algo consustancial de nuestro mundo, porque nuestra propia existencia mortal no va a ser eterna.

Dicho todo esto, siempre es deseable la conservación y la restauración de ese pasado esplendoroso, mientras no se convierta en una obsesión o en un mero fetichismo por el objeto, por muy grande que sea. En ese sentido, el pasado nos aporta muchas lecciones sobre nuestra identidad y nuestro devenir. Respetemos y apreciemos en su justa medida lo que hicieron esos humanos de hace muchos siglos, porque tal vez nuestra idea de evolución o progreso esté algo equivocada. Y eso es una cuestión de valores, más que de piedras o máquinas.

© Xavier Bartlett 2019

Fuente imágenes: Wikimedia Commons


[1] Para ser precisos, existen aún algunos restos dispersos o ruinas de otros monumentos, como es el caso del templo de Zeus en Olimpia o el Mausoleo de Halicarnaso.
[2] Según algunos autores tal posición no sería realista y la estatua se hubiera hundido por su propio peso, aparte de las dificultades y peligros durante su construcción y colocación. Se especula con que pudo haber sido erigida en la acrópolis de Rodas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Xavier

Estoy totalmente de acuerdo con lo expuesto. La grandiosidad del pasado no se ha alacanzado hasta hoy.
Aunque no tenga que ver con este artículo debo decir que me duele cuando se le da más importancia a un monumento que al bienestar de las personas más necesitadas. El dinero donado para la reconstrucción de Notre Dame se podría usar para mitigar el dolor de una buena parte de la humanidad.
Gracias por comprenderme.

Saludos desde Uruguay.

Roberto

Xavier Bartlett dijo...

Gracias por el comentario Roberto

Bueno, debería haber interés y dinero para todo, para salvar a todo el mundo y cuidar del patrimonio. Lo que mucho me temo es que detrás de todo esto hay bombas de relojería como el ataque cada vez menos sutil a la cristiandad (se habían quemado otras iglesias en Francia previamente, pero apenas se dio noticia de ello), más los recientes atentados en Sri Lanka. ¿Casualidad?

Más que un interés por el pasado, en este caso veo un revival identitario occidental basado en simbolismos y un germen de conflicto -creado intencionadamente- entre religiones, creencias o civilizaciones. Si se trató, como dicen, de un accidente (o negligencia) fue desde luego muy oportuno para embarcar a todo el mundo en el mismo barco de reivindicación identitaria ("Todos somos París, todos somos Notre Dame", etc.) mientras otros asuntos conflictivos en Francia pasaban a segundo plano. Nada ocurre por azar en nuestro mundo.

Saludos,
X.